Cuento de d. alfonso el bueno y la archiduquesa 1
D. Alfonso el Bueno es rey de un país de ensueño, tierra de sol y luz, flores y frutas, música y bailes...de la Alegría... Pero D. Alfonso está triste, pues acaba de perder a su amada esposa, muerta a los seis meses de casarse... Pero el reino necesita un heredero y, por triste que esté, por más que añore a su difunta esposa y menos ganas tenga de sustituirla, su obligación es volver a casarse
CUENTO DE D. ALFONSO “EL BUENO” Y LA ARCHIDUQUESA
(CASI UN CUENTO DE HADAS)
CAPÍTULO 1º
Érase una vez, hace mucho tiempo, un país casi de magia: “Hispanialand”. En este país, y entonces, la gente era muy dichosa, pues Hispanialand era una tierra de sol, de frutas, naranjitas y limones, de flores, de canciones y de bailes… Algo así, como el país de la alegría. Este país de magia y ensueño tenía un rey, D. Alfonso el Bueno, tremendamente querido por su pueblo pues él era, en verdad, un buen rey, por eso le llamaban el Bueno; joven, guapo, apuesto, viril, valiente… En fin, que no tenía por donde Fortuna le soltara. Pero D. Alfonso no era feliz; es más, era muy, muy infeliz; muy, muy triste, pues pocos meses aún hacía que perdió a su más que amada esposa, su prima María de las Mercedes, fallecida de unas fiebres a los seis meses de casarse…
Y, para más dolor, el diario recuerdo que de su pobre Merceditas hacían las niñas, jugando al corro justo debajo de los balcones de palacio, desperdigadas por los jardines que lo rodeaban, vergeles que, aunque reales, propiedad de la corona de Hispanialand, la bondad de D. Alfonso el Bueno habíalos hecho públicos, al donarlos a ese pueblo capitalino, cantando una cancioncilla que a saber quién la compuso ni de qué rincón salió, pero que cobró enorme fama popular, en especial entre la femenina chiquillería, nada más morir la muy amada reina de Hispanialand, pues no sólo era idolatrada por su egregio marido, sino que también por todo el pueblo “hispanialandino”, aunque muy especialmente, por la población de la tal ciudad capitalina, algo así como Madrid, pero en idioma antiguo; y es que, la cancioncita de marras decía así:
¿Dónde vas, Alfonso el Bueno;
Dónde vas, triste de ti?
Voy en busca de Mercedes
Que ayer tarde no la vi
Merceditas ya se ha muerto
Muerta está, que yo la vi
Cuatro duques la llevaban
Por las calles de “Maad-riz”
Y claro; eso es lo que le faltaba al pobre D. Alfonso el Bueno; que las dichosas niñas aquellas le recordaran, día sí, día también, y el de en medio, para que no faltara nada, a su más que añorada, llorada, Merceditas, el amor de sus amores. Pero es que, como dice la ley del Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”… Pero con un muy particular matiz en este particular caso de D. Alfonso el Bueno: “Si una cosa mala, puede volverse peor, se volverá, sin Dios que lo remedie, por más señas”… Porque eso, justamente, es lo que al bueno de D. Alfonso le sucedió cuando aún su corazón vestía luto riguroso por la insustituible pérdida de su amada esposa.
Fue su Gran Chambelán, léase, Presidente del Gobierno, un tal D. Antonio de las Cánovas y de No Sé Qué Castillos(1), quien vino a meterle el dedo en la llaga de su dolor. Este D. Antonio de las Cánovas y Tal, y Tal, y Tal, era hombre terrible, por su ominosa seriedad; no es que, de por sí, fuera mala persona, ni muchísimo menos, pero sí persona algo más que seria, implacable en cuanto tocara al odioso “DEBER”…la abominable “OBLIGACIÓN” de cada individuo, sea cual fuere su situación o nivel social: Ante todo, todo el mundo, de Dios abajo sobre la Tierra, debía someterse a su obligatorio DEBER… Y un rey, con mucho más motivo, pues su cometido en la Tierra debía ser dedicarse, en cuerpo y alma, a procurar felicidad de su pueblo…de sus súbditos… Idea esta peregrina donde las haya, pues ya me diréis a qué gobernante le importa su pueblo más allá de una higa, pero esto, “mes amis”, es un cuanto… Y casi, casi, de hadas, príncipes y princesas.
