Cuentos de las Hijas de la Luna - El Libro

Mónica descubre un antiguo y extraño libro.

Érase una vez un reino vasto y próspero, hace ya mucho, mucho tiempo, cubierto por espesas neblinas y bosques milenarios. Vivía en él gente humilde y feliz, que labraban la tierra y recogían sus frutos.

Pero de pronto, una noche fría y negra, llegaron las Criaturas Nocturnas. Perversas sombras de hielo y muerte surgieron de la oscuridad y se cernieron amenazadoras sobre la región. Seres que no eran enteramente humanos ni enteramente animales acechaban a la caída del sol, exigiendo su tributo de carne y vidas. Misteriosas plagas consuntivas provocaron que la gente enfermase y muriera. Las calles se atestaron de pálidos cadáveres sin sangre en sus venas, tan numerosos que no había manos para poder enterrarlos, y se decía que por las noches se alzaban para visitar a sus seres queridos y robarles su preciosa sangre.

Se dice que los escasos supervivientes tuvieron miedo de narrar los terribles hechos padecidos pues, supersticiosamente, creían que las sombras de los muertos podían volver a resurgir con tan solo nombrarlas. Por ello, prohibieron que ningún libro fuera escrito sobre aquellos infaustos sucesos.

-¿Cómo dijo que se llamaba?

-Mo… Mónica San… San… Sánchez.

La muchacha se subió nerviosamente las gafas que resbalaban nuevamente por su nariz, mientras el policía tras el grueso cristal consultaba de nuevo el bloc ante él.

-No encuentro su nombre y el funcionario del turno saliente no me ha dicho nada. Joder, aquí nadie me informa de nada. ¿Así que viene a trabajar aquí hoy?

-Sí. Bueno… Es un tra… trabajo temp… temporal. Me llamaron… ayer del INEM… Por el archivo, cre… creo.

La muchacha respiró un par de veces antes de proseguir. Un método que a veces resultaba para disminuir su tartamudez. Pero fue inútil. Estaba demasiado nerviosa.

-Hoy era mi… mi primer… mi primer día, sí. –Mónica tosió, intentando no quedar como una estúpida perturbada.

El policía volvió de nuevo a releer las notas y post-its que había en la caseta de control de la entrada, como si el nombre de la chica fuera a aparecer de repente. Mónica contempló el cielo plomizo sobre su cabeza mientras el viento despeinaba su moreno cabello. Parecía que iba a llover de un momento a otro.

-¿Le habían dicho que preguntara por alguien?

-Sí… Or… Ortega. Inspec… inspector Ortega, creo que… me dijeron.

-¿Inspector o inspector jefe?

-No… no lo sé.

-Espérese un momento.

El hombre descolgó un teléfono y comenzó a hablar con alguien. Mónica no pudo escuchar nada de la conversación. Tan sólo era consciente del frío a su alrededor. Le pareció que una gota caía sobre su frente. Rogó para que la dejasen entrar antes de que diluviara. La voz del hombre la sacó de sus cavilaciones mientras le tendía una tarjeta en la que figuraba escrito “Visita” desde la ranura del cristal.

-Pase al hall de entrada y espere allí. Irán a buscarla.

Mónica contempló el edificio mientras caminaba hacia él atravesando el solitario patio. Una mole fea y grisácea, amenazadora. Se apresuró en lo posible, mientras las gotas comenzaban a caer a su alrededor. Cuando llegó hasta la puerta, ya estaba empapada.

El hall de entrada era espacioso y estaba completamente vacío. Se entretuvo contemplando un par de viejos posters sobre el 175º aniversario de la policía, celebrado en 1999, pegados a la pared. El persistente frío seguía presente, aunque quizás fuese la sensación de humedad provocada por la lluvia. Un par de policías uniformados pasaron a su lado para abandonar el edificio. Mónica no supo dónde sujetar la tarjeta identificativa que le había dado el policía de la entrada y la prendió del cuello de su jersey marrón. Pero los dos agentes pasaron de largo sin reparar en ella. Los minutos transcurrieron mientras la muchacha consultaba con nerviosismo su reloj. Había salido de su casa con bastante antelación, pero ya pasaba media hora desde que tendría que haber comenzado a trabajar. No quería que pensaran que era por su culpa. Era su primer día y quería causar buena impresión.

Otra persona apareció por unas escaleras y pasó a su lado sin mirarla siquiera.

