Cuentos 1: La bella y la bestia

Estaba desnudo, salvo por la camisa, que caía abierta revelando un torso cubierto de duro pelo animal. De la cintura para abajo su cuerpo parecía el de un león, con dos enormes garras por pies y una larga cola que colgaba hasta el suelo. Pero más aterrador que lo que he descrito hasta ahora era el..

Antes que nada quisiera decir que esta historia no la escribi yo, la colgue aqui porque me gusto mucho y queria que otros tambien la leyeran...

La Bella y la Bestia

Mi nombre es Bella. Seguramente, habrás oído hablar de mí. Mi historia o, más bien, la que alguien escribió sobre mí, se ha narrado demasiadas veces.

Pero ésa no es la verdadera historia. Los detalles importantes han sido por completo olvidados. Uno podría pensar que, después de contarla tantas veces, alguien, alguna vez, habría descubierto la verdad. Y quizá alguna de vosotras ha sabido leer entre líneas y sospechar la verdad, por increíble y sorprendente que pueda parecer. O quizá la verdad es demasiado fantástica. Admito que hay veces que ni yo misma puedo creerla y todo parece un lejano sueño.

En realidad, algunos de los hechos que se narran en la historia son auténticos porque, para salvar la vida de mi padre, consentí en vivir con una criatura aterradora que era más bestia que hombre.

Y también es cierto que me enamoré de la Bestia.

En cuanto a lo que pasó después, los libros de historia son muy certeros en su exposición, ya que la Bestia, al descubrir mi amor, fue inmediatamente liberado de su maldición y retornó a su forma original, como príncipe.

Nos casamos ese mismo día.

Pero ahí es donde terminan los parecidos entre la leyenda y la increíble realidad. Porque no he vivido «feliz para siempre» desde ese día.

Verás, yo… echo de menos a mi Bestia.

Mientras sobrevivo entre los muros de este castillo, no dejo de recordar el primer día que pasé aquí. Salí de mi cuarto ese día muy alterada y, con mucha cautela, recorrí la multitud de corredores que conforman esta fortaleza. No había podido pegar ojo en toda la noche y, a pesar de mis interminables especulaciones, seguía sin saber por qué la Bestia había solicitado mi presencia. Pasé el día sola, entrando y saliendo de las habitaciones y explorando el castillo, mientras intentaba averiguar qué me esperaba.

No quiero decir que hubiese ido al castillo de la Bestia contra mi voluntad, ya que estaba deseosa de dejar atrás la pobreza y el aburrimiento de mi infancia. De modo que, cuando se me ofreció esta aventura, no me sentí del todo insatisfecha.

Yo no sabía el aspecto que debería tener el interior de un castillo, pero me pareció que todo lo que veía era exactamente como debía ser. Austeros antepasados mirándome desde los retratos que colgaban en las paredes, por ejemplo. En otras había espléndidos tapices que mostraban meriendas campestres en Francia, viñedos italianos y otros temas exóticos. Los muebles eran de intrincada y antigua talla, en las maderas más exóticas, y las alfombras, persas, extravagantemente mullidas y llenas de color. En resumen, todo era de una extraordinaria belleza y esplendor.

Ese día no me encontré con la Bestia mientras vagabundeaba por los pasillos. Un criado me había llevado directamente a mis habitaciones tras despedirme de mi padre, mientras otros colocaban dos enormes arcones en la carreta. Eran un regalo de la Bestia y estaban llenos de tesoros que mi padre debía llevarse con él. Me animaba imaginar la alegría de mi familia cuando abriesen esos arcones.

No salí de mi habitación esa noche, aunque no podía dormir. Pensé en mi vida durante las largas horas de oscuridad y, al día siguiente, mientras paseaba por las habitaciones del castillo, no vi un alma.

La cena fue anunciada con una campanita y fue en el comedor cuando, de nuevo, me encontré con la Bestia. A pesar de su monstruosa apariencia y áspera voz, me sorprendió comprobar que, de hecho, era un anfitrión muy galante. La cena transcurrió en agradable conversación y comida y bebida delicada para el paladar.

En cuanto terminamos de cenar, la Bestia se levantó de la mesa, mirándome fijamente con sus ojos oscuros antes de preguntar:

—¿Quieres casarte conmigo, Bella?

