Cuentos de Navidad

Un contable maduro es dominado y sometido en Navidad.

CUENTO DE NAVIDAD

Las luces de navidad brillaban en las calles, hacía frío. Las personas iban y venían con paquetes, las últimas compras antes de la Nochebuena. Mario González paseaba por la avenida, él no miraba los escaparates caminaba sin prisas. Al doblar una esquina una ráfaga de aire frío levantó unas hojas secas y creyó escuchar el leve rumor de unos villancicos que venían de algún establecimiento. Se subió el cuello del abrigo y se metió las manos en los bolsillos recordando las navidades de su niñez.

El señor González era un cuarentón cerca de la cincuentena, católico convencido. Su sueldo de contable en una empresa de lámparas no le proporcionaba una vida de excesivos lujos, pero su soltería le permitía vivir con cierta holgura. Ocasiones para casarse no le habían faltado, incluso en un par de veces había estado a punto de desposarse pero su pasividad y cierta apatía habían acabado con la paciencia de sus prometidas.

Sus escasos conocidos se preguntaban cual sería la causa de que aquel hombre bien parecido y amable, de rectitud irreprochable no hubiese encontrado su media naranja. Mario sonreía tímidamente y desviaba la conversación hacia otros derroteros.

Los compañeros de su empresa le gastaban bromas que él aceptaba con humildad sobre sus maneras educadas y su impecable forma de vestir atildada por unos movimientos elegantes. Todos los días se presentaba con su traje oscuro, camisa blanca y corbatas pasadas de moda, y por supuesto unos zapatos brillantes en los que parecía que las motas de polvo no se posaban. El cabello abundante bien peinado y sus lentes de montura metálica. No bebía, fumaba con moderación y jamás se sumaba a las salidas de sus compañeros de trabajo a tomar unas copas o algún aperitivo.

Todos opinaban de Mario González que era el hombre perfecto, pero sin embargo tenía un secreto.

Sin querer sus pasos lo habían llevado hasta la iglesia, estuvo tentado de entrar y confesar su pecado. Imposible, siguió caminando ¿Cómo iba a contarle a don Ramón su secreto? Otras veces lo había intentado arrodillado frente al confesionario y al final había desistido en el último momento.

Mario respiró el aire frío de la noche y se secó los ojos. Tenía que vencer el deseo, refugiarse en la templanza. Volvería a casa y vería un rato la televisión antes de acostarse.

Se encaminó de vuelta con la mirada vacía. Se sentía más ligero, parecía haber dado el esquinazo a esa sensación que le nacía en el bajo vientre y le subía hasta la cabeza embotándole los sentidos. Había vencido al pecado.

¿Pero cual era el secreto que tanto mortificaba a ese hombre? Sentía una atracción irrefrenable hacia los pies de los hombres.

No sabía como había comenzado, ni cuando. Ese deseo lo llevaba desde que tenía razón. Recordaba como, cuando era niño, sentía una extraña sensación al besar los pies de Cristo en la vieja parroquia de su pueblo. No podía apartar la visión de sus ojos de aquellos hermosos pies clavados a la cruz por los que se derramaba la sangre de la redención. Luego, cuando llegaba a casa, observaba los pies de su tío en zapatillas ¡Qué distintos eran de aquellos tan finos y estilizados! Los de su tío eran recios, de dedos gruesos dentro de aquellos calcetines que admiraba cuando le descalzaba las botas al llegar del trabajo mientras su tío le sonreía agradecido allí arriba desde su inmensa mole de humanidad y nobleza, antes de calzarle las zapatillas.

Al principio se convenció a sí mismo de que era un acto de bondad y gratitud hacia su tutor, pues se había hecho cargo de él con la muerte prematura de sus padres, y cada noche, cuando su tío llegaba del trabajo, se arrodillaba a sus pies y le quitaba el calzado, que a veces se llevaba a un rincón para limpiarlas y lustrarlas del barro.

Su olor le embriagaba, se sentía confundido pues despedían un olor fuerte, a sudor de hombre trabajador, a horas de trabajo duro, esfuerzo y penalidades, pero que a Mario le parecía el mejor incienso del mundo.

En ocasiones se llevaba a su dormitorio las botas con la excusa de limpiarlas y las olía y besaba como si fuesen reliquias, más aún, pues tenían la realidad que los pies del Cristo de su iglesia no poseían.

