Cuatro bodas y un funeral

Está bien eso de que la gente se case. Salen muchas cosas buenas de las bodas.

Lo único bueno que tiene cumplir años es la experiencia que adquieres de la vida. No, no me voy a poner filosófico, pero me estoy acercando a los treinta y empiezo a plantearme mi vida, mis vivencias, mis experiencias… Como muchos, me he pasado años estudiando, otros tantos intentando forjar un futuro laboral, y entre tanto no he sabido aprovechar el tiempo. Porque una cosa que sí tengo clara es que hay tiempo para todo y que hay que aprovechar las oportunidades.

Pero por desgracia, de esto me he dado cuenta ahora. Será entonces un síntoma de madurez. Pero no sólo madurez emocional, sino madurez sexual; la que más me importa en este momento. El conocer tu cuerpo, tus inclinaciones, tus tendencias, tus habilidades o, por qué no, tus defectos. Y en ese estado alcanzas seguridad, y la seguridad se transmite, así que te sientes más sexual y eres capaz de que el resto del mundo sepa apreciarlo.

Pero aparte de esto, acercarse a los treinta y tener amigos, significa que éstos se casan, hacen despedidas de soltero y grandes fiestas con un montón de gente. Y lo bueno que tiene vivir en un pueblo, es que la gente se deja llevar y se van casando uno tras otro por lo que las bodas, -y las posibilidades-, se multiplican.

Eso me ha ocurrido a mí en los últimos meses, y aunque ha sido un ingente gasto económico, lo que me he llevado para el cuerpo no tiene precio.

La primera boda en la que pude disfrutar de mi recién adquirido carácter extrovertido y abierto fue en Marzo. Todo ocurrió como se esperaba: ceremonia preciosa, banquete abundante, copas, baile, borrachera…Pero lo mejor estaba por venir. Para cerrar la noche fuimos a un karaoke de un pueblo cercano. Mi estado etílico no me hacía pensar ya en si follaría esa noche o no. Tampoco me lo había planteado. Pero todo cambió cuando vi al camarero.

No era gran cosa: alto, algo rellenito y con una cara de lo más normal, pero rápido fui recobrando información acerca de él. Nadie me confirmó que fuera gay (en los pueblos esas cosas se saben), pero yo le veía pluma e insistía en que sí lo era. Quizá no estaba yo como para ver mucho, o quizá es lo que yo deseaba, pero seguía convencido. Sólo le pedía copas a él a modo de acercamiento, pero no funcionaba. Se limitaba a sonreír, pero una sonrisa de amabilidad más que de picardía o dobles intenciones. Decidí desistir para seguir divirtiéndome con mis amigos.

Nos salimos a la puerta a fumarnos un porro y entonces, atraído por el olor de la marihuana, apareció y se unió a nosotros. Me lo presentaron, pero la verdad es que no recuerdo su nombre y nos echamos unas risas. Una de mis amigas (con la que empecé el cuestionario acerca del camarero) intentó ayudarme:

-¿Sabes que tiene el Audi ese que te gusta tanto?, dijo en un intento de crear conversación entre nosotros.

Y lo consiguió, porque directamente le pedí al camarero que me lo enseñara. Así lo hizo, y mientras nos dirigíamos al coche los dos solos me soltó:

-Te podías cortar un poco, ¿no?

-¿Por?

-No sé, se te ha notado mucho que me entrabas.

-Haberme cortado a la primera, le sugerí.

-No quería cortarte, pero tampoco que se enterara todo el mundo, confirmó. ¿Nos vamos al almacén?

Y para el almacén nos fuimos. Entre botellas, y sin dilaciones empezamos a besarnos y a sobarnos los culos por encima del pantalón. Pasé a su paquete e intenté bajarle los pantalones mientras mi boca seguía agarrada a la suya. Por fin me deshice de ellos y conseguí tocar su polla, ya casi dura, por debajo del slip. Aunque no nos conocíamos, no tardé en descubrir lo que le gustaba. Porque se puso directamente de rodillas, me apoyó contra las cajas de Coca Cola y me empezó a comer la polla.