Pues en fin, y como decía, ese implacable censor del real deber que era D. Antonio de las Cánovas y Tal, y Tal, y Tal, le canto las verdades del barquero al cuitado D. Alfonso el Bueno, hasta el punto de que éste, sacrificando su más que íntimo dolor, se prestó a concertar nuevas nupcias con una segunda esposa, cuya elección, de momento, dejó en manos de esa especie de perro Cancerbero del real deber de D. Alfonso, pues bueno estaba él para tales virguerías de buscarse, por sí mismo, novia con la que volver a casarse… Horrendo sacrilegio a la memoria de su bien amada Merceditas, más que pérfida traición, le parecía tal cosa, con lo que le repugnaba cosa fina el sólo plantearse la tal posibilidad… Casarse otra vez… Abandonarse en los brazos de otra mujer, cuando aún retenían sus labios el recuerdo de los dulces besos que su bien amada le dispensara en los cortos, escasísimos, para sus anhelos, momentos de conyugal intimidad que con su amadísima Merceditas pudo disfrutar
Pero entendió que el deber es eso, el deber, y por encima de sus personales sentimientos estaba el bien del reino, lo que demandaba darle un heredero legítimo que le sucediera a su muerte, salvando así un complicado interregno de inseguridades legales ante el vacío de poder que significaría un reino descabezado al carecer, siquiera momentáneamente, de rey a su frente. Y eso, asegurar la legítima sucesión al trono, reclamaba que él hiciera de tripas corazón y volviera, necesariamente, a casarse. Pero como él para tales liviandades no estaba, dejó en manos del Cancerbero de su real deber la elección de la que sería nueva reina de Hispanialand.
Así que el susodicho Cancerbero se puso manos a la obra con más que encomiable afán, con lo que en un periquete le tenía seleccionadas un ramillete de princesas europeas casaderas, con sus correspondientes retratos, para que D. Alfonso pudiera verlos, conocer a las principescas féminas candidatas a su blanca mano y su real tálamo, a través de las pinturas que eminentes pintores de la ápoca hicieran de sus rostros… Dentro de lo que cabe, claro está, pues ya se afanarían los tales pintores en ocultar lo menos atractivo de los, a lo mejor, no tan gentiles rostros. Pero eso, elegir de entre ellas la que acabara por compartir su real tálamo, al bueno de D. Alfonso el Bueno le importaba menos que a este servidor de Dios y ustedes vosotras/vosotros, lo que esta mañana se encontró, que, dicho sea de paso, y aunque para nada venga a cuento, aclarar que este servidor de Dios y ustedes vosotras/vosotros, ni repajolera cosa se encontró esta mañana, ¡cachin diela!, con lo bien que me hubiera venido encontrarme más que sólo fuera algún que otro milloncete de euros, vaya por Dios “et in remisionem” de mis muchos, muchísimos, pecados…
Pero dejémonos de “gilipuerteces”, que ya se me está yendo el santo al cielo, y volvamos al tajo. Quería decir, que por la desidia de D. Alfonso, fue también el Cancerbero el que hizo la final elección, resultando ser la agraciada una tal María Cristina de Cualquiera Sabe Qué Burgo y Otras Yerbas Terrenales(2), mujer de aspecto serio, muy a juego y gusto del Cancerbero, qué se le va a hacer, que de todo debe haber en la viña del Señor, cosa que a D. Alfonso más bien que se la traía al pairo… Total… Si no la quería más que para lo de la sucesión al trono, qué más daba que fuera así o asao… Más bonica o más fea… Más alegre o más avinagrada… Ar finá, “pa eso” na más, toas valen…
