Cuento Ordinario: Ordeñatoros

La historia de cómo un joven muchacho se ganó sus muchos motes y el viaje de descubrimiento que...

Era sé una vez un muchacho de dorados bucles que vivía en la campiña con su amada madre, Lucía, dueña de una pequeña granja lechera. El muchacho era un apuesto joven de dieciocho años, piel del color de la nieve, metro setenta de estatura, ojos azules como el cielo, rostro de rasgos angulosos y cuerpo apolíneo. Se llamaba Guillermo Federico, aunque en el pueblo era conocido por muchos sobrenombres.

Él quisiera que estos fueran "caperuza roja" por su hermosa capa roja con capucha, "zapato veloz" por su calzado resistente y liviano o "duendecillo" por su camisa de tiras abierta y sus pantaloncitos musleros ajustados. No era el caso. Pero ya iremos conociendo estos sobrenombres a medida que la historia avance.

Este relato comenzó un día como otro cualquiera, con Guillermo Federico contemplando embelesado su reflejo en un pilón de agua mientras Tiberio y Ataulfo, dos jornaleros de su madre, daban de comer a las vacas. Ambos eran mellizos. Dos morlacos que a sus veintisiete soles medirían cerca de los tres metros de altura. Tez oscura, ojos azules, sonrisas encantadoras y una musculatura sobredimensionada.

Las malas lenguas decían que el año y medio que Doña Lucía estuvo en el norte para comprar nuevas vacas se encontró con un gigante que le apagó la lujuria, y de este hecho llegaron los muchachotes con una carta muy convincente que les garantizó un oficio, pero nadie podía probar nada.

A Guillermo Federico le fascinaba tanto su propio rostro que nunca hubiera visto o aceptado que otro se le pudiera asemejar, por lo que ver aparecer, a ambos lados, los reflejos de los rostros sonrientes de Tiberio y Ataulfo lo sobresaltó.

-Joven Señor, ya hemos terminado de dar de comer al ganado. - Dijo quien estaba a su derecha

-Joven Señor, su madre nos encargó otra tarea. - Prosiguió el que estaba a su izquierda

Ambos sonrieron, con malicia. Una se pasó la lengua por sus carnosos labios, en un gesto lascivo, el otro se acarició la entrepierna. Pero Guillermo Federico no notó ninguna de estas señales, pues él solo era consciente de cómo dos sujetos le impedían vanagloriarse de su propia belleza.

-!¿Qué os ha dicho esta vez?! - Exclamó, tratando de sonar imponente con su altisonante voz chillona

Tiberio agarró con sus gigantescas manos sucias la delgada cintura de Guillermo Federico, Ataulfo se sacó su inmensa pero flácida reata, como quien no quiere la cosa, y se puso a mear en el pilón, al tiempo que explicaba al joven cuál sería esta vez su cometido.

-Doña Lucía quiere le enseñemos todas las fases del ordeño, desde el destete del becerro hasta la dilatación

Guillermo Federico escuchaba pero no oía, pues solo estaba pendiente de cómo el dorado chorro salía de aquella serpiente de carne oscura, cambiando el tono del contenido del pilón en medio de turbulencias por la diferencia de temperatura de los fluidos, y un intenso olor, como a col cocida. A Guillermo Federico le gustaba la col cocida. Y ese hipnótico chorro seguía cayendo con tanto brío que…

No aguantó más y se arrodilló en el suelo de lodo, deshaciéndose de la manos de Tiberio y agarrando el carajo de Ataulfo. Se sentía suave y caliente. Ninguno de los mellizos esperaba esta reacción, aunque sabían que los fluidos de un semigigante podían ser hipnóticos en humanos de poca fuerza de voluntad.

Guillermo Federico se amorró al glande, como si fuera un rico pezon, y tragó tanta orina como pudo. Y cuando ya no salía más abrió la boca hasta los límites de lo posible, desencajando su mandíbula, y se metió la gigante serpiente flácida de carne todo lo que pudo. Un humano común hubiera muerto asfixiado o se le hubiera desgarrado la boca, pero Guillermo Federico estaba lejos de ser normal, corriente o humano.

El semigigante lo agarró por sus dorados rizos y comenzó un lento mete y saca, a medida que su colosal miembro iba alcanzando las firmes dimensiones máximas. Un palo de masculinidad de cuarenta y cinco centímetros, con una circunferencia de treinta y dos. Una herramienta colosal que entraba y salía de la boca del joven sin que este apenas se inmute.