La borrachera no me permitía aplacar mis gemidos. Ya se sabe que cuando uno está borracho hace todo sin pensar y sin importarle las consecuencias. "Ya sabía yo que eras un come pollas" susurré al tiempo que el camarero me lamía el cipote de arriba abajo, me mordía el capullo, se comía mis huevos. Parecía tener más ganas de las que tenía yo. Seguía mientras escalofríos recorrían mi cuerpo, que se retorcía al compás de su mamada.

Paró un segundo para pedirme que le follara. Ahora fue él quien se apoyó sobre las cajas rojas, con el culo en pompa pidiendo que le metiera mi excitada verga por su agujero. Ensalivé un par de dedos y comencé a introducírselos. Sollozaba y pedía más. Me escupí entonces en la mano, me la llevé a la polla a modo de lubricante y se la clavé sin demora. Ambos gemíamos. Hacía movimientos para adaptar mejor su culo a mi polla, algo que aumentaba aún más mi sensación de placer. La postura y la fricción eran perfectas. Yo intentaba mantener el equilibrio. Él comenzaba a pajearse potenciando su gimoteo. Yo no aguantaba más. Comenzaba a estremecer. Notaba ya cómo mi leche quería salir disparada. Se la saqué del culo y me corrí sobre sus nalgas. Varios trallazos entre convulsiones que acababan por deslizarse sobre sus muslos.

-¿Cómo vas?, le pregunté, pues seguía pajeándose.

-Me corrooooo, fue su respuesta.

Nos dimos un par de besos sin la pasión de los primeros, nos vestimos y volvimos al bar. La fiesta estaba acabada. Mi amiga la alcahueta me esperaba para marcharnos.

-¿Qué tal?, me preguntó en el taxi.

-Qué bien la boda, ¿no?, y nos echamos a reír.

La siguiente boda fue a finales de Abril en Córdoba. Tampoco iba predispuesto a nada, pero ya que no era en el pueblo, iba casi por compromiso y no conocía a mucha gente pues sí que me atrajo la idea de repetir aventura como en el enlace del mes anterior. Tampoco lo pensé mucho, intentando auto convencerme de no ser un salido que iba a las bodas para follar. Aunque quizá eso lo piensa mucha gente cuando se arregla horas antes frente al espejo. Pero claro, yo soy gay, y quizá esté peor visto por el tema de la promiscuidad y esas cosas.

El caso es que todo transcurría como se espera en una boda. Tampoco le eché el ojo a ningún tío. Salvo alguno de mis amigos (heteros), no había ninguno que valiese la pena. Iba mucho al baño – es lo que tiene beber tanto – y ni siquiera allí me topé con nadie que me alegrara la vista. Pasaron las horas, se acabó la fiesta y nos fuimos sin que conociera a ningún camarero, a ningún primo lejano, al DJ

Pero mi mejor amigo Juan Carlos seguía con ganas de fiesta. Su novia Rocío no pensaba lo mismo, y de camino al hotel decidimos que ella se iba a dormir y Juanca y yo a buscar algún sitio de marcha. Anduvimos dando tumbos como auténticos borrachos: con las corbatas atadas a la cabeza, cantando no recuerdo qué y esquivando a los pocos coches que aún quedaban por la calle. Nada abierto en las inmediaciones del hotel, así que resignados, seguimos los pasos de Rocío.

Pero antes de claudicar y entrar en nuestras habitaciones, decidimos dar una vuelta por el hotel. Fuimos al gimnasio a hacer un poco el tonto, a la cafetería que estaba cerrada y acabamos en la azotea. Allí no éramos los únicos. Un grupo de tres o cuatro tíos mantenía su particular fiesta con tercios de cerveza (imagino que del mini bar) y unos porros para acabar la velada. Mi amigo, que es más lanzado que yo, comenzó a gritarles y a querer unirse. Los otros le contestaron rápido, dejando ver su estado de embriaguez también.

-¡Eh! Venid, venid, nos animaban.

-¡Qué pasa tíos!, gritaba Juanca.

-Pues nada, acabando la fiesta, explicó uno de ellos.

-Que está todo cerrado, ¿no?, pregunté.

