Cuentos de Surastia, la Ciudad de los Ladrones (2)

Surastia, la Ciudad de los Ladrones. Un lugar de ladrones, asesinos, brujas y héroes en el que cualquier noche puede ser la última.

CUENTOS DE SURASTIA, LA CIUDAD DE LOS LADRONES

(II – Los Últimos Héroes)

PROLOGO

El hombre del sombrero de ala ancha observó el desvencijado cartel de la sucia taberna. “La Rata Cornuda” . Había llegado a su objetivo: uno de los peores tugurios de la ciudad de Surastia, el lugar perfecto para negociar un trato con sangre de por medio. Sin más dilación entró en su interior, arrugando la nariz por el asqueroso olor. No parecía dispuesto a perder un segundo de más en un mugriento antro como aquél.

Se acercó al posadero, un siniestro tipo con cara de malas pulgas. Le hizo una sola pregunta y dejó caer un ducado de oro sobre el sucio mostrador. El mesonero le indicó con un movimiento de barbilla una de las mesas más alejadas. El hombre se dirigió hacia allí y se sentó.

Frente a él se hallaba otro hombre cuyo rostro permanecía oculto en la penumbra. Intercambiaron pocas palabras.

-Doscientos ducados de oro. Trescientos más a la finalización del contrato.

-Es más de la tarifa estándar del Gremio. Supongo que esta vez no se trata de un orondo mercader.

-Efectivamente. La llaman la Bruja.

-Mmm…

-Si tiene usted algún problema, tal vez en el Gremio de Asesinos puedan indicarme alguien más… capacitado.

El hombre del sombrero de ala ancha pudo percibir la sonrisa en el rostro de su interlocutor.

-Tiene usted pinta de poder pagar cien ducados más. Serán trescientos ahora mismo. Trescientos más al terminar.

El hombre sonrió. No se había equivocado de tipo. Desde luego, tenía arrestos y su reputación era intachable.

-De acuerdo. Trato hecho.

I

Cuenta la leyenda que en el norte de Surastia hay un viejo caserón. Oh, bueno, sí, hay muchos viejos caserones en Surastia. Pero se dice que éste está maldito. Se dice que si lo contemplas durante unos instantes, te sentirás a su vez observado, se dice que ningún pájaro se posa jamás sobre el cochambroso tejado, que ariscos gatos negros como la noche merodean los alrededores y que los árboles que crecen en las cercanías lo hacen retorcidos y achaparrados. Y se dice también que en la mansión vive una Bruja.

Se dice que esa bruja, en su juventud, fue una muchacha muy hermosa e inteligente, versada en las Artes Mágicas. Se dice, también que, con el transcurso del tiempo, la maldad se apoderó de su corazón y deformó su alma y su aspecto, obligándola a ocultarse en su guarida de la vista de los hombres. Los rumores dicen que quien llama a su puerta o quien osa franquear la entrada a su mansión desaparece irremediablemente de la faz de la tierra.

Se dicen muchas cosas en Surastia. Es difícil discernir cuáles son ciertas y cuáles no.

-Mmm… Esto se va a caer a pedazos cualquier día.

La mujer contempló con preocupación la viga del techo mientras se mordía las uñas. Estaba llena de agujeros y crujía peligrosamente. ¿Carcoma? El techo de madera abuhardillado no parecía estar en mejor estado. Quizás las últimas lluvias, quizás los excrementos de los pájaros.

La palma de la mano de la mujer, boca arriba, refulgía con una intensa luz azulada, iluminando la habitación. La mujer se giraba hacia la ventana cuando el cristal le devolvió su imagen. Una mujer de unos cuarenta y cinco años, embutida en unos largos y gastados ropajes oscuros. Su pelo castaño, aunque algo desgarbado, caía hasta sus hombros. El lado izquierdo de su rostro era bastante atractivo aunque la edad había pasado factura en forma de ojeras y arrugas. El lado derecho, en cambio, era terrorífico. Espantosas cicatrices lo cubrían, como si el fuego hubiera besado cruelmente la carne, calcinándola.

Un gruñido instintivo brotó de la garganta de la mujer antes de que cerrara repentinamente la mano, sumiendo la buhardilla en tinieblas. Se ocuparía del problema del techo en otro momento. Estaba algo cansada para convocar un Sirviente Fantasmal que sujetará y ajustara la viga. Quizás al día siguiente. Resistiría por el momento.

Se dispuso a bajar por las escaleras, pero en lugar de ello, se dirigió lentamente hacia la ventana y la abrió. Una luna creciente brillaba tenuemente en el cielo. Surastia era en aquel momento una masa negra e informe de casas salpicada de cientos de puntitos luminosos. La mujer se sintió una intrusa, como si fuese un ser siniestro que espiara desde las sombras la intimidad de los habitantes de la ciudad. Unos habitantes que la despreciaban y aborrecían. Y la temían.

