Cuando los yanquis asesinaron a Mahoma
Incluso el poderío de Estados Unidos tiene sus límites... No iban a ganar siempre.
El Sol doraba alegremente las arenas del desierto arábigo y la ligera brisa corría sofocante como el aire de un secador. Pero metidos en sus trajes térmicos, los soldados caminaban tan frescos como si acabaran de salir de una piscina. Esos mismos trajes, de color arenoso, los camuflaban en las rocosas paredes del desfiladero. Sólo así, indiferentes a las tremendas temperaturas, podían esperar pacientemente a sus víctimas.
Y es que no eran soldados cualesquiera sino unidades de elite del ejército de los Estados Unidos de América. Disponían de los últimos avances tecnológicos y habían sido entrenados para las misiones más difíciles, aunque ninguna tan extraordinaria como ésta. Las implicaciones del resultado de la operación eran tan difíciles de abarcar con la imaginación Resultaba imposible subestimar la responsabilidad que había recaído sobre ellos. Podían decir, sin ninguna vanidad, que de ellos dependía la Historia.
Muy pocos conocían algo de esa misión, pues el mismo presidente de los Estados Unidos de América había considerado que era de una importancia fundamental que permaneciese en el secreto. De todas formas, si aquello hubiera salido a la luz, la gran mayoría de la ciudadanía norteamericana la habría considerado una broma o una fantasía y no hubiera llegado a tomárselo en serio. Más en consideración habría tomado el asunto la comunidad científica, pero lo hubiera hecho para mal. Sólo se podía confiar aquellos pocos científicos, buenos patriotas, que habían hecho posible la misión. El resto hubiera puesto cien objeciones, empezando por la seguridad de los soldados y terminando por problemas científicos que rayarían en lo metafísico y que poco importaban a los hombres prácticos como el presidente, más preocupados por su país que por especular sobre fantasías inaprensibles. Son estos individuos los que, al final, toman realmente las decisiones para el bienestar de las sociedades que dirigen.
Al fin la paciencia tuvo su recompensa. Los sensores auditivos que llevaban incorporados en los cascos captaron frecuencias de sonido que sólo podían corresponder a voces humanas, aunque todavía se encontraban demasiado lejos para escuchar lo que decían entre ellos. Giraron los binoculares electrónicos, también incorporados en los cascos, hasta que descubrieron la caravana.
Una larga columna de dromedarios se abrió paso entre las paredes del desfiladero. Las bestias cargaban valiosas mercaderías: un suculento botín en perfumes, incienso y marfil, custodiada por una veintena de hombres con el sable en la cintura y los ojos puestos a su alrededor. Temían por los bandidos, pero realmente sus mercaderías no importaban nada a quienes les acechaban.
En cualquier caso sus armas no les servirían frente a un cuerpo de élite llegado desde el siglo XXI. Su muerte había sido diseñada de antemano con escrupuloso detalle. Aunque podía decirse que morirían todos por culpa de uno solo entre ellos. El resto simplemente morirían para no revelar nada de lo que iba a ocurrir. Así lo habían recomendado los científicos pero los militares se hubieran tomado igualmente la molestia En absoluto les importaban las vidas de unos andrajosos. Solamente respetarían la vida de un falso mercader, un egipcio infiltrado que participaba en la misión.
El hombre que buscaban se llamaba Mohamed, aunque en Occidente sería más recordado como Mahoma. Estaba predestinado a convertirse en uno de los líderes políticos y espirituales más influyentes de la Historia. O así al menos había estado destinado, hasta que el gobierno de Estados Unidos juzgó que podía cambiar esa Historia antes de que ocurriera. Derrotaría a sus enemigos hasta en el último confín del tiempo y del espacio, hasta antes de haber nacido. Los soldados no eran hombres muy intelectuales sino hombres de acción, pero aun ellos sentían que la Historia dependía de lo que hicieran. Era una responsabilidad tan enorme que les agobiaba como un peso sobre las espaldas.
Al lado de Mahoma estaba el infiltrado. El egipcio hizo una señal imperceptible con la mano que los soldados vieron. A continuación el dromedario que montaba Mahoma cayó fulminado por un rifle, porque Mahoma moriría el último.
Sus compañeros miraron aterrados a su alrededor y no vieron nada. Antes de que Mahoma acabara de levantarse, uno de sus compañeros se desplomó muerto de su montura. En su pecho había una mancha roja pero ni rastro de dardo o flecha, como si fuera brujería. Él pánico se apoderó de los mercaderes, que trataron de escapar a la desbandada en vano. Uno a uno, hombres y dromedarios fueron implacablemente abatidos por los soldados apostados desde distintos ángulos del desfiladero.
Sólo quedaron Mahoma y el traidor. El que no iba a ser profeta del Islam se postró aterrorizado cuando dos docenas de extraños hombres con ojos de metal le rodearon. Apenas pudo balbucear:
-¡Poderosos djin, genios del desierto, perdonad la vida a este humilde esclavo vuestro, que no es sino un insignificante mercader! ¡Qué queréis de mí, formidables djin! ¡De mí, que no valgo nada, que no soy más que un grano de arena en vuestras manos!
Pero el jefe de los "genios" hizo caso omiso de sus sollozos y súplicas. Le dijo en un árabe de extraño acento:
-¡Mal nacido! ¡Ahora morirás! ¡No eres más que un asesino y un loco! ¡No merecían morir por tu culpa!
-¡Poderosísimo rey de los genios, no soy más que un mercader ! ¡¿Cómo os he podido ofender yo ?!
¿Perdonarle la vida? No habían viajado quince siglos atrás para hacer nada, para perdonar a un hombre al que odiaban con toda su alma. Tenían instrucciones precisas de matarle y vaciaron sus cargadores sobre el Profeta, cuyo cuerpo bailó sobre la arena al son de los rifles, hasta que lo redujeron a una masa de carne ensangrentada, más que suficiente para estar seguros de que estaba muerto.