-Está todo muerto, chaval. Así que como no nos peleemos por la recepcionista

-¡Eh!, que yo tengo a mi piba en la habitación, aclaró Juanca. Pero aquí mi pincelín (así me llamaba) no ha ligado en la boda. ¿Alguno de vosotros es gay?, balbuceaba mi amigo mientras se reía. Qué no pasa nada, que aunque sea gay yo le quiero mucho, continuaba mientras me daba un beso en la cabeza y yo le animaba a marcharnos.

Ninguno contestó. "Qué pena", pensé yo, porque la verdad es que estaban todos muy buenos.

-¿En qué habitación estáis?, preguntó uno de ellos.

-¿Qué pasa, que te ha molado el pavo?, le interpeló otro de ellos. Que nos la chupe a todos aquí si quiere….

Y Juanca, en un alarde de amistad, empezó a recriminarle al tío sus palabras, casi amenazador estaba dispuesto a meternos en una pelea. Conseguí agarrarle y convencerle para que nos fuéramos. Mientras caminábamos se escuchaba a dos de ellos reprochándole al otro.

-¿Eres tonto o qué?

-Tranquilo, si yo sólo he dado una idea, se defendía. Así que tú eres también mari

Y ya no pude oír más.

-Vamos a fumarnos el último canuto, sugirió mi amigo.

-No tío, vámonos, me quejé yo.

-Que sí hombre.

Me convenció y nos quedamos junto a la puerta fumando. Al poco aparecieron los tíos para dirigirse a los ascensores.

-Perdonad, ¿eh?, se disculpó uno.

-Buenas noches, dijo el otro.

También nos despedimos y permanecimos allí unos minutos comentando lo sucedido y terminando de pillarnos el colocón del mes. Al bajar a nuestra planta aún les vimos dando vueltas. Acompañé a Juanca a su habitación y yo me fui para la mía, que estaba justo al doblar la esquina del pasillo. Una vez dentro, seguí escuchando pasos y algo de jaleo.

-Era esta, me pareció escuchar entre susurros.

-No, esta era la del otro, murmuraba una segunda voz.

Y entonces escuché cómo golpeaban a mi puerta. Tardé unos segundos en decidir si abrir o no.

-Ves como era esta, le dijo uno de los chavales de antes al otro. Bueno, yo os dejo, se despidió dejándonos a mí y a su amigo uno frente al otro sin que ninguno dijera nada.

-Dime, me animé a expresar.

-¿Puedo pasar?

-Sí, sí, entra.

-Te quería pedir disculpas por lo de antes…Le interrumpió el teléfono de la habitación. Era mi amigo como no podía ser de otra manera para no decirme nada y tan sólo reírse.

-A dormir ya Juanca, le animé justo antes de colgar. Perdona, es que se pone muy pesado cuando se emborracha.

-Ya, bueno. Mi amigo se pone muy tonto. Lo de antes no lo decía con maldad, lo que ocurre es que se quiere hacer siempre el gracioso.

-No pasa nada, le interrumpí. Juanca se lo ha tomado peor que yo. -¿Quieres una birra?, le invité.

Aceptó. Y mientras buscaba el abridor no pude evitar pensar en la situación. Ya había ligado, porque si el tío este venía a mi habitación era por algo. Le ofrecí la botella.

-¿Y tu otro amigo?, le pregunté.

-Bueno, ese es más simpático.

-Hombre, te ha acompañado hasta aquí y todo, dije entre risas.

-Ja, ja. Sí, es que quería que te entrara y no aceptaba un no por respuesta. Está empeñado en buscarme novio cada vez que salimos juntos. Por cierto, cómo te llamas (aparte de pincelín).

Le contesté riéndome y explicándole el porqué del mote. Se sentó en el sillón que había en la habitación y yo sobre la cama. Estuvimos hablando durante un rato. Ninguno se atrevía a dar un paso más. Aprovechó la coyuntura de ir al baño para sentarse junto a mí cuando volvió. Me le imaginaba frente al espejo diciéndose a sí mismo "venga, no seas tonto, lánzate".

Y se lanzó. Acercó sus labios a mi boca buscando réplica por parte de los míos, que respondieron de inmediato abriendo paso a mi lengua. Así, Pedro y yo nos fundimos en un largo beso al que acompañaban caricias sobre mi espalda y masajes sobre su paquete.

