Cuentos de la Compañía de la Lanza Luminosa

Aventuras y desventuras de cuatro jóvenes guerreros de una Compañía mercenaria y sus guerras con los orcos

Observo el horizonte. Las huestes de los orcos se han formado durante más de una hora frente a nosotros. Son incontables, como las espigas de trigo en un campo. Como las gotas en un océano. Siento una mano que acaricia mi hombro.

-¿Miedo, Jandar?

La voz de Kerin, a mi izquierda, me saca de mi ensimismamiento. No puedo contestar. Mi boca está seca y si intentase hablar, sé que mi voz temblaría y se quebraría en sollozos.

Así que sí, efectivamente. Tengo miedo. Bueno, no es que tenga miedo. Estoy literalmente paralizado por el terror. Las historias sobre la ferocidad y crueldad de los orcos retumban en mi cabeza. Lo que hacen a sus prisioneros. La suerte de los esclavos que caen en sus garras.

Es mediodía. Mis oídos están invadidos por un silencio tan atronador que me ensordece. El abrasador sol quema con inclemencia mi rostro. El polvo que trae el viento se ha quedado adherido al sudor que resbala por mi frente. Mi justillo de cuero me parece tan pesado que el más simple movimiento se convierte en un suplicio. Mi estómago sube y baja y mi cabeza me duele horriblemente. Mi boca, seca y pastosa, suplica por un simple sorbo de agua. Aprieto la lanza en mis manos hasta que los nudillos quedan blancos.

Estoy rodeado por el resto de mercenarios de la Compañía de la Lanza Luminosa. Algunos son casi niños, asustados, aterrorizados, a punto de mearse encima, luchando por no soltar su lanza y llamar a su madre. Sé lo que piensan. Lo que pensamos todos. No quiero morir.

En la lejanía, los guerreros orcos han terminado de formarse. Una interminable masa negra que cubre el horizonte. El ejército más grande y terrorífico que he visto jamás.

-Tranquilo, Jandar, no voy a dejar que te pase nada malo.

Miro a Kerin a mi lado y, por primera vez desde el inicio del día, sonrío, y tengo que hacer verdaderos esfuerzos por no besarle.

Pero no siempre fue así.

-Eres un estúpido, Jandar.

Intenté desasirme, pero Kerin me había tumbado y se había sentado sobre mí. Con facilidad, me sujetó los brazos, y noté sus nalgas desnudas sobre mi pecho. Mis ojos no se podían apartar de su falo semierecto y aún así de enorme tamaño, a escasos centímetros de mi rostro. Ambos estábamos desnudos, en el interior de los ahora vacíos cuarteles, en los baños. Habíamos peleado y él, como siempre, me había reducido con facilidad.

Éramos dos muchachos de diecisiete años. Yo era un chico desgarbado, flacucho, pecoso y de pelo lacio castaño que le caía hasta los hombros, completamente anodino. Kerin, en cambio, era un sureño, un joven de tez canela fibroso, nervudo, alto y fuerte. Su rostro moreno era amable, pero imponía respeto por su cuerpo marcadamente musculoso debido al constante trabajo físico, y sobre todo, por las terribles cicatrices allá donde el látigo había marcado su piel. El “beso del látigo” era el castigo por la rebeldía para los esclavos de las Minas de Sal.

-Un completo estúpido. Tenías una prospera vida en tu ciudad, Anduin, y lo has tirado todo por la borda, uniéndote a esta mierda de ejército de mercenarios. Tú elegiste y la cagaste. Yo no tuve opción.

Apreté los dientes y gruñí, intentando enésimamente romper su presa, pero fue inútil. Lo peor es que yo sabía que él tenía razón.

Mi nombre era Jandar, y yo era un simple amanuense aburrido de copiar libros en el taller de mi padre. Las constantes lecturas de los libros hacían bullir en mi interior una llama por lo desconocido, por vivir aventuras y contemplar con mis ojos las maravillas que sólo podía leer en los libros. Lo tuve claro. Un día me escapé de la casa de mis padres y me enrolé en la compañía mercenaria de la Lanza Luminosa. No tuve problemas, me aceptaron de buena gana: En un mundo de iliteratos, la gente que podía leer y escribir era escasa, y mis dotes como guerrero no eran malas. Pasé a formar parte de los guerreros escuderos, el escalón más bajo de la Compañía.

