Cuatro señores y la campesina.

En la Edad Media los señores tenían derecho a todo y las pobres doncellas, a nada. PERVERSIÓN con mayúsculas

Cuatro eran, cuatro. El tabernero, bajo, clavo y rechoncho los recibió cerca del establo. Llamó a uno de sus chicos, quizás un hijo, un sobrino, un bastardo o un empleado y éste se ocupó de las monturas de los señores. Cuatro eran los caballos, cuatro los señores. Cuatro caballos distintos como los de los jinetes apocalípticos.

Capas de piel de lobo y zorro, pantalones de lana, cuero hervido de todos los colores, cinturones y cintos con tachuelas de bronce, plata y oro. Cuatro señores ricos. Unos más que otros.

Las botas sucias de barro mancharon el piso de madera de la taberna, siempre immácula por el trabajo de la mujer. Un par de viajeros cenando, un sacerdote pelirrojo, y un borracho local, al que el tabernero se apresuró en sacar de allí, no fuera su visión a importunar a los señores y a su bronce, oro y plata, ocupaban el comedor.

Se les dispuso una mesa para seis. El tabernero se acercó y les explicó la comida a los señores. Dieron su visto bueno.

Dos eran mayores que él, casi ancianos, pasado el medio siglo. Uno estaba gordo como un tonel y el otro delgado y enjuto como un palo seco. El primero estaba calvo, pero el vello canoso le salía por el cuello de la camisa. El segundo tenía el pelo de color rojo encendido, rizado, hirsuto, con severas cejas pobladas y apenas pelusa en el resto de la cara.

El más joven era el más rico. Llevaba las mejores ropas, con el pelo rubio bien peinado y cepillado, brillantemente recogido en una coleta trasera. Parecía un joven risueño, con las manos grandes y las piernas largas. Los ojos vivos, brillantes e intimidantes.

El cuarto era una mole de al menos dos metros. Sus ropajes eran los más sencillos y su cara, la más dura. Tenía los labios finos, apretados, las manos tan grandes como sartenes, las piernas tan musculosas como los jamones de un cerdo y el cuello grueso de un toro bravo. Sus ojos eran negros, fríos; y sus cejas, pobladas. Le surcaba la cara una cicatriz y sus dientes eran desiguales y mellados. No dejó la espada a un lado como el resto. Él no. A este le gustaba matar. Usó su propio cuchillo oxidado para cortar el pan mientras él les colocaba los cuencos de madera en frente. No podía quitarle la vista de encima a la bestia, mientras los hombres hablaban de su cacería. Había sido mala y eso siempre ponía de mal humor a los nobles.

Hizo una reverencia y salió presuroso hacia la cocina, a buscar a su mujer.

-Han venido unos señores a comer, no tienen buena pinta, no salgas de aquí.

-¿No pagarán?

-Espero que sí-Lo que temía era otra cosa. Su mujer era joven, veintiocho años,  hermosa y en su taberna no había prostitutas que pudieran satisfacer a los señores. Si no la veían, nada tendrían que temer. Cogió el caldero de alubias y volvió al comedor.

Se le heló la sangre al entrar. La mediana de sus hijas hablaba con aquellos hombres, al menos, con tres de ellos. El asesino miraba a través de los ventanales opacos a ningún sitio. El pelirrojo cogió a la niña en brazos y la subió a la mesa. Se acercó corriendo, quemándose.

-Mis señores, disculpen a mi hija. La naturaleza de los niños es curiosa… Y si les ha molestado...

-Tú nos molestas-contestó el calvo. La mole le quitó la olla de las manos y se sirvió comida. El pelirrojo se sacó una moneda de cobre de la bolsa de cuero prendida a la cintura y se la dio a la niña.

-Más vale que sea verdad que te sabes la canción del oso y la loba-rió. Su hija empezó a cantar, con su voz dulce y pastosa, una canción de juglares demasiado picante para que ella pudiera entenderla. Pero ellos se rieron, aplaudieron, todos menos el gran oso, y silbaron emocionados la tonadilla de la niña. La obsequiaron con otra moneda más de cobre-¿Sirves tú la mesa en casa?-le preguntaron. Ella negó.

-Mi hermana Lucy.

-Dile a tu hermana Lucy que venga y nos traiga el vino que suele servirle a vuestro padre, no el que le servís a esta chusma-dijo mirando al tabernero-Y se lo pagaremos.

-Yo lo traeré-dijo él.

-No, ella lo hará. Tú te quedas aquí-intervino el rico, poniendo un cuchillo sobre la mesa. Apremiada, la niña salió corriendo a buscar a su hermana Lucy, sin darse cuenta de la amenaza velada que corría sobre su familia. Las judías no se habían enfriado cuando entró la niña pequeña anunciando que ya llegaba su hermana, que había ido a buscar el vino.