Le empujé sobre la cama y me incliné sobre él para seguir con el beso. Estaba a mil. Le quité la camisa impaciente y busque sus pezones con mi lengua. Pedro era un tío guapo, no muy alto, y con buen cuerpo, aunque no se machacaba mucho en el gimnasio. Me daba igual; me excitaba muchísimo. Y así se lo demostré mientras deslizaba mi lengua por todo su vientre deseosa de encontrar lo que más le apetecía probar esa noche.

Al llegar a la bragueta, se intuía ya su hinchado paquete. Al descubrir su polla, dura y caliente, me excité aún más. Le rocé el glande con la lengua. Le lamí todo el cipote hasta llegar a los huevos que también metí en mi boca. Pedro gemía y arqueaba su cuerpo de puro placer. Me cogía del pelo y me conducía de nuevo a su polla.

De tamaño normal, pero una forma perfecta con sus venas visibles y su glande definido. Pero lo mejor era su sabor: restos de su reciente meada mezclados con el típico y excitante olor a sudor. Me la tragué entera, animado por sus movimientos pélvicos empujando su falo hasta lo más profundo de mi garganta. Me deja casi sin respiración, pero me encantaba. Seguimos así un rato, entre suspiros y gemidos por su parte, pues el hueco que dejaba su verga no dejaba escapar ningún sonido procedente de mis cuerdas vocales.

Me despegué de ella por un momento y volví a recorrer su cuerpo con mi lengua, subiendo por el ombligo, deteniéndome en sus pezones y acabando de nuevo en sus labios. Pedro se deslizó sobre la cama para colocarse justo debajo de mi paquete. Me quitó el bóxer y comenzó a comerse mi empalmada polla, ávida por recibir ayuda para seguir sintiendo placer. Jugaba con sus dientes y su lengua, y ahora era yo el que gemía y sollozaba, a la vez que combaba mi cuerpo para follarle la boca. Creo que era la primera vez que lo hacía, aunque a mí sí que me habían follado la boca más de una vez.

Me encantó hacerlo. A él supongo que también porque seguía comiéndomela con ansia, tal y como demostraban los sonidos que provocaba el aire intentando encontrar hueco en medio de la succión. Intenté separarme de él porque no podía retrasar la corrida. Sentía que estaba a punto de estallar; notaba que una parte de mí quería escapar por la punta de mi nabo. Pedro me lo impidió. Y así, entre sacudidas y espasmos se fue tragando toda mi leche durante mis dominados suspiros para no despertar a medio hotel.

Pude comprobar que no había dejado ni gota cuando acercó sus labios a los míos. Me besaba a la vez que intentaba buscar mi ano con uno de sus dedos. Lo rozaba y lo llevaba hacia nuestros morros para ensalivarlo. Pude saborear mi propio culo a través de sus dedos. Cuando mi agujero comenzó a ceder, Pedro metió su perfecta polla en mi sumiso ojete acelerando de nuevo mi corazón y sin dar tregua a mis cuerdas vocales que aún no había recobrado fuerza tras el placer de correrme en la boca de aquél tío.

Abandonamos la postura de lado y me colocó boca arriba levantando mis piernas con sus fuertes brazos, y con una sonrisa lasciva me clavaba de nuevo su polla hasta que se corrió dentro de mí.

-¿Me dejas que te llene?, me preguntaba entre sollozos. ¡Oh sí!, gemía, a la par que notaba los trallazos de su lefa en mi insaciable ano, con gotas deslizando por mis nalgas.

Se acostó junto a mí, nos fumamos un cigarro y nos quedamos dormidos. Cuando me desperté ya no estaba, pero me dejó una nota con su número de teléfono. Tras una ducha fui a buscar a Juanca y a Rocío.

-¿Qué tal tronco?, me preguntó medio sonriente y casi sin fuerzas.

-Me están empezando a gustar las bodas, le respondí yo con otra sonrisa a medias.

