Cuento de Navidad. Cuarta parte.
Último episodio de la serie, espero que os haya gustado y felices fiestas a todos.
Cuarta Estrofa
Cuando llegó a la oficina y la vio desierta, sin Julia por ninguna parte, se sintió un poco desnuda y estuvo a punto de arrepentirse de haberle dado el día libre. Se acercó a la mesa y observó como la joven le había dejado todos los documentos que necesitaría en Chicago pulcramente ordenados en una carpeta. Ojeándolos pudo imaginar lo tarde que habría llegado a casa anoche.
Apenas tenía nada que hacer hasta el vuelo así que optó por echar un rápido vistazo a sus inversiones. A pesar una de las tareas más gratificantes, aquel día tampoco podía concentrarse. Cada poco su mente se perdía en las desazonadoras imágenes de los sueños de las noches anteriores. Cada vez que se imaginaba a su marido encima de la mulata las columnas de números bailaban y toda su satisfacción por las ganancias acumulabas se esfumaba.
El problema era que, no sabía cómo, había empezado a tratar a su marido como una pertenencia más y no de las más preciadas, con lo que no se había dado cuenta de que era una persona que tenía unas necesidades, que no tenían por qué coincidir con las suyas propias.
La alarma del móvil le reveló que era la hora de coger el vuelo. Durante un instante pensó en aplazarlo todo y pasar la Nochebuena con su marido, pero en ese momento entró Marce con un montón de papeles en el regazo y soltando una catarata de agradecimientos por tener la oportunidad de hacer ese viaje. Marce era un becaria soltera y se moría por hacer méritos para continuar en la empresa así que no tenía problema en pasar las navidades fuera.
En cuestión de minutos estaban subiendo a la escalerilla del Gulfstream. Una azafata rubia y sonriente le recibió con una copa de Champán francés. Se arrellanaron en los cómodos asientos y tras un par de miradas airadas Marce finalmente se calló y se enfrascó en los papeles que había llevado consigo.
Al principio el vuelo fue entretenido, pero tras treinta minutos más o menos llegaron al mar y el paisaje se volvió de un monótono azul. Eran aun las seis de la tarde pero el aburrimiento y el champán le produjeron un ligero sopor y no tardó mucho en quedarse dormida.
No esperaba que el tercer espectro fuese la muerte en persona. Se quedó congelada de terror mientras la figura embozada en la negra túnica, con la capucha ensombreciendo su cadavérico rostro, se acercó y la rozó con un dedo huesudo.
Cuando sus ojos abandonaron la oscuridad se encontraban en un cementerio. El césped que cubría el suelo estaba totalmente agostado y las lápidas refulgían al la intensa luz del sol. Ni una nube se veía en el cielo. Un par de filas más adelante una familia se reunía en torno a una modesta tumba.
Se acercó un poco más y pudo distinguir a su asistente entre los presentes, vestida con un sobrio vestido negro. Se acercó un poco más y la observó más de cerca. Había engordado un poco y algunas hebras grises se intercalaban en su cabellera. Sin embargo lo que más le llamó la atención fue la cara, el dolor que se reflejaba en su rostro le recordó a La Piedad de Miguel Ángel. Sintiéndose una intrusa, a pesar de saber que no era visible para los presentes, se acercó a la lápida. Pablo Arbás había muerto con apenas veintidós años.
—Era un luchador. —dijo de repente un anciano que debía de ser su abuelo— A pesar de que nunca pudo disfrutar de los mejores cuidados, nunca se quejó ni pareció mostrar ninguna señal de desaliento.
—Sí. — dijo su padre— Cuando salió vivo de la tos ferina, lo primero que pensé fue que quizás hubiese sido mejor que hubiese muerto, pero ahora atesoro cada recuerdo que tengo de él. Nuestra vida nunca volverá a ser la misma y me parece increíble que no pueda volver a ver aquella sonrisa. La más sincera que haya visto jamás en un ser humano.