Cuando la muchacha entró, el padre intentó apresurarse y quitarle la jarra de las manos para despedirla de allí. Fue en vano.

-Alto, que ella lo traiga-Lucy así lo hizo. Se acercó a ellos, bastante segura y les colmó los vasos de vino-¿Cuántos años tienes, Lucy?-preguntó el rico.

-Tengo…

-Joven. ¿Estás prometida, ya?

-Sí, mi señor. Pero mi padre dice que soy joven y no me casaré hasta dentro de dos años.

-¿Con quién vas a casarte?

-Con el hijo de Jon Earring, tienen una granja en el pueblo, mis señores, ganado bueno: ovejas, vacas, cerdos y cabras.

-¡Cerdos!-expresó el calvo-No está hecha la miel para la boca del cerdo. ¿Verdad, mi señor Hornwood?-hubo un silencio y después un susurro.

-Lord Hornwodd-se asombró el tabernero- No sabía que erais vos. Habría matado un lechón nada más verle llegar, y ahora estaría cocinándose en su grasa para vos.

-No me hables más de cerdos, tabernero-sonrió a Lucy, una sonrisa peligrosa. La niña era delgada y tenía la piel blanca para ser pobre. Los ojos eran grandes y redondos como los de un ciervo y del color de la miel. Tenía el pelo liso y largo, recogido en un moño juvenil, con unos rizos que le caían sobre la frente. Apretaba la jarra con fuerza y los nudillos estaban blancos.

-Decidnos, Lucy, ¿veis mucho a vuestro novio, Earring el porquerizo?

-Cuando vamos al pueblo-El rico se inclinó sobre la mole y ésta se levantó. El tabernero contempló con pavor como éste azuzaba fuera del salón al resto de comensales.

-Mis señores…

-Olaf-dijo simplemente el rico. Y la mole le cogió por debajo de los hombros y lo arrastró hacia la puerta.

-No, no, por favor, mis señores, Lord Hornwood, no, se lo suplico…-fue lanzado a la calle, vio cómo cerraban la puerta y oyó cómo la atrancaban.

-Tu hermana nos ha cantado una canción muy bonita que nos ha abierto el apetito a todos. ¿No es cierto?-preguntó el Lord. Los demás asintieron.

-Sabe muchas canciones y tiene buena voz.

-¿Y qué sabes hacer tú?

-No sé cantar.

-Pero seguro que tienes otros talentos-se levantó y le soltó el pelo-Muy bonito. Ya puedes dejar esto en la mesa-le arrebató la jarra de vino y dejó sus manos libres. Tenía la piel de la cara suave y respiraba con agitación.

-Servir, mi señor, y cocinar.

-Seguro que hay más-le desató el delantal y lo tiró a un lado.

-Por favor…

-Chist…-los otros hombres, menos la mole, permanecían sentados. El joven Lord le recogió la falda y le sacó la túnica de lana por la cabeza.

-¿Cuánta ropa llevan los pobres?-preguntó impaciente el pelirrojo-¡arráncasela!

-No la asustes-dijo con una sonrisa. Le apartó el pelo a un lado y le quitó la siguiente túnica de lana, de color ocre. Se sorprendió de que llevara calzones, aunque quizás se debiera al frío. Se puso delante y los desató.

-No nos dejas ver-dijo el calvo. Él sí veía. Lucy tenía la piel aún más blanca bajo la ropa, blanda y lechosa. Sus tetas eran pequeñas, redondas, algo bizcas, y de pezones rosados. Pequeñas frutas inmaduras.

Se apartó de ella cuando estuvo totalmente desnuda, para que los otros pudieran verla.

-¡Oh!-admiró uno-Me gustan las tetas pequeñas.

-No hacen que tu polla parezca más grande-le contestó el pelirrojo. El Lord rió y le pellizcó una tetita a la niña. Ella trató de taparse y empezó a jadear, nerviosa.

-Puedo bailar y cantar-dijo por fin, entre sollozos-Puedo…

-No.

-Por favor, por favor… ¡no… -una manaza le tapó la boca. Alzó la visto y vio a la mole. Le daba un miedo atroz aquel hombre, incluso cuando evidentemente era el menos interesado en ella.

-Túmbala en la mesa-la cogió como a una muñeca y la puso sobre la madera. Ella trató de retorcerse. La mano de la mole seguía tapándole la boca y ahogaba su llanto. La madera estaba lisa y pulida contra su piel. Al segundo, fueron las manos de los compañeros, el calvo y el pelirrojo, las que la tocaban. Le sobaban la carne del vientre, los brazos, las piernas. Le masajeaban, palpaban y pellizcaban las tetitas. Entre lágrimas y brazos vio que el Lord se quitaba las prendas.