En fin, que pasado el año desde el sepelio de la anterior reina, esa María de las Mercedes de imborrable recuerdo y, por ende, cancelado ya el año de luto oficial, Urbi et Orbe en todo el Reino, los servicios diplomáticos del gobierno del Reino hicieron los trámites oficiales ante la autoridad que decidía los destinos de la princesa agraciada, esa María Cristina de No Sé Dónde y No Sé Qué Más, que al conocer tan buena nueva se dijo para sí misma y sus más íntimas entretelas de mujer: “¡Toma cha, “piazo” bollito leche que mi vi a meter p’al cuerpo”… Algo así como la verbigracia de que “La suerte de la fea, la guapa la desea”, porque la tan nombrada María Cristina de Tal y Tal, tenía menos gracias que un entierro, dicho sea de paso. Y es que, no lo olvidemos, el bueno de D. Alfonso el Bueno, y válgame la “poética” redundancia, también podría ser conocido por D. Alfonso el “Bien Hecho” y el “Tres Veces Guapo”, pues era un verdadero “pibón” al “respective” de masculino bellezón, lo que, asociado a sus veintidós añitos… “Cazi na”, que diría un sevillano, o sevillana, “serrao/serrá”…
Y allí teníamos a D. Alfonso el Bueno, año y algo tras la muerte de su añorada esposa, poniéndose en camino hacia un país lejano, a muchos, pero que muchos kilómetros de la capital de su reino, amén de más frío que un témpano, en esa Europa Central que el Diablo confunda. Iba acompañado por un aristócrata del más rancio abolengo entre la aristocracia de Hispanialand, poseedor de múltiples títulos de nobleza, cuatro de ellos con “Grandeza Hispanialandina”, entre los que se encontraba el de un ducado de no sé qué numeral-ordinal, amén del marquesado de AlKa-Ñices, por lo que se le conocía normalmente por Pepe AlKa-Ñices(3), por su nombre de pila, José, añadiéndole el del marquesado que ostentaba. Y, en fruslería de añadidura, un fortunón en “money, money” que “pa qué las priesas”
Este Pepe Alca-Ñices era hombre de edad un tanto madura, cincuenta y cuatro-cincuenta y cinco años por tal época; muy cosmopolita, poseía una mansión solariega en Francia, donde pasaba largas temporadas anuales. Y, por si algo podía faltarle, estaba casado, con una princesa rusa de impar belleza, para más albricias de este Pepe Alka-Ñices, de la que, las “lenguas de doble filo”, se empeñaban en hacerla hija adulterina del Zar de Todas las Rusias Nicolás Iº. El prócer “hispanialandino” tenía gran ascendiente sobre el jovencísimo monarca, veintidós añitos a la sazón, del que había sido algo así como mentor o tutor en su minoría de edad, cuando D. Alfonso le cobró extremado afecto, hasta el punto de verle como un padre, y que siempre fue su más íntimo y fiel amigo, amén de consejero privado de excepción, en el cual el Cancerbero de la Real Obligación, ese D. Antonio de Ni Sé Cuántas Cosas, ponía su confianza, como racional valladar ante las juveniles barrabasadas del monarca, que manco a ciertos “asuntillos”, precisamente, tampoco era
Siguiendo con este cuento, decir que la pareja, D. Alfonso, y D. Pepe Alka-Ñices, con unas cuantas personalidades más en real séquito, arribaron finalmente al lugar donde moraba la princesa elegida como próxima reina de Hispanialand, y a la mansión que era residencia de la tal princesa, junto a su señora madre, la archiduquesa Isabel de Las Múltiples Yerbas Territoriales(4), viuda de varios años, unos cinco, por más señas. Y la verdad es que, cuando al D. Alfonso le fue presentada la que, lo viera como lo viese, era su novia, quisiéralo o no, se le calló el alma al suelo, pues lo más seguro es que, en su coleto, le dedicara aquél famoso piropo mitad santo, mitad pájaro, que a una turista inglesa cierto hispanialandino le dedicara hace ya un porrón de años: “¡La Mare de Dios, y qué “loro” e mujé!”
