Cuatrimonio

De cómo un padre de familia termina feminizado y casado, a la vez, con sus hijos y con su propio padre. Historia con elementos verídicos.

Me criaron en un entorno muy femenino. Tengo tres hermanas y siete primas, y por casa andaban a menudo dos tías, las dos abuelas y tres bisabuelas. Los pocos hombres de la familia se pasaban el día trabajando y no eran especialmente cariñosos. Mi padre me pegaba a menudo y me exigía que me comportara como un hombre. No es extraño, pues, que yo no tuviera ningún modelo masculino y que en cambio me integrase perfectamente en los juegos de las niñas y en las tareas domésticas.

Como quería ser igual que las demás, y además notaba mucho placer cuando me aplastaba o me rozaba el pene, desde bien pequeño imaginé que el máximo placer sería que te lo cortaran. Incluso inventé una palabra, chichar, que significaba exactamente eso. Sólo de pronunciarla me recorría el cuerpo un escalofrío de placer. Una de las pocas veces que mi padre nos dedicó un poco de su tiempo, nos llevó a jugar a tenis. Cuando salía de la ducha pude verle aquel precioso pollón, colgando entre dos cojones gordísimos y coronado por una graciosa mata de pelo rojizo. La visión me impresionó tanto que no la pude olvidar en toda mi vida.

Ya de adolescente, la recordaba cuando íbamos a la piscina y nos cambiábamos por turnos en el mismo vestuario. Dejaba que mi padre se cambiara primero para poder oler y lamer sus calzoncillos todavía calientes. Su olor me embriagaba y me provocaba una erección brutal, que debía resolver frotándome el pene hasta llegar al placer… entonces me comía mi propio semen, imaginando que era el de papá.

Papá me reñía a menudo, porque consideraba que hacía voz y posturas de mariquita. A los quince años, viendo que yo todavía era muy andrógino y que no me salía vello, mis padres me llevaron al pediatra, que me recetó larguísimas tandas de hormonas masculinas. Enseguida empecé a crecer, me salió vello en el pubis, las piernas, el pecho y las axilas. Mi pene aumentó hasta los dieciocho centímetros, y adquirí un aspecto atractivo para muchas mujeres,... y para algunos hombres… De joven tuve muchas parejas, casi todas chicas. Me sentía mejor en compañía de las mujeres, que me encontraban sensible y cariñoso. Me gusta mucho más su cuerpo que el de los machos. No obstante, alguna vez hubo pequeños revolcones con amigos, nada que fuera más allá del sexo oral.

Cuando ya había tenido docenas de parejas femeninas, pedí a un amigo gay que me estrenase el culito. Fue fantástico. Toni fue dulce y cuidadoso, me calentó con caricias y lamidas por todas partes, me puso boca arriba y, después de llenarme el culo de crema y de ponerse un condón, me levantó las piernas hasta sus hombros y me penetró lentamente. No me provocó ningún dolor. Desde el primer momento noté un placer muy intenso y me corrí sin tocarme antes de que él llegara. Le supo mal, porque pensaba que ya no querría seguir, pero lo abracé por la espalda con mis piernas y lo satisfice hasta el final.

Pese al buen resultado de esta experiencia, me terminé casando con una mujer muy guapa, pero de una belleza más bien masculina. Era alta como yo, pesaba más o menos lo mismo, y como yo tenía un enorme deseo sexual. En casa, asumí las tareas habitualmente consideradas como femeninas y siempre le decía, en broma, que el marido era ella. La vida conyugal fue satisfactoria hasta que nacieron los niños. Ella no quería, pero a mí me gustaban muchísimo los críos y no perdía la ocasión de hacérselo saber, hasta que aceptó tenerlos con la condición de que yo me hiciera cargo como si fuera la madre. Crié a mis hijos con mucho amor y resultaron un chico y una chica inteligentes, sensibles y bien educados.

