Cuentos de las Hijas de la Luna - El Mausoleo

"No perturbar el descanso de los muertos"

“Mónica tragó saliva, mientras se quitaba las gafas para masajearse los ojos. La lluvia golpeaba con fuerza el cristal de su ventana. Volvió a ajustarse las gafas y dio la vuelta a la página.”

Capítulo II – El Mausoleo

-Lo que hacemos no puede estar bien.- Repuso el hombre, ensimismado.

-¿Ah, sí? Pues yo diría que te ha gustado bastante.- Contestó el otro hombre, con voz burlona. Ambos estaban completamente desnudos, sobre el camastro de una espartana habitación. Sus respiraciones, todavía agitadas por la contienda amorosa.

-No me estaba refiriendo a eso, Mario. Sabes que me gusta follar contigo, sabes que te quiero. No es eso.

El hombre se levantó, sin preocuparse de su desnudez. Era joven, de unos veinticinco años, con el cabello largo hasta los hombros. El otro hombre, Mario, de edad similar, contempló su espléndida figura. Su dormido pene pareció volver a despertar bajo las sábanas, pero una creciente irritación le invadió. Intentó pasarla por alto.

-Ya sé a lo que te estás refiriendo, Marcos. Y creí que ya lo habíamos discutido hasta la saciedad. ¿Por qué no vienes otra vez a la cama?

-Deberíamos dejar de hacerlo. Esa gente… Sus familiares… No está bien.

Marcos respiró profundamente, fastidiado, mientras se rascaba su corta barba.

-Joder, Mario. Tienes una sorprendente habilidad para cortarme el rollo. ¿Quieres hablar? Bien, pues hablemos. Aunque va a ser jodido considerando que ni siquiera te atreves a llamar las cosas por su nombre.

Mario contempló al recostado Marcos durante un buen rato. Luego apartó la mirada sin hablar.

-¿Nada? ¿Ya no quieres hablar? Bueno, pues hablaré yo. Lo que hacemos es robar a los muertos. Somos saqueadores de tumbas. Entramos en tumbas y mausoleos y robamos las pertenecías de los fiambres. Tan fácil como eso.

Los ojos de Mario se endurecieron y frunció el ceño, pero siguió sin decir nada.

-¿Sigues sin hablar? ¿Se te ha comido la lengua el gato? Pero bueno, ¿te crees que a mí me gusta? ¿Te crees que disfruto cada noche que lo hacemos? ¿Quieres que seamos pobres toda nuestra vida? ¿Que muramos de hambre, como el pobre Néstor? Creí que ya lo habíamos hablado. Creí que estábamos de acuerdo.

-Yo… No puedo más…

Ambos hombres se miraron.

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Marcos y Mario. Mario y Marcos. Imposible hablar de uno sin hacerlo del otro. Uña y carne, compañeros infatigables de desdichas desde su más tierna infancia.

Los inviernos en esa comarca eran especialmente duros, hasta el punto de confundirse con los veranos, y la infancia de ambos muchachos estuvo marcada por el hambre y la pobreza, como tantos otros hijos de campesinos de la región.

La madre de Marcos murió en el parto y cuando éste tenía pocos años, los guardias apresaron a su padre, bajo la acusación de asesinar a un viandante para robarle. Marcos nunca llegó a saber si era cierto o no. A la mañana siguiente, su cadáver colgaba de una soga.

Huérfano y obligado a buscarse la vida, fue como acabó junto a Mario, otro muchacho en una situación similar. Una alma gemela. La amistad dio paso a la camaradería, que dio paso al amor.

Pronto, obligados a buscar su sustento, Mario y él descubrieron la manera perfecta de hacer dinero. Robar a los vivos era bastante peligroso: aunque las patrullas de vigilantes no rondasen con mucha frecuencia, no era desconocido el caso de una “inofensiva” víctima que se había defendido y acabado con sus agresores. No. Era mucho menos arriesgado robar a los muertos.

Pronto el hambre venció sus reticencias morales. Los muertos eran las víctimas perfectas. No solamente no echaban en falta sus pertenencias, sino que eran incapaces de defenderse.

Saqueadores de tumbas. El escalón más bajo de la más baja estofa, despreciados incluso por los criminales más nefandos. Profanadores, buitres carroñeros sin reparos a la hora de perturbar el reposo de los muertos en su postrer lugar de descanso.

