Cuentos de las Hijas de la Luna - La Loba

"No habléis nunca con extraños, no salgáis en noches de luna por bosques sombríos y cuidaos de los lobos"

“Conteniendo su nerviosismo, Mónica abrió cuidadosamente las primeras páginas del libro mientras se ajustaba sus gafas”.

Capítulo I. De la llegada de las Hijas de la Noche

La Loba.

La hija del leñador iba a retirarse a su habitación cuando golpearon la puerta. Ningún alma osaba aventurarse a horas tan intempestivas en la vieja cabaña del bosque. ¿De quién podría tratarse?

Angélica, la muchacha, contempló con preocupación cómo la mirada de su padre se desviaba hacia la pesada hacha recostada contra la pared antes de hablar con su voz vieja y cascada.

-¡¿Quién es el desgraciado que nos molesta en medio de la noche?! ¡Marchad y dejadnos en paz!

Los golpes cesaron y la cabaña quedó en silencio durante unos instantes que a Angélica se le antojaron eternos.

-Soy una simple viajera que busca cobijo por esta noche. Abrid.

La voz femenina que se oyó al otro lado de la puerta era grave. Los padres de Angélica se contemplaron con suspicacia. Quedaban pocos días para la Noche de las Ánimas y era bien sabido que nadie en su sano juicio estaba dispuesto a recorrer de noche el oscuro bosque.

-¡Abrid, avaros campesinos! Puedo pagar mi estancia.

Como si un conjuro hubiera hechizado al hombre, éste se acercó lentamente a la puerta y la destrabó, a pesar de las protestas de la mujer del leñador.

En el dintel de la puerta se dibujó una alta figura, embutida en los gruesos ropajes de abrigo habituales de una comarca con un clima tan inclemente como el de aquella noche. El rostro de la mujer permanecía oculto bajo una capucha.

La figura siguió inmóvil, como si esperase a ser invitada para pasar. El frío viento se coló en la vieja cabaña con un gemido, avivando las llamas de la chimenea y llenando la estancia con chispas y pavesas. El hombre, casi instintivamente, hizo un rápido ademán con la mano.

-Pasad, pasad, no os quedéis ahí.

Angélica creyó percibir una sonrisa en la oscuridad de la capucha antes de que su padre cerrara la puerta tras la recién llegada y la volviera a trabar.

La figura se quitó la gruesa capa. Se trataba de una mujer joven, pero como ninguna que hubiera contemplado la muchacha en su vida. De unos veintimuchos años, era fuerte y alta, de anchos hombros. Sus oscuros cabellos estaban arremolinados por el efecto del viento, y sus ojos eran grandes y negros, como la noche más oscura. En su mejilla izquierda, una pequeña cicatriz no hacía sino resaltar sus duras facciones.

La mujer no era bella en un sentido clásico, desde luego, pero de su figura emanaba un magnetismo que provocaba que Angélica no pudiera dejar de contemplarla, ensimismada como una polilla ante una llama.

El leñador la contempló con impaciencia. La recién llegada se había quitado los guantes de piel para acercar sus heladas manos al fuego y había dejado caer al suelo una mochila.

-Ejem… Antes habéis dicho que… pagaríais…

La mujer, en silencio, sacó una bolsa de la mochila y, ante la extrañeza de Angélica, volvió a ponerse su guante derecho. A continuación, la desanudó y extrajo de su interior cuatro monedas de plata, que dejó sobre la mesa. Finalmente, volvió a quitarse el guante.

-¿Es suficiente para una cama y una cena?

La expresión del hombre cambió radicalmente, de la mayor suspicacia a una radiante satisfacción.

-Por supuesto, mi señora. Sentaos en la silla, mi hija os servirá un buen plato de potaje. Angélica, atiende a nuestro huésped.

La mujer del leñador cogió por la manga del marido y lo llevó hasta una esquina, mientras la muchacha llenaba un cuenco de barro con el contenido de la perola en el fuego y lo llevaba hasta la silenciosa mujer. A pesar de que intentaban hablar lo más bajo posible, los cuchicheos de sus padres llegaron hasta los oídos de Angélica.