Después del segundo parto, mi mujer perdió totalmente el deseo sexual. Las pocas veces que aceptaba hacer el amor, cuando la veía tan desmotivada, perdía yo también las ganas de llegar al orgasmo. La cosa iba mal hasta que descubrió que le gustaba penetrarme el culito con el dedo mientras fornicábamos. Lo probó una vez, y cuando vio que yo también lo disfrutaba y que me corría con mucho placer y mas rápido, empezó a practicarlo sistemáticamente. El día de mi 46 aniversario, cuando los chicos ya dormían, me hizo un regalo extra. Cuando lo abrí me impresionó. Era un consolador muy naturalista, que imitaba perfectamente un pene bastante mayor que el mío, y que se podía sujetar a unas braguitas que tenían otro menor hacia adentro. Debí poner cara de sorpresa y de deseo, porque enseguida se lo puso y lo estrenó, haciéndome sentir mujer por primera vez con ella.

Desde entonces nuestra relación fue fundamentalmente lésbica. Nos frotábamos mutuamente la entrepierna con los muslos mientras nos devorábamos las bocas y los pechos, hasta que ella se corría. Luego yo la comía hasta hacerla gritar una vez más, hasta que se revolvía de gusto de tal forma que me habría arrancado la cabeza para hacerme parar. Me encantaba esa sensación, y el sabor de su coño sabroso. Normalmente me hacía acabar con la mano y me la daba para que la lamiese hasta que la dejaba bien limpia. Otras veces recogía mi leche con su boca para dármela calentita y mezclada con su dulcísima saliva. Y muy de vez en cuando le apetecía que le clavara la puntita y dejara mi carga en su flor, que yo limpiaba enseguida hasta hacerla correr de nuevo.

Un día, mi mujer me dijo que había descubierto que estaba enamorada de otra persona y que me dejaba. Que yo me quedaría la casa y los niños y ella me pasaría una pequeña pensión para mantenerlos. Cuando le propuse que se dejara compartir, me dijo que era imposible, que ella ahora quería a una mujer y que estaba harta de penes que rezuman leche. Que quería ser el macho de esa mujer y que quería serlo todas las horas del día y de la noche.

Resultó que la mujer en cuestión era mi madre. Lo supe cuando papá me llamó para pedirme si podía venir a vivir a nuestra casa, ya que mi madre había empezado los trámites de divorcio y le había dicho que quería ser la esposa de mi ex. Para una persona tan conservadora como mi padre, un hombre ya jubilado, aquel disgusto fue mortal. Estaba apático, apenas charlaba ni comía, no sonreía y sus ojos siempre se veían húmedos.

En cuanto a mí, la marcha de mi mujer me motivó para feminizarme. Me afeité la barba por primera vez desde los veinte años, y me depilé con crema el cuerpo y las piernas, dejando sólo una motita en el pubis en forma de corazón. Ella había dejado toda su ropa femenina y sólo se había llevado sus pantalones vaqueros, y las camisetas y jersey más masculinos. Tenía en mi habitación todo el vestuario, el maquillaje y toda la utilería que pudiera desear, y muchos ratos de soledad… Cuando todos dormían, me ponía la lencería más sexy del cajón, a veces bodis y otras combinaciones con tanguitas preciosas, que le había regalado yo a mi mujer años atrás. Una vez bien vestida, me ponía música suave y romántica y me penetraba con mi consolador mientras me masturbaba hasta el orgasmo.

Fui a un sex-shop y me compré un nuevo modelo que incluía el torso del macho, que se mueve muy bien adelante y atrás e incluso se corre dentro cuando tocas un botón. Ponía leche calentita, a veces mezclada con mi propio semen, y gozaba de la eyaculación dentro de mí. Un día, estaba yo a cuatro patas follando con este aparato, vestido con un body de malla amarillo que había sido de ella, unas medias con ligas que transformaban el tacto de mis muslos y una peluca rubia rizada, cuando, de repente, se abrió la puerta y apareció mi padre, que quedó mudo allí mismo, con la boca desencajada, sin saber qué hacer ni qué decir.

Me pilló tan caliente, que ni siquiera me detuve ni un momento a pensar. Hice salir el aparato de mi interior, fui hacia él, lo abracé por detrás del cuello y le empecé a besar con mi boca pintada. Primero no hacía nada, estaba conmocionado. Poco a poco fue poniendo sus manos encima de mi culo mientras me atraía hacia él y yo notaba su carne caliente como se empezaba a despertar. Después empezó a meter la lengua en mi boca. Pasé las dos manos entre su piel y la goma del pijama, y me dediqué a sopesar con placer sus cojones y a hacerle caricias a su divina polla. Poco a poco fui bajando mis besos por su pecho y su vientre, recorriendo la línea de vello, mientras le bajaba los pantalones.