Yo lo miré, absolutamente atónita. ¿Qué podía hacer? Aunque mi corazón latía a toda velocidad, advirtiéndome que no enfadase a la Bestia, conseguí susurrar:

—No.

La Bestia se limitó a asentir con la cabeza.

—Muy bien —murmuró, en un tono que parecía indicar que esperaba esa respuesta. Después, salió del comedor abruptamente.

Aliviada al no haber provocado su furia con mi respuesta, también yo salí del comedor para subir a mi habitación.

¿He olvidado describir mi habitación? No creas que es porque no merece la pena, ya que era, y sigue siendo, la habitación más hermosa y elegante del castillo.

Cuando entré en ella el día anterior estaba demasiado preocupada como para fijarme en nada. Pero esa noche iba de una cosa a otra, examinando los objetos que habían sido colocados allí para mi deleite hasta que, por fin, mis ojos reposaron en la extraordinaria cama en la que debía dormir. En las columnas que sujetaban el dosel había talladas figuras de animales salvajes que parecían ir subiendo hasta el capitel, donde había un hombre muy atractivo con una corona. Yo no entendí el significado de las figuras, pero no dejaba de mirarlas porque, a pesar de mis humildes orígenes, no se me escapaba su belleza.

Al lado de la cama, un gigantesco ramo con no menos de cien fragantes rosas reposaba plácidamente en un enorme jarrón de fina porcelana. Y ni un solo día faltaron las más maravillosas flores recién cortadas en mi habitación.

La ropa de cama era tan extraordinaria como todo lo demás y sentí un escalofrío de gozo al meterme entre las suntuosas sábanas de seda. Fue una sensación tan placentera que tuve la tentación de quitarme el camisón. En lugar de hacerlo, pasé la mano suavemente por el embozo de la sábana… y mis sentidos se despertaron de inmediato ante tal lujo, tal belleza.

Pero la sensación fue bruscamente interrumpida cuando oí unos golpecitos en la puerta.

—¿Quién es? —pregunté, cubriéndome con la sábana.

—Soy yo, tu humilde servidor, la Bestia.

Sus maneras eran tan atractivas y cálidas como aterradora era su apariencia.

—Entra —le dije.

La Bestia abrió la puerta, pero no entró en la habitación. Gracias a la antorcha del pasillo podía ver su silueta recortada en el umbral; una silueta que habría sido aterradora de no ser por su porte de caballero.

—Sólo quería preguntarte si todo es satisfactorio, Bella —dijo él, sin moverse.

—¿Satisfactorio? —repetí yo, sorprendida—. No, en absoluto. Jamás se me ocurriría describir esta habitación como «satisfactoria» —sonreí entonces, divertida por la broma, mientras apartaba las sábanas y encendía la luz del candil que había al lado de la cama.

La Bestia permaneció en silencio, mirándome con gesto de sorpresa. Al ver su expresión me di cuenta de que mi réplica debía de haberle enfadado y me apresuré a explicar:

—Oh, Bestia, no. Quería decir… bueno, que todo es más que satisfactorio. Eso es lo que quería decir.

Pero ocurría algo. Era como si la Bestia no me hubiese oído. Sin pensar, salté de la cama y me acerqué a él para explicar. Pero sólo conseguí dar un par de pasos antes de detenerme, horrorizada.

¿Había oído un gruñido? No, imposible. Y, sin embargo, sus ojos tenían un brillo poco natural. Estaba inmóvil, como un animal preparado para atacar…

—¿Bestia? —lo llamé, tanto una súplica como una pregunta.

Y entonces, de repente, desapareció.

Yo me quedé de pie durante unos segundos, sin saber qué hacer, intentando controlar los nervios. Me miré las manos, que temblaban… y fue entonces cuando me fijé en el camisón. ¡Era absolutamente transparente, de la cabeza a los pies! El candil que había encendido sólo servía para destacar mi desnudez bajo la tela.

No volví a ver a la Bestia hasta la cena del día siguiente. Y se mostró tan amable y refinado como el día anterior. Me puse colorada cuando nuestros ojos se encontraron, pero él no hizo indicación alguna de que se hubiera cuenta. Su comportamiento, al fin, hizo que volviera a sentirme cómoda e incluso disfruté de su conversación. Más tarde, la Bestia se levantó y me hizo la misma pregunta que la noche anterior y la que me haría cada noche después de aquello:

—Bella, ¿quieres casarte conmigo?