La primera vez fue extremadamente fácil: un pequeño panteón familiar de una acaudalada familia en un cementerio a las afueras de la villa. Al principio, los dos muchachos temblaban de miedo, pero el terror se desvaneció cuando lograron abrir los cofrecillos junto al ataúd. Varios anillos de oro, un pequeño abalorio y un colgante de plata. Más dinero del que habían visto en toda su vida. Rieron de felicidad hasta que les dolió el estómago y fueron corriendo a visitar a un perista conocido por no hacer preguntas sobre la procedencia de la “mercancía”.

Durante unos meses, los muchachos apreciaron las ventajas de tener dinero en el bolsillo: comida caliente en sus estómagos, jarras de cerveza y vino que se sucedían en las tabernas, ropa cara y mucha más diversión.

Pero pronto el dinero comenzó a escasear y tuvieron que volver al oficio. Tumbas, panteones, mausoleos y templos fueron saqueados sin remisión. El hambre venció los escrúpulos de los amantes. Como aplicados alumnos, aprendieron a abrir cerrojos, descerrajar cerraduras y forzar cualquier tipo de puerta cerrada y evitar las eventuales trampas que los dueños de las tumbas colocaban para evitar que los saqueadores hicieran su trabajo. Sí, la vida les fue relativamente bien.

Pero, quizás precisamente por eso, las reticencias morales de Mario aumentaron.

Como aquella vez que entraron en la cripta de una rica familia. Junto al féretro de la hija menor, estaba depositado el que debía haber sido el juguete preferido de la pequeña: un caballito de metal que movía las patas como si galopara cuando se le daba cuerda. Una verdadera obra de arte de orfebrería. Los ojos de Marcos brillaron de codicia, los de Mario de remordimientos.

El desnudo Mario se sentó en la mesa y enterró su rostro entre sus manos.

-No sé… No puedo más. Cada vez que profanamos una tumba… cada vez que les robamos, yo… Cada vez tengo más pesadillas. Anoche soñé que nos atrapaban, que nos llevaban al cadalso…

Marcos le interrumpió, intentando cambiar de tema.

-Escucha, te dije que esta noche tenía algo que comentarte, ¿no? He localizado una tumba que robar, en los viejos registros de sepulturas. Un buen “palo”. Con lo que saquemos nos daría para retirarnos. ¿Qué te parece?

Mario le miró con los ojos llenos de esperanza.

-¿De verdad?

-Como te cuento. Nunca más tendríamos que robar. Nos iríamos de aquí, de esta apestosa ciudad. A un lugar cálido, con más dinero del que podríamos gastar. ¿Te hace?

Marcos sonrió al ver otra vez a su compañero alegre.

-Venga, cuenta.

-Es la tumba de una tal Virginia.

-¿Virginia de la familia de los Eldritch?

-Sí.

El rostro de Mario palideció.

-No sé, no me parece buena idea…

Ambos habían oído las leyendas. Se contaban cosas muy raras de esa muchacha. Se decía que Virginia había sido la única hija de una familia de rancio abolengo. Decían que era tímida y extraña y decían que, para desgracia de su familia, se enamoró de una plebeya, una chica, para más deshonor. Su padre montó en cólera cuando se enteró de que Virginia suspiraba por una tal Mónica, una muchacha morena, corta de vista, delgaducha y tartamuda. ¿Por qué su hija había resultado ser una lesbiana, se preguntaba su padre noche tras noc…?

“Mónica levantó de golpe la vista del libro. Subiéndose las gafas, leyó aquellas frases una y otra vez, para asegurarse de que no había confusión posible. La descripción de esa tal Mónica coincidía con la suya propia. ¿Cómo podía ser? Bah, qué tontería, se dijo a sí misma. Se trata de una casualidad, sin duda.

Mónica se frotó nerviosa las manos por el frío. La lluvia no había dejado de arreciar. Dio un pequeño sorbo a la botella de agua que tenía al lado y siguió leyendo, intranquila.”

…se preguntaba su padre noche tras noche? ¿Cómo ha podido traer tanta vergüenza sobre la familia? Sus progenitores la encerraron en su habitación para evitar que ambas se fugaran. Pero aquello desembocó en tragedia.

Se dice que Virginia se volvió loca por el dolor, gritando y chillando en su encierro, asegurando que nada podría separarla de Mónica, que por mucho que sus padres y el destino quisieran separarlas, ella la encontraría.

Al final, una noche, se ahorcó.

Sus progenitores, abrumados por el pesar y la culpabilidad, quisieron enterrar a su hija en camposanto, pero el sacerdote se negó obstinadamente. La tierra consagrada no podía recibir a una suicida, una pecadora. Finalmente, en las afueras, se construyó un mausoleo donde sus restos mortales pudieran obtener el descanso que no consiguió en vida. Nadie se atrevía a cercarse por allí, pues todo el mundo sabía que el lugar estaba maldito.

