Cuarentena accidentada - II - Cuestión de higiene
La cuarentena de la COVID-19 iba a ser especial: mi padre se había ido a cuidar de mis abuelos y no vendría hasta que esta acabara. Lo que no imaginaba es lo que vendría después: mi madre, tras sufrir un accidente, quedaría plenamente expuesta a mis cuidados... Y ahí seguimos...
Cuarentena accidentada
Capítulo II — Cuestión de higiene
Una vez la hube secado y vestido, acompañé a mi madre hasta el sofá. Con delicadeza, la ayudé a tomar asiento. Ella no había dicho nada desde que la ayudara a asearse, y yo era muy consciente de por qué.
—Mamá —empecé, colocándome de cuclillas junto a ella—, ¿te encuentras bien? ¿Te duelen los brazos? —Ella se limitó a negar con la cabeza, mientras me mostraba una sonrisa que ocultaba un sinfín de pensamientos—. ¿Seguro? Cualquier cosa que necesites, no dudes en pedírmela, ¿de acuerdo?
—Sí, hijo, no te preocupes, estoy bien —y mientras decía aquello apoyó todo su cuerpo contra el respaldo del sofá. En aquel instante, comenzó a escucharse la melodía de su móvil.
—Te están llamando, mamá —le dije mientras le aproximaba su móvil, sintiéndome un imbécil cuando se lo ofrecí al ver que ella se limitaba a mirarme—. Es papá… Ya debe haber llegado.
—Ni una palabra de todo esto, ¿de acuerdo, David? —Yo asentí—. Descuélgalo y ponlo con el manos libres, por favor… ¡Cariño...!, ¿qué tal estás? ¿Has llegado ya?
—¡Sí! —se oyó la voz metalizada de mi padre por tener el manos libres del coche—. Ahora mismo estoy entrando en el pueblo… ¿Qué tal estáis? ¿Cómo va la cosa?
—Nosotros estamos bien, cielo —mintió mi madre—. ¿Dónde has hecho noche, cariño? Has tardado mucho en llegar… ¿Te has entretenido?
—No, Marga… Es que ayer salí tarde del trabajo, y como estaba reventado apenas si hice 300 km y tuve que irme a un motel a pasar la noche. Y hoy me he tirado más de dos horas comprando en el Mercadona… ¡Ni te imaginas la de gente que había! ¿Vosotros habéis comprado?
—Sí, cielo. Compramos esta mañana a primera hora y tengo la nevera y el congelador hasta los topes… No te preocupes por nosotros…
—¡Perfecto! Dile a David que te ayude, ¿eh? Que este es capaz de tirarse todas las horas delante de la Play… ¡Que me lo conozco!
—No, no… Ya le he dicho que tiene que ayudarme… —Me sonrió, y esa sonrisa me alegro el corazón, he de reconocerlo—. Así —prosiguió—, ¿aún no has visto a tus padres?
—No… Los veré dentro de nada… Así que no te podré llamar hasta dentro de un rato, una vez haya descargado el coche y les haya ayudado a instalar todo. Y no sé si tendré que ir al colmado a por algo… Así que ya te llamaré a última hora, ¿te parece, mi amor?
—¡De acuerdo! —respondió mamá—. Dales muchos besos y cuidaos mucho… ¡Te quiero!
—Os quiero, cielo… Dale besos a David.
Entonces, mi madre señaló el móvil con la cabeza para indicarme que colgara. Las últimas palabras de mi padre habían sido como un bofetón fuerte contra mi consciencia… Él pensaba en mí, y no hacía ni diez minutos que yo había estado sobando el coño de su mujer… ¡Uffff!
—David, cariño —me dijo mi madre, interrumpiendo mis pensamientos y mirándome fijamente, como si supiera todo lo que hasta entonces había pasado por mi cabeza—, siéntate a mi lado, por favor. —Con calma me puse junto a ella—. No quiero que estemos mal… Necesito saber que puedo confiar en ti para poder pasar este mal trago… Ojalá las cosas se hubieran dado de un modo diferente, pero no va a ser así. Necesito saber que tú vas a estar bien y que yo no voy a robarte tiempo de estudios o a hacer que te encuentres mal en tu propia casa.