A lo que yo siempre contestaba:

—No.

Nuestra amistad floreció. Y, sin embargo, cada vez que oía ruido al otro lado de mi habitación me sentía angustiada, esperando ansiosa el golpecito en la puerta…

Pero la Bestia nunca volvió a llamar.

Fui yo, incapaz de dormir una noche, quien, sin saberlo, se encontró en las habitaciones privadas de la Bestia cuando iba a la biblioteca para buscar un libro. Oí un ruido, una especie de gruñido, al otro lado de una puerta mientras pasaba por delante y me detuve abruptamente.

Un segundo después volví a oír ese ruido. Supe inmediatamente que era la Bestia y sentí compasión por él. ¿Estaría enfermo?

Sin pensarlo, llamé a la puerta de su habitación. Silencio. Volví a llamar.

—Vete —oí que decía la Bestia por fin, en tono de súplica.

—No me iré —repliqué yo—. No hasta que haya comprobado que te encuentras bien.

Silencio de nuevo.

—Por favor —imploré de nuevo—. Abre la puerta y déjame…

—¡Aléjate de la puerta, Bella! —me ordenó la Bestia—. ¡Márchate ahora mismo o estarás en peligro!

Su tono era controlado, pero había una nota de desesperación en su voz.

Muchas veces me he preguntado por qué no me marché entonces. Me decía a mí misma que no podía dejar a un amigo angustiado. Me he dicho que era la curiosidad. Me he dicho muchas cosas, pero sospecho que tampoco tú las creerías.

De modo que puse la mano en el pomo de la puerta y abrí la puerta de la habitación de la Bestia.

Dentro estaba completamente a oscuras. Di un par de pasos buscándolo en la oscuridad… y la puerta se cerró bruscamente tras de mí. El vello de mi nuca se erizó.

La oscuridad empezaba a aclararse poco a poco, permitiéndome ver algo. Miraba alrededor de la habitación, buscando la forma de la Bestia y, de repente, oí el chirrido de unas anillas de metal. Una cortina de terciopelo fue apartada de golpe y la luz de la luna penetró en la estancia. Ahora podía ver a la Bestia acercándose. También podía oír su irregular respiración y me di cuenta de que estaba jadeando.

Mi propia respiración se volvió más rápida mientras intentaba desesperadamente llevar aire a mis pulmones. Era como si la enorme estancia se hubiera reducido de tamaño. El miedo corría por mis venas, haciendo que me percatase de todo lo que había a mi alrededor. La Bestia se acercaba lentamente hasta que estuvo tan cerca que podía sentir su aliento en mi piel. Era al menos treinta centímetros más alto que yo, con unos hombros que parecían ocupar toda la habitación. Y había un brillo extraño en sus ojos. Yo sentí un escalofrío a pesar del calor que emitía su cuerpo.

—Si no quieres que te destroce el camisón, quítatelo ahora mismo —dijo la Bestia por fin. Su tono era seco, pero sus maneras contenidas, como si estuviera haciendo un esfuerzo para mantener el control. Su voz era tan profunda que casi parecía incapaz de transmitir un lenguaje humano. Su presencia me abrumaba, su mirada me tenía hipnotizada. Su aliento quemaba mi piel. No había nada del amigo amable con el que había compartido la cena.

Y, sin embargo, cuando miré los ojos de la Bestia, una nueva sensación me embargó, mezclándose con el miedo.

Sin moverme, contemplé mi camisón. La sensación mencionada antes persistía y crecía, haciéndome sentir excitada y excitable. En aquel estado, vi la situación sólo de manera superficial y razoné de acuerdo con ello.

¿Cómo podía resistirme a la Bestia? Desde luego, la resistencia parecía imposible teniéndolo frente a mí, esperando en silencio a que lo obedeciera. No me atrevía ni a pensar de qué sería él capaz si yo no obedecía. Parecía dispuesto a atacarme si hacía movimiento alguno. Y, sin embargo, vagamente, sospeché que haría todos los esfuerzos posibles para someterse a mi capricho si yo decidiera escapar.

Mientras estaba deliberando durante lo que me parecieron horas pero debieron ser apenas unos segundos, esa sensación extraña persistía y… ¿no he admitido ya que no estaba desesperada por salir de esa habitación?