-No me gusta esa mujer, Armando, parece una bruja. Deberíamos echarla.

-¿Estás loca? Nos ha pagado una verdadera fortuna. Además, si de verdad fuera una bruja, creo que no sería juicioso hacerla enfadar, ¿verdad?

Angélica depositó el cuenco sobre la mesa mientras aprovechaba para echar un rápido vistazo a la mujer. De su cinto pendía una larga daga de aspecto peligroso y sus ropas eran masculinas, de cuero endurecido, casi como las que usaría un cazador… o un guerrero. Desde luego, no se parecía a ninguna de las otras chicas que había conocido. Subió por un instante los ojos hacia el rostro de la extraña pero volvió a bajar la vista inmediatamente cuando se topó con la mirada de la mujer, fija en ella. Angélica dio un respingo cuando la mujer habló con un tono burlón.

-¿Tú también crees que soy una bruja?

-No, señora, por supuesto que no.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Angélica cuando la mujer tomó su mano y la llevó hasta su rostro. Quedó tan sorprendida que no se resistió, mientras un cosquilleo recorría su vientre. Casi hubiera jurado que la extraña la estaba… oliendo.

-Una chica valiente. No tienes miedo.

Angélica frunció el ceño, divertida.

-¿Debería tenerlo?

La mujer sonrió.

-Quizás sí. A veces muerdo.

La muchacha no se lo podía creer. Aquella mujer estaba flirteando con ella. Sonrió para sí. A Angélica siempre le habían gustado las chicas, aunque se veía en la obligación de ocultarlo para no atraer la vergüenza sobre su familia. Y, ahora, para su sorpresa, aquella enigmática mujer parecía interesada en ella.

Las aletas de la nariz de la mujer se movieron de nuevo. -También detecto otro olor… ¿Excitación, quizás?

Angélica retiró la mano con una sonrisa pícara.

-Sois muy atrevida… Y bastante presuntuosa.

-Quizás. Pero creo que tengo razón.

-Para saber si tenéis razón o no, antes deberéis decirme vuestro nombre… mi señora.

-Me llamo Rosabel. Y ahora, ¿puedo saber si tengo o no razón?

Angélica lanzó una rápida mirada a sus padres, que seguían discutiendo en un rincón de la cabaña, ajenos a la conversación entre ellas. A continuación acercó su rostro hasta el de Rosabel, hasta que sólo escaso centímetros les separaron.

-Lo sabréis esta noche.

Angélica, sonriendo, se incorporó repentinamente y dijo a sus padres que se retiraba a descansar. Se dirigió a su habitación sintiendo la mirada de la mujer clavada en ella.

Angélica golpeó quedamente un par de veces con los puños la puerta de los aposentos que ocupaba Rosabel.

Angélica se mordió el labio. Durante un instante y en la quietud de la noche, le pareció que debía haber hecho ruido suficiente como para despertar a toda la casa. Aguzando el oído, pudo escuchar los ronquidos de su padre.

Tras suspirar aliviada, se preguntó a si misma qué demonios estaba haciendo, acudiendo como una fulana en mitad de la noche a la habitación de una desconocida. Pero no podía remediarlo. No había dejado de pensar en ella en las dos horas que habían transcurrido desde que se había retirado a su habitación. Rosabel… Había repetido su nombre hasta la saciedad, como un mantra mágico. Y ahora, ante la oportunidad de estar a solas con ella, se sentía excitada como nunca lo había estado.

Se disponía a llamar de nuevo cuando la puerta se abrió con un leve chirrido.

-¿Rosabel? -Susurró la muchacha.

Ninguna respuesta.

Con aprensión, Angélica se internó en la estancia, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. La cama parecía vacía… ¿Dónde…?

