Cuentos 2: Ricitos de oro y los tres barones
Demasiado duro, demasiado blando y ...
Antes que nada quisiera decir que esta historia no la escribi yo, la colgue aqui porque me gusto mucho y queria que otros tambien la leyeran...
Ricitos de Oro y los tres Barones
Hay pocas cosas más irritantes en la vida que un metomentodo. Ese tipo de persona siempre está intentando enterarse de cosas que no le incumben, involucrándose en toda las conversaciones, dando opiniones que nadie le ha pedido y, generalmente, causando problemas. El metomentodo está en todas partes, sin reparar en el decoro o la lógica, y con tal de averiguar los secretos de los demás, es capaz de cualquier cosa.
Da igual que el tema del que hable sea cierto o no, sea legal o no, sea asunto suyo o no. De cualquier manera debe ser expuesto públicamente.
Y una de las metomentodos más notorias es Ricitos de Oro.
Ricitos de Oro estaba profundamente interesada en asuntos que no tenían nada que ver con ella, particularmente aquéllos que eran de naturaleza confidencial y escandalosa. Éstos, en concreto, los enviaba en forma de artículo al editor del Diario del Bosque.
Había expuesto y humillado a incontables habitantes del bosque de esta manera y era una cosa terrible haber hecho algo que llamase su atención.
Fue en esas circunstancias que Ricitos de Oro llegó a la parte más remota del bosque una mañana, en busca de tres barones ingleses que vivían allí. Era algo curioso que tres hombres hubiesen decidido apartarse de la civilización y vivir solos en lo más profundo del bosque, pensaba ella. Un comportamiento poco convencional, en su opinión, era sinónimo de algo malo y, ya que los barones eran famosos y ricos, le pareció que era su responsabilidad revelar sus secretos al mundo entero.
Los barones, por otro lado, desconocían el interés que habían despertado en Ricitos de Oro. Aunque vivían aislados del resto de la sociedad, esa vida les gustaba ya que eran pomposos e intolerantes por naturaleza y encontraban a la gente tediosa y aburrida. Los gustos del pueblo les parecían vulgares y sus preocupaciones absurdas. En vista de eso, les pareció lo más normal apartarse de las clases bajas.
Y así, con total despreocupación por el mundo exterior, una mañana los tres barones se sentaron a comer.
—Esta sopa está muy caliente —protestó el primero.
—Desde luego. Es una ofensa a mi paladar —añadió el segundo.
—Quizá deberíamos dejarla reposar. Con el tiempo, sin duda se rehabilitará y será más digerible.
Después de decir esto, los tres decidieron dar un paseo por el bosque. Y, mientras ellos paseaban, Ricitos de Oro descubrió su escondite. Como no solía hablar con los sujetos de sus artículos personalmente, se acercó a la cabaña con cautela y miró por la ventana para comprobar que estaba desierta.
Ricitos de Oro puso la oreja en la puerta y esperó. Silencio. No había nadie. Mejor. Nada más entrar en la cabaña se encontró con los tres platos de sopa. Pero, sin saber que estaba demasiado caliente, y como no había tenido tiempo de desayunar, tomó una cuchara y la metió en uno de los platos…
—¡Ay, que me quemo! —exclamó, sacando un cuaderno para anotar esta contrariedad. Luego se acercó al segundo plato—. Ah, ésta está demasiado fría.
Después, metió la cuchara en el tercer plato.
—Ésta está perfecta.
Anotó algo más en su cuaderno y luego se tomó toda la sopa, sin pensar que no era suya.
Después de terminar su investigación en la cocina, Ricitos de Oro se aventuró hasta el salón. Allí encontró tres sillones. Se sentó en uno de ellos y prácticamente se levantó de un salto.
—¡Dios mío, qué duro!
En el siguiente:
—Éste es demasiado blando.
Y en el tercero:
—Ah, éste sí que es cómodo.
Pero el sillón era viejo y, con un crujido aterrador, se partió por la mitad, tirando a Ricitos de Oro al suelo, algo que ella anotó furiosamente en su cuaderno.
Después, siguió con su investigación entrando en un dormitorio en el que había tres camas.
—Ésta es demasiado dura —murmuró, tumbándose en la primera—. Y ésta, demasiado blanda.
Pero de nuevo, la tercera era perfecta. Tan cómoda era que cerró los ojos y, sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida.
Mientras Ricitos de Oro dormía plácidamente en la cama, los tres barones volvieron de su paseo por el bosque.
—Yo diría que alguien ha tocado mi sopa —comentó uno de ellos.
—Oh, cielos.
—Alguien se ha comido toda mi sopa —protestó el tercero—. ¡No ha dejado ni una gota!
