Cuentos - El voto del soldado

"Por la salvación de mi alma, yo prometo meterme a fraile el día que mi caballo sea Dios,"

EL VOTO DEL SOLDADO

Allá por el año de gracia de 1521 pasó a las Indias en busca de fortuna, y a servir al Emperador en las conquistas de Nueva España, un soldado español llamado Juan de Ojeda.

Érase Juan de Ojeda un mocetón en flor de la edad, extremeño de nacimiento, y tan osado y valeroso como perverso y descreído, y tan descreído y perverso como murmurador y maldiciente. Pusiéronle por mote sus compañeros "Barrabás", tanto por lo avieso de su condición como para distinguirle de un Ojeda a quien el "Bueno" le llamaban por sus costumbres irreprochables, y de otro que llamaban el "Galanteador", porque andaba siempre en pos de las muchachas de los caciques y señores de la tierra.

Túvole Hernán Cortés gran afecto por su valor y por la presteza y diligencia con que todas las comisiones y trabajos del servicio desempeñaba. Pero mejor que los compañeros de Ojeda conocía sus malas cualidades, y a esto debido, ni le dio nunca mando que importar pudiera, ni guarda le confió de prisioneros a quienes se atreviera a sacrificar o a poner en libertad a cambio de algunos cañones de pluma llenos de polvo de oro, moneda supletoria bien usada en aquellos días.

Una tarde, ya después de la toma de la capital del poderoso imperio de Moctezuma, y cuando el ejército de Cortés se había retirado a la ciudad de Coyoacán, mientras se trazaban y comenzaban a levantarse los suntuosos edificios que de núcleo debían servir a la moderna México, Juan de Ojeda departía alegremente con un grupo de soldados de caballería, hablando de sus recuerdos y sus esperanzas, sazonado plato de conversación entre soldados.

Como palabra saca palabra, según dice el proloquio vulgar hubo de llegarse en el giro de aquella plática a referir que algunos de los soldados conquistadores, sin duda arrepentidos de algo que sobre su conciencia pesaba, y en desagravio de sus pecados, habían tomado el hábito de religiosos, y vida hacían de misioneros tan ejemplar como escandalosa había sido la que llevaron como soldados.

Ocurrióseles entonces a alguno de los presentes decir que "Barrabás" tendría que parar en fraile por lo mismo que, siendo soldado, había parado en diablo. Rióse "Barrabás" alegremente de la ocurrencia, y tomando en seguida un aire solemne, dijo a sus compañeros: "Por la salvación de mi alma, yo prometo meterme a fraile el día que mi caballo sea Dios," Parecióles a los otros que aquello era una blasfemia, y temerosos de los castigos que Cortés imponía a sus soldados en casos semejantes, fuéronse escurriendo uno en pos de otro, dejando a "Barrabás", que repetía burlonamente: "El día que mi caballo sea Dios".

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Habían pasado ya muchos meses, y corría para los conquistadores de México casi tranquilamente el año de 1524; y digo casi tranquilamente, porque, vencidos los mexicanos y sometido voluntariamente al Rey de España el de Michoacán, Hernán Cortés ocupábase activamente en el establecimiento del Gobierno de la colonia y en la reedificación de la ciudad de México.

Pero, por una parte, Cortés era inquieto y emprendedor; y, por otra, como incitándole a nuevas aventuras, a sus ilusiones se ofrecía un territorio tan inmenso como desconocido, y la conquista de las Hibueras vino a ser el resultado de aquellas constantes y tentadoras seducciones.

Organizó Cortés su expedición, y salió de México, rumbo al Oriente, en demanda de nuevos reinos que ofrecer, como tributarios o como vasallos, al Emperador Carlos V. Y formando parte de aquella expedición salió, siguiendo a su caudillo, el famoso entre sus compañeros, Juan de Ojeda, jinete en aquel caballo cuya apoteosis esperaba, para cambiar él por la armadura del soldado el tosco sayal de los religiosos.