Y dos semanas después tuve mi tercera boda. Esta vez se casaba una antigua alumna mía de un curso de inglés que yo impartía en una empresa de la zona. Allí, la imagen que tenían de mí era bien distinta. Un tío serio, responsable, casi mojigato, diría yo.

En aquella boda tampoco conocía a nadie, pero se celebraba en un pueblo aún más pequeño que el mío, así que no pensaba yo que esta vez pudiera surgir lo que en las bodas anteriores. Suponía que conocería tan solo a mis alumnos, y por tanto, a los compañeros de trabajo de la novia. Lo cierto es que recordándoles, ninguno me parecía guapo, pero sí que fantaseaba alguna vez con uno de ellos porque una amiga que se lió con él me había dicho que tenía un buen pollón. Pero sólo eso, porque el tío era feo, antipático y desagradable. El resto eran tíos emparejados tirando a feos y un chaval que ahora tendría unos veinte años famoso en mi pueblo por trapichear marihuana y otras sustancias, y al que de vez en cuando veía con el coche con la música a todo volumen, sus gafas de sol y su gorra puesta.

Pero cuando le saludé en la iglesia parecía otro, con su traje y corbata y sin esa pinta de malote que aparentaba siempre. Se pegó todo el tiempo a mí porque éramos los únicos solteros, aunque no hablábamos casi nada por no tener muchas cosas en común. La verdad es que no me estaba divirtiendo, así que puse alguna excusa y decidí marcharme después de la tarta. Juanfran, el malote, decidió venirse conmigo en el coche. Llevaba una buena cogorza, así que no estaba en situación de conducir.

Llegamos a nuestro pueblo dirección a casa de Juanfran. Durante el corto trayecto hablamos de la boda, de los sitios de marcha por los que salíamos y en los que nunca nos encontramos.

-¿Ah, pero tú sales?, me preguntó sorprendido.

-Anda claro, ¿por qué no iba a salir?, le contesté aún más extrañado.

-No sé, como nunca te he visto por ahí

-Creo que no nos van los mismos garitos, expliqué.

Él se rió, no sé si con tono de estar de acuerdo y pensar en el tipo de bares a los que yo iba, quizá inducido por la imagen que tenía de mí como su profesor de inglés, serio, casi con pinta de santurrón. Claro que yo conocía su faceta de estudiante también serio, aunque no mojigato, pero era más conocida su fama de fiestero y traficante del tres al cuarto.

Tenía veintidós años, yo casi treinta, pero en nuestra forma de actuar parecía haber un abismo. Más que guapo, era resultón, con sus piercings, su pelo engominado, su intencionada imagen de malote que apenas podía esconder la inocencia de su edad, su forma de expresarse con palabras típicas de sus círculos, del tipo, "no me ralles colega". Palabras que en su boca parecían artificiales, involuntarias, pero pronunciadas casi de manera obligada en un chaval de su edad con aspiraciones de camello que se debe a sus clientes, casi como una interpretación ante los colgaos que hacían las veces de espectadores.

Paré en la esquina de su calle. Fue a darme la mano para despedirse, pero interrumpió:

-¡Hostia, las llaves!

Había perdido las llaves. En su cara se pudo ver que la manera de ser que quería proyectar no era tal. Parecía angustiado como un chiquillo.

-¡Verás mi viejo!, ¿y cómo entro yo a estas horas con el ciego que llevo?, mi viejo me mata.

Me dio pena el pobre, así que me ofrecí ir a buscar las llaves al restaurante por si las pudiera haber perdido allí. Dijo que no, que estarían dentro del coche. Me pidió un boli, abrió la guantera, sacó un trozo de papel y escribió algo.

-Espera, me dijo.

Salió del coche, deslizó la nota por debajo de la puerta de su casa y volvió a entrar.

-¿Me puedo quedar a dormir en tu casa?, me preguntó algo desalentado.

-Te puedo acercar al coche si quieres.

-No, no. Pues déjalo, me quedo en casa de un colega, añadió con cierto tono chasco.

-Hombre no, quédate en mi casa entonces.

-Gracias tío.