La Bruja, la llamaban. El Monstruo. La mujer cerró los dientes con fuerza. Escoria, sanguijuelas, cucarachas. La furia comenzó a invadirla. Un familiar calor comenzó a recorrer su nuca y sus brazos. Las antiguas palabras de poder acudieron a sus labios. Sólo tenía que gesticular ciertos pases y el fuego brotaría de las yemas de sus dedos, quizás no con el suficiente poder para consumirlo todo, para arrasar esa maldita ciudad hasta los cimientos y ahogar a sus habitantes en un infierno de sangre y fuego, como deseaba, pero sí para destruir unos edificios e incendiarlos. Y quizás, con un poco de suerte, el fuego se extendiera y devastara Surastia hasta borrarla de la faz de la tierra…

La mujer cerró con furia la ventana y bajó lo más deprisa posible al piso de abajo.

Observó la vasta biblioteca del salón principal. La ira fue desapareciendo poco a poco al hacerlo. A su alrededor, viejos grimorios, antiguos libros de hechizos con el poder arcano crepitando en cada página. Todavía sentía el calor que hacía breves momentos había recorrido su cuerpo. El poder de la magia. La mujer acarició casi sensualmente la cubierta de uno de los grimorios. La sensación fue creciendo paulatinamente, hasta sentirse cada vez más excitada. Tras unos instantes de duda, la mujer dejó caer sus ropajes a sus pies, quedando totalmente desnuda. A continuación se sentó en una de las sillas del salón, su favorita.

La mujer se demoró intencionadamente. Se acarició lentamente el cuello, bajando por sus pechos hasta llegar a un incipiente pezón que ya comenzaba a endurecerse. De repente se detuvo y posó sus manos sobre los reposamanos de la silla. Cerró los ojos y en voz baja, musitó unas leves palabras en un idioma incomprensible. Aguardó.

No tuvo que esperar mucho. Pronto, sintió una mano invisible posarse sobre su muslo. Ahogó un gemido de anticipación, mientras sentía cómo aquella mano llegaba hasta la entrepierna. Su respiración se aceleró levemente.

Seguidamente, sintió una nueva presión en su cuello. Suave, cálido, ese roce invisible fue bajando hasta su pecho, sujetándolo y apretándolo con cuidado. La mujer gimió, sin abrir los ojos, y sus uñas se clavaron en los reposabrazos de madera de la silla. Sintió cómo su pezón era suavemente pellizcado por la invisible fuerza que, finalmente, había alcanzado también los labios de su sexo.

-Sssí…

La mujer mordió su labio inferior para no gemir. Un esfuerzo inútil, cuando sintió cómo los pliegues de su sexo, ya muy humedecidos, eran separados y la presión pulsaba contra su clítoris. Inconscientemente, se encontró meneando las caderas, como si invitara al invisible visitante a que franqueara la entrada más y más.

Antes de darse cuenta, la mujer estaba siendo acariciada por cientos de invisibles manos que la asediaban y sujetaban. El sudor perló su frente, adhiriendo mechones de cabello a su mojada piel. Quiso gritar “Basta”, romper el hechizo, pero su cuerpo parecía no obedecerla. Su mojado sexo parecía ser franqueado por invisibles dedos, explorándolo, toqueteándolo impúdicamente e iniciando un rápido y viscoso movimiento dentro y fuera. Cerca, su trasero era suavemente acariciado y, lentamente, elevado, como si la mujer no fuera sino un pelele en manos de esa invisible fuerza. No pudo sino gemir cuando sintió un invisible zarcillo que se posó sobre su ano. Poco a poco, su esfínter se fue dilatando y abriéndose, para dejar pasar al invisible atacante que se adentró más y más en su interior.

Aquello pareció ser el detonante. La mujer gritó de placer mientras un abrasador clímax la arrasó en ardientes oleadas. Durante un instante tuvo miedo de caer al suelo, presa del fortísimo orgasmo, pero las invisibles y solícitas manos la sujetaron impidiéndolo. Poco a poco, la mujer fue recuperándose, su mano se dirigió hacia su rostro, para secarse la saliva que escapaba por la comisura de sus labios.

A duras penas pudo incorporarse, pues sus piernas todavía flaqueaban. Se apoyó en el respaldo de la silla y se dispuso a recoger su ropa en el suelo.

Un fuerte ruido la envaró. Instintivamente, un conjuro acudió a sus labios pero esperó antes de lanzarlo. Quizás lo hubiera imaginado. Un segundo golpe la hizo desistir de esa idea.

¿Aquello había sido el sonido de la aldaba de la puerta? ¡Imposible! ¿Quién se atrevía a importunarla? ¿Quién era el descarado que osaba llamar a la puerta de una bruja en mitad de la noche?

La mujer se vistió lo más rápido que pudo y se deslizó hacia el portón de la entrada. Comprobó mentalmente las trampas mágicas que reducirían a cenizas a un visitante de amenazadoras intenciones y, aclarándose la garganta, gritó lo más grave y amenazadoramente que pudo.

-¡El Diablo os lleve, desgraciado! ¿Quién se atreve a molestarme a estas horas?

-Hola, Ana.

El corazón de la mujer se detuvo durante un segundo. Aquél nombre… Aquella voz… No podía ser. Lo más deprisa que pudo, descorrió el cerrojo y empujó la pesada puerta con premura.

Frente a ella se hallaba un hombre de largo pelo moreno y una cuidada barba manchada de plata. No parecía tener miedo ni asco ante las deformidades del rostro de la mujer. De hecho, sonreía con cansancio pero de manera franca. El tiempo había dejado las huellas en aquel rostro, pero la mujer lo reconoció sin ninguna duda.