Entonces, sin pensarlo, me quité el camisón de golpe y me quedé esperando, agitada, el siguiente movimiento de la Bestia. Pero él se quedó mirando en silencio durante lo que me pareció un momento interminable. Me preguntaba si podría oír los frenéticos latidos de mi corazón, ya que su eco resonaba en mis oídos.

La Bestia levantó despacio una de sus enormes manos y acarició mi cara suavemente. Yo lancé un gemido. Era una zarpa tan dura que casi me hacía daño con el mínimo roce.

Los ojos de la Bestia brillaron con furia momentánea, pero el brillo desapareció mientras me estudiaba:

—No quiero hacerte daño, Bella. Eres tú quien controla el destino de los dos.

Yo no entendí el significado de esas palabras. Su presencia se apoderaba de mí lentamente, envolviéndome, atrapándome en su peligroso poder. Parecía como si estuviera advirtiéndome de algo.

¿Había dicho que era yo quien tenía el control? ¿Debería detenerlo?, me pregunté. ¿Podría detenerlo? Me sentía demasiado débil como para dar un paso.

Mientras tanto, sus manos, que eran enormes como ya he dicho, y con garras, acariciaban crudamente mi piel, deslizándose hasta mis pechos. Para mi sorpresa, mis pezones respondieron inmediatamente, endureciéndose ante el roce. Un gemido escapó de mi garganta cuando los apretó; la fuerza bruta de sus manos combinada con mi deseo era una agonía. Él siguió tocándome y cuando llegó hasta el triángulo de rizos entre mis piernas sentí una ola de vergüenza al notar que mi propia excitación era evidente.

La Bestia estaba cambiando rápidamente; con cada segundo que pasaba era más una bestia y menos un hombre.

—Ponte de rodillas —gruñó. Yo lo miré, en silencio. La realidad de lo que estaba pasando me golpeó entonces. Iba a tomarme como lo haría un animal. Y era demasiado tarde para cambiar de opinión porque él estaba colocándome en la posición que quería, en el suelo. Lo hizo con tal rapidez y eficiencia que no tuve duda sobre la futilidad de un intento de escape.

Me quedé inmóvil donde él me colocó mientras la Bestia se ponía detrás de mí para quitarse la ropa. Demasiado asustada como para arriesgarme a enfadarlo volviendo la cabeza, sólo podía preguntarme lo que habría bajo los elaborados ropajes tras los que la Bestia se escondía. Pero mi curiosidad por fin ganó a los miedos y, casi sin pensar, giré la cabeza. Un gemido involuntario escapó de mis labios.

Estaba desnudo, salvo por la camisa, que caía abierta revelando un torso cubierto de duro pelo animal. De la cintura para abajo su cuerpo parecía el de un león, con dos enormes garras por pies y una larga cola que colgaba hasta el suelo. Pero más aterrador que lo que he descrito hasta ahora era el objeto que destacaba, erguido, entre sus patas. Era de un rojo casi púrpura y de un tamaño inhumano. Sería imposible que pudiese caber dentro de mí…

La Bestia oyó mi gemido y me vio mirándolo con expresión horrorizada. Entonces dejó escapar un terrible gruñido en el que me pareció entender: «¡Date la vuelta!».

—¡Me matarás! —grité, asustada, aunque obedecí la orden.

—Prometo que vivirás —replicó él, volviendo a portarse como un caballero. Su voz temblaba por el esfuerzo de hablar—. Así es como debe ser hasta que tú nos libres a los dos de este destino.

Yo me quedé abrumada por sus palabras, pero no tuve tiempo de pensar porque, de repente, sentí su aliento, ardiente, entre mis piernas. Aunque me había advertido, yo no estaba preparada para lo que pasó después.

Tan dura como el papel de lija y más larga que la hoja de un roble, la lengua de la Bestia penetró lentamente en mi más tierno escondite. Yo estuve a punto de dar un salto, pero él me sujetó con fiereza, repitiendo la acción una y otra vez. Sintiéndome al tiempo insultada y excitada por la cosa inhumana que tocaba mi delicada piel, yo no podía hacer más que agitarme; un momento intentando desesperadamente apartarme y al siguiente apretándome contra él. Su enorme lengua cubría toda el área entre mis piernas con una caricia y luego invadía mi interior con el entusiasmo de un animal hambriento. Yo estaba a punto de desmayarme, tan abrumada por la excitación me sentía.