Estaba acostumbrada a no atraer las miradas. Mónica siempre había sido una chica gris. Ni guapa ni fea. Con un cuerpo normal, aunque un poco delgado. Con el pelo moreno recogido en una sempiterna cola de caballo y unas gafas tras las que parecía esconderse y que tenían la manía de escurrirse constantemente por su nariz, como si tuvieran vida propia.

Y una disfemia tónico-clónica que amargaba su vida. Mónica había aprendido a vivir con su tartamudez, hasta el punto de poder ocultarla en circunstancias normales. Pero cuando se ponía nerviosa, aparecía como un invitado no deseado. Todavía recordaba la primera vez que se declaró a una chica. Fue en una fiesta, a la que había ido con su mejor amiga de la universidad. Tras reunir durante toda la noche el valor del que había carecido durante dos años, se sentó junto a ella y se preparó para hablar. Intentó decirle que le había gustado desde el primer día que la había visto entrar en la facultad de

Historia, que no podía dejar de pensar en ella, que no se había atrevido a revelarle sus sentimientos hasta aquella misma noche, que quería besarla en ese mismo momento.

Fue un desastre. La chica se rio. Mónica no llegó a saber si por su incontrolable tartamudeo o por la idea de que una lesbiana le estuviera pidiendo salir. Mónica salió corriendo, mientras las lágrimas caían por sus mejillas y su corazón se rompía en mil pedazos. Cuando estuvo fuera, en la calle, vomitó hasta la última gota de alcohol de su estómago, odiando su tartamudeo, odiando a aquella chica, al resto de la humanidad y, sobre todo, odiándose a sí misma. Qué idiota había sido. Había creído esas idioteces de que cuando deseas algo con toda tu alma, el universo entero conspira para que lo consigas. Idiota, idiota, idiota.

Pero aquellos días habían quedado ya muy atrás. Hacía poco menos de un año que había acabado la carrera y se había apuntado al Servicio de Empleo, con la esperanza de conseguir algún trabajo basura y ganar algo de dinero con el que costearse algún curso de postgrado de Documentación y Archivo.

Por eso se sorprendió de su suerte cuando le llamaron por teléfono el día anterior para un puesto de trabajo temporal en el Ministerio de Interior, como ayudante de una Licenciada en Documentación que tenía que clasificar e inventariar un archivo. Media mañana, de 9 a 14 horas y no muy mal pagado. Sí, mucha suerte. Un repentino escalofrío y una súbita intuición le insinuaron que estaba muy equivocada.

-¿Señorita Sánchez?

La voz a su espalda la sobresaltó. Cuando se dio la vuelta, un hombre de unos cincuenta años la observaba con frialdad. Llevaba un anodino traje gris y tenía un poblado bigote.

-Sí, sí… Disculpe, no… no le había visto. Ehhh… ¿el señor Ortega?

Mónica vaciló sobre si debía extender su mano para estrechar la del hombre, pero desistió cuando éste no hizo el más mínimo esfuerzo.

-No. Soy el oficial José Antonio Alegre. El inspector Ortega está de baja. Me han dicho que la conduzca hasta el archivo. Si me acompaña, por favor.

Sin esperar respuesta por su parte, el hombre se giró y se dirigió hacia unos ascensores. Mónica le siguió a trompicones. Ambos entraron en el ascensor y el hombre pulsó el botón del sótano -2. La muchacha permaneció en un silencio incómodo ante la escasa locuacidad del policía. ¿“Alegre”? Uno de los apellidos peor escogidos para una persona en toda la historia de la humanidad, sin duda.

La puerta se abrió finalmente y Mónica pudo contemplar lo que parecía un garaje. Todo estaba bastante oscuro.

-Por aquí, por favor.

La muchacha se quedó mirando una puerta cerrada que dejaron de lado. Un siniestro letrero rezaba “CALABOZOS”. De nuevo, dio un respingo cuando el hombre habló.

-Están en desuso. Ya no se utiliza nada de esta planta. Casi nunca baja nadie por aquí. Hace poco hubo unas obras en las calderas y se descubrió una dependencia cerrada desde hace muchos años. Según parece era un archivo. Los jefes han considerado que, dada su antigüedad, tiene que pasarse al Archivo Central y los del Ministerio enviaron a una mujer a inventariarlo. La que usted viene a sustituir.