-No puede ser…

-¿No vas a saludar a un viejo amigo, Ana?

La mujer abrió los ojos de par en par.

-¿Mor… Morgan?

La sonrisa del hombre se ensanchó. Ana, la mujer, la Bruja, vaciló pero sus ojos empezaron a humedecerse. Ninguno dijo nada más. No hacía falta. Se abrazaron hasta casi llegar al daño físico.

II

-¡Por los Últimos Héroes de Surastia !

-¡Por los Últimos Héroes de Surastia !

Las dos jarras de vino se entrechocaron de nuevo, derramando parte de su contenido antes de ser trasegado. En la mesa, dos botellas ya vacías amenazaban caer y romperse en mil pedazos.

-¿Todavía recuerdas nuestro lema?

-Espera, ¿cómo era…? –La mujer apuró la jarra y volvió a llenarla de vino. Siguió hablando con la voz algo pastosa. –Honor, valentía… Ayudar a quien lo necesite…

Sacudió la cabeza, dándose por vencida.

-Ya no lo recuerdo. Fue hace tanto tiempo de aquello… ¿quince años? No, espera. ¡Más de veinte años! Por los dioses, es espantoso cómo pasa el tiempo.

Ana sonrió a Morgan, quien se servía más vino. Éste frunció el ceño y comenzó a recitar con pose afectada.

-Honor, valentía y nobleza, fueron las virtudes que me enseñó mi madre; no la defraudaré, me enfrentaré a la muerte con ellas…

El rostro de Ana se iluminó y comenzó a hablar atropelladamente.

-¡Sí! ¡Sí! Ya me acuerdo... Me enfrentaré a la muerte con ellas al lado de mis compañeros…

-…Al lado de mis compañeros porque mientras uno de nosotros quede en pie habrá esperanza…

-…Esperanza. Nunca retrocederemos, nunca desfalleceremos, nunca abandonaremos porque nosotros somos…

-…¡los Últimos Héroes de Surastia! –Terminaron ambos a la vez, riendo.

- Los Últimos Héroes de Surastia … Los cinco aventureros inseparables. Por los dioses, ¿quién eligió ese nombre para nuestro grupo de aventureros?

-Creo que fue Karl. Sí, fue él, ¿le recuerdas?

-Claro, ¿como olvidarle? Era el más idealista de todos nosotros. Siempre hablando sobre la corrupción de Surastia, de cómo los Gremios Mercantiles lo controlaban todo y oprimían al débil y cómo era nuestro deber ayudar a los indefensos de sus depredaciones. Siempre pensé que acabaría entrando en alguna Orden de Caballería para recorrer el mundo, rescatar damiselas y desfacer entuertos. ¿Qué fue de él?

-Fundó un Gremio de mercaderes.

Ana rió estruendosamente.

-No puedo creerlo. Vaya con el… idealista. Uniéndose a aquellos que juró combatir. Ya lo dice el dicho: Si no puedes con ellos, únete a ellos.

-Murió hace ya cinco años. Una vendetta de otro gremio rival.

-Oh, vaya. Lo siento por él… ¿Y qué ha sido de ti todos estos años, Morgan? Te hacía fuera de Surastia.

-Yo…

-No tienes que contestar si no quieres.

El hombre apartó la mirada, avergonzado.

-Era el segundo de Karl. En el Gremio.

Ana fue a decir algo pero permaneció en silencio.

-Karl me mandó buscar al reino de Tausen, proponiéndome que volviera a Surastia y fundáramos un Gremio. ¿Sabes? Al principio me pareció una gran idea. Karl y yo lucharíamos contra los corruptos Gremios de Mercaderes desde dentro. Demostraríamos que se puede ser honesto en Surastia. Que las ganancias no están reñidas con la honradez. No sé en qué momento empezó a fallar la cosa. Queríamos comerciar con telas, pieles, joyas… Pero empezamos a darnos cuenta de que las pérdidas eran enormes. No nos quedó más remedio que… digamos… ampliar nuestros horizontes. Drogas, prostitución, negocios de “protección”, esclavos, peleas de gladiadores… Pronto, como el resto de gremios, recurrimos al Gremio de Guardaespaldas, que no son sino matones y asesinos encubiertos. Reconozco que fue a mí al que primero se le ocurrió enviar a uno de esos sicarios a escarmentar a un rival molesto. Al cabo de un par de años, ya no existía ninguna diferencia entre nuestro gremio y cualquier otro.

Morgan acabó la copa de vino y la observó ensimismado.

-Al principio, eché la culpa a nuestros competidores, a Karl, a nuestros hombres, a Surastia. Es una ciudad maldita. La Ciudad Libre, la llaman. Es falso. Te esclaviza. Saca lo peor de uno mismo.

-Ahhh… Surastia, la Última Ciudad Libre. La Ciudad de los Ladrones. La ciudad que nosotros íbamos a proteger, a cambiar, a redimir con nuestro juvenil idealismo, nos acabó cambiando a nosotros, retorciéndonos hasta convertirnos en un reflejo de ella.

-Veinte años ya… Daría mi vida por volver a ser esos aventureros soñadores y quijotescos que iban a arreglar el mundo. Fueron buenos tiempos, ¿verdad, Ana?