Durante un buen rato la familia de Pablo se reunió en torno a la tumba a rezar y a recordar. Antes de abandonar la tumba la mujer se agachó y dejo un pequeño Papa Noel sobre la lápida. En ese momento Elena se dio cuenta:
—¿Es Navidad? ¿Cómo es posible? Todos van en manga corta.
Las preguntas quedaron en suspenso cuando Julia le dijo a su familia que esperasen un momento y a pesar de las malas caras de todos se acercó a un enorme mausoleo de mármol negro.
El enorme monumento parecía abandonado estaba lleno de pintadas obscenas y la hierbas se incrustaban en las juntas de la piedra. Se acercó un poco más. Ningún adorno, ninguna señal de que alguien se acordase del ocupante de aquella tumba.
Al ver su nombre grabado en la piedra se le encogió el corazón.
—¡Déjalo ya! —gritó el marido de Julia— Esa mujer no merece más que pudrirse en el infierno. Buena parte de lo que ocurre en este país se debe a su intervención y tú deberías saberlo mejor que nadie.
Finalmente Julia se volvió hacia su familia y se unió a ella caminando de vuelta a casa.
Elena sintió ganas de preguntarle a la muerte qué era lo que había hecho, pero una mirada bastó para saber que ella mía conocía la respuesta. Todos los impedimentos que ponía en las reuniones sobre el cambio climático para favorecer a las empresas contaminantes , el abaratamiento de los sueldos. La sustitución de la mano de obra por computadoras, todo eso solo podía llevar al caos.
En vez de desplazarse a otro lugar, la muerte lo guio entre las hileras de tumbas. Cuando creyó que caminaban sin rumbo fijo el espectro se paró y señalo otro panteón más modesto que el anterior. Frente a él estaba un hombre que le costó reconocer como su hijo. Estaba delgado vestía ropas baratas. Cuando se acercó a la lápida vio que allí estaba enterrado su marido y Fabián el mayor de sus hijos. Al parecer habían muerto el mismo día.
—Un accidente de tráfico. —dijo la muerte rompiendo por fin su silencio—Tu marido llevaba a tus hijos a un centro de desintoxicación cuando un camionero exhausto tras doce horas conduciendo se quedó dormido chocando contra ellos. Solo Ricardo sobrevivió.
—¿Y dónde estaba yo? —preguntó Elena al borde de las lágrimas.
—De viaje, como siempre. Para entonces tu marido ya se había divorciado de ti y era el único que se preocupaba por los chicos. Tú para no sentirte culpable les dabas todo lo que querían haciendo la labor de Arturo aun más difícil.
La muerte se acercó a ella. Podía oler el intenso hedor a moho y podredumbre que emanaba de su cuerpo. Finalmente sintió el frío roce de sus dedos y todo se volvió oscuridad de nuevo.
Abrió los ojos de golpe y no pudo evitar un escalofrío a pesar de que el calor allí era infernal. Giró la cabeza para descubrir que esta vez era su tío el que la acompañaba.
—¡Ah! Sí, querida sobrina. Esto es lo que te espera. —dijo el fantasma mostrando los abismos hirvientes en los que miles de almas pecadoras eran torturadas hasta el fin de los días—Dios no solo es amor, también es justicia. Y una justicia severa con los que más le decepcionan. Porque tú tenías capacidad para hacer un gran servicio a la comunidad.
—Tú fuiste el que me guio... —replicó ella intentando justificarse.
—¡No te atrevas a echarme la culpa! —rugió el fantasma de César— Nunca nadie ha logrado que hicieses nada que tú no deseases hacer, así que no me eches la culpa de tus defectos.
Elena se encogió, intentaba cerrar los ojos y taparse los oídos para aislarse de aquella realidad, pero todo era inútil.
—Bueno, quizás me equivoqué y no tengas remedio. —dijo su tío acercándose y empujándola hacia la grieta.