Y es que, la María Cristinica de No Sé Cuántas y Cuántas Cosas, resultaba, a “prima vista”, digamos que poco agraciada; y no tanto por su figura, que, la verdad sea dicha, sin parecer modelo de pintor de femeninas gracias, tampoco estaba tan mal: Delgadita, alta, no mal proporcionada… Pero a su rostro, que en sí no era tan desagradable, le afeaba bastante una cierta rigidez de gestos, amén de “lucir” sus labios un claro rictus de fría seriedad que echaba “p’atrás por la sensación de antipatía connatural a tal rictus. En realidad, la tal princesa no era así, sino que su carácter era más afable que menos amén de poseer una sensibilidad muy poco común, pero también era muy, muy tímida, y esa timidez es la que le hacía aparecer así, persona muy poco agradable. Pero también sucedió otra cosa; que si la novia le dejó más gélido que frío, la que habría de ser su suegra le causó una excelente impresión de mujer algo más que atractiva a pesar de sus ya treinta y muchos/cuarenta y muy pocos años. Ítem más; de ella, diría un conocido cronista de la época que “Es de una belleza todavía esplendorosa, digna del pincel de Rubens “(5)
La visita de D. Alfonso y su “colega”, Pepe Alka-Ñices, se extendió a través del tiempo que la buena etiqueta al respecto señala; como quién dice, ni un minuto más, ni, tampoco, uno menos. Durante todo ese tiempo, la princesita María Cristina, se condujo como debe conducirse toda señorita de la alta sociedad europea ante su futuro esposo, sirviendo personalmente el té y las pastas y pastelitos elaborados, sí, en las cocinas de palacio y por sus cocineras-cocineros jefes, pero bajo el personal control y la dirección de la novia oficial de D. Alfonso, mostrándose además de lo más afable con su futuro esposo. Claro está; dentro de lo cabe, cabía, en ella… Y también la agraciada suegra fue de lo más amable con los dos visitantes durante todo ese tiempo… Por fin, la pareja visitante abandono la mansión, retirándose hacia el hotel que les alojaba en la más que cercana capital de ese Imperio centroeuropeo, departiendo entre ellos. Así, mientras se dirigían al carruaje que habría de llevarles hasta el hotel, D. Alfonso dijo a su casi mentor y amigo del alma
- Dime Pepe; ¿qué te ha parecido mi “novia”?
- Pues… Bien; muy bien… Muy educada, muy culta… Elegante… Sabe estar y conducirse… Sí; muy bien…
- No te esfuerces en querer quedar bien Pepe; a mí tampoco me ha gustado... Pero te habrás dado cuenta de que la que está que "cruje" es su madre…
El viaje de D. Alfonso para conocer a su novia tocó a su final tras otras dos o tres visitas más a aquella mansión, regresando tras ellas a casa; a su palacio real. Y desde que volvió, D. Alfonso empezó a variar en su forma de ser. Por naturaleza, él era un hombre alegre, muy, muy abierto y campechano, digamos que algo así como una marca de fábrica de su familia, pues su madre y su abuelo materno, los dos precedentes reyes del reino, eran, justo, así. Pues bien, desde su regreso, D. Alfonso se tocó en persona pensativa, si no triste, sí preocupada hasta parecer más adusto que otra cosa, apareciendo siempre serio, grave, como sumido en incesante lucha interior. Enseguida, desde el gobierno, por medio de su, podríamos decir, conciencia de su deber de monarca, ese Gran Chambelán que era D. Antonio de las Cánovas y los Castillos, empezaron a urgirle sobre la conveniencia de abreviar lo de la petición de mano de la princesa María Cristina de Tal y Tal, y dar fecha a la boda por el bien de la nación, a lo que D. Alfonso, mostrando una supina indolencia al efecto, sólo hacía que dar largas y largas y más largas, sin concretar nunca nada
Al fin, ese Cancerbero de la real responsabilidad, D. Antonio de las Cánovas y Tal y Tal, se le plantó a la brava, como quién dice, llamándole al orden. ¡Y de qué manera!, lo que provocó que D. Alfonso pegara la gran campanada: Que de casarse con esa princesa que le enjaretaran muy a las anchas de los demás, que no a las suyas, nada de nada… Que el matrimonio era una cosa muy seria para reducirla a mera razón de Estado, pues de él dependía…podía depender, la felicidad o desgracia de los seres humanos… Y que él, no quería casarse así, sin amor… Por mera razón de Estado… Que claro que entendía que debía dar un heredero a la corona… Y lo haría, casándose y engendrando descendencia… Pero que lo haría por amor, y sólo por amor… Con una mujer que amara y que también ella le amara a él…