-¿Disc… Disculpe? ¿Sustituir? Pe… Pero a mí me dijeron que… ven… venía como auxi… au… auxiliar de una perso… perso…

-No. Usted viene a sustituir a… No recuerdo su nombre… Según me han dicho, se ha puesto enferma e iban a enviar alguien a suplirla.

El hombre se detuvo. Habían llegado hasta una puerta metálica corredera. El señor Alegre sacó un llavero y fue pasando llaves hasta encontrar la que buscaba.

-Pero ent… entonces, ¿voy a est… estar sola?

Mónica tragó saliva. El sótano a su alrededor no podía ser más siniestro y tétrico. La luz de los fluorescentes fallaba ocasionalmente con un chisporroteo eléctrico, para luego volver nuevamente.

El policía se encogió de hombros, mientras abría la cerradura.

-Eso parece. ¿Puede apartarse un momento?

El hombre agarró una de las asas metálicas y corrió con esfuerzo el portón metálico. Un terrible chirrido metálico casi provocó que Mónica gritara del susto. El policía se internó en la oscuridad y pulsó un interruptor en la pared, encendiendo varias mortecinas bombillas desnudas en el techo.

Ante Mónica se extendían varias hileras de estanterías, repletas de viejos legajos. Algunos se habían roto y permitían vislumbrar los amarillentos documentos en su anterior. El aire apestaba a humedad y no se distinguía el final de la estancia. Mónica contempló uno de los lomos. En un papel encolado con una cuidada caligrafía estaba escrito “Febrero de 1942” .

-El edificio no es tan viejo. Sin duda trajeron parte de los archivos de la antigua Dirección General, no supieron dónde dejarlos y los llevaron hasta esta habitación. Y luego debieron olvidarse de ellos. Ni siquiera teníamos la llave. Hubo que forzar la cerradura y cambiarla por otra.

El policía se encogió de hombros de nuevo.

-Si me acompaña, le indicaré la mesa donde trabajaba su compañera.

Mónica se sintió inquieta, tanto por la tarea que debía acometer como por el lóbrego lugar, mientras seguía al policía por los oscuros pasillos repletos de viejos archivadores y de cajas de cartón apiladas en el suelo en altas torres. Su mente empezó a trabajar a toda velocidad. Había miles de documentos en cada pasillo. Tendría que sacar cada legajo, comprobar su interior, extraer los documentos, clasificarlos, inventariarlos y registrarlos. Podía tardar años en terminar. Décadas, mejor dicho.

Lo cierto es que siempre había sido una solitaria, no le gustaba el trato con la gente. De hecho, siempre había deseado trabajar en un lugar en el que estuviera sola, sin molestos compañeros que se rieran a sus espaldas o que la miraran con conmiseración, diciéndola que no se pusiera nerviosa al hablar, o lo bien que lo había hecho o lo mucho que había mejorado últimamente, haciéndola sentirse como si estuviera siendo evaluada cada vez que hablaba.

Pero aquello era demasiado. Dios, el karma, el destino o lo que fuera que hubiera arriba tenían un peculiar sentido del humor.

Llegaron hasta el final del pasillo. Una raquítica mesa con varios papeles desordenados, una lámpara y un teléfono parecían esperarla.

-La señorita que estaba antes había pedido un ordenador, pero los de Gestión Económica dijeron que no podían facilitarlo. Ya sabe cómo está la administración de medios. Por lo menos, tiene línea telefónica.

El policía descolgó el teléfono. No había línea. Con cara de fastidio, se agachó, toqueteó el cable y apretó la clavija contra el enchufe en la pared.

-Está un poco suelto… Ah, ahora. Mi extensión es la 640, por si necesita cualquier cosa. Si yo no estoy, puede preguntar a cualquier compañero. Al fondo dispone de una escalera para las baldas más altas. Cuando usted se vaya, deje la llave en el control de entrada y así mañana podrá recogerla directamente cuando usted venga. Y ahora, si me disculpa…

El policía hizo ademán de girarse y largarse.

-Pero espere… Es que…

-¿Sí?

Mónica quería decir a ese hombre que desconocía el protocolo a la hora de catalogar y registrar los archivos de esa Administración, que había contado con que la mujer que trabajaba allí se lo explicara. Que tenía miedo. De aquel siniestro lugar y de no saber hacer bien su trabajo. Miedo de que los niños que se burlaban de ella de pequeña tuvieran razón y ella no fuera más que una estúpida, una niña tonta incapaz de hacer nada a derechas.

-Nada. Disculpe.

