Cuando se cruza el límite, nadie sabe ...
Ana se descubre a sí misma
Estaba terminando de cepillar a Tremeño, el caballo de la señorita Ana. Sin darse cuenta del paso del tiempo, había anochecido. Perdido en sus pensamientos, Miguel seguía pasando el cepillo por la brillante crin del semental, cuando oyó un ruido a sus espaldas. Se giró rápidamente…
- ¡Ya es de noche y todavía no has terminado tu trabajo, inútil! ¡En lugar de tener la mente perdida en mil tonterías, deberías aplicarte más y fijarte en lo que estás haciendo! ¡Me dan ganas de echarte a la calle de una patada en el trasero, gandul! – gritó la señorita Ana mientras le miraba con los ojos encendidos por la furia.
Miguel no pudo ni articular palabra. Desde las 5:30 de la mañana, solo había tenido 20 minutos para descansar y comer. El trabajo de la hacienda era durísimo. Y Ana, la hija del dueño, parecía haberla tomado con él. Por mucho que se esforzaba, nunca estaba contenta. Además ella disfrutaba humillándole a cada momento. Aquella niñata parecía perseguirlo a todas partes. Si no fuera porque el trabajo escaseaba, hubiera marchado de allí para no sufrir aquél continuo acoso al que se sentía sometido. Aquella muchacha era un verdadero demonio. Joven, bonita, de cuerpo estremecedor, era todo lo contrario de su padre. Una verdadera explotadora. Cualquier día, pensó Miguel, no aguantaría más y le enseñaría dos cosas a esa mocosa…
- … y cuando termines con Tremeño, antes de irte a dormir, da de comer a los cerdos. Al menos huelen mejor que tú. Tú y tu familia debería aprender de ellos…
Por desgracia, Ana había dado en ese instante, sin saberlo, un paso más allá de lo que Miguel podía soportar. En cuanto escuchó la palabra “tu familia”, perdió el poco conocimiento que le quedaba. Así que no se lo pensó dos veces. Fue todo muy rápido y mecánico. Como si lo hubiera ensayado en incontables ocasiones desde mucho tiempo atrás. Se giró de golpe, y su mano cerrada golpeó la cara de Ana con tal fuerza, que ésta cayó al suelo redonda y sin sentido.
A partir de ese momento. Miguel perdió toda posibilidad de pensar en lo que estaba haciendo. La ira lo embargaba, y pensó en desquitarse de una vez por todas.
Arrastró el cuerpo de Ana hasta el centro del almacén, y cerró la puerta de Tremeño para que no escapara. Una vez en el pasillo, la fue llevando agarrada por los pies hasta el fondo, donde estaban todas las herramientas para el campo y los animales. La desnudó, y la ató fuertemente a 4 patas sobre el yunque de hierro. Ana quedó inconsciente sobre el sucio y frio metal, con las piernas separadas por una horca atada a ambos tobillos a modo de separador, imposibilitada de hacer el menor movimiento. Sus pechos colgaban inertes, mientras su vientre descansaba sobre el helado acero. Miguel le puso entre los dientes un aro de metal, para que todo grito de ella se esfumara rápidamente. Cerró la puerta del cobertizo, y dejó la luz al mínimo para que nadie pudiera saber desde el exterior, que había alguien allí dentro.
Por unos instantes se quedó admirando el cuerpo de Ana. Debía admitir que lo llevaba loco. Estaba totalmente enamorado de ella desde hacía tiempo. Y por eso sufría mortalmente cada cuchillada que aquella envenenada boca lanzaba contra él en forma de humillaciones, vejaciones e insultos. Pero su familia era intocable. Ahí, Ana se había extralimitado totalmente. Y ahora iba a pagar las consecuencias.
Agarró un cubo y lo llenó de agua helada. Luego, lo vació de golpe sobre la espalda desnuda de Ana. Ésta despertó de golpe. Aturdida por el puñetazo, poco a poco empezó a darse cuenta de su situación. Intentó hacer fuerza para solarse de las cuerdas, pero todo fue en vano. Intentó gritar, pero por la boca solo salía aire. Empezó a forcejear intentando zafarse del yunque, cuando escuchó un silbido agudo en el aire, y al instante sus nalgas literalmente ardieron. El grito murió en su garganta. Luego escuchó una voz que simplemente dijo:
- !Uno!
Otro silbido, y sus nalgas volvieron a retorcerse de dolor. Volvió a escuchar la voz contando de nuevo, diciendo:
- ¡Dos!
No podía hacerse escuchar. El dolor era terrible. Y empezaron a salirle lágrimas. Aquella voz la dejaba retomar el aire unos segundos, y luego volvía a golpear la piel de nuevo con otro conteo. No podía ver quien era, pues estaba a sus espaldas. Cada golpe era algo más fuerte que el anterior. Ana se desesperó. Gritaba, moqueaba, babeaba, y seguía sin poder articular palabra. La voz llegó al número 10 y paró.