No estaba el caballo de Ojeda en la primavera de su vida, y por más que el descanso le hubiera traído macizas carnes, los años y los trabajos le hacían ya poco vigoroso para la campaña; y como aquélla era muy ruda y el camino muy largo, al cruzar la expedición por el Peten, reino entonces importante, si no poderoso, enfermó el caballo, y, por mayores diligencias que se hicieron, no pudo continuar su marcha ni salir del pueblo. Desesperado estaba Ojeda, porque quizá aquel caballo era el único cariño de su vida. Juró y blasfemó hasta cansarse; pero visto que la cosa no tenía remedio, suplicó a Hernán Cortés que recomendara al cacique y a los principales señores del Peten el cuidado de aquel caballo que, como un depósito sagrado, quedaba entre sus manos.

Tanto por la utilidad que prestaban entonces los pocos caballos con que contaba el ejército español, como por complacer a un soldado tan valiente como Ojeda, Cortés, por medio de sus intérpretes o nahuatlatos, como allí se llamaban, encareció, hasta con grandes amenazas, al cacique y a los que le acompañaban el cuidado y las atenciones que debían tener con el viejo animal, refiriéndoles los grandes servicios que prestado había y la gran utilidad que de aquellas bestias se tenía en la guerra.

Llegó el momento de la partida, y Ojeda emprendió la marcha, no sin haberse despedido del abandonado rocín y sin haber echado por aquella boca todos los votos y juramentos que le inspiraba tan triste situación y las burlas de sus compañeros, que descaradamente lo atribuían a la blasfemia de haber querido hacer un Dios de su caballo.

Los sencillos itzaes , que así se nombraban los naturales de aquella tierra, se encontraron en el mayor embarazo para cumplir las indicaciones del conquistador y dejarlo complacido a la hora de su vuelta. Porque, no conociendo qué clase de huésped era el que había quedado allí, no encontraban medio de tratarlo como ellos deseaban; pero, en fin, les ocurrió alojar el caballo en la mejor de las casas de la población y ofrecerle abundante comida de conejos, gallinas y aves sazonadas cuidadosamente al estilo del país, y grandes jarros con una bebida regional que los españoles llamaban pitarrilla.

No por la natural tristeza de encontrarse abandonado entre gente extraña, ni por falta de apetito tampoco, dejó el caballo de aprovechar la espléndida hospitalidad de los indios; pero por causas que los sabios explicarían fácilmente, no llegó a probar bocado y murió de hambre a poco tiempo.

No podría describirse la consternación de los indígenas cuando por el pueblo circuló la terrible noticia de que el huésped había expirado. ¿Qué contestar a Cortés? ¿Cómo librarse de su enojo? ¿Cómo presentarse siquiera a su vista después de aquello, que él podría considerar como el resultado de un gran crimen?

Convocóse una numerosa asamblea para discutir el partido que debía adoptarse en tan críticas circunstancias; y después de varias opiniones emitidas con timidez al principio y con gran energía en el curso de aquella discusión, a propuesta de los más sabios del pueblo vinieron todos a convenir en que lo más acertado era hacer una imagen del caballo en mampostería y colocarlo entre los dioses del pueblo, para que a su vuelta Cortés pudiese ver que, si el huésped había fallecido, el pueblo le había colocado en el número de sus dioses.

Así se hizo, y en el idioma de aquel pueblo conocíase el nuevo dios con el nombre de Izimin-Chac , que significa Animal del Trueno, sin duda porque los indios creían que el caballo era el que producía el estampido de las armas de fuego que disparaban los jinetes.

Contábase luego que Juan de Ojeda, al recibir la noticia de aquellos acontecimientos, tomó el hábito de San Francisco, y fue en su vejez espejo de misioneros.

I I I

Casi un siglo después, por el año de 1618, dos misioneros franciscanos, fray Juan de Órbita y fray Bartolomé de Fuensalida, llegaron al Peten, hasta entonces no convertido al cristianismo, y encontraron objeto de la mayor veneración la mal formada estatua del caballo.

El P. Órbita, en presencia de aquello, no pudo contener su indignación, y llevando en la mano una piedra que había arrancado del templo, montó sobre el caballo y le hizo pedazos a fuerza de golpes.

Los naturales de la tierra huyeron, espantados de aquella profanación, gritando mueras al extranjero.