Cuarenta y veinte

Mi encuentro con una chica universitaria; yo de cuarenta, ella de 21 años.

Conocí a Paula un día en que un grupo de jovencitas universitarias visitó la empresa donde yo trabajaba para realizar algunas encuestas para sus trabajos escolares. Yo estaba concentrado en mi trabajo, y aunque mi jefe ya me había advertido de su visita no estaba muy interesado en cumplidos. Tenía demasiado trabajo esa semana, porque estaba haciendo una presentación de un plan de trabajo para la empresa que había que presentar en una semana.

Paula llegó con su grupo de amigas y compañeras, y se distribuyeron por los escritorios, azolando con preguntas a todo el personal. Ella llegó conmigo, con sus modales finos de jovencita bien, sus 21 años frescos, su blusa de la escuela un poco abierta, mostrando sus atributos juveniles y penetrando mi ambiente con su perfume.

A mis cuarenta años, tan metido en mis cosas de la oficina, esa chiquilla de 21 años era impensable. Y además, estaba el maldito plan que ya me tenía jalándome los pelos.

Estaba proyectando algunas animaciones en la computadora cuando ella llegó, y se quedó viendo lo que yo hacía. Al terminar unos efectos sonoros, preguntó, con voz dulce: "¿Cómo hizo eso?" le expliqué rápidamente, tratando de acabar lo más rápido para que se fuera. Pero ella desenfadamente, me pidió permiso para sentarse, y me observó entre seria y sonriente mientras yo daba la explicación. Demostró conocer el programa de computación que yo estaba manipulando, pero luego me aclaró que no era tan profesional como yo. Me gustó el halago, y seguí explicándole por algunos minutos más, hasta mostrarle gran parte del trabajo que ya tenía diseñado. "¡Qué bien! –me dijo- un día de éstos debería darnos algunas clases en la universidad". Yo le dije que no podría ir por mi trabajo, pero que si le interesaba le podía explicar cualquier día a ella y tal vez a sus amigas. Me dio las gracias, amablemente, y me hizo un par de preguntas sobre mi trabajo.

En la hora del almuerzo, me la volví a encontrar en la cafetería, parlando animadamente con su grupo de compañeras en una mesa, y me llamó para presentármelas. Les dijo que yo era un verdadero profesional y que le había mostrado como hacer algunos efectos en las presentaciones gráficas. Las chicas sonrieron bondadosamente, y ella me pidió el teléfono, aclarándoles que yo había convenido en darles algunos tips para sus trabajos. Me dio su teléfono en un papelito, y yo lo deposité en la bolsa de mi camisa casi sin atención. Nos despedimos, y el papelito desapareció cuando mandé lavar la ropa a la lavandería. Pensé que el asunto había muerto.

Varios días después, Paula me llamó por teléfono. Su voz, de agradable timbre juvenil, preguntó: "¿Ya no se acuerda de mí?" La verdad, si me acordaba, aunque no mucho. La promesa de ayudarle no me había quitado el sueño. Estaba preparando una presentación y quería ver si podía darle algunas sugerencias. Accedí, y nos quedamos de ver en un cibercafé céntrico esa misma tarde.

Llegó con su vestido escolar, su falda corta y su blusa blanca, y estuvimos charlando de diversas cosas. Así nos hicimos amigos.

A los dos meses nos veíamos dos o tres veces por semana, nos tomábamos un café o un té y yo le ayudaba con alguna tarea. Todavía no caía en la cuenta de que yo pudiera interesarle como hombre. A mis cuarenta años y divorciado pensaba en alguien de mi misma edad, con algún hijo, que pudiera compensar mi soledad y mi afán de cariño. Pero un día Paula me pidió que la llevara al cine. Y en medio de la oscuridad de la sala, entendí que ella era también un alma solitaria.

Al entrar al automóvil, le pregunté: ¿Quieres ir a mi casa a tomar un café? Dijo que sí, y enfilé rumbo a mi pequeño departamento, casi en la periferia de la ciudad.

No iban muchas visitas femeninas a ese diminuto departamento, ubicado en el segundo piso de un edificio de condominios baratos. Los adornos y los muebles eran austeros. Mi único lujo era una pequeña cantina con vinos de mediana clase. "Te voy a preparar un café especial", le dije, y rápidamente encendí la cafetera eléctrica, escogí un vino de sabor suave y almendrado, y mezclé la cantidad necesaria para dos tazas de café.

Mientras lo probaba, me coloqué a su espalda, y di un masaje a sus hombros, tensos, para que se relajara un poco. Subí a sus mejillas, a sus sienes, y me dijo: "oye, eres un experto", toqué con la yema de los dedos sus finos labios, y sentí como se concentraba en la caricia gozándola intensamente. Le besé los costados del cuello, mientras mis manos bajaban hasta sus hombros, luego hasta sus pechos, palpando sus pezones erguidos. Le quité la taza del café, y echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarse en mi abdomen. Mi sangre ya golpeaba en las venas, y mis dedos excitados seguían recorriendo su torso por encima de la blusa que llevaba.