Había mucho odio y necesidad de venganza. Por culpa de ese hombre morirían millones de personas y muchos millones más vivirían en el fanatismo y la ignorancia. No hacía falta saber mucha Historia para comprender esto. Los soldados apretaron los dientes de rabia, recordando a sus compatriotas muertos el 11 de septiembre y la guerra de Irak, también la horrorosa oleada de atentados desde 2007 que sacudió Europa y los Estados Unidos, la bomba atómica que devastó Los Ángeles en 2018 Aquel despreciable no merecía perdón.
Nada de eso ocurriría jamás y el cuerpo del "profeta" se descompondría sobre la arena. El Islam había sido abortado y Occidente crecería sin la sempiterna amenaza de los vecinos musulmanes.
La misión casi había concluido pero quedaba algo por hacer, lo más difícil para aquellos hombres.
Se reunieron todos y arrojaron sus armas, trajes y artilugios al suelo, haciendo un montón. Nada de aquello debía ser encontrado o podría ser perturbador para la Historia que los antiguos descubrieran una tecnología tan avanzada. Al menos lo creían así algunos científicos. Por si acaso, un explosivo lo pulverizó todo.
Quedaba algo por destruir y para ello cada uno tenía una pastilla de cianuro. No tenían nada que hacer en el siglo séptimo unos americanos del siglo veintiuno. Acaso podrían ser una perturbación en la Historia. Tragaban la pastilla y caían fulminados poco después. Una muerte instantánea para todos. Habían cambiado la Historia y lo peor es que nadie sabría nunca nada de aquello, de su valor y de la gran hazaña que habían hecho para conseguir un mundo mejor
Mil veces se arrepintió de no haberse tomado la pastilla y otras tantas veces pensó en regresar y buscarla. Pero hubiera sido inútil: buscar la pastilla enterrada en la arena sería como buscar una aguja en un pajar.
El soldado Wilkes era un cobarde que se había echado atrás en el último momento y que iba a pagarlo muy caro. En vez de la muerte fulminante del cianuro agonizaría lentamente de sed en el desierto. El agua casi se había agotado y el calor era insoportable, ahora que ya no disponía del traje térmico.
Buscó un lugar entre las rocas en que guarecerse del viento cálido que empezaba a arreciar. Momentáneamente a salvo, se llevó la mano al bolsillo y sus dedos tocaron algo duro de forma rectangular. Era un calendario de bolsillo del año 2015 con una atractiva rubia de ojos azules y completamente desnuda en la portada Pero la líbido era la menos urgente de sus necesidades y arrojó, irritado, el calendario a algún lugar del desierto.
Prosiguió su desesperada marcha en cuanto amainó la tormenta.
Deliró durante un tiempo indefinido. La frente le ardía y el más leve movimiento de su cabeza le hacía temblar como si el cráneo fuera a quebrarse y dejar que sus sesos se derramasen.
Sus labios rozaron un cuenco húmedo y unas manos le sujetaron la cabeza para que pudiera beber. Fue apenas un sorbo, porque no le dejaron beber más en su lamentable estado.
-¿Cómo te llamas?
No sabía quién le preguntaba y tardó en encontrar la respuesta. Él se llamaba. ¿Thomas Wilkes? No, ese nombre tan extraño no podía ser suyo. Recordó al instante cuál era su verdadero nombre:
-Mohamed
Luego siguieron los delirios, extraños sueños en los que una muchacha de cabellos rubios se aparecía tan radiante y acogedora que sólo podía ser un ángel que cuidara de él.
Con decisión, el hombre que ahora se hacía llamar Mohamed se abrió paso entre la muchedumbre. Los habitantes de La Meca miraron curiosos a tan decidido personaje.
Mohamed había sido una vez Thomas Wilkes, cabo de un cuerpo de élite de los Estados Unidos de América A veces recordaba ese nombre y no sabia qué podía ser ni qué extraña lengua era la que a veces le venía a la mente y que nadie más que él podía entender. Sin duda era la lengua divina de los ángeles pero la estaba olvidando. Apenas recordaba algo de su vida como mercader hasta que unos bandidos habían asaltado su caravana dejándole solo a él con vida.
Por las noches deliraba y soñaba con todas estas cosas incomprensibles y también con otras aún más extraordinarias. Como aquel ángel maravilloso de cabellos rubios y ojos celestes que le llevaba la palabra del Altísimo. Era la mujer más hermosa que imaginarse pueda y no tenía duda de que era el mismísimo ángel Gabriel que había acudido a él para llevarle la inspiración del Todopoderoso. Soñaba también con las hermosas avenidas ajardinadas de una urbanización de Los Ángeles Ya no sabía qué era una urbanización y desde luego no podía creer que un lugar tan verde como Los Ángeles (extraño nombre) pudiera existir sobre la tierra. Tampoco podían ser reales aquellas mujeres de pieles blancas y ojos claros que regaban, completamente desnudas y deseables, la hierba verde. Ah, eran las huríes, mujeres como no las había en este mundo y que esperaban a los bienaventurados.
Porque todas estas cosas no eran de este mundo terreno sino del otro y el Altísimo se las había prometido. Algunos decían que era un demente pero sólo él escuchaba a Dios. Con voz grave y decidida comenzó a hablar:
-¡Escuchadme, mecanos, yo os digo que no hay más dios que Allah y sólo a Él adoraréis !
Y así ocurrió que el cabo Wilkes fue el profeta Mohamed.
Agradeceré y contestaré con gusto vuestros comentarios y críticas.
Un saludo cordial. Solharis.