Luego en las noches de verano, cuando su tío salía a tomar el fresco al patio y se descalzaba, él se tendía a su lado acercando poco a poco su rostro hacía aquellos pies que le embriagaban. De esa forma se dio cuenta de que incluso los imperfectos pies de un hombre podían ser motivo de su adoración.

Su tío era un hombre de bien, trabajador y que apenas bebía. Una noche llegó borracho, eran las fiestas del pueblo y tomó varias copas de más, cuando llegó a casa le saludó con el cariño de siempre y se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó.

Mario alarmado al no haber visto nunca a su tío venir en ese estado se acercó a la puerta entreabierta desde la que le llegaban los ronquidos de su tutor. Entró con sigilo. El titán descansaba en la cama, Más de cien kilos de carne prieta en una desnudez apenas cubierta por el calzoncillo, los poderosos brazos peludos entrelazados detrás de la nuca sostenían su imponente cabeza. Su pecho cubierto de pelo gris se movía acompasando la respiración calma y ruidosa.

Las piernas descansaban abiertas como dos columnas enormes y los pies rosados y grandes, que eran el objeto de su culto, casi se salían entre los barrotes de hierro de la vieja cama, uno de ellos aún conservaba el calcetín.

Mario se acercó y los tocó apenas, esperando la imposible reacción de su tío. Envalentonado se arrodilló y aspiró el aroma que desprendían, acercó la mejilla a la planta de pie y se impregnó de su olor. Su atrevimiento fue en aumento al quitarle con cuidado el calcetín y aplicar la nariz entre los dedos del gigantesco pie. En su entrepierna notó como se le endurecía su pequeña colita como tantas otras veces. Sacó la lengua y lamió con cuidado los dedos. No recordaba cuanto tiempo estuvo adorando aquellos pies, pero al retirarse alzó la vista hasta el orondo vientre de su tutor, Por la abertura del calzón asomaba un trozo de carne grande y oscuro que tardó en reconocer como el miembro de su tío. Horrorizado dio un paso atrás ¿Cómo podía albergar aquel monstruo un hombre tan bueno y generoso como su tío? Algo en aquella barra enorme le asustó y asqueado salió corriendo de la habitación.

Mario continuó caminando hacia su casa, cuando de repente se cruzó con un mendigo, un hombre alto y delgado, vestido con ropas viejas pero que conservaban cierta dignidad, se cubría con una gorra y llevaba una mochila al hombro.

No pudo evitar mirar sus botas, unas viejas y gastadas botas. Le sobrevino el vértigo, el pecado de nuevo se materializaba.

Caminó un trecho detrás del hombre, estudiándolo. No acababa de decidirse ¿Y si le salía mal como aquella vez? ¿Y si se daba cuenta de que su aparente filantropía enmascaraba un sucio interés.

Mario recordó la primera vez, hacía ya dos años, como se acercó a un indigente. Le daba un poco de asco, hubiese preferido a alguien más pulcro, pero a la vez ese punto de sordidez lo convertía todo más auténtico, además era más sencillo dominar la situación con una persona sin credibilidad y que le pudiera avergonzar llegado el punto de ser descubierto.

En aquella ocasión se había acercado y le había propuesto su plan; El era un hombre de bien y quería compartir la cena de Navidad con alguien sin medios, de una forma altruista, sin pedirle nada a cambio, como mandaba la tradición; sentar a su mesa a un pobre. Cenaría y después se marcharía sin más, sin pedirle nada a cambio. Tan sólo una condición; antes de la cena y para emular a Nuestro Señor le lavaría los pies, en un acto de profunda humildad.

El indigente había aceptado, con los ojos vidriosos por el alcohol, sin apenas enterarse de nada. Habían subido a su piso, allí le había despojado de sus zapatos, de sus calcetines y le había lavado los pies. También le había ofrecido una botella de vino corriente, con la esperanza de que el mendigo se sumiera en un letargo profundo que le permitiese llevar a cabo su gran pecado, besar y lamer los pies de aquel hombre.

No había salido del todo bien, el indigente se había despertado y descubierto el juego.-"Maricón, eres un marica de mierda"-le había dicho. Mario avergonzado se las compuso para sacar a aquel hombre de su casa, le metió en el bolsillo treinta euros para que se callase.

Los insultos le dolían como puñales. El no era un maricón de esos, no pretendía nada de lo que esos homosexuales acostumbraban, el sexo le horrorizaba, ni siquiera con una mujer se atrevía a hacerlo. El enorme pene de su tío le vino a la memoria y vomitó sin darle tiempo a llegar al baño.