—Mamá… —le dije, con los ojos humedecidos—, tú no me robas nada… Ni te imaginas lo mucho que te quiero… Solo deseo que estés bien y que no te falte de nada… No quiero que te preocupes por mí o que estés incómoda por no querer pedirme algo, ¿de acuerdo?
—¡Ay, hijo mío! —A ella también se le humedecieron los verdes ojos mientras me miraba con una ternura como la que solo una madre puede sentir por un hijo—. Estoy tan contenta de ser tu madre… ¡Me siento tan orgullosa! —Dos gruesas lágrimas se derramaron de sus enormes ojos al tiempo que me dedicaba una limpia y reluciente sonrisa—. Ojalá pudiera abrazarte con fuerza, mi amor…
No hizo falta que dijera más… Con movimientos torpes para evitar dañarla, me apresuré a colocarme entre las escayolas para abrazarla con auténtica pasión filial. Sin embargo, no pude evitar sentir contra mi pecho el tacto cálido y tierno de sus maravillosas tetas.
Así me mantuve durante un minuto, oliendo el perfume de sus cabellos y de su blanco y recto cuello.
—¡Bueno, mamá! —dije entonces, tras retirarme—. Son las siete y media y casi no hemos comido nada desde esta mañana. ¿Quieres que te prepare algo? —Ella me miró con una extraña expresión en su rostro, como si pensara que yo no iba a ser capaz de cocinar nada que se pudiera digerir—. No te preocupes, mamá, que hambre no vamos a pasar —le dije sonriendo, a lo que ella respondió con otra sonrisa.
—¿Es que sabes cocinar? —preguntó, no sin asombro.
—¿Qué quieres ver? —le pregunté mientras le encendía la televisión—. Tú, relájate aquí y disfruta… Durante estas semanas te voy a tratar como a una reina… ¡No! Como a una emperatriz… ¡Vas a ver!
La cena resultó bastante frugal, pero para nada poco atractiva: dos tortillas francesas acompañadas de un poco de pan tostado con aceite y tomate y un poco de ensalada.
—¿Qué te parece? —le dije mientras la ayudaba a sentarse en la mesa—. No está mal para un chaval de mi edad, ¿eh?
—La verdad es que no, David —respondió con auténtica franqueza—. Si lo llego a saber, te mando hacer la cena más a menudo…
—¡No te pases, mamá! —Ambos nos echamos a reír. Resultó curioso descubrir que, desde que mi madre sufrió el accidente, aún no había reído con ganas… Y eso me tranquilizó enormemente.
Con ternura, me puse al lado de mi madre para comenzar a darle la cena.
—Mamá —empecé—, no te lo he dicho, pero siempre que necesites cualquier cosa: beber agua, comer algo, llamar a la abuela, ir al baño, ver la tele… lo que sea, pídemelo, ¿vale?
—Sí, hijo mío.
Con delicadeza tomé un pedacito de tortilla. Ella, al verlo, me dijo que lo cortara por la mitad, que esos pedazos tan grandes ella no se los comería nunca… Yo sonreí, porque soy capaz de comerme una tortilla francesa de dos huevos en tres bocados… Entonces, corté el tamaño adecuado y se lo introduje en la boca. Debo confesar que ver a mi madre abriendo la boca de aquel modo me produjo cierta excitación… al fin y al cabo, estaba metiéndole algo dentro.
—¡Mmmmm! —se congratuló—. ¡Mi niño, pero qué buena está! Me gusta mucho, cielo.
—Gracias, mamá —respondí—. ¡Cómo se nota que eres mi madre! —Una vez más, ambos volvimos a reírnos.
Con delicadeza, le aproximé el vaso de agua hasta sus labios, y colocándole la servilleta debajo, dejé que bebiera.
—Pobre… a ti se te va a enfriar la comida —se lamentó.
—Pero ¿qué dices, mamá? —me reí—. Tomando mi tenedor, corté un pedazo de mi tortilla —el cual hacia como seis u ocho veces uno de los suyos— y me lo introduje en la boca para empezar a masticar y sonreír a mi madre mientras lo hacía.