Pronto descubrí que la fama y la aventura, al contrario que en las páginas de los libros que había leído, llevaban aparejadas violencia, dolor, sangre y muerte. Supe lo que era ser herido y lo que era manchar mis manos de sangre. Supe que las compañías mercenarias se guiaban por sus propios intereses egoístas, que la mayoría de los combates eran para reprimir a sangre y fuego revueltas de campesinos insurgentes pobres como las ratas que se alzaban contra el yugo de sus señores para no morir de inanición. Descubrí que el honor era un invento y la gloria una mentira.

Kerin, en cambio, había nacido esclavo y había sido enviado a la edad de diez años a las Minas de Sal, el infierno en la tierra, un lugar donde los más fuertes no duran más de cinco años. Pero sobrevivió. Cuando tuvo dieciséis años fue vendido a las compañías mercenarias. No recibía paga. Cuando hubiesen transcurrido veinte años como guerrero, se consideraría que había trabajado y luchado lo suficiente para poder comprar su libertad. Kerin contaba cada día que transcurría para ser libre y yo, en cambio, había compartido su destino voluntariamente.

-Un gran tonto, Jandar, eso es lo que eres.

Jadeé por el esfuerzo, rindiéndome y quedando a merced de Kerin.

-Tú ganas. Me rindo.

Kerin sonrió, victorioso, y acercó su rostro al mío. Ambos jadeábamos por el esfuerzo.

-Ahora tienes que hacer lo que yo diga.

Asentí de mala gana, mientras reprimí un quejido cuando el muchacho victorioso me retorció uno de mis pezones.

Kerin y yo hacíamos apuestas constantemente. Después de todo, no éramos más que dos críos que se retaban a cada instante para ver quién era más fuerte, quién corría más rápido, quién trepaba a un árbol más deprisa o incluso quién meaba más lejos. El ganador de una apuesta tenía el sacrosanto derecho de pedir al vencedor lo que quisiera sin que el perdedor pudiera negarse. Al principio, la índole de las tareas del perdedor habían sido dar parte de su comida al vencedor, hacer algún turno de limpieza en las cuadras, y cosas por el estilo. Desde hacía poco, las cosas habían cambiado casi imperceptiblemente. Al principio para humillar al perdedor: Caricias, masajes, besar los pies del vencedor y otras partes de su anatomía. Después, ya ninguno de los dos pensaba en si humillaba o era humillado.

El falo de Kerin se hallaba ya en todo su apogeo. Y con suaves movimientos de su cadera, me daba golpecitos con él en nariz y mejillas, embadurnándome de líquido preseminal. Se levantó la polla con la mano, mostrándome sus gordos, peludos y oscuros testículos.

-Vamos, no seas tímido, dales un beso.

Kerin ya me había soltado, así que con menos reticencia de la que debería haber mostrado, me incliné y besé sus grandes huevos. Su olor me embriagaba mientras notaba cómo su polla latía y crecía aún más, hasta que moví la cabeza y me la metí en la boca. Sólo pude hasta la mitad. Si la hubiese tragado entera, seguramente hubiera muerto ahogado.

-Eres todo un goloso. Todavía no te he ordenado que me comas la polla.

-¿Y qué? -Le espeté. -¿Para qué esperar? Los dos sabemos que la apuesta va a acabar así.

Mis labios se cerraron de nuevo sobre su venosa verga. Mi amigo no protestó.

-Joder, qué bien la chupas, Jandar. Ufff... Mmmm.... ¿Te entrenas con otros chicos? ¿Le comes el rabo a Urthar el Gordo?

Hice caso omiso de sus burlas y me concentré en lamer bien su glande. Subí y bajé mi cabeza dejando su tronco brillante de saliva. Kerin calló, no pudiendo evitar suspirar. Su mano me agarró por la nuca, obligándome a seguir chupando a un mayor ritmo, cada vez más rápido. Noté cómo su polla se volvía dura como el hierro y sus gemidos aumentaban en intensidad.