Tardó un año en volver a intentarlo, las siguientes navidades las preparó mejor. Disolvió un tranquilizante en el vino del mendigo que le sumió en un sueño de varias horas, durante ese tiempo le lavó los pies, se los había besado, lamido hasta el más profundo de los rincones, le dio masajes. Allí arrodillado a los pies de aquel desgraciado se había sentido como el hombre más humilde, esclavo de un desecho de la sociedad, y lo peor era que aquella humillación le había transportado a un clímax como nunca antes había sentido. Enardecido, al final, se había masturbado sobre los pies de aquel infeliz, después le puso los calcetines, le calzó las sucias botas y le arrastró como pudo hasta la calle, dejándole durmiendo sobre unas bolsas de basura. Tenía la conciencia podrida, pero a la vez pleno y gozoso.

Ese era de nuevo su plan, no podía fallar, drogaría a este nuevo desgraciado y culminaría con él los mismos actos que el año pasado.

-Buenas noches –le dijo con un hilo de voz situándose a su lado- Hace frío esta noche.

El hombre le miró sin hacerle demasiado caso y contestó con un gruñido.

-Me preguntaba si usted tiene con quien cenar, ya sabe, es Nochebuena y no está bien que haya quien se siente a la mesa mientras otros se quedan sin llevarse nada a la boca.

El hombre le volvió a mirar con sus cansados ojos grises preguntándose que era lo que se proponía aquel tipo.

-Ya ve, yo voy a cenar solo, no tengo familia y había pensado que quizá quisiera compartir la comida conmigo –volvió a insistir Mario.

El hombre se quitó la gorra que le cubría unos cabellos cortos de color pajizo, se rascó la cabeza como evaluando la situación, tardó unos segundos antes de contestar.

-¿Y que es lo que tiene para cenar?

-Bueno, lo corriente; unos entremeses, pavo y los postres propios de estas fechas-tartamudeo Mario, ante la inesperada salida del indigente.

-¿Tiene Whisky, o coñac? –preguntó con una voz gruesa y áspera

Mario sonrió ante la ingenuidad de aquel tipo.

-Si, supongo que de todo eso hay ¿entonces, se anima?

-Pues no sé -dudó- ¿Y cuánto me va a dar por hacerle el favor de cenar con usted?

A Mario se le heló la sonrisa, algo no funcionaba, aquel tipo resultaba de lo más irreal, y jamás en las miles de veces que había ensayado la conversación se imaginó nada parecido. Estuvo a punto de continuar su camino y buscarse otro tipo, pero algo en aquel hombre le gustaba; no tenía el aire ausente de otros mendigos borrachos, además parecía razonablemente limpio.

-Verá algo le podré dar, pero no quiero que piense que hago esto por mí, soy de los que opinan que en estas fiestas el mundo debe ser más justo y que todo el mundo debe tener un lugar decente para celebrar esta noche.

El mendigo se encogió de hombros y dio por terminada la conversación dando a entender que aprobaba la idea.

-Veo que al final acepta. Permítame que me presente me llamo Mario- dijo extendiéndole la mano.

El tipo, sin sacarse las manos de los bolsillos del viejo abrigo murmuró- Marcos.

Al cerrar la puerta Mario le pidió el abrigo para colgarlo en el perchero. El tipo sin dejar de fumar una colilla se lo quitó reacio, debajo tan sólo llevaba una camiseta vieja pero que al contable le pareció incluso limpia. Los brazos desnudos eran vigorosos y tatuados y entre el vello se adivinaban dibujos borrosos y palabras ilegibles.

Mario le condujo hasta el salón en el que había una mesa preparada para la cena, incluso se había permitido algún adorno navideño, que el otro miró con curiosidad.

-Siéntese en este sillón por favor –carraspeó Mario sin saber como comenzar- Verá, como le decía soy un hombre tradicional y antes de sentarnos a la mesa me gustaría hacer lo que nuestro señor hizo con sus apóstoles.

El tipo, curioseaba a su alrededor más interesado en lo que había sobre la mesa que en las palabras de Mario.

-Incluso el santo padre, en un acto de humildad, descalza a sus cardenales y les lava los pies. Yo no es que me quiera comparar con ellos ni mucho menos –rió- pero quisiera de alguna forma pagar de esta forma modesta mi deuda con los más necesitados ¿comprende?

-¿Quiere lavarme los pies?