D. Antonio, ese Gran Chambelán, quedó a cuadros con lo que su soberano soltó por su boca, y, en añadidura, con una real mala leche que “pa” qué te cuento, lo que le amilanó un tanto, que un real soberano teniéndotelas más que tiesas, amilana un rato; pero se rehízo y volvió a la carga con lo de que, realmente, un matrimonio no tenía por qué fundamentarse en el amor, pues matrimonios de conveniencias los había a manta; los había habido y los habría mientras el mundo fuera mundo… Que la mayoría de sus antepasados así se habían casado y que porqué tenía que ser él la excepción a tal regla… Que podía casarse perfectamente con esa novia que el Estado le deparara, la princesa María Cristina del Ignoto Burgo y Otras Yerbas, engendrar en ella descendencia que proveyera de legítimos herederos a la corona y si después le apetecía liarse con cualquier otra hija de Eva, por amor o simple vicio copulativo, pues muy santo y muy bueno, diga lo que diga la Santa, Católica y Apostólica Iglesia Romana, el Papa, y el sursuncorda si se tercia, porque eso, las relaciones extra-conyugales de los reyes…y las reinas, qué carajo, que de todo hay en la viña del Señor, de siempre ha existido, existe y existirá… Pero que si quieres arroz, Catalina… Diálogo de sordos, pues D. Alfonso ni oír quería a su conciencia del deber, por lo que acabó por, muy amablemente, eso sí, mandar a hacer puños para hoces, es decir, a hacer puñetas, al pelma del D. Antonio, su real Gran Chambelán, cuando sin más le dijo
- Puede usted retirarse, mi querido D. Antonio… Es que, estoy algo ocupado, ¿sabe?… Perdone, por favor
Y a ver qué puñetas hacía ese D. Antonio de los pecados de D. Alfonso el Bueno, sino abotonarse la muy, es decir, cerrar la boca, y, haciendo más reverencias que versallesco palaciego, hacer “mutis por el foro” como se dice en el teatro… Pero más “mosca”, preocupado, que pavo en Navidad. Así que, sin pérdida de tiempo, acudió al célebre Pepe Alka-Ñices manifestándole sus cuitas y preocupaciones, a lo que el fiel amigo del monarca comenzó por quitarle importancia al asunto: Su majestad era aún muy joven, con lo que tiempo había para solucionar lo del legítimo heredero a la corona, a lo que D. Antonio respondió con que sí, el monarca era muy joven aún, pero tampoco estaba a salvo de un mortal accidente, o una maligna enfermedad que, en plena juventud, se lo llevara al Valle de Josafat
- Y ahí tiene usted el caso de la anterior reina, Dª María de las Mercedes, fallecida a los dieciocho años(6)
Y claro, eso le preocupó también a ese hombre, muy cosmopolita, muy extravagante, muy “snob”, como ahora se dice, pero también con la cabeza sobre los hombros, con lo que no se le escapó el lío tremendo que podía ser, para la Nación, que el rey muriera sin descendencia directa, pues hasta a la guerra civil podría llegarse, con sus posibles herederos, parientes no cercanos, primos segundos o terceros, a lo mejor liándose a palos entre ellos, y arrastrando a la nación a una guerra de banderías sucesoria… Que bien fresca tenían la guerra civil que se desató en Hispanialand no tantos años atrás, por esas razones dinásticas(7)
Así que fue este Pepe Alka-Ñices quien, finalmente, intervino ante su soberano y amigo, para hacerle entrar en razones, exponiéndole a todo cuanto podía exponer a su país, a su querido pueblo ,si persistía en su negativa a casarse ya mismo, y con la princesa María Cristina, la mejor candidata a ser la consorte del rey que ya también veía él. Le decía:
- Desengáñate, Alfonso; en la cama, a la hora de la verdad, todas las mujeres son iguales, las quieras o no las quieras, las ames o no las ames, te gusten o no te gusten… Todas, por finales, pueden satisfacer a su marido en tan cruciales momentos. Que luego te encaprichas de otra, te enamoras incluso, pues nada: La haces tu amante y Santas Pascuas…
Y aquí, a D. Alfonso no le quedó otro remedio que “cantarle la gallina” a su amigo y confidente: Estaba enamorado… Y, además, muy, muy enamorado… Perdidamente enamorado de una mujer… Tal vez, la única mujer de la que no debía enamorarse: La que, según lo previsto, debería ser su suegra… La archiduquesa Isabel de Las Infinitas Yerbas Territoriales… La madre de su novia oficiosa, esa archiduquesa Isabel de No Sé Cuántas Cosas. Y, al escucharle, el Pepe Alka-Ñices se quedó sin habla, petrificado… ¡Dios y qué embrollo el que su pupilo y amigo podía formar! No quería ni pensarlo… ¡Dejar a la que ya se consideraba nueva reina de Hispanialand, por su propia madre!... ¡Ahí es nada!... ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!... ¡Cógenos "confesaos", Seño; cógenos "confesáos"...
(Notas al texto, al pie del último capítulo, el 3º)