-Así, así, qué bien lo haces, toma toda mi leche en tu bocaaaaa....

Saqué su falo de mi boca, pero en ese instante, un latigazo chorretoso de leche me alcanzó la mejilla y los labios, seguido de otro y otro. Varios de los chorros se estrellaron mi boca y tuve que escupir el caliente puré. Al poco el sureño me había dejado el rostro totalmente cubierto de su caliente semen.

Seguí chupando su falo, todavía bastante duro, hasta que noté la mano de Kerin agarrando mi pene, totalmente erecto. Meneó su mano arriba y abajo y no pude evitar jadear. No tuvo que hacer mucho tiempo ese movimiento para que me derramase gimiendo en su mano, y él me sujetase abrazándome.

-Se ve que a ti también te ha gustado, ¿eh, cochino? ¿Es por eso que pierdes todas las apuestas?

Le contemplé con la mirada perdida, todavía jadeando. No sabía si escupirle o besarle en los labios.

No sé cuanto tiempo ha transcurrido desde que se inició el combate. ¿Minutos? ¿Horas? Las filas de los mercenarios siguen moviéndose y puedo ver cómo el compañero de delante desenvaina su espada. Puede que los orcos estén ya a escasos metros. No diviso a Kerin. Respiro agitadamente, intentando serenarme sin conseguirlo.

Grito para aliviar mi tensión. Todo el cuerpo me duele. ¿Me han herido? No lo creo. En una escaramuza hace ya un mes, una flecha se clavó en mi vientre, y había sentido un dolor horripilante, como si me arrancasen las entrañas lentamente.

El guerrero que está justo delante mío cae sin un grito, atravesado por una jabalina. No tengo tiempo de pensar ni de recordar su nombre mientras avanzo para ocupar su sitio. No puedo ver nada. El caos absoluto ha estallado a mi alrededor. Una amalgama de gritos y sonidos metálicos mezclados con el hedor de la sangre.

Miro a mi alrededor. Al inicio de la batalla pensaba que no era un guerrero, que no quería matar ni morir. Ahora, mis compañeros de la Lanza Luminosa y yo ya no somos hombres. Dicen que la guerra deshumaniza. Y es verdad. Nos hemos convertido en animales asesinos, en bestias salvajes sedientas de sangre. Por primera vez, puedo ver cerca a un guerrero orco. Es temible, un monstruo, un demonio, un igual. Tengo miedo, sí. Pero a la vez, me invade una alegría feroz. La muerte está enfrente, pero por primera vez, puedo defenderme contra ella. Ya no estoy de pie, impotente, sobre el cadalso, ahora puedo matar y destruir para salvarme... para salvarme y vengarme. El furor y el ansia de vivir ahogan el miedo, la compasión y la humanidad. Si mi propio padre estuviese enfrente, en el ejército enemigo, que los dioses me perdonen, pero no hubiera vacilado en atravesarle de parte a parte con mi espada y esparcir sus entrañas por el polvoriento suelo.

-¿Qué nos querías mostrar, Kerin?

-¡Joder, callad la boca o nos van a descubrir! - Siseó con fuerza el sureño.

-¿Pero qué...?

-¡Chisst! Observad.

Kerin y el resto nos hallábamos escondidos tras una colina, en las llanuras cercanas a los cuarteles. Era casi completamente de noche. Apenas podía ver con claridad al resto de los muchachos. Éramos cuatro, de los más jóvenes guerreros escuderos de la Compañía. Kerin, el fornido muchacho que había sido esclavo de las Minas de Sal, oficiosamente nuestro líder. Nithin el escurridizo, un muchacho pequeño y enclenque de rostro pícaro y aniñado al que se le daba tremendamente bien escabullirse y merodear. Un explorador nato, profesión muy apreciada por la compañía, aunque estaba acostumbrado a recibir las burlas del resto de los mercenarios mayores. Urthar el Gordo, un muchacho con sobrepeso que era el blanco de las humillaciones de los demás. Y yo mismo, Jandar, del que también se burlaban otros muchachos simplemente por el hecho de saber leer y escribir. Sin duda, éramos un grupo de inadaptados.