-Así es, espero que no lo encuentre inconveniente o excesivo, pero creo que es imprescindible antes de sentarnos a la mesa para celebrar la Navidad ¿Tiene algún inconveniente?

El mendigo lo miró indeciso durante unos segundos y sonriendo se encogió de hombros de nuevo.

-Si es lo que quiere, adelante- dijo acomodándose en el sillón.

Mario sonrió y con una excusa se fue hacia el baño donde comenzó a llenar con agua caliente un barreño, desde el salón le llegaba el silbido de una canción.

Como si se tratara de una ceremonia colocó el barreño, al lado una pastilla de jabón y una toalla limpia. Se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa, después se arrodilló a los pies del mendigo, de repente se acordó de que le faltaba algo para completar su plan ¡El calmante!

-Pero que descuidado soy, se me olvidaba ofrecerle algo de beber, si me disculpa un momento-dijo levantándose y yendo hacia la cocina cogió un vaso vertió en él una generosa porción de whisky diluyendo en él un valium. A los dos minutos estaba de nuevo en el salón con el vaso en una mano y la botella en la otra.

-Tenga –dijo ofreciéndole el vaso- el whisky que me había pedido.

Pero el tipo alargando la mano agarró la botella llevándosela a la boca.

-¡Ahhh! Está muy bueno, brindemos.

Marió miró afligido el vaso y con una triste sonrisa respondió que el no bebía nunca licor, dejando el vaso sobre una mesita al lado del sillón. Ahora sólo le quedaba la esperanza de que o bien agarrase una cogorza con el resto de la botella o que quisiese saciar su sed con el contenido del vaso una vez acabada la botella.

Se arrodilló ante las piernas estiradas del indigente y comenzó a descordar una de las botas, dejando a la vista un calcetín roto por el que asomaba uno de los dedos. Hizo lo mismo con la otra bota. Después sosteniendo con delicadeza uno de los pies, sacó el calcetín que dejó dentro de la bota. Respiró hondo sintiendo como el olor de los pies del individuo se esparcía por el salón. Cuando acabó de desnudar el otro pie, los observó; eran unos pies grandes y nervudos, los dedos con las uñas gruesas y algo amarillentas. Observó unas rozaduras en el empeine y las venas que cruzaban desde el tobillo hasta los dedos. Los esperaba más sucios, desde luego no estaban inmaculados y llenos de durezas pero a pesar de todo eran unos pies hermosos aquellos que sostenía entre sus manos, el puente arqueado y los tobillos fuertes.

Se entretuvo unos segundos en aspirar el olor que le embriagaba notando la excitación de su entrepierna.

Los introdujo en el agua caliente. El mendigo dio un suspiro de satisfacción mientras reclinaba la cabeza en el espaldar del sillón y aspiraba el humo de un cigarrillo.

Mario cogió la pastilla de jabón y con cuidado fue enjabonándolos. El indigente se revolvió ronroneando como un gato, entre tanto el contable acariciaba los pies por las plantas, el empeine y entre los dedos, sin prisa, recreándose extasiado en la contemplación de su deseo.

Al cabo de varios minutos procedió a envolverlos en una toalla suave y los secó con cuidado, demorándose en sus actos. Miró hacia arriba para observar la reacción de su invitado que parecía dormido, su respiración era lenta y acompasada, los brazos tatuados descansaban sobre los del sillón, en una mano aún sostenía la botella.

Observó la cabeza noble como la de un patriarca bíblico, los ojos cerrados, la boca enmarcada en un bigote espeso y amarillento por la nicotina, la cara angulosa mal afeitada que acababa en un mentón fuerte que le proporcionaba cierto carácter. Bajó la mirada hasta su pecho, entre los botones abiertos de la camiseta sobresalía el vello largo que anunciaba un pecho viril, el vientre flaco y enjuto, los pantalones militares anudados por cuna cuerda mostraban un bulto en la entrepierna sobre el que apoyaba una mano, como si se acariciase, y al final de todo, de nuevo los pies.

Decidió que era el momento, la suerte parecía haberle sonreído, cogió uno de sus pies y lo masajeó con placer, le pasaba la yema de los pulgares por el puente, las plantas y se entretenía en la suavidad de los dedos. Quiso llegar un poco más lejos, acercó la nariz para aspirar el olor límpio del jabón por el que todavía se dejaba traslucir el aroma propio, masculino y pujante. Acercó la cara y sin poder remediarlo besó con devoción la superficie rugosa de las plantas recién lavadas.