Angélica casi gritó cuando unos fuertes brazos la sujetaron por detrás, abrazándola. Sintió unos menudos pechos aplastándose contra su espalda, con unos pezones erguidos por la anticipación. Sintió unos labios posándose en su cuello y la calidez de un aliento acariciando su oreja.

-Angélica… Creí que nunca vendrías…

El susurro de la mujer sonó ronco de excitación. La muchacha cerró los ojos sonriendo, mientras sus manos acariciaban las de Rosabel, que bajaban recorriendo su cuerpo, explorándolo, acariciándolo.

-Mis padres duermen. Espero que haya merecido la pena la espera…

Rosabel no contestó. Se limitó a dar la vuelta con brusquedad a Angélica y besarla mientras la desnudaba. Sin dejar de besarse, ambas mujeres consiguieron llegar hasta la cama, devorándose como dos animales famélicos. Las manos de Rosabel se cerraron sobre los generosos pechos de la muchacha. A pesar de la rudeza, el contacto fue suave, tierno, catapultando a Angélica a altas cimas de placer. La mujer hundió su rostro en el cuello de la muchacha, aspirando su fragancia, y fue bajando lentamente por su piel, por sus pechos, por su vientre, besó su estómago, su ombligo y llegó hasta su pubis. Angélica creyó haber muerto y hallarse en el Cielo cuando sintió la lengua de su amante internándose en su húmeda gruta. Tuvo que morder el dorso de su propia mano hasta casi sangrar para no gritar y despertar a sus dormidos padres.

Angélica contemplaba la espalda de una dormida Rosabel. No se cansaba de mirarla, de ver la luminosidad de la pálida luz de la luna reflejándose en las curvas de su desnudo cuerpo. Tratando de no despertarla, pasó el dedo índice por su piel desnuda y sonrió al escuchar el suave suspiro de ella, dormida tras el agotamiento.

Fue entonces cuando la muchacha reparó en la terrible cicatriz en su hombro. Era grande y profunda, a pesar de que debía haberse producido hacía ya muchos años. Angélica frunció el ceño. Parecía el mordisco de un animal.

En ese mismo momento, Rosabel gimió en sueños, inquieta, asustada, como si tuviera una pesadilla. Angélica la abrazó, besando su cuello y sus omoplatos, y susurró a su oído, sin despertarla.

-Chssst, cariño… Todo está bien… Estoy aquí, contigo.

Rosabel pareció calmarse, mientras seguía murmurando en sueños. Abrazada a su amante, el sueño fue invadiendo lentamente a Angélica, hasta que la oscuridad la engulló totalmente.

Angélica se despertó paulatinamente, en semipenumbra. Faltaba poco para amanecer. Sonrió. Todavía le dolía el cuerpo de la contienda amorosa. Extendió su brazo hacia el otro lado de la cama. Estaba vacío.

La somnolencia desapareció súbitamente. ¿Dónde estaba Rosabel? Sus ropas no estaban, ni el petate con el que había llegado a la cabaña.

¿Ya está? ¿Nunca más volvería a verla? ¿A abrazarla? ¿A besarla? Ni hablar. No lo permitiría.

Angélica se vistió a toda prisa. El helado viento de la madrugada acarició su cuerpo como un amante cruel cuando salió al exterior de la cabaña. La muchacha jadeaba por la carrera cuando alcanzó a divisar una solitaria figura en el camino.

-¡Rosabel! ¡Rosabel!

La figura encapuchada se detuvo y se giró lentamente hacia ella, mientras Angélica recobraba el aliento.

-¡Rosabel! ¿Por qué te marchaste?

-Debo proseguir mi camino.

Ambas mujeres permanecieron frente a frente, sin hablar durante un buen rato.

-Por favor, llévame contigo.

Un interminable silencio.

-No puedo, Angélica. Mi camino es peligroso. Debo viajar sola. No estarías segura conmigo.

-No me importa. Por favor, te lo ruego, no quiero separarme de ti… Te… Te quiero.

La mirada de Rosabel se llenó de pesar y después de frialdad. Al hablar, su voz sonó cortante como el hielo y, como un pedazo de hielo, cortó en pedazos el corazón de Angélica.