Su polla se mostraba ahora en todo su esplendor. Era mucho más grande que la mía y tan bonita como la recordaba desde aquella ducha hacía treinta años. Empecé a darle besos en la punta y a quitar la gotita de líquido que aparecía. Su perfume era delicioso y me transportaba en el tiempo y en el espacio. Después de limpiarle con la lengua desde la punta hasta la base, y de lavarle con saliva su enorme escroto, abrí la boca y me la introduje tan adentro como pude, hasta que la punta quedó encajada dentro del cuello. Me tomó por las orejas e iba marcando el ritmo y la profundidad de la penetración, como si me follara por la boca. Ser sometido así me ponía a mil, y mis bajos latían desde el ano hasta el glande.

Levanté los ojos y vi los suyos inundados de lágrimas, pero su expresión era de placer. Aceleró sus movimientos y me alejó de repente, mientras el pene empezaba a escupir su miel. Abrí la boca y me volví a amorrar, hasta que dejó en ella toda la carga, que tragué enseguida. Abrazándole, le di un beso en la boca en el que seguro que notó el sabor de su propia leche, y poniendo una cara tan dulce como podía, le pedí que me jodiera:

-¡Fóllame, papá!

Él me iba diciendo -Perdóname, perdóname…- mientras me arrastraba hacia la cama.

Su pene volvía a estar duro como una roca y yo notaba como chocaba con el mío y con mi barriguita. Le pedí a papá que se tumbara panza arriba, para no cansarse. Todavía tenía el culo empapado del lubricante que me había puesto para masturbarme, de modo que me senté directamente encima de su gran pollón, que entró de golpe hasta los huevos, y me puse a cabalgarlo, arrodillado con una pierna a cada lado de su vientre. Papá aguantó mucho tiempo, quizás porque se acababa de correr. Cuando volvió a hacerlo me empezó a repetir -Hija, hija, eres mi puta- y yo le decía -Sí, papá, soy y seré tu putita y nunca dejaré que se te acumule la leche en los cojones. ¡Quiero que me folles hasta reventarme! Cuando empezó a gritar-hiiiiiiijaaaaaa-, sólo de oírlo, de notar que me aceptaba como hija y como amante, de percibir como su leche penetraba en mis tripas, experimenté un orgasmo brutal que venía de lo más profundo de mi mismo.

A partir de entonces, mi padre fue mi hombre. Esperaba a que los chavales se durmieran para venir a verme a mi cama, donde yo ya estaba preparada, siempre con las mejores piezas de lencería, bien maquillada y bien perfumada, con el culito bien limpio y relleno de crema lubricante. Me follaba prácticamente cada noche, y muy a menudo dos veces seguidas. Dejó de llamarme por mi nombre y me empezó a llamar Laura, un nombre que a mí me gustaba. Era muy cariñoso y casi todos los días me regalaba ropa, lencería, joyas, cremas y perfumes, todo carísimo. Me halagaba. Antes de que saliera el sol, volvía a su habitación para que los chicos no se dieran cuenta de nada. Para hacerle un regalo, fui a ver un ex compañero de escuela que era el médico del puticlub de la ciudad. Sabía que allí había travestís e imaginaba que me podría ayudar en mis proyectos.

-August, te he venido a visitar porque he decidido que quiero ser mujer, y me quiero hacer crecer los pechos. -¿Estás seguro de eso? -Me contestó con cara de extrañado, pero con un brillo malicioso en sus ojos. A ver, desnúdate.

Me quedé en braguitas delante de él, que miraba mi cuerpo depilado con los ojos abiertos como naranjas. Me examinó con más atención de lo habitual. Sus manos, más que palpar, acariciaban. Cuando me puso el dedo en el culo, mi pene saltó como un resorte. Me pidió gentilmente si le dejaba follarme, y le contesté que le dejaría cuando me hubiera hecho femenina. Que de momento se tendría que conformar con una mamada. Su pene era más pequeño que el de papá, pero tenía también un sabor buenísimo y un perfume muy particular. Cada hombre tiene su perfume de cojones, y no sabría decir cuál es más delicioso. Lo mamé hasta que se corrió, mientras me daba las gracias por tragar su néctar, y salí de allí con recetas de la Seguridad Social suficientes para convertirme en una auténtica mujer.

