Cuarentena accidentada

Al inicio de la pandemia de COVID-19, supe que la cuarentena iba a ser especial: mi padre se había ido a cuidar de mis abuelos y no vendría hasta que esta acabara. Lo que no imaginaba es lo que vendría después: mi madre, tras sufrir un accidente, quedaría plenamente expuesta a mis cuidados...

—Hijo, sé bueno, haz caso a tu madre y no vayas de listo saltándote la cuarentena, ¿de acuerdo? No sé durante cuánto tiempo tendremos que estar así, pero esto no es una broma.

Esas fueron las últimas palabras que mi padre me dedicó antes de irse de casa para marchar a casa de mis abuelos. Al parecer, la cosa se estaba poniendo muy chunga… Al menos, no tendría que ir al instituto y podría pegarme mis buenas viciadas con la Play.

Sin embargo, no tenía ni idea de lo que me esperaba.

Al día siguiente, me desperté a eso de las diez de la mañana. Mi madre se había organizado de puta madre, y ya se había abastecido de comida, bebida, productos de higiene y de limpieza, y de otras tantas cosas que buena falta nos haría para lo que creíamos iban a ser dos semanas… ¡Qué ingenuos!

Ese día, mi madre estaba totalmente entregada a la limpieza del piso… Normalmente, los sábados se los tiraba aspirando, fregando, quitando el polvo y todo lo demás, pero aquel 14 de marzo estaba como ida y desesperada por limpiarlo todo en profundidad… Pero quizá sería bueno hablar un poco de mi madre.

Para empezar, tiene 41 años, y su rostro es bastante atractivo —de hecho, aunque nunca me lo han dicho, noto que todos mis colegas la miran de un modo más que especial—; si tuviera que decir a quién se parece, diría que a Eva Green. Su piel es clara, aunque el color de su pelo es moreno, y lo lleva a media melena rizado. El color de sus ojos es verde, y estos son grandes y ovalados. Su boca siempre me ha fascinado, porque posee unos labios carnosos que realmente hacen que hasta yo, su hijo, tenga deseos libidinosos con ella… Lo cierto es que no es baja, pues mide más o menos 170 cm, y debe de pesar unos 50 kg, por lo que está bastante delgada. Sin lugar a dudas, si tuviera que definir a mi madre con una palabra diría que es una milf . Además, es muy elegante vistiendo, y siempre suele llevar falda de tubo por encima de las rodillas y blusas que le marcan el pecho de un modo que ya quisieran muchas con veinte años. Su nombre, por si no lo he dicho, es Margarita, aunque todos la llaman Marga.

—Hijo, ¿puedes ayudarme a descolgar las cortinas? —me dijo justo cuando salí al comedor, aún medio dormido y vistiendo mi pijama.

—Joder, mama… espera un momento a que me despierte, ¿no? —contesté frotándome los ojos con una mano.

Sin embargo, lejos de ayudarla, me fui hasta la cocina para prepararme un bol con cereales. Entonces, empezó a sonar el teléfono fijo. Desde el comedor sentí como mi madre refunfuñaba un poco mientras bajaba de las escaleras… —¡Ya va, ya va! —decía, como si quien estuviera al otro lado pudiera escucharla.

Cogí mi móvil y me puse a leer mis mensajes y el Instagram… Entonces, me llevé el bol de cereales a mi cuarto y me puse un poco de musiqueta para hacer más amena la mañana.

Al otro lado del piso podía escuchar de vez en cuando a mi madre hablando con quien parecía ser mi abuela… Le estaba contando que nos habíamos quedado solos en casa porque mi padre se había marchado a cuidar de sus padres. También les decía que no salieran de casa y que si necesitaban cualquier cosa que nos lo dijeran, que nosotros les haríamos el pedido online para que se lo llevaran a casa.

Entonces, me puse bien los auriculares y me centré en mis vídeos.

No habían pasado ni diez minutos cuando sentí una fuerte vibración desde el suelo. Ligeramente alterado, me quité los auriculares y me puse a escuchar… La sangre se me heló en las venas cuando llegó hasta mí el quejoso lamento de mi madre… Casi tirando el móvil y los cereales al suelo, corrí hacia el comedor y me la encontré caída y lloriqueando de dolor.

—¡Mamá! —grité aterrado—. ¡Mamá, por favor! ¡Mamá!

—¡Ay, hijo, no puedo mover los brazos…, creo que me los he roto! —respondió ella.

No me había dado cuenta, pero mis ojos estaban soltando lágrimas como si de dos cascadas se trataran.

—¿Qué hago, mamá? ¿A quién llamo…? —Estaba desesperado y me movía hacia un lado y hacia otro como un imbécil. Entonces, la escuché mencionar algo del 061. No lo dudé más y llamé a urgencias.

El mal trago nos llevó toda la mañana y parte de la tarde. Mi madre, tratando de hacer sola lo que yo había pasado de hacer con ella, descolgar las cortinas, se había caído de la escalera con tan mala fortuna que se había partido ambos brazos al impactar contra el suelo y al chocar contra un mueble. Por fortuna, ella no había sufrido mayores males, y las fracturas habían sido limpias.