—¡Qué bruto eres, nene! —se rio ella—. A ver si vas a atragantarte, anda… ¡lo que nos faltaba!
Después de aquello, acompañé a mi madre hasta su habitación para que se pusiera cómoda. A pesar de haber luchado interiormente conmigo mismo, no fui capaz de evitar que un poderoso calor dominara mi entrepierna. Sin embargo, tomando aire con sosiego, traté de reconducir la situación.
—Mamá —le dije—, ¿no preferirías darte una ducha antes de ponerte el pijama? —Ella se quedó en silencio, como si no se hubiera esperado aquello—. A ver, te lo digo porque hemos estado en el médico y no hemos parado; y yo sé que tú eres muy pudorosa, ¿sabes?
—Bueno, hijo… —tartamudeó—, mañana, mejor…
—A ver, mamá —le dije poniéndome delante de ella con el rostro muy serio—. Yo sé que el hecho de que tenga que ser yo quien te tenga que desnudar y todo eso puede incomodarte mucho, pero ¿qué vas a hacer? ¿No ducharte hasta que te quiten la escayola?
El silencio que acompañó a mis palabras me hizo ver que yo había jugado bien mis cartas.
—Pero ¿no te incomodo, David? —preguntó con el rostro enrojecido por la vergüenza.
—¿Cómo puedes decirme eso, mamá? ¿No te estoy diciendo que me pidas todo lo que necesites con total libertad? —respondí, cargándome de razones—. ¿Acaso te incomodo yo?
—¿Tú? —respondió con los ojos abiertos como platos—. ¡En absoluto, mi amor!
—Entonces, mamá, por favor te lo pido… Piensa que yo soy una extensión de tu cuerpo y que voy a hacer todo lo que me pidas y necesites, ¿vale? —La miré a los ojos—. ¿Me lo juras?
—Te lo juro, hijo —respondió con una sonrisa que denotaba orgullo de madre.
Una vez entramos en el cuarto de baño, comencé a desnudar a mi madre. Lo hice poco a poco, saboreando aquel momento como si no fuera a repetirse jamás; algo que, por fortuna, parecía que no iba a suceder.
—Mamá —le dije—, creo que voy a tener que romperte la camisa… Me parece que es imposible sacarla con las escayolas puestas…
—Sí, ya me lo imaginaba, David —dijo—. Coge las tijeras de ese cajón y ve cortándola, pero ten cuidado de no tocarme la piel… —Aquella apreciación nos hizo volver a reír,
Con manos trémulas, empecé a hacer jirones la camisa de mi madre… Yo estaba a su espalda y era incapaz de ver su expresión, pero si ella hubiera sido capaz de ver la mía, sin lugar a dudas, habría huido despavorida a causa de la perversión que crecía en mí.
—¿Y el sujetador? —pregunté—. ¿Qué hago con él?
—¡Hostia! —la escuché decir—. ¡Como voy tan boyante de sujetadores…! Anda, córtalo y ya me compraré otros.
Cortar aquellas dos tiras fue como abrir la jaula de mis más pérfidos demonios para que asaltaran nuestra casa a su voluntad… Noté cierta vibración tras la tensión que dio paso a que las tetas de mi madre se liberasen… Para entonces, mi polla ya se había puesto bastante morcillona.
Dado que no me veía capaz de colocarme delante de ella, pues sin duda leería en mi rostro algo que no le gustaría, me mantuve a su espalda para volver a bajarle la falda por segunda vez en ese día… De hecho, por segunda vez en toda mi vida. El culo de mi madre era maravilloso, redondo y duro, bien formado y muy blanco. Entre sus nalgas se perdía la diminuta tira blanca de su tanga… Colocando los dedos índice y medio de cada mano en sendos lados de las caderas de mamá, baje el tanga de Marga hasta los tobillos. Allí, agachado, procedí a quitarle el calzado.