Por fin, con un gruñido, la Bestia se detuvo. Pero sólo para abrirme con sus dedazos. Para entonces, todo mi cuerpo se sacudía violentamente.

A pesar de la excitación, sentí una inmensa presión cuando la Bestia empezó a intentar penetrarme por detrás. Protesté en voz alta, pero no sirvió de nada. Mi cuerpo, por cuenta propia, intentaba apartarse de la invasión, pero la Bestia no lo permitió. Me sujetó por la cintura con sus grandes manos y empezó a penetrarme poco a poco, hasta que lo consiguió. Yo lancé un grito.

Con visible dificultad, la Bestia intentaba retener el poco control humano que poseía. Todo su cuerpo se convulsionó mientras me sujetaba y, con voz estrangulada, insistió:

—Te acostumbrarás a mí enseguida.

Pero yo estaba acostumbrándome antes de que terminara la frase. Todo mi cuerpo estaba encendido. Gemí, moviéndome adelante y atrás. Pero aún tendría que experimentar mucho más. Moviendo las caderas, la Bestia empezó un lento pero gradual avance.

—Despacio —lo oí murmurar, posiblemente para sí mismo, mientras seguía moviéndose. Poco a poco entraba en mí, sin dejar de sujetarme por las caderas. Y lo único que yo podía hacer era permanecer inmóvil, gimiendo y buscando aire; un momento de extremo placer, el siguiente de un dolor exquisito.

Pensé que no sería posible, pero fui, de hecho, capaz de recibir a la Bestia por completo. Aunque apenas podía respirar cuando me llenó del todo porque me sentía como si hubiera sido empalada. No era consciente de nada salvo de esa parte de mí que él había llenado.

Muy despacio, jadeando, la Bestia empezó a moverse adentro y afuera. Siguió con un ritmo lento durante un tiempo, dejando que me acostumbrase a él. Pero, por fin, sus gruñidos se hicieron más salvajes y sus embestidas más fuertes y rápidas.

Su aliento quemaba la piel de mi espalda. Sus manos se clavaban en mi carne y me pareció sentir que me mordía en el hombro.

Yo estaba tan excitada que las inhibiciones habían desaparecido por completo. Empecé a tocarme a mí misma para aumentar el placer mientras luchaba contra la Bestia…

Pero era demasiado tarde. Con un rugido ensordecedor y una última embestida, la Bestia me llenó con un tremendo chorro, el exceso del cual se deslizaba por mis temblorosas piernas.

Yo me sentí profundamente decepcionada e intenté apartarme, pero él me sujetó, sin sacar su miembro aún completamente erecto, mientras tomaba mi mano y la colocaba entre mis piernas. La sujetó ahí hasta que entendí lo que quería hacerme.

Me sentí momentáneamente avergonzada al darme cuenta de que la Bestia sabía lo que había estado haciendo, pero esa vergüenza desapareció en cuanto reapareció mi entusiasmo. Percatándome de que tenía tanto tiempo como quisiera para disfrutar de la Bestia, de nuevo empecé a estimularme a mí misma. Mientras tanto, él se apartó de mí casi del todo y, cuando pensé que iba a sacar su miembro, volvió a penetrarme bruscamente. Y siguió haciéndolo una y otra vez mientras yo buscaba mi propio placer…

Todos mis sentidos estaban despiertos. La piel me quemaba bajo las rudas manos que sujetaban mis caderas. En mis oídos resonaban los gruñidos animales que hacían eco en la cámara iluminada por la luna. Mis ojos estaban clavados en el suelo de brillante madera, en el que se reflejaban nuestras sombras. El interior de mis muslos estaba húmedo y pegajoso y pensé en los dientes de la Bestia clavándose en mi hombro mientras por fin lograba mi propia satisfacción.

Así empezaron mis visitas nocturnas a la cámara de la Bestia. Cada noche me daba más placer que la anterior y ya no me sentía avergonzada. De hecho, mi Bestia me parecía cada día menos bestial y mi afecto por él hacía que a veces me pareciese hasta guapo. Aun así, cada noche, cuando me pedía que me casara con él, yo declinaba la oferta.