-Quítale la mano. Ahora sí la quiero con la bocaza abierta-ordenó a la mole-si no abre la boca, ábresela-los otros la sostuvieron por los brazos y las piernas. El Lord se acercó a ella con la polla en la mano y la mole miraba a unos metros-Abre la boca, ábrela…-negó-¡Olaf!-El gigante se acercó, le introdujo un dedo en la boca y supo que si le mordía le saltaría los dientes de un puñetazo. Abrió la boca sin rechistar. El joven Lord le metió la polla hasta dentro, y Lucy abrió los ojos sin poder respirar.

-¡Oh, ohhhh!-gritó él. Ella se sacudió, pero el calvo le sujetaba los hombros y el pelirrojo los tobillos. Sacó la polla del todo y ella dio una arcada. Lord Hornwood aprovechó aquella arcada de asco para volver a clavársela. La chica tenía la boca abierta, la lengua fuera y la boca húmeda por las nauseas.

-Ahhhh, ohhhh, ahhhh-volvió a sacarla rápidamente e igual de raudo se la volvió a meter-Mmmmm, oh-con la mano en su cintura empezó a empujar dentro de la boca de ella-Aparta-dijo. Se puso en el lugar del calvo-aguantadla aquí-ordenó. La mole le sostuvo un hombro y el calvo el otro. Y él se colocó encima y empezó a follarle la boca sin piedad-¡Ahhh, joder!-ella lloraba y chorreaba babas y, cuando él se la metió hasta los huevos y empujó tapándole la nariz, ella sacudió las piernas en un intento por respirar y lo llenó de saliva. Tenía la polla brillante y sedosa de babas, las venas iban a reventarle de gusto y cada vez que los pequeños dientes de ella le acariciaban la piel se le hinchaban un poco más. Lucy sentía un escozor inhumano en los ojos y un dolor inmenso en el estómago y el pecho. Él le paseó el rabo por la cara, pegándole con él y ella aprovechó para coger aire y seguir llorando-Ya casi está… no llores-le dijo.

-Aunque aún faltamos nosotros-dijo el calvo. Abrió la boca de terror y Lord Hornwood aprovechó para metérsela hasta la traquea. Se quedó allí, empujando, sin salir de la boca del todo. Le retorció un pezón y le masajeó la otra tetita mientras empujaba-¡Sí, sí, sí! Ahhhhhhh, traga, traga, traga-y cada vez que lo decía se la clavaba.

Ella se atragantó cuando él se derramó en su boca. El semen le salió por la comisura de la boca y por la nariz. Pero él no sacó su polla de la humedad. El esperma blanco le caía de la boca y la nariz, se mezclaba con su saliva y sus lágrimas.

-Vuestro turno-dijo. El gordo  y clavo se apresuró a sacarse la verga. No la tenía grande, pero sí cabezona y deforme como un seta venenosa. Tenía pelo por todo el redondo cuerpo, tanto que si no fuera por el rostro humano, bien podría haber pasado por un trasgo. Se humedeció la punta de la polla con saliva y la miró sonriendo y babeando como el cerdo que parecía-¿Qué haces?-preguntó Hrnwodd.

-Me la voy a follar-le abrió las piernas y le miró el conejito-Qué maravilla.

-No quiero bastardos, lo sabes. Fóllate la boca o el culo, nada más-terminó. El calvo arrugó la nariz en disgusto.

-El culo quería estrenárselo yo-dijo el pelirrojo.

-Se siente-dijo el calvo. Acercó la punta del rabo al agujerito de ella, empujó y ella se quejó, pero aquello no cedió-No entra.

-Siempre entran-el calvo se agachó y empezó a lubricarle el culito a la joven Lucy. Al cabo de unos segundos levantó la cabeza.

-Joder, tienes que probar esto...-dijo y le dejó paso al otro hombre que enterró la cabeza entre las piernas de la niña que se retorcía y lloriqueaba mientras los hombres reían y se la disputaban entre empujones.

-Dejad algo para Olaf-dijo el señor. El gigante se adelantó, estaba vestido del todo. Lucy gritó, suplicó que la follaran los otros dos, lo pidió a voces, todo menos que el gigante la deborase. Podría arrancarle la carne con un mordisco.

Olaf el gigante, con el pelo sucio, los dientes torcidos y partidos, cogió a la niña por los muslos y la subió hasta él. Los hombres miraron como bebía de la chiquilla que se retorcía y gritaba.

-Ahhhh, Ahhhh-Una mano de Olaf era tan grande como una nalga de la niña. No sabían si le estaba comiendo el coñito o lo engullía. La barbilla la tenía en el culito, pero la nariz le llegaba casi al ombligo. Miraba a Lucy mientras la comía a lametazos-Ah ¡Ah! ahhhh ¡AH! ahhhh! Ay, ay, ay ¡ahí, ahí, ahÍ!-empezó a gemir.

Los otros hombres se miraron sorprendidos, pero luego estallaron en carcajadas.

continuará...