Cuentos - La Expiación

Lucía, una de las muchachas más virtuosas y más guapas del lugar, había desaparecido.

LA EXPIACIÓN

De boca en boca, y rápidamente, se difundió una mañana por el honrado pueblo de Torrepintada la escandalosísima noticia de que Lucía, una de las muchachas más virtuosas y más guapas del lugar, había desaparecido, abandonando a la tía Ruperta, de quien recibiera cuidados maternales y moral y cristiana educación.

Los móviles de aquella fuga se adivinaban, o, mejor dicho, se habían averiguado por las viejas más curiosas del pueblo, que, refiriéndose unas a otras lo que habían visto, y atando cabos, venían a reducirse a que la virtud de la chica había naufragado en el tempestuoso mar de sus amores con el hijo de un indiano que pocos días antes regresó a la Habana, abandonando a la infortunada Lucía.

Torrepintada era un pueblo ejemplar, de costumbres purísimas, y jamás soltera, casada o viuda habían dado allí qué decir.

Ninguna mujer del pueblo tenía historia, y las familias eran irreprensibles.

La desaparición de Lucía no había sido tan sin conocimiento de la tía Ruperta como en el pueblo se figuraban; buscando un alivio a su dolor, la muchacha contó a su madre adoptiva cuanto le pasaba, sin ocultarle siquiera que iba a ser madre.

Doña Ruperta lloró, riñó y acabó por consolar a la sobrina y aconsejarle que saliese del pueblo sin ser notada y se fuera a la ciudad próxima, en donde tenían una parienta lejana.

Lucia fue madre de una preciosa niña, que murió pocos días después de nacida, y ella por todo el oro del mundo no hubiera vuelto a Torrepintada. No hacía más que recordar a sus conocidas y amigas, y al punto sentía encenderse su rostro de vergüenza. ¡Ella! ¡Ella era la única que desde tiempos inmemoriales había manchado las honradas tradiciones del pueblo y las nunca bien ponderadas virtudes de sus mujeres!

Meditó, se aconsejó y vino al fin en resolverse a servir de nodriza con alguna señora bien acomodada.

Casualmente por aquellos días, que eran los del verano, la joven esposa de un opulento capitalista necesitó un ama, y como llovida del cielo presentóse Lucía, que, después de reconocida por los médicos y previo el largo interrogatorio que acostumbraban las madres en casos semejantes, fue admitida al servicio de aquella señora.

El niño que la había tocado criar era tan dulce y tan bello como un ángel; la señora, amable y cariñosa; el capitalista, un hombre de mundo y con un carácter franco y benévolo. Lucía creyó haber llegado al Paraíso. ¡Qué trajes de pasiega le encargó la señora! ¡Qué collares y qué pendientes de monedas de plata! ¡Qué sayas! Y, en fin, ¡qué consideraciones y qué mimos!

Lo mejor de la comida era para el ama. Siempre cuidando de si había almorzado, de si le daban bueno y bastante vino; y como la chica era tan guapa, el matrimonio estaba encantado de ver al niño en poder de aquella nodriza.

Una tarde, cuando estaban en un establecimiento balneario, el carruaje llegó al hotel un poco más temprano que de costumbre, como indicando que el paseo iba a ser un poco más largo.

Montaron en el coche los señores, y el ama, llevando al niño, ocupó su asiento de costumbre.

Durante algún tiempo, Lucía, distraída con el niño, miraba indiferentemente la ruta que seguían; pero poco a poco fue pareciéndole que aquel camino lo había recorrido otras veces; los árboles, las casas, los puentecillos y hasta esos montones de piedras que los peones camineros ponen cerca de las cunetas para cegar los baches le parecieron viejos conocidos, y un movimiento de terror sacudió su corazón. No le quedaba duda: aquel era el camino que iba a su pueblo; sin duda los señores se dirigían allá, Y ¿cómo iba a presentarse allí, que la habían conocido tan buena, tan pura? ¿Cómo iban a verla sirviendo de nodriza, ellas, tan intolerantes, tan honradas?

Quiso preguntar a la señora, pero no se atrevió, más que por discreción, porque se le figuraba que eso era como recordar su falta.

En aquella angustia, a cada momento esperaba que el carruaje tomara un camino de travesía. Iba de espaldas, pero volvía a cada momento el rostro con tanta agitación, que al fin lo conoció la señora y le dijo con semblante risueño:

-Ama, ya llegamos a su pueblo; vamos a visitar a don Lorenzo de Torija.

Lucía creyó desmayarse; aquel don Lorenzo de Torija, el más rico y más aristócrata del pueblo, era nada menos que su padrino de bautismo, y todas las mujeres de la casa la conocían perfectamente.

El destino fue inflexible, y pocos minutos después el coche entraba en el pueblo, y los vecinos se asomaban por puertas, por ventanas y por tapias a ver a los viajeros, y con esa vista perspicaz de las gentes del campo, pocos hubo que no conocieran a Lucía.

Para aquel pueblo, la llegada de unos viajeros era un acontecimiento; pero la presencia de Lucía un escándalo, casi un insulto a la moralidad de los vecinos.

En la casa de don Lorenzo el recibimiento no pudo ser mejor; los amos de Lucía eran personas de gran respeto y de gran cariño para el rico del pueblo. El era un banquero en la capital de la provincia y le servía de empeño en cuanto allí se le ofrecía; además, don Lorenzo era un viejo comerciante que había viajado mucho; hombre que conocía el mundo y que, cansado ya, se había retirado a vivir tranquilamente al pueblo de su nacimiento, y además, como la bandera cubre la mercancía, recibió a la ahijada como si no hubiese noticia de cuanto había pasado, y recomendó a sus criados que, mientras los señores tomaban la merienda en la sala, cuidaran de que el ama merendara y paseara con el niño por el amplio y bien cultivado jardín.

Las criadas no dejaron nada por escudriñar respecto a la vida de Lucía: cuánto ganaba, cómo la vestían, cómo la trataban, si estaba contenta, si paseaba mucho, si era dichosa, y todavía los señores no se despedían de don Lorenzo, y ya por todo el pueblo corrían y se sabían aquellas noticias como si se hubieran publicado en la hoja extraordinaria de un periódico.

Llegó la hora del regreso, y al atravesar por segunda vez por las calles del pueblo, la pobre Lucía, casi enferma de vergüenza y de remordimiento, agotada por aquel esfuerzo de disimulo, sintió que aquella tarde había sido la expiación de su falta. ¡Terrible ejemplo para las hijas del pueblo!

Por una casualidad, al siguiente verano seis mozas solteras de Torrepintada solicitaban en balnearios de aquella provincia colocación de amas de cría para casa de los padres.

Vicente Riva Palacio.