Entonces, recogí su ropa sucia y los jirones de su camisa y de su sujetador…
—Mamá —le dije—, tengo que ponerte los cubre escayolas que hemos comprado en la farmacia… Espero que vayan bien…
Yo no me atrevía casi a levantar la mirada, pero por el rabillo del ojo intuía la forma desnuda y femenina de mi madre aguardando a que yo hiciera lo que debía.
No me costó sacar aquellos plásticos de sus envoltorios de cartón y plástico. Con ellos en las manos, me dirigí hacia mi madre.
—Mamá —ella notaba que yo forzaba mi mirada hacia su cara y hacia las escayolas de sus brazos—, vamos a ver qué tal va esto… —Con un par de movimientos, vi que los plásticos encajaban a la perfección—. Ahora tienes que entrar a la ducha… ¡Espérame, por favor!
Con rapidez, como si de ese modo lograra que mi madre no reparase en mí, me quité la ropa, quedándome desnudo, solo con mis bóxers de color negro, delante de mi madre. Pese al color de mi ropa interior, sospechaba que mi erección era visible a leguas —especialmente por mi desproporcionado tamaño de polla: 22cm que me habían granjeado varios apodos socarrones entre mis colegas del equipo de fútbol—, y que a mi madre no le iba a pasar desapercibido. Sin embargo, ella no dijo nada al respecto.
—A ver mamá, que te ayudo —le dije mientras la acompañaba al interior de nuestra ducha.
—Gracias, David —acertó a decir mi madre al tiempo que yo la conducía para evitar que el primer chorro de agua fría cayera sobre su cuerpo—. Cuidado no te caigas…
El chorro de agua empezó a caer con fuerza, y pronto adquirió una buena temperatura.
—Mamá —pregunté—, ¿quieres que te lave la cabeza?
—No, David… Me la lavé ayer. No me toca hasta el lunes.
—Como quieras…
Aquellas fueron las últimas palabras que pronuncié en mucho tiempo, si no incluimos trivialidades como ‘cuidado’, ‘a ver’ y tonterías del estilo. Con precaución empecé a mojar el cuerpo de mi madre con la alcachofa de la ducha. Primero lo hice por su espalda, procurando no mojarle el pelo. Después, fui bajando para mojar sus nalgas redondas y su preciosas y bien formadas piernas… Entonces, agachado como estaba, coloqué una de mis manos sobre su cadera para que se volviera con lentitud. El tacto de su piel era de lo más agradable, y su cuerpo era duro y firme; se notaban las dos horas de paseo que al día se pegaba con mi padre.
Lo primero que contemplé cuando se volvió fueron sus arreglados vellos del pubis humedecidos por el agua que de manera indirecta sobre ellos había caído. Me los habría metido en la boca, pero en mi batalla interna solo acerté a darles con el chorro de agua y mirar, como hipnotizado, cómo la potencia de la alcachofa iba dibujando un apetecible reguero de gotas que saltaban por todos lados, incluso por mi cara. Pese a que me mantuve de aquella manera durante más de dos minutos, mi madre, prudente, no dijo nada; se mantuvo callada esperando a que yo prosiguiera. Entendí, sin demasiada vergüenza en aquel instante —debo reconocer—, que Marga comprendía lo que yo estaba sintiendo en aquel instante. ¡Al fin y al cabo era una profesora que trabajaba desde hacía tiempo con adolescentes de secundaria!
Cuando fui capaz de salir de aquel ensimismamiento, me levanté mientras el agua iba ascendiendo por su vientre blanco, mostrando una minúscula barriga, casi inapreciable, que la volvía más apetecible aún si cabía, fruto de la edad y de haberme llevado allí dentro durante varios meses, ¡seguro! Entonces, sus tetas se toparon ante mis ojos. Aquellos pezones sonrosados y pequeños se convirtieron en el más apetecible manjar que nadie jamás hubiera podido soñar. Quizá se debiera a mi falta de experiencia o a los nervios que embriagaban mi mente, el hecho fue que no supe apreciar la erección de estos. Después, por encima de todo lo demás, estaba la hermosa cara de mi madre observándome con una sonrisa llena de amor y ternura.