-En las ciudades por donde paso hay putas deseables en cada esquina. ¿Por qué tendría que molestarme en tener que cuidar de una de ellas?

Angélica no se movió. Sus ojos comenzaron a humedecerse mientras sentía que sus piernas flaqueaban, incapaces de soportar su peso. Cayó de rodillas, mientras su voz se quebraba en sollozos y las lágrimas corrían por su mejilla.

El sol despuntaba por las copas de los árboles mientras Rosabel se ajustaba su capucha y se alejaba por el camino.

¡No! Angélica golpeó con el puño el camastro sobre el que se hallaba tumbada. Los ojos y la nariz le dolían de tanto llorar. Llevaba un día entero sin dejar de llorar, sin comer, sin hablar, intentando no pensar en nada, intentando alejar el dolor que le consumía las entrañas. Lo había intentado, sí, pero había sido inútil. Y tras pensar durante largo rato, había llegado a una conclusión.

No se rendiría.

No.

Estaba convencida de que Rosabel no había dicho la verdad cuando se había marchado, cuando había dicho lo que había dicho. Había un motivo oculto detrás, de eso estaba segura. Sí, eso tenía que ser. Ambas habían hecho el amor. Había visto amor y placer en sus ojos, verdadero amor cuando ambas se miraban a los ojos mientras llegaban juntas al orgasmo.

Rosabel ocultaba un secreto oscuro. Algo que le había obligado a comportarse de ese modo. Y Angélica descubriría qué era. Y le ayudaría a afrontar cualquier problema que fuese. Y ambas serían felices. Para siempre jamás. Como en los cuentos de hadas.

Angélica se secó las lágrimas con la palma de la mano. Estaba decidido. La buscaría y la encontraría.

Aquella misma tarde la muchacha se escapó de casa.

Angélica agradeció que su padre le enseñase de pequeña a rastrear y seguir huellas, más como juego que por verdadera utilidad. Lo cierto es que gracias a ello pudo encontrar el rastro de una persona que esperó se tratase de Rosabel. Las huellas seguían el Camino Viejo del Norte hasta que, de repente, se internaban en el corazón del Bosque Oscuro. La muchacha no dudó en seguirlas, a pesar de las terribles leyendas que sobre él se contaban. Ni siquiera el hecho de que aquella noche fuese a ser la terrible Noche de las Ánimas hizo que flaqueara en su empeño.

No obstante, el miedo fue lentamente haciendo mella en ella. Los sonidos habituales del bosque cesaron, siendo remplazados por otros más desasosegantes: cuchicheos velados, rumores de agua fluyendo y risillas ahogadas. Los troncos de los árboles eran cada vez más negros y retorcidos, con ramas de ébano como siniestros brazos que intentaban alcanzarla.

Poco a poco, la noche había llegado. Angélica se preguntó apesadumbrada si no debería dar media vuelta, dado que la oscuridad hacía imposible discernir cualquier rastro.

Fue entonces cuando la vio.

Rosabel estaba completamente desnuda, en un claro del oscuro bosque, la luz de la luna acariciando su esbelto cuerpo como una madre haría con su hija predilecta, sus ojos cerrados, esperando algo desconocido. La cicatriz en su hombro parecía refulgir bajo la pálida luz.

Angélica no supo qué hacer. Algo en la escena que contemplaba le daba escalofríos. Entonces vio cómo las aletas de la nariz de Rosabel se movían, como si olfateara el viento. Los ojos de la mujer se abrieron súbitamente y se clavaron en su dirección.

-¿¡Angélica!?

La muchacha, tras un momento de vacilación, se internó en el claro.

Rosabel permaneció petrificada, con la boca abierta en una mueca estúpida.

-No… no puede ser…

Angélica no supo qué había esperado ver en su semblante. ¿Amor? ¿Anhelo? ¿Felicidad al verla? ¿Frialdad? ¿Fastidio? ¿Odio?