El silencio solo era roto por su propio lloriqueo. ¿Quién era? Pensó que cuando la soltaran, mataría a aquel ser capaz de torturarla de aquella manera. Luego recordó… el puñetazo, Miguel limpiando el caballo… No pudo ir mucho más allá con sus pensamientos. Algo distinto pero mucho más terrible cruzó su espalda. El dolor fue tan intenso que le cortó la respiración. Notó como le ardían los pulmones. La voz había empezado de nuevo a contar desde el número uno. Pensó que no podría soportar todo aquello hasta el número diez. Era una agonía total. Un mar de dolor en el que no existía un lugar donde ponerse a salvo, donde esconderse. No pudo más, y su esfínter y su ano se vaciaron. El suelo quedó lleno de su mierda y orines. Y aquella pestilencia se sumó a sus babas, gritos y lágrimas. Sus piernas quedaron totalmente embarradas, y la vergüenza y humillación se sumaron al dolor, hasta que alguien tuvo piedad de ella y se desmayó de nuevo.
Otro cubo de agua fría la despertó de nuevo. Su cuerpo era toda una llaga con golpes y heridas por todas partes. Cuando por fin abrió los ojos, vió delante de su cara la de Miguel. Pensó que por fin estaba salvada…
- Eres una pequeña putita que solo sabe humillar a las personas. No tienes ni idea del dolor que causas. Y disfrutas viendo como todo el mundo baja la mirada y se inclina ante ti. No por ti, que no vales absolutamente nada, sino por lo que tu padre representa para todos nosotros. Le romperíamos el corazón si le contáramos como es su hija de verdad.
Miguel calló, miró a Ana a los ojos, se levantó y dio una vuelta alrededor de ella. Miró aquel cuerpo ahora ajado, herido y lleno de porquería. Aquel ansiado y soñado cuerpo. Acarició aquellas nalgas, y pasó la mano entre ellas hasta rozar con los dedos su ano y vagina. Se dio cuenta de que estaba totalmente húmeda. Se quedó pensativo unos instantes. Luego se puso de nuevo ante su cara, y siguió hablando.
- Esta noche vas a aprender a respetarme a mí y a todos los demás. Es una noche que no olvidarás en tu vida.
Tomó un látigo corto, y Miguel empezó a contar de nuevo desde el número uno mientras empezaba a azotar los colgantes pechos de Ana. Ésta volvió a gritar desesperadamente, y a intentar patalear para zafarse de los golpes y las cuerdas que la mantenían prisionera. Todo fue imposible.
Poco a poco comprendió que estaba en manos de aquel loco, que no podía escapar, y que nadie iba a rescatarla. Empezó a darse por vencida, y a aceptar que estaba totalmente en sus manos. Pero se lo iba a hacer pagar. Lo mataría. Lo desollaría vivo… Luego el dolor la hizo aullar de nuevo… tenía la garganta casi destrozada.
Miguel se tomó las cosas con calma. Dejó le látigo sobre un saco de trigo, y se quedó mirando el cuerpo destrozado de Ana. Para asegurase, se colocó tras ella, y esta vez metió con fuerza dos dedos en el ano de ella y dos dedos en la vagina. Ana gritó, pero con un grito muy distinto. Estaba realmente empapada. Los cuatro dedos entraron sin ninguna dificultad. Aquello hizo pensar mucho a Miguel. Y se jugó el todo por el todo.
Se colocó delante de ella, se abrió la bragueta de los tejanos, y sin pensarlo, empezó a orinar directamente en la boca abierta de Ana.
- Como se derrame una gota en el suelo, te corto los pezones con las alicates, perra – le dijo muy suavemente.
Ana intentó tragar todo lo posible, ya que no podía mover la cabeza ni tampoco cerrar la boca. Y sobre todo, y a pesar del terrible dolor que sentía, estaba convencida de que Miguel, en su estado de locura, sería capaz de aquello y de mucho más. Además, al sentir la mano de Miguel como la invadía por la fuerza, había sentido algo que no podía explicarse.
Una vez hubo terminado de tragar, escuchó como Miguel marchaba hacia la parte delantera del cobertizo. Oyó abrirse una puerta metálica, y aterrada, supo que los tres mastines iban directos hacia ella. La iban a despedazar. Empezó a temblar de pánico.
Miguel abrió el tarro de mermelada de fresa, y untó de forma muy ruda los pechos, ano y vagina de Ana. Luego dejó que los tres enormes mastines empezaran a lamer aquel manjar con glotonería. Ana no se esperaba nada de aquello, y ante los lametones de aquellas lenguas y el cambio repentino de dolor por placer, no pudo hacer otra cosa que gemir. Al principio intentó por todos los medios que Miguel no la escuchara, pero ante la insistencia de aquellas tres lenguas por saborearla hasta en sus partes más íntimas, no pudo evitar que sus gritos fueran ahora de placer, y cada vez mas fuertes. No pasó mucho tiempo antes de que el primer mastín, el jefe de la manada, tomara lo que era suyo, y penetrara a Ana de forma brutal. Le llegó hasta el fondo de la vagina, y Ana gritó como una condenada al sentirse abierta en canal de forma tan bestial. El perro empezó a martillearla rápidamente, y metió en ella hasta el fondo su bola. Bola que se hinchó abriendo las paredes de la vagina de Ana de una forma brutal, a punto de desgarrarla. Ana no pudo dominarse, y ante aquella mezcla de dolor y placer berreó como una posesa mientras un orgasmo tras otro la atravesaba totalmente. Las patas del mastín se cebaban sobre las heridas de la espalda de Ana, hechas por el látigo. Luego, cuando la bola tomó el máximo tamaño, se dio media vuelta. Y Ana sintió como aquel perro la llenaba de semen en cantidades impensables para ella, hasta la misma matriz. Aquello aceleró sus orgasmos, sintiéndose una verdadera y total perra, mientras los otros dos mastines seguían lamiendo y mordisqueando sus pechos y pezones.