-Buenos días, señorita.

Mónica contempló cómo el policía recorría el largo pasillo y desaparecía de su vista.

Estaba sola.

Mónica se restregó sus brazos, intentando quitarse el frío de encima, mientras observaba los silenciosos pasillos. Tuvo reparo en sentarse en la silla al lado de la mesa. Parecía bastante sucia, pero dado que no había más muebles, se vio obligada a utilizarla. Leyó las notas que había sobre la mesa. Una docena de folios, con números de atestados y diligencias policiales, años y anotaciones sobre el tipo de documento.

Bueno, simplemente tendría que inventariar todo el material que había allí. No era un trabajo difícil. Supuso que más adelante, cuando ya llevase unas cuantas hojas, alguien le dejaría usar un ordenador de algún despacho de las plantas de arriba y le explicaría qué programa usar para informatizar las notas.

El ruido de unas cañerías la sobresaltó. Miró al techo, lleno de manchas oscuras y humedades. Sí, un trabajo fácil, pero en un lugar de pesadilla.

-Bueno, pon… pongámonos manos a la obra.

Mónica no pudo evitar hablar en voz alta, como si al hacerlo pudiera apartarse el miedo de encima. Le pareció escuchar un lejano eco con sus palabras, pero distorsionadas y susurrantes, como si una persona distinta las pronunciase en tono burlón.

Abrió uno de los cajones. Varios bolígrafos y blocs de notas, una grapadora, folios en blanco y demás material de oficina. Había unos cuantos guantes desechables de goma. Por lo menos no se mancharía las manos con la suciedad que había allí. Tras ajustarse los guantes, se dirigió a una de las baldas y extrajo al azar un legajo. Sopló el polvo que había sobre la vieja tapa de cartón, provocando que casi estornudara al hacerlo y procedió a desanudar las desgastadas cintas de tela que lo cerraban.

¿Qué contendría? ¿Viejos casos de la policía? ¿Sería como una de esas series estilo CSI pero sesenta años antes? Mónica era una persona muy curiosa. Quizás el trabajo no estuviera tan mal después de todo. Dentro de la caja había unas carpetas de papel en las que figuraban varios nombres de personas. Extrajo la primera y la abrió con cuidado. El papel estaba en muy mal estado, amarillento y con los bordes desgastados.

Leyó unos párrafos al azar. La letra de máquina de escribir estaba casi desvaída y el estilo de escritura era pesado y farragoso.

“Al Ilustrísimo Sr. Juez, Dios le guarde a Vd. muchos años. Se extiende la presente en Madrid, siendo las siete horas del día 9 de marzo de 1949, por los funcionarios de policía actuantes, con carné profesional 1.021 y 3.678, MANIFESTANDO QUE, habiendo sido comisionados durante la madrugada por la Central, acudieron al inmueble 17 de la calle de Lagasca porque varios vecinos habían escuchado gritos femeninos en el piso tercero. Previa comprobación de los sucesos y ante la urgente necesidad de evitar la comisión de un posible delito, y no pudiendo localizar a ningún familiar o persona alguna que pudiera tener las llaves de la vivienda, se ha procedido a entrar en el piso echando la puerta abajo, ante la presencia de D. Romualdo García Pérez y D. Sinesio Antón Fernández, siendo estos testigos de la entrada en el domicilio de los funcionarios actuantes. En su interior, la luz estaba cortada y los muebles habían sido revueltos y destrozados como si hubiera sucedido una riña tumultuaria. Los gritos aumentaron en intensidad y ante los policías actuantes apareció un individuo varón de unos cuarenta años portando un arma blanca, gritando frases inconexas y cubierto de una sustancia que presumiblemente podía ser sangre. Conminado para que depusiera su actitud y viendo que avanzaba hacia los funcionarios actuantes en actitud agresiva, éstos se vieron en la obligación de abrir fuego contra el agresor, que fue trasladado al Hospital San Nazario donde ingresó cadáver. Dentro de la habitación conyugal, se encontró el cuerpo de la que resulto ser su cónyuge en decúbito supino, con numerosas heridas de arma blanca. Sin otra actuación que realizar, se da por conclusa la presente hasta la presencia del sr. Forense que proceda a…”

Al dar la vuelta a la hoja, Mónica abrió los ojos como platos. Una fotografía en blanco y negro mostraba el cadáver de la mujer. Sus ojos sin vida miraban sin ver hacia el espectador, su boca abierta en un último paroxismo de horror.