En lugar de ello, los ojos y expresión de Rosabel revelaban el horror más absoluto.

-¿Angélica? ¡¿Qué demonios haces aquí?!

La muchacha vaciló ante los gritos de la mujer.

-Yo… he venido a buscarte. Te he seguido porque… tenía que decirte que… que te amaba…

-¡No! ¡Maldita seas! ¡No sabes lo que has hecho!

-Me dijiste que…

-¡Te lo dije para protegerte!

Angélica estaba cada vez más confundida.

-¿Protegerme? ¿De quién?

-¡De mí! ¡De la maldición! ¡Del monstruo que me posee las noches de luna llena!

Angélica pensó que Rosabel no sabía lo que estaba diciendo, que su amada estaba desequilibrada. No obstante, un miedo irracional la invadió. Algo en el bosque la puso los pelos de punta, y la luna en el firmamento parecía sonreír cruelmente, anticipándose a la tragedia. Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Rosabel, que retrocedía horrorizada.

-Tienes que huir, Angélica. Antes de que sea demasiado tarde… Antes de que me transforme, antes de que te… te… ¡Corre, Angélica! ¡Corre, maldita seas!

Rosabel gritó de dolor y cayó sobre el suelo a cuatro patas. La muchacha dio un paso hacia ella, con intención de ayudarla pero de repente se detuvo en seco.

Rosabel había comenzado a… cambiar .

Angélica pudo escuchar los crujidos de las articulaciones de la mujer en el suelo mientras se rompían y recolocaban y largo vello negro cubría su desnudo cuerpo.

-Corre… corre…

La voz de la mujer fue haciéndose paulatinamente más grave y gutural, hasta transformarse en un amenazador gruñido, que brotaba de un hocico y garganta que habían dejado de ser humanos. En pocos segundos, Rosabel no estaba allí. Un lobo enorme y negro, con unos ojos amarillos sedientos de sangre y los belfos abiertos mostrando unos afilados colmillos, ocupaba su lugar. Su mirada se clavó en Angélica.

La muchacha gritó de terror y se dio la vuelta para huir. A pesar de no poder verlo, sintió cómo el lobo comenzaba a correr hacia ella.

La persecución fue breve. Una rama en el suelo la hizo tropezar y caer dolorosamente cuan larga era. Intentó arrastrarse, clavando sus manos en la tierra para alejarse cuanto pudiera, en un esfuerzo patético e inútil. A su espalda pudo escuchar el gruñido de aquel ser, acercándose lentamente, como si no necesitara apresurarse para conseguir su presa.

Aquello era una alucinación. Debía serlo. Cerró los ojos y los abrió. Ante ella se acercaba la que había sido su amante, un monstruo surgido de una horripilante pesadilla, con unas negras garras afiladas como cuchillas. La voz de Angélica se quebró en sollozos. Las lágrimas enturbiaron su visión.

-Por favor… por favor… No…

El monstruo continuó avanzando.

-Rosabel… Tienes que luchar contra lo que te domina… Por favor… Yo te…

La bestia se abalanzó hacia ella, mientras Angélica gritaba de dolor cuando las afiladas fauces se cerraron sobre su cuerpo, desgarrándolo. La muchacha sintió cómo la vida escapaba de su cuerpo y el sufrimiento se hacía tan insoportable que no tuvo fuerzas ni para gritar.

-…Rosabel… Yo… yo… te…

Las garras se enterraron en su tierna carne, despedazándola. Borbotones de sangre afloraron hasta su boca mientras sentía cómo el monstruo comenzaba a alimentarse de ella y su vida se apagaba como una vela moribunda.

-Yo te…

-…te…

-…amo…

“Mónica tragó saliva, mientras se quitaba las gafas para masajearse los ojos. La lluvia golpeaba con fuerza el cristal de su ventana. Volvió a ajustarse las gafas y dio la vuelta a la página.

Capítulo II – El Mausoleo

-Lo que hacemos no puede estar bien.- Repuso el hombre, ensimismado.”