El miembro le dolía en la prisión de sus pantalones, pero aguantó sin querer perder un solo movimiento en otra cosa que no fuera adorar esos pies, lamerlos, besarlos. Sin querer exclamó un sollozo mientras hundía la cara entre las plantas.

-Vaya, entonces era eso lo que querías.

Mario levantó la vista sobresaltado, el mendigo lo observaba con una mezcla de curiosidad y enfado. El mundo se le vino encima.

-¿Te gusta chuparle los pies a los tíos?

Tenía que reaccionar, tomar el control, pensó rápidamente una excusa.

-Bueno…ya le conté que antes de cenar quería hacer un acto de humildad, no me malentienda

-¿Así que eres de esos que disfrutan humillándose?

-Sí, bueno…no. Quiero decir… déjeme que le explique-dijo intentando ponerse de pie.

-¡Quédate donde estás!

Mario de todas formas hizo el intento de levantarse pero el mendigo le puso el pie en la cabeza obligándole a besar el suelo.

-De aquí no te vas a levantar hasta que yo te lo diga.

-Si, señor.

-Parece que al final me voy a divertir un rato –dijo riendo al ver a Mario con la cara pegada al suelo y el culo expuesto.

-Ahora vas a traerme unas zapatillas, pero lo vas a hacer como los perritos, a cuatro patas y coges con la boca.

Mario avergonzado salió a cumplir las órdenes. Podría haberse levantado, e intentar recomponer la situación, pero la humillación a la que estaba siendo sometido le nublaba el entendimiento. A los dos minutos volvió con las zapatillas en la boca, las dejó sobre el suelo y esperó instrucciones.

-¿A que estás esperando pónmelas?

Eres un perro excelente –le dijo mientras le acariciaba el pelo- Ahora me vas a explicar que te proponías exactamente.

Mario incapaz de pronunciar una palabra seguía cabizbajo.

-Está bien, te he dado la oportunidad de explicarte. Ahora vamos a jugar un rato, pero a mi manera-dijo el indigente poniéndose en pie y girando alrededor del contable.

-¡Ponte de rodillas!

Mario se incorporó con la cara congestionada por la vergüenza, el mendigo lo agarró por la corbata y tiró hacia él, con ella le ató las manos que quedaron a la altura del cuello, las manos juntas como si estuviese rezando. Marcos sonrió y agarrándole del pelo le hizo caminar de rodillas a su lado.

-Tengo ganas de mear, llévame al lavabo- Mario obediente le condujo hasta el cuarto de baño.

-Ahora y como te gusta humillarte te voy a dar el placer de volver a hacerlo. Bájame la bragueta y cógeme la polla y apunta bien al water, si cae aunque sea una gota fuera la vas a limpiar con la lengua.

Mario lo intentó, pero al tener las manos atadas al nudo de la corbata a penas tenía margen de movimiento, con cuidado fue bajando la cremallera, a cada centímetro que bajaba tenía que inclinar la cabeza, el mendigo no le facilitaba la faena.

-¡Venga coño, date prisa!

Una vez bajada, Mario se puso a hurgar con las manos por la abertura del calzón, la cara pegada en la entrepierna sintiendo el olor que despedía, un olor repugnante mezcla de orines y sudor genital. Palpó el trozo de carne que le pareció muy grande, con los dedos lo extrajo afuera. Sus ojos le confirmaron lo que antes había intuido por el tacto. Era un miembro enorme, en su flacidez no mediría menos de quince centímetros y de un grosor considerable. La sujetó como pudo y apuntó al inodoro. Sus ataduras le impedían apartar la cara de aquel trozo de carne oscuro y sin circuncidar, por lo que la tenía prácticamente entre la nariz y la boca.

-Te gusta, ¿verdad? Huélela, ayer me follé a una puta y aún conserva su sabor-dijo mientras comenzaba a orinar.

Mario cedió su impulso de apartar la cara y se humilló de nuevo posando su cara sobre la inmensa polla del mendigo. Aquel trozo de carne palpitaba, con la meada que duró más de un minuto. Los orines chocaban con fuerza en la taza del inodoro.

-Ahora sacúdela.

Mario obedeció, tenía los ojos cerrados. El tipo había acabado de mear pero él no se movía, permanecía sosteniendo aquel trozo de carne totalmente en trance, la nariz y los labios pegados a la piel maloliente, las rodillas hincadas en el suelo mientras el individuo le sostenía todavía agarrado por los cabellos.