-Sí que lo fueron. ¿Recuerdas aquella vez que rescatamos a la hija de aquellos campesinos de un grupo de ogros?

-Sí que lo recuerdo. O cuando acabamos con los bandidos que aterrorizaban el bosque del Drakwald.

-O cuando nos enfrentamos a Lady Ythil, la malvada vampiresa.

-O cuando derrotamos al dra…

Morgan se mordió la lengua demasiado tarde. Ana se acarició las cicatrices de su rostro.

-Sí. El dragón.

Morgan posó su mano sobre la de Ana. La mujer no la retiró.

-Aquello fue el inicio del fin. Fuimos unos estúpidos arrogantes. Pensábamos que nada ni nadie podría vencernos. Turgo y Felicia cayeron antes de poder siquiera defenderse, calcinados hasta los huesos por el aliento de la bestia. Yo… Creo que fui más afortunada. El fuego no me dio de lleno.

Ana cerró los ojos. Morgan habló, intentando llenar el incómodo silencio.

-Pero logramos acabar con él. Y quedarnos su tesoro.

-Su tesoro… Los Últimos Héroes de Surastia , los incorruptibles aventureros que ayudaban a desventurados campesinos desinteresadamente, los valerosos campeones que nunca abandonarían ni retrocederían, nos encontramos con más dinero del que podríamos gastar en nuestras vidas. Los ideales se borraron de un plumazo. Fui una cobarde. Dejé el grupo.

-Todos lo dejamos. Fue una decisión unánime, ¿lo recuerdas? Los tres estábamos asustados. No estábamos preparados para ver morir a dos de nuestros compañeros. Y además… supongo que todos estábamos ansiosos por gastar ese oro. Maduramos.

-¿Madurar? ¡Ja! Fui una estúpida vanidosa. Dilapidé mi parte del tesoro en intentar restaurar mi cara. Viaje por medio mundo, comprando todos los Tomos de Magia que pude con la esperanza de hallar alguna solución… acudí a caros e inútiles remedios de charlatanes. Nada. Fue todo inútil. Mi rostro empeoró incluso más. Ahora parezco un monstruo, un demonio como los que combatíamos antaño. Siempre había pensado en que cuando tuviera un tesoro a mi disposición, lo repartiría entre los campesinos y los más necesitados. En cambio, hace pocos años me encontré a mí misma leyendo y releyendo una y otra vez un viejo grimorio que explicaba cómo renovar partes del cuerpo desfiguradas por medio de un sacrificio humano. Por los dioses, me estaba convirtiendo en una bruja de verdad, como a las que alguna vez nos enfrentamos.

-Ana…

-Es una paradoja graciosa, ¿no crees? Lo que no logró un dragón lo logró su tesoro. Fuimos vencidos… corrompidos.

-Ana… No es cierto. He venido aquí esta noche por algo concreto, no sólo para rememorar viejos tiempos. He venido para avisarte. Ayer escuché un rumor en el gremio de Guardaespaldas. Talbot, el jefe del Gremio de Ladrones del Oeste ha contratado a un asesino.

Ana agarró la botella y la observó con fastidio.

-Vaya… Se ha acabado el vino.

-Escúchame, Ana. Talbot ha contratado a un asesino para matarte.

-Le deseo buena suerte. La va a necesitar.

-¡No seas testaruda, Ana! Según he oído, mataste a su propio sobrino. No lo va a perdonar así como as…

-¡Como si hubiese sido su señor padre! ¿Sabes lo que hizo ese bastardo, Morgan? Cuando me asomé por la ventana, ese cerdo estaba violando en plena calle a Sara, la hija de Jonas el Corto. ¡Por el amor de los dioses! Sara. No tiene ni catorce años y ese hijo de la gran puta la estaba rompiendo los dientes a puñetazos para que dejara de gritar. Le di una muerte demasiado rápida. Ese cerdo hubiera merecido que le hubiera torturado durante horas.

-¿Ves lo que te decía, Ana? Nadie en Surastia ayuda a nadie. Todo el mundo está ciego y sordo. Tú, en cambio, no dudaste en ayudar a esa cría, sin esperar nada a cambio. Surastia no te ha corrompido. Todavía sigues siendo la Última Heroína de Surastia .

-Héroes… Menudo chiste. No soy más que una vieja bruja.

Un silencio incómodo se elevó entre ambos. Morgan carraspeó.

-Tozuda como una mula. Todavía sigues siendo esa chica que recuerdo.

-¿Sabes qué es lo que yo recuerdo yo muchas noches? –Ana sonreía –Cuando nos emboscaron aquellos orcos en las montañas y tuvimos que huir en desbandada. El grupo se separó y tú y yo quedamos solos. Por la noche, me estabas ajustando un vendaje en el brazo, donde me habían herido. Estaba manchada de sangre y barro de los pies a la cabeza, pensando que aquella noche iba a ser la última, y entonces me dijiste al oído que era la chica más hermosa que habías conocido jamás. Mi vello se erizo y no pude reprimir un escalofrío. Aquella noche hicimos el amor, con la desesperación del terror de que fuera la primera y última vez. Pensaba que íbamos a morir los dos, que nunca veríamos el amanecer… ¿Era cierto?