Los efectos no se empezaron a notar hasta al cabo de unos meses. Primero me di cuenta que mis vaqueros no me entraban, que los tenía que comprar de mujer porque mi culo y mis caderas estaban cogiendo forma de guitarra. A los pocos días, sentía como los pezones se me habían hecho grandes y sensibles a las mordeduras y lamidas de papá. Después el pelo de mi cabeza volvió a salir abundante como a los veinte años, y me pude dejar melena natural. Poco a poco los pechos se me iban hinchando y los tenía que fajar y disimular cuando salía a la calle para ir a trabajar o a comprar. Empecé a pensar en mí en femenino.

También cambió mi olor corporal. Me gustaba oler mis axilas bastante rato antes de ponerme el desodorante. Creo que empecé a producir feromonas, porque papá también me olisqueaba y me follaba más que nunca, y a veces los tíos se quedaban parados junto a mí, aspirando profundamente por la nariz, con cara de idiotas. El pene, que ahora ya consideraba mi clítoris, se redujo un poco de tamaño, pero no perdió nada de sensibilidad, y sigue funcionando. Al cabo de un año de la primera visita, August me hizo un reconocimiento que fue del todo satisfactorio, sobre todo cuando empezó a amasar mis pechos y acercó su pene a mi vaginita trasera. Tumbada en la camilla ginecológica, con las piernas colgadas arriba, recibí con placer el semen del doctor que había hecho de mí una mujer, mientras el roce de su barriga en mi gran clítoris me llevaba hasta el orgasmo.

Papá estaba contentísimo con los cambios, y también un poco preocupado, porque pensaba que tarde o temprano debería hacerlo público, y temía el rechazo de mis hijos y de la sociedad. De hecho, hacía días que observaba como mi hijo Víctor, que tenía 18 años, me miraba con una expresión muy extraña. Un día se le estropeó el ordenador por culpa de un virus, y lo arreglé. Se me ocurrió mirar el historial de su navegador y vi que era un aficionado fiel a relatos eróticos cuyos protagonistas eran travestís o hijos que se lo hacían con sus madres o sus padres. Miré a que horas se conectaba, y un día que estábamos solos me vestí de mujer y decidí sorprenderle con las manos en la masa. Efectivamente, cuando entré sigilosamente en su habitación, se estaba masturbando ante la pantalla del ordenador, mientras veía un video de un chico joven que follaba con una travesti madurita.

Cuando vi que ya estaba a punto, revelé mi presencia con un carraspeo, y aprovechando el efecto sorpresa me abalancé hacia su precioso pene, que por su aspecto recordaba mucho el de su abuelo. Llegué justo a tiempo de recoger y de tragar su lechecita caliente. Entonces estuvimos hablando. Hacía tiempo que nos espiaba cuando su abuelo me hacía el amor, y al parecer eso lo ponía muy caliente. Me dijo que se había enamorado locamente de mí, y me pidió que dejara al abuelo y que fuera su novia. Le dije que no pensaba para nada dejar a mi padre, pero que me gustaría mucho que ambos aceptaran compartirme, y que estaba segura que los podría satisfacer ambos. Me explicó que no tenía novia ni amigos con derecho de roce, porque desde la primera vez que me vio transformada sólo podía pensar en mí y en mi culito. Le dije que no sufriera, que siempre que estuviéramos solos en casa y tuviera necesidad de follar podría hacerlo.

Me debió de escuchar atentamente, porque desde ese momento la cosa fue un no parar. A la que se cerraba la puerta de casa detrás de su abuelo o de su hermana, quien fuera el último de salir, ya lo tenía detrás tocándome el culo y los pechos y mordiéndome la nuca, mientras llevaba mi mano a su entrepierna. A veces, cuando yo estaba limpiando o cocinando, venía por sorpresa, me la clavaba y me follaba en plan bestia, sin lubricante. Le gustaba mucho llenarme el culo de leche, pero también me la dejaba beber de su excelsa fuente, cuando le pedía permiso.

Mi chico era un volcán en erupción continua y yo estaba muy orgullosa de recibir su lava y de tener satisfechos a dos machos tan calientes, productores de tanta leche y de tanta calidad. Un día llegó papá cuando el chico me acababa de follar, quiso hacer uso de mi culo, y se dio cuenta de que aún estaba lleno de semen fresco. Me preguntó quién se estaba follando a su hijita puta y cuando le dije que era Víctor se puso muy contento. Me preguntó si me gustaba y si le amaba más que a él. Cuando le dije que los quería a ambos igual, me dijo que no tenía ningún inconveniente en compartirme, y que le gustaría que les recibiera a los dos a la vez.