Mario seguía contemplando absorto la pared.

-No me parece buena idea…

El enfado de Marcos fue creciendo paulatinamente. Respiró antes de hablar, intentando calmarse.

-¿Por qué?

-No lo sé… Tengo un mal presentimiento.

-Nunca has sido supersticioso. ¿Tienes miedo de una chica que lleva cincuenta años pudriéndose? Joder, sus padres eran ricos y nunca se encontró su dinero. Al morir ella, no hubo más herederos. Creo que la cosa está clara, ¿no?

-Si, pero…

-¡Joder, Mario! ¡Espabila de una puta vez! ¿Quieres que nos muramos de hambre? ¿Quieres que en vez de robar tumbas nos dediquemos a asaltar viandantes y asesinarles para quedarnos con su oro? ¿Es eso lo que prefieres? ¡Decídete, joder!

-Yo… Está bien… Iremos…

Marcos sonrió mientras se acercaba a su amigo. Posó una mano en su hombro.

-Recuerda. Con lo que saquemos, tendremos la vida resuelta. No podemos rajarnos ahora.

Los labios de Marcos se posaron sobre los de Mario.

-¿Y dónde vas a querer que nos vayamos, mi bello muchacho de luengos cabellos?

-No lo sé… Me da igual… Lejos… Lejos de aquí…

-Nos iremos a un lugar donde siempre haga calor. Estoy harto de este frío que te hiela los huesos. Y nos tumbaremos en una playa, a descansar. ¿Te imaginas?

-Nunca he visto el mar…

Marcos se colocó a la espalda de Mario y comenzó a masajearla. Mario gimió de placer.

-Nadie nos conocerá. Nadie sabrá a qué nos hemos dedicado todos estos años. Para todo el mundo no seremos más que dos ricachones que dan esplendidas propinas.

La mano de Marcos aferró el pene de Mario. Estaba bastante duro.

-Y cada mañana nos despertaremos en una cama lujosa, con dosel y sábanas. Y te exigiré mi ración matutina de polla.

La mano subió y bajó enérgicamente por la ya muy gruesa verga. Pronto, los labios de Marcos se cerraron sobre el venoso falo, lamiéndolo a conciencia. Un suspiro de placer se escapó de los labios de Mario.

La voz de Marcos sonó enronquecida de placer.

-Vamos a la cama. Necesito que me folles.

Mario no se hizo de rogar. Se colocó sobre el tumbado Marcos y apoyó su glande sobre el ano de su compañero. Con lentitud lo fue introduciendo. Ambos gimieron cuando las pálidas nalgas del hombre se tragaron como si nada la verga. Mario se aferró a sus caderas y las empujó firmemente.

Un hilillo de saliva escapaba de la comisura de los labios de Marcos mientras su amante le poseía. Así permanecieron durante un buen rato, sin que en la habitación se oyeran más que jadeos, gruñidos y el golpear de la húmeda carne contra la carne, hasta que Mario llegó al orgasmo y se vino en las entrañas de su compañero. Éste se masturbó frenéticamente hasta llegar igualmente al orgasmo, gimiendo de placer mientras sentía el falo de Mario todavía retorciéndose en su culo.

Ambos quedaron en silencio, sonriéndose, jadeando mientras su respiración se normalizaba.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Mario. Seguía teniendo un mal presentimiento.

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La negra noche se convirtió en una perfecta aliada. La oscuridad acompañó a ambos ladrones por los callejones oscuros y sombríos. Toda la ciudad parecía dormir, ajena a dos sombras de negros ropajes como las alas de un cuervo. Silencio total, sólo roto por un lejano ladrido ocasional de algún perro en la distancia, el rumor del cercano río, el viento ululando en la lejanía…

No tardaron mucho en llegar hasta el solitario mausoleo. A la escasa luz de la luna, contemplaron unos muros rezumantes y una negra verja de hierro rota y abierta que parecía darles siniestramente la bienvenida. Ambos hombres se adentraron en silencio, dejando atrás la espesa y oscura vegetación, junto con los esqueletos de árboles calcificados, muertos hacía años.

Marco y Mario bajaron con cuidado las traicioneras escaleras. Las losas y los escalones estaban resbaladizos por la humedad subterránea, pero aquello parecía ser todo el peligro que acechara en la oscuridad. Los saqueadores encendieron antorchas, que titilaron en la oscuridad, cubriendo el largo pasillo ante ellos de danzarinas sombras.