-¿El qué?

-Que era la chica más hermosa que habías conocido nunca.

La mano de Morgan acarició la mejilla desfigurada de Ana.

-Lo sigues siendo, preciosa.

Apenas tuvieron tiempo de llegar a la cama. Morgan besaba con rudeza a Ana cuando la levantó en vilo y, depositándola sobre la mesa, la penetró mientras las piernas de ella se trenzaban en su espalda, formando un nudo que parecía imposible de destrenzar. Se besaron. Se devoraron, como un par de animales famélicos, hambrientos hasta el extremo de la inanición.

Sus manos acariciaron, agarraron, arañaron. El cuerpo de la mujer se estremeció, vibró y se retorció en oleadas de placer. De una embestida, el hombre la volvió a penetrar hasta el fondo, mientras Ana gruñía como un animal, contrayéndose ante cada acometida y moviéndose como si pidiera más, con unas caderas ávidas y una encharcada gruta insaciable. Las manos del hombre se cerraron sobre los menudos pechos y los estrujaron como si fueran fruta, mientras su boca buscaba el cuello de la mujer y lo mordía sin mucha delicadeza.

Por último, la mujer gimió lastimeramente mientras agarraba al hombre por el pelo y lo llevaba hasta su pecho, mientras lo abrazaba con fuerza, como si ambos seres quisieran ser uno solo y ella se mordía el labio para no gritar. Apenas fue consciente de cómo Morgan, sin poder contenerse, se venía en el interior de ella, rellenando sus entrañas de su esencia.

Ambos se miraron, jadeantes, agotados, sus rostros perlados de sudor con mechones de cabello pegados a sus frentes por la contienda amorosa.

Ana sonrió lánguidamente.

-Vamos a la cama.

Tras unas cuantas horas, ambos estaban acostados el uno junto al otro, sobre las sábanas húmedas, con la cabeza de ella descansando en el pecho de él. Un dedo de ana jugueteaba con el vello del estómago del hombre. La voz de la mujer rompió el silencio.

-¿Morgan?

-¿Sí?

-¿Eres tú el asesino que han contratado para matarme?

Hubo un largo silencio. Cuando él habló, en su voz había resentimiento.

-Una vez juré que te protegería con mi vida. Me duele que lo hayas pensado siquiera.

-Lo siento. Pero no he podido dejar de pensarlo mientras hacíamos el amor. Que ibas a matarme en cualquier instante. Que cerrarías tus manos sobre mi cuello y lo apretarías hasta romperlo. Pero me ha dado igual. He pensado que si tú ibas a ser mi asesino, no iba a defenderme. Si tú ibas a ser quien me quitara la vida, la vida no merecía la pena conservarse.

-No te entiendo.

-No importa.

Ana levantó la cabeza y buscó su mirada en la penumbra. Ambos sonreían. Sus labios se juntaron de nuevo.

-Los asesinos del Gremio son las personas más peligrosas de toda Surastia, Ana. Vente conmigo. Yo te protegeré.

-No puedo, Morgan. Sería como huir. Y ya sabes: Los Últimos Héroes de Surastia nunca retroceden… Ese bastardo no va a lograr que huya de mi propia casa. Esperaré aquí y le mataré.

-Estás loca. Vas a lograr que acaben contigo.

-Bueno… ¿Cómo era nuestro lema? Mientras uno de nosotros quede en pie, habrá esperanza. Y además, si nos queda poco tiempo, habrá que aprovecharlo, ¿no?

Ana volvió a besar a Morgan mientras una de sus manos se deslizaba hacia el dormido pene de él, que pronto dejó de estarlo.

III

Morgan despertó repentinamente, con un terrible dolor de cabeza. Ante sus ojos se iluminaron centenares de puntitos brillantes y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no perder la consciencia de nuevo.

Intentó moverse y sólo entonces se dio cuenta de que estaba firmemente atado a una silla en un lúgubre cuartucho. Frente a él, un candil en el suelo que apenas iluminaba la estancia y una silla vacía. ¿Qué había sucedido? Cerró los ojos. Recordaba haber abandonado la mansión de Ana, recordaba haber caminado por las oscuras y vacías calles de Surastia y luego nada más. ¿Un ataque? ¿Le habían golpeado?

Tiró de sus ataduras mientras gruñía del esfuerzo. Nada, un esfuerzo inútil. Los nudos que le ataban a la silla eran fuertes. No podría huir.

-Yo que tú no me molestaría en intentarlo. Eres bueno, ¿sabes? Casi me hieres cuando te asalté por la espalda. Por desgracia para ti, no fuiste lo suficientemente rápido.

Morgan torció la cabeza, sobresaltado por la voz a su espalda.

-¿Strigan?

-Me halaga que todavía me recuerdes. Fue hace ya unos cuantos años que nuestros caminos se cruzaron. Pero no tenemos tiempo para celebrar viejos encuentros. Iré directamente al grano. La Bruja.