Mónica tragó saliva mientras volvía a cerrar el legajo. Vamos, no debía asustarse. Nunca había sido una chica valiente, pero no había nada que temer. Estaba sola, rodeada de macabros expedientes, pero completamente sola.

Muy bien, empezaría por donde lo dejó su compañera. Manos a la obra. Mónica se dirigió al primer legajo, lo extrajo de la estantería con cuidado, lo llevó hasta la mesa, se sentó, lo abrió, sacó las carpetillas y procedió a tomar notas de su contenido.

Mónica no supo cuántas horas habían transcurrido entre expedientes de hurtos, robos, violaciones y homicidios. De pronto fue consciente de que tenía unas fuertes ganas de miccionar. Se estaba meando viva. ¿Habría algún servicio cercano? El silencioso y oscuro pasillo con las galerías repletas de estanterías aguardándola no invitaba demasiado a explorarlo. Miró el reloj. Quedaba solamente media hora. Podía aguantarse.

De pronto un susurro erizó el vello de su nuca. Por un absurdo momento, le pareció que había escuchado su nombre, varias filas de pasillos más allá. Evidentemente, su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

-¿Ho… Hola? ¿Hay alg… alguien?

Se sintió la protagonista de una estúpida película de terror adolescente. ¿Qué esperaba? ¿Que alguien le respondiese? Menuda tonter…

Mónica chilló y su vejiga estuvo a punto de vaciarse entre sus muslos cuando escuchó un fuerte ruido en el pasillo. Esta vez no había sido su imaginación. Intentando que el corazón no escapase por su boca, agudizó el oído. Nada.

-¿Ho… ho…hola?

Un atronador silencio la respondió.

Atisbó entre las baldas de cajas, sin que pudiera ver a nadie. ¿Qué hacer? Lo peor era que había escuchado el ruido en los pasillos en dirección hacia la puerta de salida. Si alguna vez quería abandonar ese tenebroso archivo, tendría que dirigirse hacia el origen del sonido. No le quedaba otra. Armándose de valor, con el corazón latiéndole a mil por hora, decidió aventurarse entre las galerías.

No tuvo que avanzar mucho. Un legajo caído en medio de uno de los pasillos laterales parecía ser el causante del ruido. Mónica comprobó que en una de las estanterías más altas había un hueco. ¿Cómo podía haberse caído solo? ¿Quizás estaba en equilibrio inestable? ¿Puede que hubiera ratas que lo hubiesen empujado?

Mónica respiró un poco más aliviada, aunque una desagradable sensación se había apoderado de ella. Era como si no estuviera sola en aquel horrible sitio, como si alguien la vigilase. Se dispuso a recoger la caja del suelo. Qué desastre… Debía ser tan vieja que la caída había roto el cartón y su contenido, sucios papeles amarillentos, se habían esparcido por el suelo, desordenándose sin remedio. Mónica enarcó una ceja. Entre las viejas diligencias había un bulto ensobrado. Palpándolo, por el tamaño y dureza, parecía un libro.

La muchacha abrió el envoltorio con cuidado. Efectivamente, era un libro, y bastante antiguo por el aspecto. La cubierta era de cuero tintado de rojo, de aspecto sencillo y austero y no aparecía ni título ni autor. Mónica abrió una página al azar, con sumo cuidado. Parecía que podía desmenuzarse en cualquier instante.

“Los niños se estremecieron de miedo. La pálida luz de la luna bañaba la recóndita laguna con un extraño fulgor, parecía haber sombras donde no debiera y movimiento donde era imposible que lo hubiera. La sensación de no estar solos se abrió paso en sus corazones, como una cruel certeza.

Repentinamente, uno de los pequeños infantes hundiose en las agitadas aguas del estanque, como si algo siniestro lo hubiere atrapado. Incluso a la luz de la luna los niños pudieron contemplar cómo el agua se oscurecía, tiñéndose con la negrura de la sangre, mientras una funesta forma, compuesta por el material del que está tejida la noche, emergía del centro de la oscurecida poza. Un horror de sangre y agua, de tinieblas y muerte.

Los agudos chillidos de los niños eleváronse en un terrorífico in crescendo, ahogando el rumor de la cascada. Sabiéndose perdidos, comenzaron a correr cual alma que lleva el Diablo. Jonás pudo escuchar los gritos de Jaime tras él.

-¡Corre, corre, co…!