—Ha tenido mucha suerte, señora —comenzó el médico—. Unos centímetros más a la derecha y estaríamos hablando de algo mucho peor, pero que mucho peor… Así que no nos preocupemos más. De momento, decirle que tiene fracturados los dos húmeros, y que va a tener inutilizados los brazos durante un mínimo de 5 semanas.

—¿Cinco semanas? —preguntó mi madre, espantada.

—Sí, señora… y lamento decirle que no va a ser posible atenderla como quizá le habría gustado, pues temo que esta pandemia va a exigir demasiado de los hospitales y de su personal… No obstante, de manera telemática le vamos a facilitar todo cuanto usted necesite.

Tras decir aquello, el médico comenzó a rellenar unos formularios y recetas que sin lugar a dudas le irían genial a mi madre para calmar los dolores que iba a padecer.

—¿Está sola en casa? —preguntó el médico mientras escribía.

—No… estoy con mi hijo… —balbució, todavía en shock—. Mi marido se fue ayer por la mañana para pasar la cuarentena con mis suegros, que son mayores…

—Ya veo… —El médico me miró con una expresión que aún hoy no sabría definir—. ¿Y tiene más familiares o amigos íntimos que la puedan ayudar? —Mi madre meneó la cabeza hacia los lados—. ¡Bueno, hijo, vas a tener que comportarte como un auténtico hijo! —dijo, al tiempo que apretaba los labios y hacía que el prominente mostacho tapara sus fosas nasales.

—Sí… sí… respondí, casi sin pensar, mientras miraba al doctor y a mi madre.

Durante el trayecto en taxi desde el hospital yo no había sido consciente de por qué mi madre se encontraba en aquel estado de desconsuelo… Mejor dicho: creía que todo se debía al trauma de la caída; no era consciente de que en su cabeza había pensamientos que iban y venían. No fui consciente hasta que entramos en casa.

—Mamá —le dije—, ¿necesitas algo? Voy a ir a comprar a la farmacia antes de que cierren…

Mi madre me miró con los ojos vidriosos… —No, hijo…

No tardé ni 10 minutos en bajar y subir. Cuando entré en casa, me la encontré sentada en el sofá llorando a moco tendido. Aquello me desgarró el corazón.

—¡Mamá! —exclamé, corriendo hacia ella y arrodillándome ante sus pies mientras le limpiaba las lágrimas de los ojos—. ¿Qué sucede? Piensa en lo que ha dicho el doctor: ¡dentro de lo malo, hemos tenido mucha suerte!

—¡Ay, hijo mío…! —exclamó—. Pero ¿tú me has visto? ¿Te das cuenta en la carga que voy a ser para ti durante todo este tiempo?

—¡De carga, nada, mamá! Es más, en parte me siento responsable de lo que ha pasado… Si te hubiera ayudado cuando me lo pediste, nada de esto habría sucedido…

—Pero hijo… —prosiguió—, vas a tener que ayudarme en todo…, ¿comprendes? ¡En todo!

Fue entonces cuando lo entendí. En aquel instante un sinfín de sentimientos parecieron agolparse contra mi pecho con una fuerza sobrenatural: todo es todo, repetí en mi interior.

—¡Eso no me importa, mamá! —la abracé con cuidado de no lastimarla—. ¡Te quiero más que a todo en el mundo y voy a ayudarte en todo lo que necesites!

—Pero, hijo mío… —ella no dejaba de llorar—. ¿No ves que vas a tener que cuidarme como si fuera una inválida? ¡No es justo para ti!

—Solo serán unas semanas, mamá —contesté—. Pero aun si tuviera que ser toda la vida, te digo de corazón que no me importaría en absoluto, mamá, porque te quiero muchísimo. Y porque, además, sé que esto es parte de mi culpa.

—¡Ay, hijo mío… no digas eso!

—Mamá —me retiré con los ojos arrasados en lágrimas para buscar su mirada—, ¿prefieres que venga papá a cuidarte y yo me vaya con mis abuelos?

—No, hijo mío… —sonrió con dulzura y dolor—. Tu padre va a tener que hacerles cosas peores a ellos… No toleraré que tengas que pasar por eso.

—¿Y si hacemos que venga la abuela del pueblo?

—¡No, hijo! —sentenció—. No voy a tolerar que mi madre coja un tren en estas fechas… Además, tendría que tirarse más de 8 horas de camino. ¡No! No le diremos a nadie nada de esto hasta que no esté la cosa mejor, ¿de acuerdo? —me sonrió mientras decía aquello.

—¡Vale! —La volví a abrazar.

—David, hijo —la escuché—, necesito ir al lavabo con urgencia… Llevo aguantándome la orina desde mucho antes de salir del hospital… ¿Te importaría ayudarme?