Hace ya cinco años, Morgan acude a una miserable taberna, la Moza Desnuda, un antro de la más baja estofa. Se sienta frente a Strigan el Carnicero, el hombre que le han indicado en el Gremio de Asesinos, uno de los matarifes más despiadados y sádicos de Surastia. “Quiero la cabeza del que mató a Karl Staloff. No… no importa lo que cueste.” A Morgan le cuesta terminar la frase sin que su voz se quiebre y sus ojos se inunden de lágrimas. El hombre delante de él asiente gravemente y sonríe siniestramente. “Dadlo por hecho”. Morgan queda solo. Sabe que aquel que mató a su amigo es hombre muerto y que sufrirá antes de morir, pero en su interior se siente sucio, vacío. Siente como si hubiera hecho un pacto con el Diablo y hubiera perdido su alma.

Morgan maldijo a los dioses mientras comprendía que había llegado su hora. Estaba perdido. Pero también estaba perdida Ana si él hablaba. Permaneció en silencio.

El hombre a su espalda se sentó en la silla frente a él.

-La Bruja.- Repitió. –Te vi salir de de su casa y te seguí. ¿Sabes? Mi maestro me decía que hay que tener cuidado con los brujos y hechiceros. Nunca sabes los sucios trucos que guardan en su manga. Así que vas a decirme todo lo que sepas sobre ella, sobre sus talentos mágicos y las trampas que pueda haber en su guarida. Todo.

Morgan escupió al suelo.

Strigan entrecerró los ojos y sonrió.

-Tu lealtad es encomiable, pero es inútil. Te prometo que antes de que termine la noche, habrás cantado.

El asesino acarició la daga en su cinto. Morgan tragó saliva.

-Sólo lo repetiré una vez más. Dime lo que sepas de la Bruja.

Morgan cerró los ojos. Dudó sólo un segundo. No fallaría.

-¿La Bruja? No sé de qué coño me estás hablando, Strigan. Yo sólo volvía de La Linterna Roja . Es un bonito prostíbulo, ¿lo conoces? Bueno, qué pregunta más tonta, ¿cómo no lo vas a conocer si tu madre trabaja allí?

El asesino torció el gesto y miró enfurecido al hombre atado. Morgan no llegó a ver el primer golpe. Los puñetazos se sucedieron uno tras otro, metódicos y furiosos. El asesino no paró hasta que sus nudillos le dolieron. Morgan había perdido varios dientes y tenía un pómulo hundido. Estaba inconsciente de nuevo.

Strigan derramó un balde de agua fría sobre él. Morgan, tendido en el suelo junto a la silla a la que estaba amarrado, abrió de nuevo los ojos sólo para sentir el terrible dolor que le abrasaba el rostro.

-Vuelve a mencionar a mi madre y te corto los cojones, Morgan.

-¿Por qué? ¿Acaso necesitas unos?

Morgan, en su agonía, comprobó que la furia inundaba al asesino de nuevo. No era frío, un requisito indispensable para ser un buen asesino. Quizás pudiera… Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando Strigan empezó a propinarle patadas en su estómago. Morgan escupió sangre y se mordió los labios para no gritar de dolor. Adiós, Ana, –masculló para sí mismo –quizá volvamos a vernos en otra vida.

-¿Es así como lo prefieres, Morgan?

-Tu madre siempre me preguntaba lo mismo.

Strigan volvió a ensañarse con el hombre maniatado. Las patadas se sucedieron en costillas, brazos y cabeza. Después, tiró del pelo de Morgan y desenvainó de su cinturón una afilada daga y la colocó sobre su mejilla. El otrora atractivo rostro de Morgan no era más que un amasijo de sangre y carne.

-Tú eliges, maldito imbécil, tengo toda la noche para hacerte gritar.

-Eso mismo me decía tu…

Strigan clavó la daga en la rodilla. Esta vez Morgan gritó como nunca lo había hecho y cuando el asesino retorció el puñal, sólo pudo emitir unos sollozos entrecortados.

El asesino resoplaba. En su interior sabía que debía calmarse, pero la ira le embargaba. En ese momento le daba lo mismo la Bruja. Sólo quería hacérselo pagar a ese miserable estúpido. Extrajo la daga de la pierna del hombre y la llevó hasta el rostro de Morgan. Con un simple movimiento, le cortó una oreja. Los gritos del hombre helaban la sangre.

Strigan limpió la daga en la ropa de Morgan.

-Me dirás todo sobre la Bruja y quizás, y sólo quizás, termine con tu sufrimiento.

El hombre emitía unos balbuceos imperceptibles. El asesino se agachó y acercó su oído a los labios del hombre.

-Una puta… fea y gorda… Ésa era tu madre… pero, joder, qué bien la chupaba…

Strigan gritó de rabia y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, clavó su daga entre las costillas de Morgan.

El asesino se incorporó y se secó el sudor de su rostro. Contempló el cadáver a sus pies. Un último rictus de dolor cruzaba el rostro de Morgan. Al asesino le pareció que era una sonrisa de triunfo. Apretó sus puños con rabia y golpeó de una patada el balde de agua, que se estrelló con estruendo contra la pared haciéndose añicos.

V

Strigan contempló la fachada durante varios minutos, concentrándose en su tarea. Asintió apreciativamente, se ajustó unas garras falsas y comenzó a trepar por la pared. Las cuchillas penetraron con facilidad en la blanda madera, facilitándole la escalada y logrando que tras breves instantes hubiera llegado a la segunda planta. Descartó manipular el marco de la ventana. Con precaución, sacó un pequeño diamante y lo acercó al cristal, con la intención de cortarlo. Al rozarlo y sin ser consciente de ello, activó una alarma mágica.