Cuando entramos a mi casa lo primero que me pidió fue permiso para hacerse un porro. Aquella pregunta me confirmaba su ingenuidad, su buen carácter, y no la imagen de rebelde que pretendía dejar ver. Quizá este hecho sea una chorrada, pero si hubiera sido un malote de verdad se lo hubiera hecho directamente y sin preguntar. Le ofrecí una copa y me la aceptó. Del disgusto que se llevó por las llaves parecía que se le había quitado el subidón que llevaba. Yo, sin embargo, seguía con el puntillo del alcohol, pero no estaba borracho.

Nos sentamos a beber y él a fumarse su porro de maría. Hablamos del inglés, de su curro y de su cosecha ilegal de la que había sacado el porro que se acababa de fumar y que le estaba dejando los ojos rojos e hinchados, y un estado general de amodorramiento.

-Ve a dormir, le dije.

-¿Y tú?, me preguntó.

-Sí, ya mismo me voy a la cama.

Le expliqué cuál era su habitación y me dijo que quería dormir en la mía. Me lo tomé como una broma.

-Anda ya, si yo ronco y no te voy a dejar dormir.

-Me da igual, me contestó. No estoy acostumbrado a dormir solo. Quiero dormir contigo.

Esas palabras denotaban cierta tristeza, unidas al estado en el que le había dejado el porro. Con una vocecilla que apenas le salía del cuerpo, sus ojos rojos…No había malas intenciones, parecía estar necesitado de cariño.

En vez de dormir en mi habitación en la cama grande, nos fuimos a otra habitación con dos camas separadas. La idea no pareció gustarle, le convencí, pero comenzó otra lucha: quería que pegara las camas. Le respondí que no e insistió. Accedí y juntamos las camas. Me fui a mi habitación a ponerme un pijama y Juanfran se quedó en calzoncillos.

Al volver y verle allí tirado, casi desnudo, frágil, borracho y drogado, mi cuerpo no pudo resistir sentir algo de excitación, pero Juanfran me expresaba ternura más que cualquier otra cosa. Le conocía desde hacía años, había sido mi alumno, había escuchado hablar mal de él, me daba pena. Era como un naipe fuera de la baraja.

Me metí en la cama vacía. Se sorprendió al verme en pijama. Supongo que al no haberme quedado en calzoncillos como él, confirmaba la imagen de puritano que se había creado de mí. A mi cabeza vino otra de mis teorías absurdas. Los niños de veinte años duermen en calzoncillos junto a sus colegas por eso, porque a pesar de todo, son niños independientemente de si va a haber sexo o no. Los que nos acercamos a los treinta dormimos en pijama si creemos que no se va a follar. Y yo ni lo creía ni lo dejaba de creer, pero me puse el pijama de todas formas.

Inexplicablemente sacó fuerzas para iniciar una conversación.

-¿Sales con alguien? La Ani que vive ahí al lado tiene un polvazo, manifestó de una manera que, nuevamente, me parecía artificial en su boca.

Y aquello nos llevó a una conversación sobre las mujeres, el hecho de tener o no pareja, o el sexo, con el que él quería demostrar su figura de machote (pero no pasaba de lo que podría ser una conversación de quinceañeros fanfarroneando sobre sus primeras conquistas) y yo quería evitar por mi figura de santurrón.

Quise terminar la conversación, y se dio por aludido. Y esta vez, en vez de hablar, se pasó a mi cama, se acercó a mí, y me abrazó sin decir nada. Como antes, me parecía un acto de irresistible ternura, pero lo que resultó irremediable es que me empalmara. Mi cuerpo se dividía en una doble ética. En realidad no haría nada malo en ninguno de los casos, puesto que Juanfran era mayor de edad y, aunque iba borracho y colocado, no se encontraba en tal estado como para que se pudieran aprovechar de él. Intenté girarme para que no notara que se me había puesto tiesa. Me preguntó que por qué me apartaba y no supe qué contestarle. Se incorporó un poco, me buscó la cara y me besó en los labios. Iba a preguntarle que qué hacía, pero me pareció cruel, así que de algún modo fui cruel conmigo en vez de con él y le devolví el beso que perdió toda inocencia en cuanto nuestras lenguas se rozaron.