-Una preciosa polla, ¿a que no has visto una igual en tu vida? Te gusta tocarla ¿eh? eres incapaz de dejarla de palpar. Jaja. Estas hecho todo un maricón.

Mario dejó escapar un gemido, de nuevo aquella palabra que le hería, pero aún así incapaz de dejar el miembro que le dominaba.

-¡Venga suéltala ya! Si te portas bien, quizá te la deje ver más tarde- añadió mientras se la metía dentro del pantalón.

-Por dónde íbamos…¡Ah, si! Tus ganas de humillarte. Ponte de pie y bájate el pantalón.

-Por favor, no me haga eso.

-Vamos se obediente, no querrás que me enfade-dijo mientras le desataba las manos-¡El pantalón!

Mario le miró suplicante.

¡El pantalón!

Ante la imposibilidad de convencerle comenzó a desabrocharse el cinturón y los botones de la bragueta. Por último, una última mirada de súplica.

-No me jodas más putita, no te lo repetiré ni una vez más.

Mario se bajó los pantalones hasta los tobillos, ante la sonrisa burlona del mendigo.

-Ahora el calzón.

El contable obediente se los bajó, dejando al descubierto un pene pequeño totalmente erecto.

-¡Mira que tenemos aquí! Ves como eres una nenita, y por lo que veo una nena muy putita y feliz por servir a su hombre ¿no es así?

Mario totalmente humillado bajó la cabeza y afirmó con un gesto.

-Pues venga, date prisa que tengo hambre, sírvele la cena a tu macho- dijo llevándole a empujones hasta el salón.

Mario le siguió como pudo a pequeños saltitos, ya que los pantalones enredados en los tobillos no le permitían caminar. Al pasar por un espejo miró su imagen. Era la viva imagen de la humillación, desnudo de mitad para abajo y con la camisa que apenas le cubría el pene erecto.

El mendigo se sentó a la mesa y le ordenó de nuevo que se apresurase a servirle la cena que le había prometido. Mario volvió a la cocina y en varios viajes le preparó la comida. Cuando acabó se quedó de pie cabizbajo sin atreverse a hablar.

-No pongas esa cara hombre, tú también vas a cenar.

Mario sonrió agradecido e hizo el ademán de sentarse, pero el mendigó le paró en seco.

-Espera hombre, para ti no hay pavo. Vas a cenar un par de huevos.

-Pero no he preparado huevos, sólo hay esto-se defendió señalando hacia el pavo que humeaba en una fuente.

El mendigo soltó una risotada-Si hombre claro que hay huevos. Estos –dijo llevándose la mano a la entrepierna- Te vas a meter debajo de la mesa y me los vas a sacar con mucha delicadeza, y todo el tiempo que tarde en comerme este pavo, vas a permanecer ahí debajo chupándolos, y ten mucho cuidado porque como me hagas daño o no me los cuides como se merecen te prometo que te acordarás.

Mario se introdujo a gatas debajo de la mesa, se situó entre las piernas del mendigo y desabotonando el pantalón extrajo con cuidado las enormes bolas de aquel tipo.

-¡Venga, a que esperas!

Venciendo los escrúpulos comenzó a lamer la piel del escroto del mendigo, eran unos testículos grandes y llenos de pelo. Con una mano los cogió mientras los chupaba con cuidado.

-No quiero que me los toques, has entendido, ponte a cuatro patas y esfuérzate con la lengua.

Mario obedeció y comenzó a usar la lengua, sobre los pesados cojones del mendigo que se apoyaban sobre la silla.

La lengua le dolía, y también las rodillas, la mandíbula de tenerla tanto tiempo abierta, parecía que se le iba a desencajar, llevaba más de quince minutos lamiendo incansablemente las bolas de aquel tipo que no parecía que iba a darle la orden de parar.

Treinta minutos. Ya no le quedaba saliva y tenía la boca insensibilizada pero continuaba obediente con la nariz entre los pelos del pubis sintiendo el olor a hombre que despedía y los ojos cerrados, entregado totalmente a su macho dominante. Y lo que era peor, tenía la polla a punto de reventar chorreando líquidos.

En ese tiempo había aprendido, bajo las órdenes de su macho, a meterse los pesados cojones, uno por uno pues los dos no le cabían, en la boca y succionarlos con devoción.

Pese a la humillación se sentía feliz, entregado a su hombre, con la mente en blanco atento sólo a las órdenes que recibía.

Al cabo de unos minutos más el mendigo dio por terminada la cena y tras un ruidoso eructo, bajó la mano para acariciarle los cabellos.