Elena intentó oponer resistencia, pero César la fue empujando inexorablemente hasta que se despeñó por la grieta. Elena cayó entre la multitud de brazos anhelantes que tiraban de su cuerpo arrancándole la ropa con gritos desgarradores. Elena se cubrió la cabeza con las manos intentando protegerse del intenso calor, pero nada podía evitar que el fuego de la avaricia la consumiese...
Despertó y apenas pudo contener el grito de espanto. Había tenido pesadillas antes, pero ninguna comparable a esta. Cuando al fin se recobró había tomado una decisión.
Le bastaron unos minutos para averiguar dónde estaba el instituto de investigación líder en parálisis cerebral y desvió el vuelo hacia Atlanta.
El viaje fue maratoniano. Llegaron a Atlanta a la medianoche y tras unas llamadas, el director del proyecto accedió a concederle unos minutos aquella noche a cambio de una jugosa donación.
La conversación fue rápida y provechosa para ambas partes. Ante la confusa mirada de pilotos y ayudantes ordenó la vuelta a casa lo antes posible.
Llegó a casa destrozada, pero aun estaba a tiempo. Solo eran las diez de la mañana. Unas pocas llamadas más y la mejor ortopedia de la capital estuvo abierta solo para ella. Escogió una silla adecuada y dándole la gracias al dueño se la llevó ayudada por dos operarios.
La cara de sorpresa e incredulidad que puso toda la familia cuando Elena se presentó en casa de Julia con la silla de ruedas fue la mejor fuente de placer que había experimentado en su vida.
—Sé que no he sido la jefa que debería. —dijo Helena antes de que nadie pudiese decir nada— Pero algo me ha abierto los ojos, me he mirado al espejo y no me ha gustado nada de lo que he visto. Por eso no quiero que me deis las gracias.
—Yo... —intentó decir Julia.
—No, por favor, aun no he terminado. —le interrumpió Elena— También quiero decirte que te voy subir el sueldo un setenta por ciento y que voy a dedicar parte de mis recursos para dotar una fundación que se dedique a la investigación y tratamiento de la parálisis cerebral.
Tras un momento de suspense toda la familia de Julia la rodeó para darle las gracias. Montaron a Pablo en la silla de ruedas y este pronto se olvidó de ellos dedicándose a dar vueltas por el apartamento gritando de alegría.
La invitaron a la comida de navidad, pero Elena dijo que tenía cosas que hacer.
—¿Ves como no era tan mala? —dijo el marido de Julia dándole un codazo muerto de risa.
La casa estaba en total silencio. Creyó que no había nadie, pero Viola salió a recibirla.
—El señor llegó tarde. Aun está en la cama. No la esperábamos hasta mañana, ¿Algún problema señora?
—Oh, no. Gracias Viola y feliz Navidad. Puedes tomarte un par de días de permiso no te necesitaremos. Y esto es para ti. —dijo dándole a la sirvienta un abultado sobre.
—Gracias señora, es muy generosa.
—Eso no es nada. Te lo mereces por aguantarme y ahora pasa un feliz día de Navidad con tu familia.
La mujer salió y se esfumó rápidamente sin poder creer del todo lo que pasaba. Cuando llegó a la habitación de Arturo, le escuchó roncar suavemente un instante antes de que su presencia le despertase.
—Ah eres tú. —dijo un poco desorientado— ¿No estabas en América?
—Debería, pero me he dado cuenta de que dónde debería estar es con mi familia. Vamos vístete he quedado con los chicos en Zúrich. Vamos a tener una comida navideña y tenemos el tiempo justo para llegar.
Arturo enarcó las cejas sorprendido pero no dijo nada.
—Sé que estos últimos tiempos he sido una esposa nefasta. Lo entenderé si crees que lo nuestro no tiene remedio, pero me gustaría empezar de nuevo.