—Claro que no, mamá… Ven, que te llevo al lavabo…

Desde luego, si alguna vez se ha dicho eso de que es más fácil decirlo que hacerlo, en este caso el dicho se podría aplicar… aunque con matices.

Cuando encendí la luz del lavabo, vi la taza como si de un trono se tratara. Con pasos torpes llegué hasta ella, acompañando a mi madre… Mis manos, no me había dado cuenta, estaban temblando, y el ritmo sanguíneo de mi cuerpo circulaba a una velocidad apabullante. La boca se me secó y la respiración estaba agitada y salía atropelladamente.

Ella se colocó de pie, esperando a que yo le bajara la falda… Busqué la cremallera y, tras bajarla, solté el pequeño broche que la sostenía… Solo con hacerlo la falda cayó, y ante mis ojos, pues estaba agachado, quedó el pubis cubierto por el tanga de mi madre. Ella, pese a que yo sentía que iba lento y torpe no dijo nada. Sentí una erección; una erección que pensé que me iba a romper los pantalones cuando, colocando ambas manos a los lados de las caderas de mi madre, fui desnudándola de cintura para abajo. Lo que vi ante mis ojos casi me mata… El chocho de mi madre, bien arreglado, estaba a escasos centímetros de mi cara. Aún hoy soy capaz de recordar su olor.

—Ahora, déjame, cielo… Voy a intentar hacer caca… —dijo sonrojada—. Escúchame cuando te llame, por favor… y perdóname.

—No hay nada que perdonar, mamá… —le di un beso en la mejilla y salí del lavabo tambaleándome. Seguramente, porque toda mi sangre estaba en mi polla.

Al cabo de unos veinte minutos, mi madre me llamó. En su voz noté cierta timidez.

—¡Ya voy mamá! —le respondí. Con no poco esfuerzo me volví a introducir la polla en el pantalón, pues, en efecto, me había estado tocando recordando lo que acababa de ver... aunque sin ser capaz de imaginar lo que iba a vivir en aquel instante.

—¡Ay, cariño mío! —fue lo primero que dijo cuando me vio aparecer tras la puerta—. Me sabe muy mal que tengas que vivir esta experiencia, cielo…

—Por favor, mamá —le dije—, no vuelvas a sentirte mal por esto… Para mí es un auténtico honor poder cuidarte, y demás —añadí— nadie te lo hará con tanto amor y dedicación como lo voy a hacer yo.

Dicho aquello, procedí a ayudar a mi madre a levantarse. En la taza, entre aguas sucias y oscuras de color amarillo, marrón, quedaban unos zurullos que levantaron un olor fuerte a mierda.

—¡Ay, hijo mío…! —se lamentó una vez más mi madre al percatarse de aquella situación.

—Tranquila, mamá… Esto es lo más normal del mundo… a ver si te limpio bien…

—Hacia atrás, hijo, por favor —se apresuró a indicarme—, no sin cierto pavor en su voz.

—Tranquila, mamá… A ver, colócate aquí y reclina un poco la espalda —dije mientras la movía y la colocaba con el culo ligeramente en pompa para poder limpiárselo bien.

Lo primero que hice fue pasarle un poco de papel por su rajita, notando que la humedad de su orina debilitaba la celulosa… entonces, volví a pasarlo, abriéndole un poco el chocho, y noté su clítoris. Ella no dijo nada. Tiré el papel al váter y volví a coger un poco más para secárselo una vez más.

—Gracias, cielo —me dijo.

—A ti, mamá…

Volví a coger más papel, esta vez iba a limpiarle el culo a mi hermosa madre. Lentamente le fui pasando la celulosa por entre sus nalgas, viendo como el papel salía de color marrón y con un hedor a mierda total. Volví a coger más papel y repetí la operación.

Tras lanzar el papel sucio al váter, tiré de la cadena. Y sin decir nada, abrí el grifo del bidé.

—¡Hijo…! —exclamó algo asustada—, ¿qué vas a hacer? —La miré a los ojos con calma.

—Voy a limpiarte bien, mamá.

La invité a sentarse tras comprobar que el agua había adquirido una buena temperatura. Entonces, empecé a mojarle la vagina y la raja de culo con agua… Ella se dejaba hacer todo por mí; y es que tampoco tenía muchas alternativas. Entonces, me puse gel en la mano y empecé a frotarla por su coño, abriéndoselo bien para que mis dedos enjabonados frotaran su toda vulva, y por su culo, haciendo especial hincapié en su ojete.

No sería capaz de decir cuánto tiempo estuve así, limpiando a mi madre con delicadeza, pero puedo decir que perdí la noción del espacio y del tiempo. Sin embargo, lo que sí notaba era todo su coño abierto tocado por mis dedos, así como su ojete abriéndose cuando mi dedo medio trataba de penetrarlo para asearlo como se merecía. Mientras tanto, solo escuchaba el silencio, el silencio que solo el grifo del agua osaba quebrar… Mi madre estaba aguantando la respiración. Y aquello solo acababa de empezar.