Desde aquel día, dormía preparada para recibirlos. Me ponía bien guapa en medio de la cama, con las piernas abiertas y enfundadas en las medias, y el culo siempre bien húmedo para facilitar el trabajo de mis machos. A veces uno esperaba hasta que terminaba el otro y venía para sustituirle. Siempre les encantaba encontrarme sucia de semen, con el culo bien abierto y el sabor del otro en la boca, que me dejaban bien limpia con su lengua. Otras veces venían los dos juntos, y mientras uno me enculaba con amor, el otro dejaba que le sirviera con la boquita, hasta que les apetecía cambiar. A menudo nos corríamos los tres a la vez, tan compenetrados como estábamos, y yo recibía la leche de mis dos machos antes de limpiar con la lengua la mancha de mi propio semen en la sábana.

Llegó un momento en que la situación no se podía ocultar más y decidí hablar con mi hija, la niña de mis ojos. Era lo suficientemente madura para entender y aceptar rápidamente la situación. No se lo esperaba, pero me dijo que me quería muchísimo y que me apoyaba en cualquier decisión que tomara sobre mi vida. También me dijo que eso la ponía un poco triste, porque siempre había soñado que su padre sería el hombre que la desvirgaría y le haría hijos.

Le dije que contara igualmente conmigo para ello, cuando a ella le pareciera que había llegado el momento. Que me sentía una mujer bastante lesbiana y no le haría asco a un bomboncito como ella. Nos hicimos muy amigas y nos contábamos nuestras fantasías con los chicos, íbamos juntas de compras o incluso a bailar, y todo el mundo preguntaba si éramos hermanas… A partir de entonces, dormía cada día con mis dos hombres, yo en medio, y así los podía satisfacer y atender rápidamente cuando se despertaban con ganas de follar, que podía ser dos o tres veces cada uno, cada noche.

Me gustaba muchísimo acicalarme para ellos antes de ir a la cama. Repasar la depilación, inyectar mis hormonas, maquillarme y untarme la vagina de detrás para que mis hombres la encontraran jugosa. Alguna vez, cuando me tenían destrozada de tanto penetrarme, jugaban a divertirse entre ellos, pero siempre preferían mis atenciones e indefectiblemente se acababan corriendo en mi boquita. Cuando nos dormíamos, siempre lo hacía con el pene de cada uno en una mano, el de papá a la derecha y el de Víctor a la izquierda. Así notaba como se les inchaban cuando tenían sueños eróticos, que a menudo acababan en una buena revolcada.

Querían follarme los dos a la vez, pero mi vagina de atrás no tenía capacidad para tanta carne, así que al final me propusieron operarme y hacer de mí una mujer completa. La verdad es que me hacía mucha ilusión tener una buena vagina y no me importaba desembarazarme del colgajo, pero Minerva no estuvo en absoluto de acuerdo:

-¡No vale! Vosotros estáis disfrutando plenamente de él desde hace mucho tiempo, y yo todavía no lo he catado. Si me lo capáis, ¿quién me desvirgará a mí? ¿Quién me hará hijitos que me follen cuando sea vieja? -¡Puedes follar tanto como quieras conmigo o con tu hermano! - Contestó mi padre.

-Perdona, abuelo, pero a mí me gustan los chicos bien andróginos, y vosotros no entráis en esta categoría. Además, el que me da morbo de verdad es papá. Sólo de pensar que él me follará algún día hace que el coño se me llene de flujos.

No hubo manera que atendiera argumentos, así que fui a ver a un cirujano plástico, un amigo de August que se llamaba Dr. Salfi, con un encargo muy especial:

-Doctor, quiero ver si es posible que usted me haga una vagina completamente femenina y dejarme el pene en su sitio y plenamente funcional. -Mire, señorita, teóricamente es posible, pero hay pocas experiencias de este tipo de operación y no le puedo garantizar al 100% que usted pueda seguir utilizando el pene. Tendremos que invertir el proceso que se hace habitualmente a los niños que nacen hermafroditas. De todas maneras, piense que a muchas chicas nacidas con pene, cuando disponen de una vagina para recibir los hombres, les gusta tanto ser folladas por ella que ni se les ocurre hacer uso de otras partes de su cuerpo

-Da igual, doctor, si se puede intentar, ¡intentémoslo! ¡Me gustaría tanto tener una vagina de verdad!