Un día, varios meses más tarde, recibí un mensaje de que mi padre estaba enfermo. Durante la cena le mostré el mensaje a la Bestia. Después de leerlo, él me miró horrorizado.

—Por favor, no te vayas, Bella —me suplicó.

—¡Pero debo ir! Si algo le ocurriese a mi padre sin que volviera a verlo jamás podría perdonarte.

La Bestia se quedó en silencio un momento.

—Bella, si te vas del castillo será mi muerte.

—No lo entiendo —repliqué yo, irritada de repente con tanto misterio. Se había convertido en un asunto sin resolver que tantas preguntas permanecieran sin respuesta—. ¿Podrías explicarme esas misteriosas palabras?

—No puedo —contestó él. Pero su pena por no poder contarme la verdad lo hizo aún más indulgente—. No te detendré si quieres irte… mientras prometas volver antes de un mes. Si estás fuera de aquí más de un mes, moriré.

—Te lo prometo —suspiré yo, sabiendo que no me contaría nada más.

—Espero que cumplas tu promesa, Bella —suspiró la Bestia, levantándose. Pero en la puerta, se volvió—. Habrá dos arcones para ti. Llénalos con todo lo que quieras y llévaselos a tu familia.

Esa noche deseaba más que nunca ir a la habitación de mi Bestia, pero tenía tantos preparativos que llevar a cabo antes de mi jornada que me puse a trabajar frenéticamente.

Cuando por fin entré en su habitación, estaba temblando de deseo. Él estaba sentado en una silla, en una esquina de la oscura estancia. Quitándome la bata, me coloqué sobre la cama en la postura que a la Bestia más le gustaba. En unos segundos, mientras esperaba, estaba completamente húmeda y deseándolo con todo mi ser. Así era para mí con la Bestia. Resultaba suficiente con esperarlo, desnuda, temblando, apoyada en las manos y los pies, anticipando lo que iba a llegar…

Ni siquiera lo había oído moverse cuando, de repente, sentí sus crudas manos acariciando mi piel.

—Date la vuelta —me dijo de pronto.

Yo me quedé sorprendida.

—Quiero ver tu cara esta noche.

Intrigada, obedecí su petición y me di la vuelta, quedando tumbada de espaldas. En silencio, lo vi quitarse la ropa, observándolo abiertamente por primera vez. Parecía mucho más fiero, más animal sin sus ropas. Pero temblé de emoción mientras él me miraba. De nuevo, como aquella primera noche, se me ocurrió que era más bestia que hombre.

«Pero es un hombre», pensé luego, negándome a aceptar una idea en la que, si insistía, podría dar por finalizadas mis noches con él. Sin embargo, cerré los ojos cuando se acercó, desnudo.

—¡Abre los ojos, Bella!

Yo obedecí y, al hacerlo, vi su miembro erguido casi sobre mis labios. La Bestia tomó mi cabeza con una mano, pero yo me resistí. Se refrenaba para no forzar su miembro en mi boca, pero no soltaba mi cabeza.

Entonces miré el objeto que había delante de mí. Era de forma diferente a la de un hombre, además de ser mucho más grande, y mucho más oscuro. Tentativamente, saqué la punta de la lengua, ligera y cautamente rozando el miembro que tanto placer me daba.

Vi temblar a la Bestia y, de repente, sentí el deseo de darle placer. De modo que abrí la boca y lo acaricié con mis labios, al principio despacio. Pero pronto me encontré a mí misma chupando ansiosamente. Era tan grande que sólo podía chupar una parte, y eso con gran esfuerzo, pero a él no parecía importarle porque lo que podía retener en mi boca lo sujetaba con los labios, la lengua y la mandíbula.

Abruptamente, la Bestia se apartó de mí y, tirándome sobre la cama, separó mis piernas con las dos manos. Yo miré sus ojos oscuros mientras se acercaba. Había algo brillando ahí, algo inhumano. Quería darme la vuelta, pero sus ojos me lo impedían. Una ola de terror me envolvió entonces.

La Bestia gruñó crudamente cuando me penetró. Mis piernas estaban tan separadas que parecían a punto de romperse mientras yo intentaba acomodar dentro de mí su inmenso miembro. Él gruñía y jadeaba mientras usaba sin piedad mi tierna carne. Su ardiente aliento quemaba mi piel mientras yo observaba, con horrorizada fascinación, cómo sus dientes se clavaban en mis hombros y mis pechos.