Los gritos cesaron abruptamente y Jonás no se atrevió a mirar atrás, el silencio de la noche sólo roto por sus agónicos jadeos, su visión enturbiada por las lágrimas. Sus pulmones ardían, sus piernas le dolían como si fueran atravesadas por millares de agujas pero no…”

Parecía tratarse de una novela de terror, quizás un poco más truculenta de lo que uno cabría imaginar en un texto antiguo. Abrió otra página al azar.

“En la negrura de la habitación, dos siluetas de mujer abrazábanse en la cama; una de ellas luchaba contra sus oscuros deseos intentando no despedazar los ropajes de su compañera, desvelando con ansiedad los recovecos del cuerpo, de su pálida piel, redondos los senos, hermosa, oscura, lasciva mata de pelos negros que cubren el pubis. Dejaron pronto de ser dos cuerpos, todo empezaba y acababa en una sola figura, la húmeda y cálida piel unida, las manos entreteniéndose recorriendo unos pezones que, irritados, erguíanse con inusitada furia.

Mientras una poseía, la otra se dejaba poseer, lánguida, soñadora, apenas moviéndose para susurrar suspiros ininteligibles. Estaba completamente desnuda pero no le importaba, la excitación le corroía las entrañas, aquellas hábiles manos se adentraban ahora en el más oculto rincón del ser, los espasmos se sucedían. Las caricias…”

Mónica tuvo que parpadear varias veces, para comprobar si sus ojos le engañaban.

Buscó y rebuscó en las primeras páginas, pero en ningún sitio constaba ni nombre, ni autor ni año de publicación. ¿Un libro sin título? Mónica había hecho un curso sobre libros antiguos e historia de la encuadernación. Si sus recuerdos no la traicionaban, por el aspecto, el tipo de cubierta y la falta de nervios en el lomo, debía pertenecer a la escuela neoclásica, año 1700, 1750 ó así. ¿Cómo era posible que un libro con ese contenido hubiera sorteado la férrea censura de la Iglesia en esa época? Buscó entre las páginas algún tipo de sello de conformidad, el “Nihil Obstat” o el “Imprimatur” con el que los censores daban el visto bueno a las obras que podían imprimirse.

Nada.

Dos hojas en blanco, sin ninguna inscripción. Leyó la siguiente página.

“Capítulo I. De la llegada de las Hijas de la Noche”

Ningún título.

Un libro sin nombre, de un autor anónimo.

Los nervios de Mónica comenzaron a excitarse. ¿Cómo era posible? ¿Qué hacía allí, en un archivo de la policía? A Mónica le apasionaban los enigmas. Depositó con sumo cuidado el libro encima del sobre y rebuscó entre los papeles en el suelo, a ver si algo podía arrojar luz sobre el misterio. Nada. Unos cuantos albaranes de material y unas fichas de personal. Ni siquiera eran atestados policiales. Quizás el libro hubiera sido incautado entre las pertenencias de un ladrón y, sin conocer el legítimo propietario, hubiera quedado extraviado en el archivo. Puede que alguien lo hubiera encontrado perdido y lo hubiera llevado a una comisaría. ¿Quién sabe? El libro no parecía dispuesto a dar ninguna pista sobre su origen.

Una idea se abrió camino en la cabeza de Mónica. Aquel libro era valiosísimo. No monetariamente, eso era evidente, pero la muchacha no conocía de la existencia de un libro tan antiguo con un contenido erótico tan explícito. Si lograba investigar sobre él, si llegaba a descubrir quién era su autor, podría hacer una tesis doctoral de Summa Cum Laude sobre ese libro.

Pero, claro, había varios problemas. Tendría que llevarse el libro de allí.

Mónica se sacó los guantes y se mordió las uñas nerviosamente, mientras contemplaba la obra. Ella, desde luego, no era una ladrona. Pero necesitaba llevarlo a su casa, leerlo. Quizás si se lo dijera al señor Alegre…

Sí, ese libro le inquietaba. Era como si tuviera una misteriosa conexión con ella. Acarició la rojiza portada con la yema de los dedos mientras sentía un leve cosquilleo.

Mónica decidió que no diría nada al policía. Puede que éste se limitara a llevarlo a otro lado y ella lo perdería para siempre. Mejor, lo escondería en su bolso y se lo llevaría a su casa. Allí lo escanería con cuidado y lo devolvería después.