Aquello ya no era un beso, era todo un morreo, en el que labios y lenguas jugaban a entrelazarse, a buscarse, ya con cierto deseo y pasión. Toda la tensión sexual que no hubo antes, aunque mi polla se excitara algo al verle desnudo, pareció escapar de repente. Ahora, ya no sólo mi verga pedía paso a través del pijama. Noté la de Juanfran también dura cuando se colocó encima de mí. Me besaba con ganas mientras intentaba quitarme la camiseta del pijama. Lo hizo y comenzó a besarme el cuello, volver a la boca, lamerme los pezones.

No comprendía los efectos que la marihuana habían provocado sobre él, puesto que tenía fuerza, ganas. Nada quedó del amodorramiento de hacía unos minutos. Me quitó el pantalón y pronto se puso a provocarme más placer a través de mi polla. La besó, la acarició, la humedeció, la mordió, mientras yo me retorcía de placer. Me dejé hacer y disfruté. Me comía los huevos, volvía a mi polla. Me cogió de la cintura y levantó mi culo. Me escupió el ano un par de veces y lo lengüeteó. Yo jadeaba, estaba disfrutando muchísimo. No podría describir aquél placer pleno que Juanfran y mi mente vacía y en blanco me permitían. Él seguía lamiendo mi ano, lo escupía y probaba a meter un dedo. Tarea conseguida, así que lo intentó con dos. Casi iba a correrme.

Le pedí darle placer yo a él, pero se negó. Dejó mi culo y volvió a mi polla, que no podía estar más tiesa, ardiente y deseosa de soltar toda la leche. Él lo notaba, pero seguía chupándola. De arriba abajo, con su lengua, con los labios, con los dientes. Me comía los huevos y buscaba de nuevo mi ano para meter alguno de sus dedos. No pude resistir y, advirtiéndole, me corrí. El chorro blanco cayó en su cara, sobre mi vientre y sobre su pecho. Yo gritaba de placer.

Juanfran se acercó de nuevo a mí y lamió los restos de mi lefa mientras me miraba con sus ojos aún rojos, pero que ni si quiera en aquél estado plenamente sexual me privaban de ver su ternura, su inocencia, su sencillez. Ni un ápice de lujuria o lascivia. Resultaba desconcertante. Yo me imagino que en algún momento de esa experiencia, quizá desde el momento en el que el beso dejó de ser beso, mis ojos expresaban algún sentimiento acorde a lo que estaba ocurriendo. Ya no digo lujuria, pero sí algo de deseo, de impudicia, de aquello que dije antes de querer trasmitir cuando uno se siente sexual y quiere que los demás lo perciban, aunque no era Juanfran a quién yo tenía en mente. De todas formas, no había amor, ni amistad, casi ni afecto, que me impidiera sentir aquello.

Juanfran volvió a mi boca tras haber lamido mi vientre de leche. Nos besamos de nuevo. Aunque seguían participando las lenguas, ya no era el morreo de antes. Me quería transmitir algo. Ya no había tanta fogosidad, casi volvía a ser un beso otra vez. No sabía qué estaba ocurriendo. Parecía que ya había hecho su papel. Había dado placer a los demás, aunque supongo que él también disfrutaría, pero no había llegado ni por asomo, al culmen de lo que podría sentir una persona cuando le dan placer a él.

Así que le aparté de encima. Se quedó sentado sobre la cama y comencé a repetir lo que él había hecho conmigo minutos antes. Le besé de nuevo con pasión, le lamí el cuello, le mordía los pezones. Le quité los calzoncillos. Estaba muy empalmado. Se recostó un poco apoyando los codos sobre el colchón y se dejó hacer: comencé por meterme sus huevos en mi boca mientras mi lengua trataba de darles placer desde el interior hasta llegar después a su polla. Subía despacito, sabía bien, hasta llegar al glande. Volvía a bajar, hasta que mi boca no pudo resistir tragarla toda. Juanfran gemía, eso era una buena señal. Y yo seguía con los vaivenes de mi boca sobre su cipote. Me lo tragaba entero, le mantenía dentro hasta que notaba su punta en mi garganta, lo volvía a sacar, lo mordisqueaba.