Unas habitaciones más allá, Ana despertó súbitamente. Un intruso había penetrado en su morada. Tenía poco tiempo para prepararse.

El asesino se internó sigilosamente en la estancia. Los rescoldos de la chimenea emitían un tenue fulgor que iluminaba la estancia. Aún así, Strigan esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad antes de avanzar. La sala estaba decorada con buen gusto y muy limpia. El único signo de desorden eran varias botellas de vino vacías sobre una mesa. No parecía la morada de una bruja. Sacudió la cabeza, concentrándose en su tarea. Acarició su daga, anticipándose a la acción.

De pronto, una de las puertas se abrió sin previo aviso. Una figura encapuchada emergió de las sombras y, apuntándole con una mano, entonó unas graves palabras.

Strigan apenas tuvo tiempo de ver a su contrincante antes de que una bola de energía brotara de los dedos de aquella mujer e impactara de lleno en su cuerpo. El asesino sonrió. Para sorpresa de la bruja, el hombre permaneció indemne. Durante unos segundos, su cuerpo chisporroteó mientras la electricidad parecía dirigirse hacia su mano y fue absorbida por un anillo negro que llevaba en su dedo.

Strigan, aunque tuvo que reprimir una mueca de asco al contemplar el desfigurado rostro de la bruja, disfrutó con la visión de la confusión que inundó la cara de aquella mujer. La bruja no necesitó conjurar un segundo hechizo para saber qué estaba sucediendo.

-Un anillo comehechizos .

-Parece que me has subestimado, bruja. No creas que eres el primer hechicero con el que acabo. Tengo un par de ases en la manga.

Strigan había adquirido ese anillo en uno de los Gremios de Mercaderes hacía unos años, tras un enfrentamiento terrible con un mago que estuvo a punto de costarle el pellejo. Le costó mucho dinero pero pronto comprobó que el cachivache valía hasta el último ducado invertido en él. El anillo le permitía disipar cuanto hechizo se lanzara contra él. El terror de los magos, le había asegurado el vendedor, y Strigan tenía que reconocer que era cierto, atendiendo al miedo que translucían los ojos de la bruja.

La mujer gruñó y recitó una simple frase. Su figura comenzó a oscurecerse y su silueta pareció difuminarse. En pocos segundos, había desaparecido.

-¿Invisibilidad? No está mal, bruja. Veo que tienes recursos pero no van a servirte de nada.

Strigan frunció el ceño. Aunque no pudiera ver a su enemigo, confiaba en sus agudos sentidos para detectarla antes de que le atacase. Pero… ¿y si la bruja huía? Quizás lograse escurrirse hasta la puerta o una ventana. Decidió darle motivos para no huir.

-…No van a servirte de nada. Voy a acabar contigo, como he acabado con ese amiguito tuyo, Morgan.

El asesino permaneció en silencio unos instantes, para que la mujer digiriera la información. Miró a derecha e izquierda, preparándose.

-Qué manera de gritar la de Morgan. Chilló como un cerdo… antes de que le matara.

Una fluctuación a su izquierda. Strigan sonrió. La bruja había perdido su concentración.

-Mientes…

El asesino percibió una figura borrosa que se lanzaba contra él. Antes de que pudiera alcanzarle, propinó un fuerte puñetazo en el estómago de la mujer, seguido por un potente golpe a la mandíbula.

La mujer casi salió volando, por encima de una mesa con varias botellas vacías, y fue detenida por la pared. Volvía a ser visible. Un hilillo de sangre salía desde sus labios mientras se incorporaba.

-Mientes, maldito cabrón… Mientes…

La mujer chilló cuando Strigan volvió a golpearla con el puño. El asesino la sujetó por el brazo y agarró los dedos de ella con ambas manos.

-Se acabaron los hechizos.

Con un fuerte movimiento y una sonrisa de oreja a oreja, tiró de los dedos de la mujer en direcciones opuestas.

El espantoso grito de la bruja ocultó el crujido de sus dedos al romperse. Strigan asintió satisfecho. Lo cierto es que podía haber roto el cuello de la mujer y terminar con aquello inmediatamente, pero decidió no hacerlo. Decidió… demorarse. Iba a disfrutar de lo lindo con ese encargo. Eso borraría la amarga sensación de hacía unas horas y le resarciría de la impresión de fracaso que le quedó cuando mató a Morgan. Metódicamente, agarró el antebrazo de la mujer y lo asió con ambas manos, torciéndolo lentamente hacia atrás.

Los ojos de la mujer parecieron salirse de las órbitas y comenzó a gritar por el insoportable dolor. Intentó resistirse pero el esfuerzo fue inútil. La torsión prosiguió hasta que el antebrazo se dislocó y el hueso se rompió con un chasquido. El grito fue desgarrador.

-Y ahora la otra manita.

La mujer sollozaba, apenas pudiendo hablar.

-Monstruo… Eres un monstruo…

El hombre rió con ganas.