Era casi de noche, así que no se veía nada más que un círculo de antorchas en un montículo relativamente cercano. Pero pronto comenzamos a distinguir las figuras. Todo tenía un aire irreal, fantasmagórico. Pudimos ver a un joven desnudo, un guerrero que frisaba los veinte años. Creí reconocerle, aunque no recordaba bien su nombre. ¿Nual? Su pelo era rubio, casi blanco, y se hallaba desnudo, rodeado de otros guerreros, también desnudos bajo unas capas amarillas y con el rostro cubierto por máscaras.

-¿Acaso es...? -Preguntó Urthar el Gordo con voz temblorosa.

-Chisttt... Sí, si lo es. Y ahora calla. Si descubren que estamos aquí, nos llevaremos una buena azotaina.

Un rito de iniciación ancestral. Me excité sólo de pensar en ello. Se suponía que los muchachos entre los guerreros de las compañías mercenarias llevaban a cabo desde tiempos inmemoriales una ceremonia cuando eran aceptados como soldados de pleno derecho. Simbolizaba el tránsito entre la juventud y la edad adulta, plasmado en una ceremonia secreta, para afianzar los lazos de camaradería y amistad entre los guerreros, y que finalmente acababa en poco menos que una orgía entre los guerreros.

El cuerpo de Nual fue cubierto de aceites por los otros guerreros. Todos ellos lucían una preciosa erección, sin duda producida por alguna droga que habían ingerido para la ceremonia.

-La madre que los parió, que pollones gastan todos... -Susurró Nithin.

A pesar de la distancia, pudimos comprobar cómo uno de los guerreros se desprendía de la capa amarilla y de su máscara de cerámica. Su piel era oscura, así que debía tratarse de Kulontha, uno de los pocos negros de la Compañía de la Lanza Luminosa. Los dos guerreros se besaron ritualmente y acariciaron cada uno el pene del otro, a pesar de que el del negro era claramente más grande. Después, lentamente, ambos se tumbaron desnudos, juntando culo con culo, casi como si sus anos pudieran tocarse. Kulontha sujetó los penes de ambos con la mano y los frotó el uno contra el otro. Pronto la mano del guerrero negro masturbaba ambos penes a la vez a una velocidad endiablada.

Pasó poco tiempo hasta que un potente chorro de leche brotó del pene de Nual, manchando su propio pecho y rostro, mientras gemía jadeante. Supuse que la espléndida visión del musculoso torso de Kulontha, el guerrero negro, y su hermoso rabo, había provocado que el rubio se excitase mucho antes.

Empecé a rozar mi pene, primero como si fuese por casualidad, después tuve que retorcerlo para intentar ocultar mi erección.

El muchacho rubio se arrodilló hasta que el esplendoroso falo negro de Kulontha se irguió a escasos centímetros de su rostro, y se lo metió en la boca y lo lamió con avidez hasta que con un ronco gruñido, los huevos del negro se vaciaron en su boca. Pronto el guerrero rubio pareció rodeado de muchos penes y tuvo dificultades para chuparlos todos. Las descargas de leche se sucedieron una tras otra, hasta dejarle completamente embadurnado, su rostro totalmente cubierto de espeso puré. El guerrero rubio las aceptó estoico, hasta quedar inundado.

La visión me excitaba más allá de lo indecible, ser un espectador de aquella escena sagrada, prohibida para nuestros ojos. Aquel guerrero rubio cubierto de flujos, sumido en un mar de semen y sudor de los otros mercenarios. Mi pene estaba duro como una roca, totalmente empalmado. A pesar de la escasa visibilidad, por las sombras y las respiraciones entrecortadas pude intuir que los otros muchachos se habían bajado los calzones, se habían liberado sus miembros y se masturbaban, así que les imité. No pude evitar que mi mirada se clavase en la enorme verga de Kerin, justo al lado.