-Te has portado bien- dijo con una voz suave, casi delicada que llenó de amor y devoción al contable al saber que había hecho la faena a conciencia.

En un alarde de gratitud levantó la cara y lamió la mano grasienta, succionando los dedos que conservaban restos del pavo. Agradecido pronunció un casi inaudible "Gracias mi amo" mientras todo su cuerpo se convulsionaba y llegaba a un orgasmo brutal.

El semen fue a caer sobre los pies descalzos del indigente. Antes de que éste pudiese decir una palabra lamió sus pies. Primero el empeine y después los dedos hasta dejarlos totalmente limpios de su propia corrida.

-Debería castigarte-dijo el indigente- pero me has servido bien y por esta vez voy a pasar por alto tu falta. Ponte de pie.

Mario se levantó con esfuerzo y se puso de rodillas al lado de su hombre, esperando una nueva humillación, que no tardó en llegar.

-Recoge la mesa y lava los platos, mientras yo descanso.

-Quiere que le prepare algo de beber, también tengo unos puros si a usted le apetece fumar.

El mendigo le miró asombrado –Pero que puta llegas a ser.¡Venga tráemelos!-dijo dándole una sonora palmada en el culo.

-Una cosa más, como veo que te sigue gustando humillarte quiero que te desnudes y te pongas un delantal, así parecerás más sumisa.

-Como quiera el señor-añadió y obedeciendo se acabó de despojar de las ropas que aún conservaba y se fue corriendo a la cocina. A los dos minutos asomó desnudo, cubierto solo por un delantal blanco trayendo una copa y una caja de puros.

-¿Así te han enseñado a servir? –de gritó al verle de pie parado junto a él.

-¡De rodillas!

Mario obedeció enseguida alcanzándole el vaso de whisky y un habano, que se apresuró a darle fuego.

-Si no quiere nada más el señor

-Nada por ahora zorrita. Ve a fregar y en cinco minutos te quiero aquí.

Le sobraron uno y medio. Cuando volvió al salón se encontró con el mendigo, que a estas alturas había ascendido a nivel de amo y señor, apoltronado en el sillón y con los pies sobre la mesa de centro. Había dado con el mando a distancia del televisor y se divertía mirando los diferentes canales. Mario se arrodilló diligente a sus pies esperando una nueva orden del que se había convertido en el señor de la casa.

-¿Ya has acabado?

-Si, señor

-¿Lo has dejado todo limpio? No me gustan las putitas desordenadas –dijo, tratándole definitivamente como si fuera su mujer.

-El cenicero está muy lejos-insistió señalándolo con un gesto.

-¿Quiere que se lo acerque?

-Tengo una idea mejor ¿te gustaría fumar?

-Se lo agradecería mucho, me serviría para relajarme un poco

-Voy a ser amable, una criada como tu, se merece lo mejor; ¡Abre la boca!... Si, no me mires con esa cara de tonta, te quiero de rodillas a mis pies, y mientras te hago el favor de dejarte que me los vuelvas a lamer de nuevo, cuando te avise me vas a servir de cenicero. Con las cenizas tienes suficiente, cada vez que te avise, dejarás de lamer y te acercas para que eche en tu boquita las cenizas. ¡Ah! Y no quiero ver ni una pizca en mis pies, si te portas bien te daré un premio, si por el contrario eres una perrita sucia te castigaré apagando la colilla sobre tu lengua. ¿Has entendido bien?

Mario sollozando de angustia se resistía a creer lo que le estaba proponiendo.

-Trágate los mocos y abre bien la boca, si la ceniza cae al suelo, la recogerás con la lengua y te castigaré.

Mario tituveó y alargando la lengua recogió las primeras cenizas, las intentó tragar sin conseguirlo, y se puso a lamer los pies de su señor.

-Te he dicho que no quería ver en mis pies restos de ceniza-gritó, sacándose el cinturón y descargando una tanda de tres correazos sobre las regordetas nalgas del contable- La próxima vez seré más duro.

Los correazos le sentaron a Mario como un bálsamo, disolvieron sus dudas y sin pensar en nada más que en cumplir las órdenes de su amo, se afanó en tragar y lamer.

Mientras el mendigo había dado con un canal porno en el que un hombre penetraba por el ano a una jovencita, la humillaba acompañando de azotes los envites de su miembro.

Mario entre chupada y lamida levantaba los ojos hacía su señor, observando como se acariciaba primero y se agarraba el paquete en el que se notaba la creciente excitación.