Sí. Eso haría. No era robar, era tomarlo prestado el menor tiempo posible. Nadie tenía por qué enterarse siquiera.

Pero… ¿Y si la pillaban?

No, era imposible. Nadie sabía siquiera que ese libro existía. ¿Cómo iban a saber, pues, que ella se lo estaba llevando?

Su estómago comenzó a rugir. Mónica abrió los ojos como platos al contemplar la hora en su móvil. Eran más de las cuatro de la tarde. El tiempo había pasado volando. Una extraña sensación de agobio hizo presa en la muchacha. Necesitaba salir de allí. Sin pensarlo siquiera, envolvió el libro entre dos folios y lo metió en su bolso. A continuación ordenó lo más rápido que pudo los papeles sobre la mesa y se dispuso a abandonar el archivo, mientras a su espalda le parecía escuchar susurros y cuchicheos velados. Con esfuerzo cerró la puerta, con un terrible chirrido y giró la llave, intentando que su mano no temblara.

¿Había apagado todas las luces? Mónica se mordió el labio inferior. Al infierno, no iba a abrir de nuevo para comprobarlo. Atravesó el garaje casi corriendo, obligándose a sí misma a no mirar detrás. ¿Había escuchado otros pasos además de los suyos o había sido su imaginación?

Intentó normalizar su agitada respiración mientras llamaba al ascensor, pulsaba repetidamente el botón y, tras un interminable trayecto, salía al solitario hall de entrada.

El cielo continuaba gris, casi negro a pesar de la hora del día, pero por lo menos no llovía. Arrebujándose en su abrigo, se dirigió hacia el control de entrada. Intentó no temblar aunque el frío lo hacía muy difícil. Vamos, ya quedaba muy poquito para salir de allí.

El policía tras el cristal levantó la vista de un periódico con expresión aburrida cuando Mónica se acercó a él.

-Me… me dij… dijeron que… que… le… le ten… tenía qu… que…

El policía entrecerró los ojos con suspicacia, como si tuviera ante él a la sospechosa de un triple homicidio. Mónica estuvo a punto de llorar de frustración. Serénate, se dijo a sí misma, no pasa nada. Respira y tranquilízate. Habla más lento y no parecerá que estás nerviosa.

-… que entreg… entregar una… llave. Para… recogerla… mañana.

El hombre recogió la llave sin dejar de mirarla.

-Buen… buenas… tardes.

Mónica se dio la vuelta y se dirigió hacia la calle, a la parada de autobuses, respirando aliviada. En cuanto llegase a su casa, se daría un buen baño caliente, se comería un bocadillo y se prepararía para leer el libro.

-¡Señorita! ¡Espere un momento!

El corazón de Mónica se detuvo durante un largo segundo. Se dio la vuelta lentamente. El policía había salido de la caseta y se dirigía hacia ella. ¿Cómo demonios había sabido que había robado el libro? Por un momento, estuvo tentada de huir, de salir corriendo. Pero estaba completamente paralizada. No podía mover un músculo.

El policía llegó hasta ella.

-Se le olvida devolver la acreditación.

Mónica contempló, prendida todavía en su jersey, la tarjeta de identificación con la palabra “Visita” escrita. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no romper a reír como una histérica mientras se quitaba la acreditación y la devolvía al policía.

-Disc… disc… disculpe.

-Buenas tardes, señorita.

Mónica salió corriendo hacia la parada de autobuses como alma que lleva el Diablo, temiendo que lloviese de nuevo. En breve llegaría a su casa y podría comenzar a leer el libro. Cuando miró hacia atrás, pudo ver que el policía todavía tenía la mirada fija en ella.

Los minutos en el autobús hasta llegar a su minúsculo piso alquilado fueron una auténtica tortura. Se dio una ducha lo más rápido que pudo, se puso un pijama cómodo y tras comer lo primero que encontró en el frigorífico, se sentó en su mesa enfrente del libro. Miró la ventana. A pesar de ser media tarde, el cielo estaba completamente encapotado. Era cuestión de tiempo que empezara a tronar y diluviar.

Conteniendo su nerviosismo, Mónica abrió cuidadosamente las primeras páginas del libro mientras se ajustaba sus gafas.

“Capítulo I. De la llegada de las Hijas de la Noche

La Loba.

La hija del leñador iba a retirarse a su habitación cuando golpearon la puerta. Ningún alma osaba aventurarse a horas tan intempestivas en la vieja cabaña del bosque. ¿De quién podría tratarse?”