-Pues mañana mismo comenzaremos las pruebas del preoperatorio.

En aquel momento estaba midiendo no sé qué en mis bajos con una cinta métrica.

-Aprovecharemos los 9 cm que separan su ano del nacimiento de la polla para hacer un coño, reutilizando la piel del escroto. Los testículos los ocultaremos dentro de la carne, para que pueda seguir siendo fértil. Y ahora, señorita, si no le importa agradecería que me practicara una felación. Mi amigo Augusto me ha contado que es usted una gran maestra en este arte.

-Faltaría más, doctor, quítese los pantalones, siéntese y relájese.

Me arrodillé frente a la butaca del médico y, con la boca, saqué su pene de los calzoncillos. No era muy grande, pero sí bastante grueso, y olía a desinfectante de hospital, lo que me pareció especialmente morboso. El doctor no paraba de gemir de placer mientras abría mucho los ojos, para ver mejor cómo me la ponía toda dentro y movía mi lengua como una batidora para que pudiera llegar pronto al placer. Salí de la consulta con su leche en la boca y una sonrisa de oreja a oreja.

Cuando les expliqué la solución que habíamos encontrado, se pusieron los tres muy contentos. A la hora de cenar, mi padre, en nombre de los otros dos, sacó una cajita del bolsillo, se arrodilló delante de mí y me pidió:

-Laura, lo hemos estado hablando y hemos decidido que nos queremos casar los tres contigo. ¿Aceptarías?

Sonreí, halagada y sorprendida, mientras desenvolvía la cajita. Dentro había un anillo de prometida precioso, de oro blanco con tres grandes piedras preciosas, un diamante en medio y un rubí y una esmeralda a ambos lados. Por dentro estaban los cuatro nombres grabados. Contesté:

-¡Oooooh! El anillo es precioso. Os quiero muchísimo y nada me haría más feliz que considerarme vuestra mujer, pero me parece que habrá muchas barreras legales. Que yo sepa, el matrimonio de más de dos personas no está legalizado, y tampoco entre miembros de una misma familia.

-Mira, Laura -contestó Víctor- Ya sabemos que no tendrá validez legal, pero lo importante es que valga en nuestros corazones. ¿No estás de acuerdo?

-¡Sí, claro!

-Pues hemos hablado con un sacerdote rastafari que aceptará casarnos por su rito, que será muy divertido.

-Pues acepto, faltaría más. Ya puede programar la ceremonia para cuando esté recuperada de la operación.- dije con una gran sonrisa.

La noche antes de la operación, mis dos hombres quisieron satisfacerse a fondo, sabiendo que después pasarían semanas en las que sólo les podría dar sexo oral o manual. Mi culito estuvo ocupado toda la noche, y entre polvo y polvo, yo misma recogía la leche que me rezumaba entre las piernas para comérmela con deleite. Me extasiaba notar aquellos goterones espesos que se deslizaban muslo abajo, y me moría de placer pensar que pronto también me saldrían de un coño de verdad.

Antes de dormirme y empezar a operar, me mostraron una docena de fotos de vulva para que eligiese qué aspecto quería para la mía. Con la ayuda de mis machos y de Minerva, elegimos una grande, de labios carnosos y gruesos y agujero bien abierto, para que los hombres pudieran entrar fácilmente. Los labios mayores protegerían también el nacimiento de mi gran clítoris, de modo que cuando estuviera desinflado quedaría un poco disimulado. Pedí que me dejaran los labios mayores con dos perforaciones a cada lado, para poder ponerme joyas o anillas. También habían preparado dos prótesis de silicona para mis pechos, que habíamos pactado aumentar la talla 105 C para que quedaran despampanantes. La operación salió perfectamente. Cuando me desperté ya estaba en la habitación del hospital, rodeada de papá, Víctor y Minerva, que estaban todo el día pendientes de mí y me daban todos los caprichos. Tenía la habitación llena de cajas de bombones y de flores que perfumaban el ambiente.