-¿Te gusta lo que ves?

La pregunta era lo suficientemente imprecisa para no saber si se refería a la escena de iniciación de los guerreros o a la propia polla del sureño. Contesté con un bufido y Kerin, burlón, me acercó una mano, buscando a tientas mi verga. Suspiré cuando la agarró y la manoseó, y casi gemí de protesta cuando la soltó. Su mano buscó mi culo y lo apretujó, sobando los cachetes. Aupé mis nalgas, sin poder evitarlo, poniendo el culo en pompa.

Jadeé de sorpresa cuando uno de los dedos del sureño se posó en la entrada de mi ano. Me mordí el labio para no gemir cuando el sudor hizo que el dedo entrase en mi culo con facilidad. Kerin sonrió mientras lo movía lentamente en círculos, como si disfrutase del calor de mis entrañas. Sabía lo que venía a continuación. Pronto entraron dos dedos y luego tres. Kerin los abrió y cerró en mis entrañas, removiéndolos, abriendo cada vez más mi ano. Luego salieron, casi haciendo que gimiera de protesta.

Pero de inmediato noté algo duro y caliente apretando contra mi esfínter. Tuve que morder el dorso de mi mano para no gritar cuando el muchacho sureño comenzó a incrustarme trabajosamente su grueso falo por mi arrugado agujerito, empalándome las entrañas, llenando todo mi culo con su poderosa verga.

Los otros dos muchachos, Nithin y Urthar, sonreían ante el espectáculo de ver cómo Kerin me enculaba. Boca abajo, enterrando mi rostro en la hierba, no podía hacer otra cosa que gemir, mientras el peso de Kerin me clavaba al suelo y su polla me clavaba a mí, en un veloz movimiento de mete-saca.

-Joder, Jandar gime como una chica, nos van a acabar descubriendo. Nithin, métele la polla en la boca.

-Con sumo gusto.

Mis gemidos fueron acallados cuando me empotraron un rabo en la boca. Era el del menudo Nithin. ¿Quién iba a decir que un chico tan enclenque estaba tan bien dotado? Completamente emputecido, no pude hacer otra cosa que mamar aquella verga. El muchacho se rió bajito mientras me sujetaba la cabeza con una mano y movía las caderas follándome la boca. Después de un rato, apenas era consciente de aquella verga enorme que me taladraba el ano y de la otra que me ahogaba y que provocó que mis ojos lacrimearan por el esfuerzo. Y como no hay dos sin tres, una mano acarició la mía y la condujo hasta la polla de Urthar, que también había crecido hasta un buen tamaño. Sin quejarme, le masturbé suavemente arriba y abajo.

Urthar gimoteó de placer, casi lloriqueante.

-Ja... Jandar, así, qué bien... Eres... eres tan hermoso...

No pude evitar sonrojarme. Siempre me había considerado feucho y desgarbado. Quizás Urthar el Gordo sólo lo dijese por compromiso o llevado por la pasión del momento, pero cuando Nithin se retiró de mi boca, no pude evitar llevarme la polla de Urthar a los labios mientras le sujetaba por sus gruesas caderas para facilitar la mamada. No tardó mucho rato hasta que, gimiendo quedamente, se corrió en mi boca, llenándola de tal cantidad de semen que no pude ni tragar y se derramó por la comisura de mis labios. Varios latigazos de esperma se estrellaron contra mi mejilla y mi pelo cuando Nithin también eyaculó sobre mí.

Y como de nuevo, no hay dos sin tres, Kerin bramó como un toro cuando se vació en mis intestinos, llenando mis entrañas de su ardiente leche. Todavía lanzando algunos chorros de semen, sacó con brusquedad su falo de mi ensanchado y dolorido recto, lo que me arrancó un quejido, y lo puso ante mis ojos.

-Vamos, déjalo bien limpio.

Sin formular ninguna queja, lo chupé con avidez.

-Así, muy bien... Degusta el sabor de tu culo en mi polla... Saboréalo bien... Mmm... eres todo un glotón.