Alarmados por tan singular evento, los barones inmediatamente empezaron a buscar al intruso. Y en cuanto entraron en el salón comprobaron que también había estado allí.
—Alguien se ha sentado en mi sillón —dijo el primero.
—Lo mismo digo —suspiró el segundo.
—¿Y mi sillón? —exclamó el tercero—. ¡Está destrozado!
Los tres fueron entonces al dormitorio.
—Alguien ha estado en mi cama —anunció el primero al ver que habían apartado las mantas.
—En la mía también.
—¡Y sigue estando en la mía! —exclamó el tercero, señalando a Ricitos de Oro.
El grito despertó a la joven metomentodo. Y puedes imaginar su sorpresa al abrir los ojos y encontrarse con los tres barones.
—¿Quién eres tú y por qué estás durmiendo en mi cama? —le preguntó uno de los hombres.
—Soy Ricitos de Oro —contestó ella. Pero, por supuesto, no tenía una buena explicación para estar donde estaba.
—Te has comido mi sopa y has roto mi sillón favorito —siguió el barón, mirándola de arriba abajo con desdén—. No te muevas mientras llamo a las autoridades.
—¡Oh, no! —gritó Ricitos de Oro—. No puedes hacer eso.
—¿Que no puedo? ¿Por qué no?
—Porque me han asignado que viniera aquí —mintió Ricitos de Oro, buscando una excusa cualquiera por miedo a una nueva demanda.
—¿Te han asignado? ¿Para quién trabajas? ¿Quién te ha dicho que vinieras a esta casa?
—Pues…
—¡Seguro que ha sido el conde Wallingford! —exclamó uno de los barones—. ¿No recordáis la broma que le gastamos el invierno pasado?
Todos miraron a Ricitos de Oro, sorprendidos. Y ella sonrió, fingiendo que habían acertado.
—Juró que nos devolvería el favor —murmuró el primero.
—Oh, qué idea tan escandalosa —exclamó el segundo. Pero lo decía con tal expresión de lasciva alegría que nadie podría creer que estuviese escandalizado.
—Desde luego —asintió el barón que había amenazado con llamar a las autoridades—. ¿Pero dónde puede haber encontrado a esta cualquiera?
—Oiga…
—Debemos preguntarle la próxima vez que lo veamos —rió su amigo.
Entonces, de repente, los tres se acercaron a Ricitos de Oro y empezaron a desabrocharle el vestido. Mientras lo hacían, hablaban los unos con los otros alegremente, sin prestarle mucha atención a la chica y haciendo observaciones bastante groseras sobre su ropa.
—¿De qué material estará hecho este trapo?
—No lo sé. Nunca había visto nada igual. Me recuerda a un saco de patatas.
—Desde luego —rió el tercero, disfrutando perversamente—. Casi espero que debajo aparezca un kilo de tubérculos.
—Ah, esto tengo que verlo —sonrió el primero, quitándole la ropa interior de un tirón—. Oh, qué material tan basto.
Sus amigos lanzaron exclamaciones de horror al ver los pololos de algodón, nada parecidos a la ropa interior de seda que ellos solían comprar.
Ricitos de Oro los miraba, atónita. Pero antes de entender lo que estaba pasando se encontró completamente desnuda delante de aquellos tres hombres. Luego empezaron a desnudarse ellos mismos, de forma completamente natural, doblando pantalones y camisas con cuidado para dejarlos sobre una silla. Por fin, el primer barón se tumbó en la cama con una ceja levantada.
—Bueno, ¿a qué esperas?
Los otros dos, mientras tanto, la empujaban hacia la cama. Atónita, Ricitos de Oro no era capaz de resistirse. Seguramente la misma curiosidad que la había llevado hasta la cabaña la empujaba a vivir aquel raro pero excitante episodio. Para los barones era una completa extraña que había sido enviada para procurarles entretenimiento. Nunca descubrirían su verdadera identidad, de modo que podía marcharse como si nada hubiera pasado pero con un nuevo conocimiento sobre ella misma y sobre el mundo, se dijo.
Nunca había tenido una oportunidad igual y, seguramente, no volvería a tenerla. Además, se sentía como si estuviera bajo una extraña influencia y no podía oponerse al deseo autoritario de los barones de celebrar aquella peculiar orgía.
Los dos barones guiaron a Ricitos de Oro hasta colocarla sentada encima del primer barón, pero ella lanzó una exclamación:
—¡Esto es demasiado duro!
—Eso se remediará enseguida.
Ricitos de Oro permitió que la colocasen tumbada sobre él y el barón no perdió un segundo. Inmediatamente se sintió embriagada por un intenso placer ya que, en esa posición, recibir su miembro erguido no resultaba tan molesto.
El segundo barón se colocó directamente delante de la cara de Ricitos de Oro y le ordenó que abriese la boca.