Al cabo de unos veinte minutos, el mastín se zafó de Ana, y se colocó a un lado de ella, sobre el suelo de arena, lamiéndose el desinflado pene. Apenas en unos segundos, el segundo mastín se colocó de nuevo entre las nalgas de Ana. Pero esta vez atinó directo a su ano. Cuando la bola se hinchó en su interior, Ana gritó de nuevo como nunca lo había hecho en su vida. Al poco, no pudo soportar más todo aquello, y entre orgasmos, convulsiones y dolor perdió el conocimiento de nuevo.
Despertó de nuevo, pero esta vez no era el cubo de agua fría. Era una manguera que la estaba limpiando con su chorro helado. Se movió, y se dio cuenta de que ya no estaba atada. No estaba sobre el yunque, sino sobre unas balas de paja, boca abajo. Agradeció el agua, pues por fin se sentía limpia de mierda, semen, orina, flujo suyo y babas. Se quedó quieta. Luego volvió la cabeza y vio a Miguel de pie empuñando la manguera hacia ella. Estaba sonriendo de una forma muy estremecedora y perversa. Ana cerró los ojos y no quiso pensar más.
Al cabo de unos minutos, Miguel cerró la manguera y se dirigió hacia Ana:
- Vas a hacer una última cosa, y después te dejaré elegir. Como has podido comprobar, no vas a intentar resistirte para no darme más motivos para castigarte. Así que vas a ser una buena y obediente perra de ahora en adelante.
Ana asintió con la cabeza, pues su garganta ya no era capaz de emitir sonido alguno. Miguel marchó hacia la entrada del almacén, y a los pocos minutos volvió con un pony. Trancos, el pony que Ana usaba para sus paseos cuando niña. Miguel lo colocó al lado de Ana.
- Ahora vas a darle una buena mamada. Quiero ver como pasas de perra a yegua en unos minutos. Y ni se te ocurra dejar caer una sola gota al suelo, o volvemos a empezar de nuevo desde el principio.
Ana bajó de las balas de paja en silencio y con la mirada pegada al suelo, se arrodilló junto a Trancos, y obediente, empezó a lamer el pene del pony. Poco a poco fue creciendo entre sus manos. Y si al principio lo hacía obligada, perdió toda compostura y empezó a devorar aquel enorme falo mientras lo colocaba entre sus pechos. No se hizo esperar mucho, y el pony enseguida se vació sobre Ana, vertiendo enromes borbotones de semen por todo su cuerpo. Ana, según lo convenido, no dejó caer gota alguna al suelo, repartiéndolo por todo su cuerpo.
Miguel le indicó entonces que volviera a colocarse ella misma sobre el yunque de acero, boca abajo. Pero esta vez sin ataduras. Ana le obedeció al instante. Miguel se llenó ambas manos de manteca de cerdo, y colocó cada una en la entrada del ano y la vagina de Ana. Ana empezó a gemir, pero sin hacer ademán alguno por resistirse. Poco a poco, la mano de Miguel entró en la vagina de Ana hasta la muñeca. La otra mano llegó a introducirse hasta medio brazo en el ano de Ana. Luego Miguel le dio permiso para dejar de aguantar los orgasmos. Y Ana gritó esta vez sin que nada lo impidiera cuando uno tras otro fueron llegando en oleadas hasta que totalmente vencida y mareada, quedó como madeja rota sobre el yunque. Gracias a su garganta totalmente destrozada, nadie más que Miguel la escuchó.
Se despertó tumbada en hamaca de la entrada del barracón de los trabajadores, a punto de salir el sol. Estaba vestida, limpia y dando la sensación de que nada había ocurrido. Pensó que todo había sido un sueño cuando al intentar levantarse, su cuerpo totalmente adolorido le hizo ver que todo había sido real. Sobre su vientre, un papel con una sola frase: “Tú decides”.
Miguel se levantó como cada día. Ana no estaba en la hamaca cuando salió del barracón. Se dirigió muy inquieto hacia el almacén. No quedaba señal alguna de todo lo que había pasado. Y entonces su mirada se dirigió hacia el yunque, recordando lo ocurrido la noche anterior. Y su boca esbozó una sonrisa de satisfacción, felicidad y tranquilidad.
En el yunque, grabado con un cincel, habían dibujados dos corazones… junto a una pequeña chapa de perro y un collar, con el nombre de Ana grabado.