El mendigo se desabrochó los pantalones y comenzó a masajearse el miembro con la mirada atenta en la película. Al cabo de unos minutos se la sacó por encima del calzón continuando con la masturbación.

-Mira golfa, esa si es una mujercita de verdad, que sabe hacer feliz a su hombre. Me estoy poniendo muy caliente, yo no soy marica pero tu eres lo mas cercano a una mujer que tengo a mano. Ven aquí y chúpamela –dijo agarrando por el pelo al contable hasta situarlo entre sus piernas.

-Ten mucho cuidado, como me muerdas te tiro los dientes de un bofetón.

-Pero, yo no sé, nunca…-añadió Mario incapaz de acabar la frase.

-No me creo que nunca te hayas comida una polla, y si es así tienes toda la noche para aprender, pero me vas a hacer una mamada como que hay Dios.

-No, no estoy dispuesto a hacer esto, creo que ya es demasiado, debe pedirle que se marche dijo Mario intentando levantarse, sin conseguirlo pues el otro le mantenía agarrado por los pelos.

El mendigo lo miró con dureza, y con la mano libre le abofeteó tres, cuatro veces.

-Tu vas a hacer lo que yo te mande, y reza por que me quede satisfecho de lo contrario te voy a follar ese culito de zorra que tienes.

Mario lloraba pero se resistía a metérsela en la boca. El mendigo cogió la corbata y colocándose detrás de él forcejeó hasta amarrarle las manos a la espalda.

-Has elegido el camino de la fuerza, y es una lástima porque hasta ahora lo estabas haciendo muy bien. Ahora chúpamela.-dijo tirando a Mario por los cabellos hasta que sus labios tocaron su miembro.

-Eres una golfa que se quiere hacer de rogar, hace unos minutos no querías soltarme la polla y ahora te haces la remilgosa, estoy seguro que de que pruebes me va a costar sacártela, Ahora saca la lengua y lame.

Mario con muchos reparos sacó la lengua y comenzó a lamer el miembro de una forma tímida.

-Venga zorrita, hazlo como tu sabes- añadió el mendigo propinándole un fuerte azote con la correa.

Poco a poco el contable fue haciéndose con el papel de puta que le había tocado jugar, se había metido en un buen lío por su lujuria y ahora lo estaba pagando. Fue recorriendo el mástil grande y venoso hasta llegar al glande, una cabeza amoratada que apenas le cabía en la boca. Le extrañó la suavidad de la piel, la textura suave de esa enorme bellota, que ahora se metía con ganas en la boca y a la que, una vez acostumbrado, comenzó a gustarle.

-Así, así putita, ¿ves como te gusta? Tómate tu biberón.

Mario lamía abriendo la boca hasta que la cabeza del miembro le tocaba la campanilla, entonces retrocedía de nuevo a la base, allí donde el tallo nacía rodeado de pelos. Su boca era un surtidor de saliva, lamía glotón el tronco subiendo hasta el glande, allí se entretenía relamiéndolo con un frenesí inexplicable.

El mendigo, jugó a ser cruel y de repente le apartó el miembro de la boca.

-Ya está bien, vamos a guardar tu juguetito.

Pero Mario se removió inquieto entre sus piernas, quería más, no podía separar la vista del grueso falo del indigente, que le miraba con una sonrisa de autosuficiencia.

-¿Quieres jugar un rato más con la zanahoria?

-Si, por favor

-¿Ves como eres un putón? Ahora si lo quieres me lo vas a pedir por favor.

-Por favor, déjemela lamer un rato más.

-Qué puta eres, tómala, pero te la vas a tomar hasta el final. ¿De acuerdo?

-Si, lo que usted mande.

Se la dio de nuevo excitado por la mansedumbre del contable que comenzó sin pensarlo dos veces a mamarla. Al cabo de unos minutos estaba a punto de eyacular, como sabía que a pesar de todo cuando sintiera los primeros lechazos retiraría la boca, le agarró con una mano por una oreja y con la otra le tapó la nariz sin darle opción a otra cosa que no fuera tragarse su semen.

Mario sintió las contracciones acompañadas por los gemidos del su dominante, y quiso separarse sin lograrlo. De repente notó los trallazos de semen inundando su boca, pero no podía ni cerrarla ni separarse, sin otra opción que recibir la leche de su dueño fue tragándola con una mezcla de asco y placer ante aquel sabor nuevo e inesperado.