—Está demasiado blando —protestó ella… justo antes de que el lujurioso barón introdujese el miembro en su boca.
—Eso, también, será remediado enseguida.
Unos segundos después, se dio cuenta de que era cierto.
Ricitos de Oro miró al tercer barón, que estaba poniéndose una especie de lubricante.
«Oh», pensó. «Así será mejor». Pero reconsideró esta afirmación un segundo después porque el barón se había colocado detrás de ella y no le pareció inmediatamente «mejor» al sentir que la penetraba por detrás.
Así colocada, Ricitos de Oro se sentía como debía de sentirse una mariposa cuando el coleccionista separaba sus alas para exhibirla. Y aunque era cierto que los barones tenían tan poca consideración hacia ella como el coleccionista hacia la mariposa, al menos por el momento tenía toda su atención y el deseo que sentían por ella era evidente. En cuanto a ella misma, todos sus sentidos estaban alerta. Pero aplastada como estaba entre uno y otro, se sentía completamente inmovilizada y totalmente vulnerable.
Los barones la tocaban por todas partes mientras entraban y salían de ella, gruñendo de placer, decididos a disfrutar hasta el último momento. Con esto en mente, iban despacio y deprisa por turnos, utilizando su cuerpo como les venía en gana.
Mientras tanto, la excitación de Ricitos de Oro creía por segundos. Nunca se había sentido tan abrumada o tan desesperada. Gemía cuando los barones se volvían más exigentes, embistiéndola con una fuerza que la dejaba sin aliento. Pero luego volvían a hacerlo despacio, conteniéndose para prolongar la experiencia y, en esos intervalos, se dedicaban a tocar su cara, su pelo, sus pechos y nalgas. A menudo hacían comentarios sobre su apariencia física, notando la suavidad de su piel o la redondez de sus nalgas o el ansia de sus labios. Al oírlos, Ricitos de Oro se vio abrumada por un deseo loco y, de repente, se dio cuenta de que quería ser usada por ellos… aún con más desvergüenza.
De modo que separó más las piernas y arqueó la espalda, moviendo las caderas hacia atrás y obligándose a sí misma a recibir al tercer barón… por completo. La incomodidad que esto le causó se mezclaba con el placer. Alternativamente, empujaba hacia atrás para recibir al tercer barón o empujaba hacia delante para sentir al primero. Como no quería olvidarse del segundo barón, abrió más la boca y echó la cabeza hacia atrás para que pudiese meter el miembro hasta su garganta. Y, con cada embestida, sentía un inexplicable y profundo placer.
Todos sus esfuerzos eran comentados por los barones y sus comentarios, libidinosos, añadían leña al fuego que ardía en su interior.
A Ricitos de Oro le daba igual lo que pensaran de ella. Su cuerpo se movía sin parar buscando el placer que le daban con cada embestida. Los barones la miraban con admiración, maravillándose no sólo porque se entregase de esa forma, sino por su evidente deseo de ser usada de la manera más cruda por los tres.
Conteniendo el orgasmo repetidamente, los tres barones pensaban usar el cuerpo de Ricitos de Oro mientras ella se lo permitiera. El barón que tenía su boca la sujetaba por los rizos dorados, tirando de su pelo de un lado a otro, según la posición que le resultaba más apetecible. El barón que estaba debajo de ella sujetaba sus pechos con las dos manos, apretando fieramente sus pezones mientras ella temblaba sobre su cuerpo. Y el tercer barón azotaba sus nalgas brutalmente, como habría hecho con su caballo si no hiciese lo que le ordenaba.
Pero, por fin, los barones no podían retrasar su excitación por más tiempo y las embestidas se volvieron más urgentes, más duras. El crudo uso de su cuerpo envió a Ricitos de Oro hasta el precipicio y gritó de placer cuando su cuerpo encontró el glorioso alivio. Eso fue el fin y los barones perdieron el control, llenando su cuerpo a rebosar.
Unos minutos después, Ricitos de Oro se encontró de nuevo en el bosque, pensando en lo que había pasado. Si no fuera porque le dolía todo el cuerpo pensaría que había sido un sueño. Pero ella sabía que no había sido un sueño y se preguntó por qué lo había hecho.
—¿Ha sido un error por mi parte entrar en la cabaña de los barones sin haber sido invitada? —se preguntó—. Pero no. Si hubiera hecho mal, no habría recibido tan extraordinaria recompensa.
De modo que la pobre Ricitos de Oro no aprendió nada de la experiencia y, sin duda, seguirá entrando en casas ajenas.
Pero en cuanto a ti y a mí, no seremos tan arriesgadas y yo diría que intentaremos evitar entrar en casas que encontremos en medio del bosque.
¿O no?