Extrañamente, no había trampas, ni siquiera cerraduras. Los ladrones recorrieron el oscuro túnel hasta llegar a su destino. La estancia era una lúgubre habitación en la que parecía hacer diez grados menos de temperatura que en el exterior. En su centro, un sarcófago de piedra sobre una losa elevada. Mario leyó en silencio la inscripción a sus pies.

“A nuestra amada hija Virginia.”

No había nada más, A su alrededor, el silencio y la nada más absoluta. Parecía, incluso, como si la luz de la antorcha fuese incapaz de penetrar en la oscuridad de la habitación. Mario susurró, como si no quisiera que nadie les oyera.

-Mierda, Marcos, ¿dónde coño están todas esas “riquezas fabulosas” que nos iban a permitir retirarnos?

Marcos miró a su alrededor, observando las paredes, buscando algún tipo de resorte o puerta secreta.

-Cállate de una puta vez, joder, y ayúdame… Tiene que haber algo… Tienen que estar escondidas por aquí. Joder, esos tipos eran asquerosamente ricos y apenas se les encontró un par de joyas. Debieron ocultar todo aquí, en la tumba de su hija.

Tras mucho tiempo buscando y rebuscando, ambos se dieron por vencidos.

-No hay nada… No puede ser…

-¡Ya! ¡Pues mira a tu alrededor! ¡Nada de nada! ¿Podemos irnos ya de una vez? No me gusta nada este sitio… Me da escalofrí…

-Espera -Marcos señaló el sarcófago con la barbilla. –Hay un sitio en el que todavía no hemos mirado.

-No pretenderás…

-Venga, Mario, no tenemos toda la noche. Ayúdame.

Mario no se movió del sitio.

-Joder, Mario, otras veces hemos caminado junto a nichos llenos de huesos y hemos tenido que apartar osarios medio putrefactos para poder acceder a tumbas. ¿Qué coño te pasa hoy?

-No… no sé. Deberíamos irnos ahora mismo. Deberíamos…

Marcos, sin esperar a que su hermano le ayudase, corrió con dificultad la pesada tapa del ataúd.

Un desagradable chirrido inundó la habitación, despertando ecos por toda la estancia, seguido de un colosal golpe cuando la pesada losa de mármol cayó al suelo, retumbando ecos en el polvoriento recinto.

Ambos quedaron en completo silencio, como si dudaran mirar al interior del ataúd. Con algo de aprensión, se asomaron a él. Un espantoso olor emanaba de su interior. No era a putrefacción, era como a tierra húmeda, a sótano cerrado.

-¡Joder!

-¡Dios!

Los ladrones no pudieron evitar dar un paso atrás, asustados por la impresión. La muchacha ocupante del sarcófago había sido enterrada con los ojos abiertos.

Marcos no pudo evitar una mueca de repugnancia. Los ojos de la mujer eran claros, turbios y sin vida, clavados en una mirada eterna al techo del recinto. Su piel era blanquecina, como las tripas de un pescado, recorrida por venas azuladas. Su mortaja debía haberse hecho jirones hacía años y ahora sólo eran unos pardos harapos. Su pelo, negro, largo y desgreñado, contrastaba con la palidez de su rostro. Todo en ella emanaba una sedosa belleza que cortaba el aliento, y que sumía a quien la contemplaba en un angustioso desasosiego. La danzarina luz de las antorchas le hizo pensar una décima de segundo que el rostro se movía.

La voz de Mario le sobresaltó.

-Es imposible. Parece como si no hubiera empezado a descomponerse… ¿Cómo puede ser?

Marcos no contestó. Pensó que, probablemente, la extraña conservación de la muchacha se debiera a ignotos procesos de humedad, que habían conservado el cadáver intacto sin corromperse. Pero aquello ya no importaba. Tenían que largarse ya de allí. Una extraña sensación de inquietud le invadía, como si le avisase de un peligro inminente. Como si un monstruo agazapado les acechase en la habitación, aunque estuviera vacía.

Excepto por el ataúd.

-Vale, joder, tenías toda la razón. No hay nada dentro del sarcófago. Una noche de mierda tirada a la basura. Vámonos ya de aquí.

Mario no se había movido. Avanzó una mano temblorosa hacia el cuerpo de la muchacha.

-¡Pero tío, ¿qué cojones estás haciendo?! ¡Vámonos de una puta vez!

-Sus ojos. Tengo que cerrarlos. No podemos dejarla así.