Y así, arrodillado, ante mis ojos, los falos de los tres chicos todavía seguían bien erectos, mientras ellos seguían meneándolos arriba y abajo para que recuperaran su grosor inicial. Fue Nithin quien habló, mientras me daba una fuerte cachetada en mis nalgas para después meterme un dedo por mi enrojecido ano, completamente abierto como una flor y empapado del espeso puré de Kerin.

-Vamos, busquemos un lugar más apartado, no nos vayan a descubrir. Además, yo todavía no he catado este culito lleno de pecas y no me voy a acostar sin no haber enculado un par de veces a esta putita. Por cierto, Urthar, estás muy bien dotado.

Enrojecí mientras los dos chavales chocaron sonrientes las palmas de las manos. Los tres me ayudaron a levantarme, y Kerin me sujetó por los hombros, mientras los tres continuaban manoseándome.

-Jandar... ¿me... me chuparás la... la polla otra vez, por favor? -Inquirió Urthar el Gordo casi suplicante.

-Jandar hará algo mejor que eso. -Contestó Kerin, adelantándose a lo que yo pudiera decir. -Nuestro amigo te va a comer el culo antes de que te lo folles, ¿verdad, Jandar?

-Yo... -Kenir me dio una fuerte cachetada en mi enrojecido culo. -¡Ouch! S... Sí, lo que digáis.

-¡Ey, yo también quiero que el pecoso me coma el culo! - Se quejó Nithin.

Entre risas ante mi azoramiento y recuperando el resuello, nos fuimos al bosque cercano a los cuarteles, donde los tres pudieran seguir sodomizándome toda la noche.

Ninguno de nosotros sospechábamos en ese momento que nuestra vida cambiaría radicalmente apenas dos meses después, cuando se desatase la guerra contra los orcos.

El caos trascurre a mi alrededor. La espada en mi mano parece terriblemente pesada, cubierta de la oscura sangre de los orcos. Miro al cielo durante un momento mientras escucho un extraño sonido a mi alrededor. Me giro a izquierda y derecha intentando descubrir su origen. Tardo mucho tiempo en darme cuenta de que son mis propios sollozos. Las lágrimas resbalan por mis mejillas y ni siquiera puedo hacer nada por enjuagarlas.

Camino despacio, enarbolando la espada. Frente a mi, puedo contemplar la alta figura de un orco. Es joven y su largo pelo negro cae hasta sus hombros. Brama un desafío y me apunta con su hacha, gritando algo en su ininteligible lengua.

Sin pensar siquiera, lanzo una estocada hacia delante. Algo blando detiene mi filo. Un aullido de dolor brota de la garganta de mi adversario. Puedo ver cómo le he atravesado un ojo. La bilis de una arcada llega hasta mi garganta. Dudo. Y ese es mi error. El orco no está acabado. Puedo ver su mirada de odio mientras enarbola su hacha. Un ojo lleno de sangre negra, el otro clavado en mí. Un rugido invade mis oídos.

Estoy cansado. No tengo fuerzas para levantar la espada. Pero debo hacerlo si quiero vivir. Intento detener su golpe interponiendo mi acero, moviéndome más deprisa de lo que jamás lo he hecho.

No es suficiente.

Como si lo estuviese viendo desde la distancia, puedo contemplar como el mango de su hacha me golpea la cabeza, inundando mi visión de sangre y destellos luminosos. Mis piernas flaquean y estoy demasiado cansado para intentar mantenerme en pie. Mis últimos pensamientos antes de caer al suelo mientras me invade la oscuridad son para Kerin, Nithin y Urthar. Ya nunca más les besaría ni chuparía sus pollas ni sentiría éstas retorciéndose en mi culo. Un pensamiento extraño, sí.

"Tranquilo, Jandar, no voy a dejar que te pase nada malo."

Desde el suelo, a pesar de la sangre y el sudor en mis ojos, contemplo a mi oponente que me observa antes de levantar su hacha para descargar el golpe definitivo. No debo rendirme. He soltado mi espada, debo cogerla. Debo...

La negrura invade todo mi ser.

¿Continuará?