Hice que se diera la vuelta, quedándose de rodillas sobre la cama y ofreciéndole su culo a mi cara. Le aparté un poco las nalgas y comencé a lamerle el ano, sin olvidarme de su polla, que seguía pajeando con una de mis manos. Él gemía, casi quería gritar, pero por algún motivo no lo hacía. Yo seguía dando lametazos a su ano que cada vez se dilataba más. Y en ese momento aproveché para llevarme un dedo a la boca para después metérselo por el culo. Le gustaba. No me aventuro a decir que fuera la primera vez que se lo hacían. Como hizo él, probé a meterle dos dedos. Sin sacarlos, cambié de postura, me tumbé boca arriba y coloqué mi cabeza bajo su polla. En un compás simultáneo los dedos entraban y salían de su culo y la mi boca de su verga. Un largo "ahhhhhh", casi como un suspiro, salió de sus labios para poco después decir, "¡me corro!" Intentó apartarse, pero no se lo permití. Dejé que se corriera dentro de mi boca, notando sus espasmos y las sacudidas de leche ardiendo deslizarse por mi paladar y mi garganta. Sabía bien, muy bien.

Se giró y volvió a acostarse junto a mí. Me besó en los labios y me abrazó hasta quedarse dormido.

Todo cambió de repente. Juanfran me hizo replantearme muchas cosas a pesar de haber llegado a mis convincentes conclusiones acerca de la madurez sexual y de querer sacar el máximo provecho de las situaciones que me iba encontrando, como por ejemplo estos rollos que han surgido en las tres bodas. Pero inesperadamente, el mimo con el que me acababa de tratar Juanfran, y la falta de cariño que desprendía me hicieron plantearme la posibilidad de renunciar a mi libertad y quizá mantener una relación seria con él (eso sí que es madurez).

Pero luego imaginé que no sería así, mientras él dormía yo me arriesgaba a pensar en el porqué de aquel polvo. Si Juanfran querría lo mismo, incluso en si era gay. Todo me desconcertaba.

Al despertarse a la mañana siguiente noté sus labios en mi mejilla. Abrí los ojos y le vi sonriente, deseándome los buenos días. Se abrazó a mí y así pasamos la mañana del domingo. Para mí era una sensación nueva y me gustaba. Sin hablar demasiado ni durante ese día, ni durante el resto, comenzamos a vernos con frecuencia, sin la necesidad de definir lo que éramos. Simplemente estábamos a gusto juntos, compartiendo más cosas de las que hubiera pensado nunca con él, frecuentando sitios que a ambos nos gustaban. Aunque eso sí, en público, tanto con mis amigos como con los suyos, éramos simplemente colegas. A mí me daba igual lo que pensase la gente, pero no podía obligarle a nada.

Sin embargo, a una boda (la cuarta) a la que fui invitado en Madrid le pedí que viniera conmigo. Y a aquella boda gay celebrada en el barrio de Chueca, sí que ligué, y tuve más oportunidades de follar que en todas las bodas anteriores, pero yo aparecí con Juanfran y de nuevo todo cambió. No fui capaz de acostarme con otro ese mismo día, pero sí me di cuenta de que me volvía a sentir vivo y deseado, y que es muy bonito despertarte abrazado a alguien, pero a algunos nos compensan otras cosas. Y Juanfran debió pensar lo mismo, porque al volver al pueblo, me dijo que le había gustado mucho ese rollo de Chueca y que quería irse a vivir a Madrid. Le animé a hacerlo y ambos seguimos con nuestras vidas.

¡Ah!, lo del funeral del título. Pues es que se me murió el canario. Pobre, era ya mayor. Así que decidí llevarlo a la pajarería y reemplazarlo por otro. Me daba cosa enterrarle o tirarle a la basura. Tengo mi lado sensible. Claro que, el de la tienda (que por cierto se parecía a Hugh Grant) se rio bien a mi costa. Pero bueno, al final acabamos follando en mitad de un bosque al que fuimos porque me dio una charla sobre los sonidos de no sé qué pájaro y quería que les escuchara. Y lo que escuché es cómo disfrutaba mientras se la metía y cómo yo emitía mis frívolos gemidos, aunque liberados con ganas en medio de la nada. Pero esa es otra historia.