—¡Qué ducha más apetecible, cariño! —soltó con naturalidad—. Tengo que reconocer que esto de que te duchen no está nada mal… —Por más que mi cerebro se esforzó en analizar cada ínfimo detalle de su mirada, de su expresión, de sus palabras, no fui capaz de hallar indicio alguno de provocación… Sin embargo, tampoco aprecié rechazo. Simplemente, Marga estaba relajándose bajo mis manos.
Aquello debo reconocer que me calmó bastante. Entonces, cerré el grifo del agua y me eché un buen chorro de gel en la mano —por fortuna, nadie en casa usaba esponja para ducharse—. Con calma, puse las dos manos sobre su espalda, al tiempo que ella dejaba ir un pequeño gemido a causa del frío del jabón.
—¡Ay, que frío está el gel! —dejó ir con un hilo de voz, que para mí fue la voz más sensual del mundo—. ¡No te disculpes, cielo! —respondió cuando le pedí perdón.
Entonces, poco a poco empecé a frotar la espalda de mi madre, haciendo que el gel empezara a crear espuma y que mis manos se deslizaran con sencillez por encima de su piel. Tras haber recorrido sus omoplatos, subí ambas manos hasta sus hombros, acariciándolos con delicadeza y haciéndole un suave masaje. Mi polla estaba a punto de romper mis bóxers, más aún cuando escuché un suave gemido de placer en boca de mi madre. Entonces, subí hasta su cuello, acariciándoselo tras su rizada cabellera negra. Dado que no podría bajar hacia los brazos a causa de las fundas protectoras, bajé por donde había subido y deslicé mis manos por debajo de sus axilas… decidiéndome a ir más allá para tocarle las tetas. Las acaricié suavemente, notando —ahora sí— los pezones duros como piedras. Al ver que mi madre no podía moverse, y que de hecho tampoco parecía oponerse, comencé a enjabonárselas al tiempo que giraba mis manos y se las movía en círculos. No sé cuánto tiempo estuve sí, pero entonces escuché la voz de mi madre decirme:
—David, esa parte ya está bien enjabonada, cariño…
Como si un escorpión me hubiera pinchado en las manos, las retiré con rapidez de allí para bajarlas por su vientre, enjabonándoselo y masajeándolo con la misma dedicación que lo había hecho con sus tetas. Entonces, tocó el turno de sus caderas… y luego de su pelvis, donde traté de detenerme durante unos instantes más, pero justo cuando mis manos rozaban el clítoris de mi madre, al tiempo que la hacían sobresaltarse, esta me dijo:
—Cariño, creo que esa zona ya la limpiamos antes, ¿no? ¿Por qué no me enjabonas las piernas y acabamos?
Aquellas palabras fueron como una tarjeta roja para mí. Sabiéndome descubierto, volví a ponerme jabón en las manos antes de terminar de limpiar el resto del cuerpo de mamá.
Una vez aclarada, la empecé a secar con una toalla, sin decir una sola palabra. Algo debió notar mi madre, porque me dijo:
—Cariño, mírame a los ojos —sentenció mientras la cubría con la toalla por la cintura para secarla. Yo me detuve—. No estés incómodo. Yo sabía lo que iba a pasar… No es culpa tuya, y tampoco mía —continuó—. Es lo más normal del mundo, ¿de acuerdo, mi amor?
—Lo siento, mamá… —fue lo único que se me ocurrió decir, avergonzado y con la mirada clavada en el suelo.
—No quiero que te disculpes, mi amor… —prosiguió ella con mucha dulzura en su voz—, ya te digo que es lo más normal del mundo, ¿de acuerdo? Además, eso me halaga también en parte… Anda, dame un beso, vísteme con el pijama y dúchate tú, que pronto habrá que irse a dormir.
Si tuviera que recordarla, creo que podría afirmar, jugándome la polla si hiciera falta, que en mi vida me hice una paja mejor que la que me casqué mientras estaba solo en el cuarto de baño, oliendo el tanga que de mi madre había dejado en el suelo adrede antes de llevarla hasta sofá del comedor y recordando el tacto de sus tetas y de su coño.