La tomé de los hombros y la levanté, suavemente. Enlacé su fina cintura, y la conduje a la recámara. Ella se dejó llevar, enervada por las caricias que le propinaba.

La deposité en la cama, y entonces vino el huracán de besos y abrazos apasionados. La despojé de la ropa lentamente, y se me reveló aquel cuerpo joven, sus carnes firmes, bien proporcionadas, los senos firmes, con los pezones apuntando al frente. Deslicé sus pantaloncillos suavemente hacia abajo, y brotó el triángulo oscuro de vellos que remataban su sexo. Cielos, esta chica era un verdadero manjar. Arrojé mi ropa a un rincón, hasta la última prenda, y me lancé a la cama. Ella se estremecía entre mis brazos, los vellos de su piel se erizaban cada vez que pasaba mi lengua por sus zonas erógenas, sentía como se abrazaba a mí como si mi piel fuese el bálsamo que curara sus ansias.

Mis labios recorrieron sus pezones duros, enhiestos, rodeados por la flor aterciopelada de sus aureolas. Aspiré mi propio vaho caliente, devuelto hacia mí por su abdomen terso, indagué en la hondura de la diminuta concha de su ombligo y encontré un sabor indescriptible, embriagador, luego bajé hasta su vagina sonrosada, y mi lengua regó el monte de su pubis fresco. Aaah… ella era toda dulzura, toda miel, se deshacía entre los brazos como una mariposa apretujada entre los toscos dedos. Mi sexo erguido campaneaba de placer, azotado por olas de sangre caliente que iban a estallar allí como en las faldas de un faro.

Pero todavía me negaba a penetrarla. En el fondo de mí esperaba algo, algo que me detuviera antes de hundirme en ese pozo del deseo, una especie de voluntad externa que me contuviera en la orilla del templo, antes de cometer una profanación. Pero nada sucedió. Los hados estaban de mi parte. Mi olfato percibió el aroma incitante de su vulva ansiosa, y probé sus jugos con la punta de mi lengua. Tenía un sabor dulce, como un vino afrutado. Volví a hundirme en la espesura de aquel monte hasta que ella se revolvió jadeante, casi en estado de éxtasis. Supe que estaba lista, porque su pecho subía y bajaba con celeridad, porque en sus labios asomaba cada tanto su lengua sonrosada, porque sus manos se aferraban a mi espalda con desesperación, clavándome las uñas, y porque su sexo estaba húmedo y anhelante. Yo también estaba listo. Coloqué mi falo erecto sobre la abertura suave de esa vaina, y me dejé ir. Al primer impulso la penetré profundamente, y ella respingó y profirió un grito ahogado. Mi verga desapareció tragada por esa oscura garganta, deslizándose en la gruta caliente y húmeda que había encontrado. Emergió y volvió a clavarse, buscando en cada embate una mayor profundidad. Paula se revolvió y emitió un aaahhh prolongado, mientras mi sexo horadaba su templo.

Después de unos segundos, creí ver que se acostumbraba al grosor del mástil que la penetraba, y entonces saqué mi verga y la cambié de posición. Levanté sus piernas y me las coloqué en los hombros, mientras mi polla iba por lo suyo. Todo mi cuerpo se apoyó en aquel lance fundamental: no era sólo mi sexo sino todo mi ser quien penetraba hasta el fondo de sus entrañas. Ah, Paula, creo que nunca había conocido tanto placer. Ella contuvo el aliento y exhaló después un suspiro largo, como quien toma aire al volver de una zambullida en las aguas de un río. Pero no le di tiempo de reponerse. Volví a lanzarme hasta el fondo, buscando en aquellas aguas calmar las intensas sensaciones que tenía. Esta vez el que lanzó un murmullo de placer fui yo, porque por un momento sentí que había alcanzado el máximo goce posible.

Mi sexo estaba siendo azotado por un intenso mar de sensaciones que lo recorrían desde el tronco hasta la punta. Paula estaba ya a punto de derramarse. Un momento antes de lanzar mis chorros de fuego líquido, sentí que abajo estallaba la marea alta sobre mi tronco. Ella estaba lanzando sobre mí una cascada venturosa de pasión, a la que correspondí generosamente. Detuve mis rítmicas acometidas, asaltado por una serie de espasmos que anunciaban la hora final. Escuché un sonido de campanas retumbando en mi cabeza. Paula era mía y yo todo suyo en aquella entrega. Nuestros cuerpos se fundieron uno al otro, vibrando al unísono con aquella melodía placentera.