Pero el terror rápidamente empezó a ser desplazado por ese placer tan familiar que me proporcionaba la Bestia. Un placer como no había conocido antes. Disfrutaba del duro pelo animal que cubría su piel y de los fieros gruñidos que escapaban de su garganta mientras me tomaba salvajemente. Sus grandes y duras zarpas simultáneamente me hacían daño y enviaban escalofríos de placer por todo mi cuerpo. Yo gritaba, entregada a la agonía de tan exquisitas sensaciones. Ola tras ola de placer sacudía mi cuerpo mientras oía vagamente los gruñidos de la Bestia mezclados con mis propios gritos.

Antes de que pudiera recuperar el aliento, había llegado la mañana.

Me marché del castillo con tal prisa, con tal deseo de ver a mi padre enfermo que no pensé en mi Bestia durante días. Mi padre se recuperó nada más verme y yo me sentí absorbida por mi familia. Pero pronto transcurrió un mes y llegó el momento de volver al castillo.

Sin duda, la historia que acabas de leer me hace parecer poco bondadosa e incluso podrías creer que no deseaba volver con mi Bestia. Pero nada podría ser menos cierto. Lo echaba de menos terriblemente. No deseaba nada más que volver al castillo, pero mi querida madre lloraba cada vez que intentaba partir.

Pasaron casi dos meses de esta manera, hasta que una noche desperté de una horrible pesadilla. En el sueño, todo estaba oscuro y yo iba por los corredores del castillo buscando a mi Bestia. Al entrar en su estancia lo encontraba durmiendo plácidamente en su cama, pero cuando me acercaba se me ocurrió que mi Bestia no estaba durmiendo, sino muerto. Fue mi grito de terror lo que me despertó.

De repente, recordé la advertencia de la Bestia de que moriría si no volvía al castillo en el plazo de un mes.

Inmediatamente, salté de la cama y guardé mis cosas en un arcón. A primera hora de la mañana estaba dispuesta para irme y, después de una triste pero firme despedida, empecé mi jornada hacia el castillo de la Bestia. Oh, cómo sufrí ese día, temiendo no volver a verlo nunca más…

Cuando por fin llegué al castillo esa noche, inmediatamente corrí hacia sus habitaciones. Mi Bestia estaba tumbado en su cama, exactamente igual que en mi sueño.

—¡No! —grité, corriendo a su lado—. ¡Por favor, no te mueras!

Él movió un poco la cabeza al oír mi voz. Yo lloré de alegría y le eché los brazos al cuello.

—¡Gracias a Dios no estás muerto! —murmuraba, con los ojos llenos de lágrimas.

—Has vuelto —dijo él.

—Sí, he vuelto… para siempre.

Y supe entonces que no lo dejaría nunca.

—Quieres casarte conmigo, Bella?

—Sí —contesté yo, entre lágrimas—. ¡Sí, sí, sí!

Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando, de repente, vi una gran bola de luz. Un segundo después, un hombre extraño estaba sentado donde la Bestia había estado tumbado antes. Mi Bestia había desaparecido. Yo lo miré, atónita, y di un paso atrás.

—Oh, Bella —exclamó el extraño—. Por fin me has liberado del hechizo.

Yo parpadeé entre lágrimas mientras intentaba entender las palabras del hombre. Estaba diciendo que él era mi Bestia, que era en realidad un príncipe que había sido convertido en animal por el hechizo de una malvada bruja. Siendo una bruja especialmente mala, el hechizo sólo sería roto si su verdadero amor aceptaba casarse con él mientras era una Bestia.

«De modo que este extraño es mi Bestia», pensé yo, asombrada. Examiné su cara y vi que era, desde luego, un príncipe muy atractivo. No sabría justificar mi decepción y, además, jamás había visto a mi Bestia más feliz que aquel día.

De modo que nos casamos.

Y ahora debo terminar mi historia ya que es tarde y he de prepararme para mi esposo, el príncipe. Viene a mi habitación cada noche y, como siempre, yo estaré preparada para él.

Pero no buscaré en sus ojos ese brillo salvaje.

Ni volveré a escuchar sus ensordecedores gruñidos.

Dejé de buscar todo eso hace años.