Marcos casi tuvo ganas de reír, aunque su voz temblaba ligeramente.

-¿Qué coño te pasa? ¡Deja a esa puta en paz y vámonos ya!

El rostro de Mario se endureció.

-Qué bestia eres, Marcos. ¿No puedes mostrar un poco de respeto por los muertos?

-¿Me estás hablando en serio, Mario? ¿Respeto? Llevamos años robando a los muertos, profanando sus tumbas y saqueándolas. ¿Respeto? No me jodas, Mario. Vámonos de una maldita vez.

Marcos se dio la vuelta y dio un paso hacia la salida.

Todo pareció suceder en un instante.

Un grito desgarrador sacudió la estancia, ensordeciéndole. Las antorchas comenzaron a fluctuar hasta apagarse mientras Marcos se daba la vuelta. Apenas tuvo tiempo de contemplar una sombra que saltaba desde el ataúd hacia Mario. El espantoso aullido se cortó en seco, dejando un eco que se apagó rápidamente.

-¡Mario!

Las tinieblas engulleron a Marcos. Su primer impulso, que Dios le perdonara, fue escapar. Sabía que debía huir hacia la entrada mientras todavía conservaba la orientación, pero no podía. Mario era su amigo, su amante. No podía dejarle abandonado con lo que quiera que fuese que estaba con ellos.

-¡Mario! ¡Mario! ¡Respóndeme!

Silencio absoluto.

-¿Mario?

Marcos se desplazó a ciegas, con una mano extendida, palpando la nada. Casi gritó cuando sus dedos chocaron con algo. Respiró aliviado cuando percibió que era un muro. La oscuridad era total, hasta el punto de que para Marcos no había diferencia entre cerrar los ojos o mantenerlos abiertos.

-Por el amor de Dios… Mario…

Marcos, con las manos temblando, sacó a ciegas yesca y pedernal de su mochila, mientras aguzaba el oído. Nada. Silencio. Sólo percibía su propia respiración agitada y los acelerados latidos de su corazón.

-Mario, resiste, te sacaré de aquí. ¿Mario?

Marcos blasfemó mientras la apagada antorcha caía de sus temblorosas manos. Palpando el suelo logró recuperarla. Permaneció un buen rato en silencio, escuchando a su alrededor.

Nada.

Lo que hubiera ahí abajo debía haber huido, y quizás Mario estuviera desmayado en el suelo.

Marcos golpeó el pedernal un par de veces hasta que una chispa saltó y prendió la yesca cercana empapada en líquido combustible.

Un pálido rostro femenino empapado en sangre fresca, con unos ojos turbios y muertos, le observaba a escasos centímetros.

Marcos gritó.

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Una sombra de hielo y noche emergió del mausoleo, a la luz de la luna, mientras unos fríos labios muertos repetían un susurro apenas audible.

-Mónica.

“-Mónica”

La muchacha pegó un respingo, casi cayendo de la silla y tirando el libro al suelo. Le había parecido escuchar su nombre a su espalda.

Reuniendo todo el valor del que fue capaz, se dio lentamente la vuelta, mientras su labio inferior temblaba de miedo.

Nada, por supuesto. Estaba sola en su habitación.

Mónica se dio cuenta de que estaba respirando aceleradamente. Debía calmarse. Aquel viejo libro le estaba sugestionando demasiado. Quizás debía dejar de leerlo. Con cuidado, lo recogió del suelo y lo depositó de nuevo en la mesa. Quedó abierto por la última página que había estado leyendo.

“Una sombra de hielo y noche emergió del mausoleo, a la luz de la luna, mientras unos fríos labios muertos repetían un susurro apenas audible.

-Mónica.”

La muchacha sintió un escalofrío. Basta. Suficiente. Se levantó y fue hasta la cocina. Se preparó un colacao ardiendo –era adicta a ellos- y se sentó en el sofá mientras encendía la televisión. La programación, como siempre, era una mierda por mucho que zapeara de cadena en cadena.

Pulsó el mando a distancia y la habitación volvió a quedar en silencio. Se mordió las uñas mientras giraba su cabeza hacia la mesa. El libro permanecía abierto. Como en trance, Mónica se levantó y volvió a sentarse en la mesa.

Dio la vuelta a la página.

“Capítulo III – La Vampiresa

La vieja mansión llevaba muchos años abandonada y la sencilla gente del pueblo evitaba acercarse siquiera, persignándose al contemplar su fachada. Hasta que llegó su nueva dueña, la mujer de piel blanca como la nieve.”