-¿Monstruo? ¿Pero tú te has visto? Eres la mujer más fea que he visto en mi vid…

Strigan no tuvo tiempo de acabar la frase. La mujer había conseguido apoderarse con su brazo sano de una de las botellas vacías que había en el suelo. Con un rápido golpe, la estrelló contra el rostro del hombre. El cristal se rompió y le rasgó la cara.

-¡Maldita zorra! Te voy a…

El asesino pasó la mano por su cara para apartarse la sangre que caía desde su frente y le cegaba los ojos. Le quedaría una buena cicatriz. Maldita hija de puta. Pudo contemplar que la mujer huía hacia el piso de arriba. No importaba. La acabaría atrapando y esa zorra deforme sufriría como ninguna otra de sus anteriores víctimas.

Con precaución, Strigan subió las escaleras. La buhardilla estaba oscura, pero por la ventana entraba suficiente luz de luna. Pudo discernir en un rincón un bulto tembloroso. El brazo descoyuntado de la figura caía flácidamente y podía escuchar sus sollozos.

-Ah, aquí estás, zorrita. Lo de antes no ha estado nada bien. ¿Preparada para el castigo?

Era una verdadera lástima no poder ver la cara de terror de la mujer. Decidió que la agarraría y la llevaría hasta abajo antes de matarla. Dio otro paso hacia ella. De pronto distinguió que la bruja estaba lanzando un último hechizo. No se movió sino que comenzó a reírse. Debía estar desesperada si eso era lo único de lo que era capaz. El anillo comehechizos evitaría que pudiera herirle.

Demasiado tarde, Strigan advirtió que el objetivo del hechizo no era él. Un proyectil mágico impactó en el techo, en una viga parcialmente rota, justo encima de él. El hombre gritó cuando, antes de poder reaccionar, el desvencijado techo crujió y se vino sobre él con un espantoso estruendo.

Strigan tosió y escupió sangre. Le dolía todo el cuerpo. Una de las vigas debía haberle golpeado la cabeza y le dolían las costillas. Probablemente tuviera alguna rota. Supo que estaba vivo de milagro. Toda la mansión se había venido abajo y estaba atrapado bajo escombros y restos de vigas. Aunque apenas podía ver, sintió cómo alguien sujetaba su mano.

Desorientado, miró en su dirección. Una mujer manipulaba sus dedos. Sólo entonces, se dio cuenta de que aquella figura no pretendía ayudarle, sino sacarle su anillo. Súbitamente, el horror le invadió. Intentó resistirse, pero el dolor en sus costillas era demasiado grande.

El anillo salió de su dedo.

La mujer comenzó entonces a entonar unas palabras ininteligibles. Su rostro desfigurado parecía el de un cruel demonio surgido del más negro de los infiernos.

Strigan intentó apartar la madera que le aprisionaba. Fue un esfuerzo inútil. Comenzó a balbucear.

-No… No, por favor… No…

Un dolor pulsante empezó en sus sienes y fue creciendo en intensidad. La mujer mostraba una mano frente a él, crispada como si fuera una garra. Comenzó a cerrarla, lentamente, sin dejar de recitar.

El dolor creció hasta hacerse insufrible, como si una fuerza invisible estrujara su cabeza. El hombre gritó de desesperación, mientras su nariz, ojos y oídos comenzaban a sangrar. Gritó y gritó mientras un dolor insoportable le consumía, hasta que la bruja cerró finalmente su puño, se escuchó un sonido repugnante y todo quedó finalmente en silencio.

EPÍLOGO

Talbot cerró el libro en el que había escrito unas cuantas sumas de dinero con su cuidada caligrafía cuando comenzó a escuchar los gritos.

Frunció el ceño, disgustado. No toleraba el desorden y menos dentro del sacrosanto recinto de su hogar. Se dispuso a abrir la puerta de sus lujosos aposentos cuando se detuvo en seco. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Aquellos eran gritos de terror.

Tras la puerta, los alaridos continuaron y crecieron en un terrorífico in crescendo que, abruptamente, cesó.

De pronto, la puerta se abrió. Su mayordomo, mortalmente pálido, entró. Tras él, pudo distinguir una figura encapuchada. El hombre tragó saliva y balbució como pudo.

-Una… una mujer quiere veros, mi señor. Dice que es la… la última heroína de Surastia.

-¿Una mujer? ¿Heroína? ¿¡Qué demonios significa todo esto!? Llama ahora mismo a Hans o a Klugger y que la pongan de patitas en la calle.

-Los ha… La mujer… Ha matado a todos vuestros guardias.

Talbot quedó boquiabierto.

-Pero que coño…

De repente, el mayordomo fue arrojado por una fuerza invisible contra la pared, quedando inconsciente. La figura ante él dio un paso lentamente en su dirección.

-Hola, Talbot.

El comerciante contempló a una mujer ataviada con una oscura túnica. Bajo la capucha pudo atisbar unas feas cicatrices en su rostro.

-Tú… La Bruja…

Sin poder evitarlo, sintió una aparatosa humedad que se extendió por sus pantalones de lino.

-Si… Si me matas te juro que todo el Gremio se te echará encima. ¡Serás mujer muerta si me pones la mano encima!

-Quizá… -la mujer sonrió levemente –pero tú no estarás aquí para contemplarlo.