Su marido se quedó mirándola estupefacto un instante, luego se acercó poco a poco mirándola a los ojos y la besó suavemente.
—Todos tenemos de qué arrepentirnos.
De repente Elena sintió un irresistible impulso de abrazar a aquel hombre. El calor y la firmeza de su cuerpo despertó en ella deseos que hacía tiempo que no sentía. Miró el reloj. Aun tenía tiempo. El avión esperaría.
Su marido no se lo pensó tanto y levantándola en el aire la sentó sobre la cómoda. Elena colgó los brazos del cuello de su marido y le besó de nuevo, esta vez con más intensidad. Sus bocas se juntaron ansiosas y sus lenguas contactaron. El viejo y conocido sabor a tabaco de Arturo inundó su boca excitándola.
Abrió las piernas permitiendo que su marido acariciase sus muslos y su sexo por debajo de la falda. Con un tirón impaciente, Arturo le rompió los pantis y acarició con sus dedos la entrada de su coño. Elena se tensó y gimió un instante antes de bajar las manos y bajarle el pijama a Arturo. Durante un instante Elena bajó la mirada para observar como la polla de su marido entraba en ella colmándola de placer.
Solo entonces levantó la vista y mirándole a los ojos dejó que él la penetrara. Sus empeñones eran duros y secos llegando con ellos hasta lo más profundo de sus entrañas. Con las piernas entorno a sus caderas Elena le abrió el pijama acariciando su torso velludo. Él no fue tan paciente, le arrancó la blusa a tirones y le bajó las copas del sostén para poder besar sus pechos.
Arturo liberó años de frustración castigando a su esposa con todas sus fuerzas. Ella gemía y se agarraba a él con desesperación totalmente rendida.
Volviendo a cogerla en el aire la llevó hasta la cama y la depositó sobre ella. Elena se separó y se quitó lo que quedaba de su ropa mostrando a su marido un cuerpo aun atractivo con unos pechos grandes unas caderas rotundas y unas piernas torneadas por los ejercicios matinales.
Antes de que Arturo se acercara, ella se dio la vuelta dejando que la tomase como más le gustaba. En un instante estaba a cuatro patas soportando el peso de su marido que la follaba con todas sus fuerzas soltando roncos gemidos.
Sintió como el placer ahogaba todas sus dudas y vacilaciones. Aun amaba a ese hombre, aun amaba a su familia. Arturo la envolvió con sus brazos agarrando sus pechos. Notó como el sudor de su marido se mezclaba con el suyo anegando su espalda.
El calor, la excitación y el placer se mezclaron haciendo que el orgasmo fuese brutal. Su marido se dio cuenta y la penetró aun como más intensidad hasta correrse en su interior, provocando nuevos y más prolongados relámpagos de placer hasta caer rendido sobre ella.
Tras unos instantes se levantaron y se dirigieron a la ducha. Ahora el tiempo era todavía más justo.
—Tengo que confesarte algo. —dijo Arturo poniéndose serio.
—Me imagino lo que quieres contarme y no me importa. —le interrumpió ella poniéndole un dedo en los labios— Ahora lo que quiero es salvar mi matrimonio y mi familia. Si quieres contármelo para descargar tu conciencia hazlo, si no quedará olvidado para siempre.
Arturo la miró y fue lo suficientemente caballeroso para evitarle el mal trago. Cogiendo una esponja la impregnó de gel y la pasó por el sudoroso cuerpo de su esposa.
Elena se dejó arrullar por el agua caliente y las suaves caricias de su marido pensando que el futuro no estaba escrito...
FIN
Nota del autor: El autor es consciente de que lo que haría un banquero en la realidad sería seguir siendo el mismo hijoputa de siempre y comprar un montón de bulas papales por si acaso, pero qué demonios... ES NAVIDAD. ¡¡¡¡¡FELICES FIESTAS A TODOS!!!!!