-Bueno, hermano, ¿le explicamos ya el destete? - Exclamó Tiberio, sorprendido por las tragaderas del muchacho

-Ni se te ocurra hasta que le preñe el hocico - Protestó, subiendo el ritmo de las embestidas

La garganta del joven se engrosaba y adelgazaba al ritmo del camote, y cuando este le llegaba al fondo se le hinchaba un bulto a la altura del estómago. Guillermo Federico estaba en éxtasis, y Ataulfo se embrutece por segundos, al punto que sus enormes cojones golpeaban el rostro y cuello del muchacho en un rítmico aplauso, más semejante a tortazos por las dimensiones. Dejó escapar un fuerte gemido y medio litro de lefa caliente directa al estómago, dejándole el vientre hinchado. Pero la mandíbula volvió a su ser según le sacó el pedazo.

-Creo lo de la dilatación lo dejamos para mañana… pero ahora… ¿quieres mi néctar?

Exclamó Tiberio mientras se sacaba su vergajo y se lo ponía directo a los labios al glotón chavalito para darle su segunda dosis de orines y leche de macho. Esta vez el líquido dorado y caliente entró directo al gaznate de Guillermo Federico, quien se sentía como en una nube, narcotizado hormonalmente. Cuatro litros de pis caliente, seguidos de una nueva y brutal follada de garganta, esta por un rabo ligeramente más grueso. Sin arcadas o protestas. Pero Tiberio quería más, y se puso a decirle al chico, como si este fuera a hacerle caso alguno.

-Para que la vaca produzca leche un toro la monta, tiene un ternero y, tras su primera lactancia, le hacemos deje de succionar. - De una sola sacó el inmenso vergajo de la boca del muchacho, dejándolo boqueando, con el vientre muy hinchado de los fluidos y boqueando mientras la mandíbula volvía a su ser

-Pero ordeñar sin más es aburrido… así que nos turnamos con el ternero…

Ataulfo agarró en volandas a Guillermo Federico. Su hermano se le adelantó hacia un cobertizo cercano, que tenía la puerta cerrada con llave. Abrió. Había tres potros de madera, además de varios baldes de madera para la leche, herramientas para manejar el forraje y cadenas. Colocó a Guillermo Federico recostado en el potro central, boca abajo. Con ninguna delicadeza le rasgaron el pantaloncito muslero y le quitaron la capa con capucha, que colgaron en un rastrillo cercano.

El potro era lo bastante corto para que el culo del muchacho estuviera hacia fuera. Además tenía unos curiosos desniveles, tallados a drede para dar tal efecto, que a quien colocaran encima le alzaba la cadera y la cabeza quedaba apoyada más baja, con la boca accesible. Aunque con los cipotes que se manejaban los mellizos no es que tuvieran muchas bocas que follarse en esta humilde aldea humana.

Ambos mellizos tenían nuevamente los miembros tiesos. Uno se situó tras el chico de dorada cabellera. el otro frente al hermoso rostro. Ambos, al unísono, penetraron ambos orificios del joven. Ambos, coordinados, bombearon con ganas, con furia y con excitación animal. Esta vez tardaron más tiempo en alcanzar el clímax, llegando a turnarse un par de veces los agujeros. Y cuando llegaron a correrse, entre espasmos y gemidos, ambos hermanos mellizos semigigantes fundieron sus labios en un cálido morreo con sus lenguas entrelazadas, sin sacar sus aún duros camotes de Guillermo Federico, quien tenía el vientre repleto de fluidos masculinos a un punto algo grotesco.

Tiberio y Ataulfo, ya fuera de su trance sexual, sacaron sus miembros viriles del interior del cuerpo de su jefa. Los fluidos de ambos fueron expulsados en un chorro por el propio cuerpo del muchacho, pero a los mellizos no les importo se manchara un poco el de por sí mugriento suelo del cobertizo. Quizás explicar cómo las hermosas vestimentas del niñato pretencioso sería más difícil. Pero en ese momento tampoco les importaba.

Lo llevaron a un arroyo cercano, llevándolo al hombro como si fuera un fardo aprovechándose que había perdido el conocimiento. Lo bastante lejos de la granja para que la madre, Doña Lucía, no pudiera ver el estado de su retoño, o de las ropas de este. Lo desnudaron totalmente, aunque por los jirones de tela que llevaba no podría decirse fuera vestido. Volvieron a calzar sus pies y cubrieron la desnudez de su cuerpo con la capa, y lo depositaron con relativa gentileza sobre un tronco hueco junto a la orilla, al sol, para que descansara.

Un ruido de pasos cercanos asustó a los hermanos, quienes pensaron habían sido pillados abusando de un humano… otra vez. Se marcharon a toda prisa, de regreso a la granja. Tiberio tropezó. Si solo hubiera echado la vista atrás habría notado el tronco deslizándose hacia el riachuelo, con Guillermo Federico tendido inconsciente encima de este.