Cuando me dieron el alta, me quitaron el vendaje y me enseñaron mi nuevo sexo con un espejo. Aún se veía hinchado y congestionado, pero era precioso. Me dijeron que había que esperar cuarenta días para usarlo y me explicaron cómo debía hacer los cuidados y como me lo tenía que ir dilatando:

-Ahora, tu coño tan solo mide 10 cm de fondo. –ya me tuteaba- Parece poco, pero es suficiente para satisfacer a la mayoría de los hombres, que les gusta tocar fondo porque así se sienten más machos y mejor dotados. Si lo vas dilatando, podrás profundizarlo hasta que te quepan enteros casi todos los penes.

Me dio una caja con veinte cilindros de punta redondeada, cada uno un poco más largo y más grueso que el anterior

-Durante estos días deberías de irte poniendo un dilatador de estos dentro, bien untado de crema desinfectante. Empieza por el número 1 y cada dos días aumentas una talla, hasta llegar a la número 20. Cuando te entre el número 20, ya estarás lista para follar por los descosidos. Por cierto, espero que me invites a la boda, y también me gustaría probar mi obra de arte cuando vengas a buscar el alta

-Si no le importa, doctor, habrá que esperar que vuelva de viaje de novios. Quiero reservar los primeros usos de mi coño a mis maridos. Después estaré encantada de recibir su polla y su lechecita dulce. Mmmmmm

La boda quedó fijada para el mismo día en que estaba prevista el alta. Hicimos una lista de invitados no demasiado larga, eligiendo sólo gente de mente abierta y capaces de entender que nuestro amor estaba por encima de las barreras y convenciones sociales. Cada día me ocupé de hacer un par o tres de mamadas a mis hombres para que se desfogasen y pudieran esperar hasta el día de la boda. Aunque tenía prohibido orgasmar para que no se abrieran las heridas, me alucinaba pasar los dedos por el lugar donde antes estaban los testículos, ahora una vulva ansiosa, y noté placer todas las veces que me introduje los dilatadores, sin ninguna excepción.

Minerva y yo fuimos de cabeza con los preparativos. Nos compramos dos vestidos iguales, de gasa blanca, como si fuéramos pastelitos de nata, y también dos juegos idénticos de lencería y medias. Papá alquiló una finca en la montaña, rodeada de muchas hectáreas de bosque, para hacer la ceremonia. Fuimos a hablar con el sacerdote rasta, que nos permitió introducir variaciones picantes en el ritual. Nos trasladamos a la casa un par de días antes, para dirigir a los operarios, que montaron en un prado, con grandes toldos, un salón presidido por un escenario donde había un gran cama de dos metros de lado, rodeada de cientos de velas y ramos de flores. Estábamos ambas muy nerviosas, y no quisimos hacer despedida de solteras, aunque dimos permiso a los chicos para que se divirtieran como quisieran.

Les regresó un taxi de madrugada, completamente borrachos y apestando a puta barata, y les tuvimos que preguntar si habían tomado precauciones, no fuera que nos pegaran alguna enfermedad. Nos juraron que sí lo habían hecho. Les desnudamos y bañamos y les dejamos cada uno en su cama, mientras nosotras dos dormíamos juntas, con las manos de cada una en los pechos de la otra. Mis tetas ya estaban curadas del todo y habían quedado magníficas. Por la mañana, a primera, hora vino el doctor Salfi para examinarme y darme el alta. Puso en mi coño una especie de periscopio, lo observó con detenimiento, y me dijo:

-Eres mi obra maestra. Si me dijeran que el coño es natural y la polla añadida, me lo creería. Acuérdate que me prometiste un polvo para cuando vuelvas de viaje

-Claro, doctor, no sufra-contesté-¿Quiere una mamadita ahora, para ir relajado a la ceremonia?

-Hazlo, hazlo, pero no te entretengas.

-No se preocupe, doctor, sólo necesito un poco de lechecita para desayunar

Cuando terminó, salió al jardín, y Minerva y yo nos bañamos, nos depilamos la una a la otra bien a fondo, nos perfumamos y nos vestimos. Estábamos contentísimas. Al salir de la alcoba nos esperaba una buena sorpresa. Mi madre y mi ex estaban allí, vestidas de punto en blanco. Mi madre llevaba una especie de sari hindú de color amarillo estampado en rojo oscuro, que la hacía profundamente femenina, mientras que mi ex venía con chaqué y corbata de lazo, y parecía un hombre guapísimo. Nos dijeron que papá y Víctor les habían pedido ser madrinas de la boda y que habían aceptado siempre y cuando a nosotros nos pareciese bien. Con una sonrisa contesté que no había nada que nos hiciera más ilusión.

Entre las dos leyeron un poema que habían escrito para la ocasión y que ensalzaba el amor en la familia y sin limitaciones de número, y nos dieron sendos ramos de novia. Nos acompañaron de la mano hasta la carpa del prado y allí pasamos entre los invitados hasta en el altar, yo con mamá y Minerva con mi ex, mientras los tambores resonaban en las montañas. En el escenario nos esperaban nuestros prometidos, bien vestidos y con corbata de seda, tres sacerdotes y dos sacerdotisas rastafari, que vestían túnicas de colores vivos.

El gran sacerdote, un hombre viejo de piel muy negra, dio la bienvenida a los asistentes, y dirigió los cantos del público mientras los cuatro ayudantes daban la vuelta a la carpa bendiciéndola. Cuando volvieron, cada uno llevaba en las manos una almohada con una corona. Las sacerdotisas llevaban coronas masculinas muy sobrias, mientras que los sacerdotes llevaban dos preciosas diademas recubiertas de perlas y piedras preciosas. El sacerdote nos coronó solemnemente los cuatro, nos bendijo, encendió un gran porro que hizo pasar a todos los asistentes y dijo:

-Aquí tenéis los reyes Alfa y las reinas Omega. ¡Que su energía sexual ayude a restablecer el equilibrio del mundo!

Todo el público se puso de pie y aplaudió, mientras nosotros cuatro nos dirigíamos a la gran cama del centro del escenario. Mientras Víctor me desvestía, mi padre desnudó a Minerva. Pronto nos quedamos sólo con la ropa interior, las medias y las ligas. Me tumbé panza arriba y, mientras Minerva, a mi lado, me daba besos en la boca y nos magreábamos los pechos, papá se tumbó encima de mí, apartó las braguitas, y acarició un rato con la mano, por primera vez, mi nuevo coño. Después de meter un poco el dedo para comprobar que estaba bien húmedo, sacó la polla por la bragueta y jugó con la punta contra la base de mi clítoris, hasta que la hizo entrar toda de golpe. Menos mal que había hecho todos los ejercicios de dilatación, o me habría roto.

La sensación de tener por primera vez un hombre en mi coño fue brutal, e inmediatamente empecé a tener espasmos de placer, espasmos que se repitieron imparables hasta que papá dejó su carga caliente, mientras gritaba:

-¡Te amo, hija! ¡Prometo que te follaré cada día de mi vida!

Enseguida se retiró para que pudiera entrar en Víctor, que hasta entonces jugaba a poner su pene entre mi cabeza y la de su hermana, para participar de nuestros besos.

Víctor aguantó algo más que su abuelo, pero en la cara se le veía su gran placer y el amor loco que sentía por mí. Una vez se hubo corrido, Minerva y yo empezamos un sesenta y nueve en el que mi niña me dejó bien limpia y completamente empalmada.

Había llegado la hora de desvirgarla. Yo estaba panza arriba y Minerva se puso sobre mí y se fue sentándose poco a poco. Cuando notó resistencia se detuvo unos instantes y, de un empujón, se dejó caer hasta el fondo. Una lágrima rezumó por su mejilla todavía maquillada, y me la bebí con un beso.

Pedí a los chicos que vinieran, observando que estaban muy calientes, y que me penetrasen los dos a la vez.

Víctor se puso por debajo de mí y se encajó en mi culito, mientras su abuelo, de rodillas, hacía entrar su polla en mi coño y observaba el pene y el coño de sus nietos que quedaban a pocos centímetros. Minerva gritaba:

-¡Os quiiiieeero! ¡Papaaa preñaaaaaaameeee por favoooor! Y yo gritaba:

-¡Os quieroooooooo! ¡Quiero estar siempre follaaaaaando con vosoooootroooos!

Nuestros maridos simplemente gemían de gusto con los ojos en blanco.

El orgasmo fue simultáneo y brutal, y representó el pistoletazo de salida para una orgía generalizada, en la que se pusieron a participar todos los invitados.

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