Cuando el amor toma el mando (1): Taxi driver
La noche que comenzaba prometía mucho para Ingrid...
Dentro del restaurante Avellino´s, cuando el atardecer se filtraba por las ventanas, se respiraba un ambiente acogedor y agradable. El hilo musical obsequiaba a los parroquianos con las armoniosas notas de piano, de cadencia sosegada y tranquila pero, en opinión de algún melómano de oído afinado, con un poso triste. La mayoría de las mesas estaban ocupadas por parejas. Saboreando sus platos, entre bocado y bocado, se sonreían, confiaban confidencias, se miraban a los ojos durante instantes de silencio elocuente y, entre plato y plato, aprovechaban que tenían las manos libres para entrelazarlas el uno al otro. Los chascarrillos y las anécdotas cumplían su misión gracias al vino compañero de los entrantes y a los licores de sobremesa. Los ánimos comenzaban a subir acompañando a los anhelos, mientras el telón del día apuntaba a una función nocturna de lo más animada.
La velada transcurría también apacible para Ingrid, aunque no compartía mesa ni tenía nadie delante; el camarero, ese de aspecto jovial de graciosas mechas rubias, se había encargado de retirar el otro cubierto. A pesar de su soledad intervenida por el resto de parejas, Ingrid encaraba voluntariosa aquella cena. Nunca se había bebido ella sola una botella de cava completa, pero siempre había una primera vez para todo. Sentía las burbujas emerger en la azotea de su cerebro, ligereza en las extremidades y la invasión total de su cuerpo de una exultante sensación contenida, que aguardaba para las subsiguientes horas de la jornada nocturna.
-¿Desea que le muestre nuestra carta de postres?
Aquella cuestión interrumpió sus florecientes pensamientos que brotaban constantes en su cabeza, debido a su incipiente estado de euforia etílica. Le costó un poco centrar la mirada en la del camarero. Tenía unos rasgos naif, como si su infancia se resistiera a abandonarlo. ¿Cuántos años tendría? Ingrid calculó su misma edad o quizá unos años más joven. Un yogurín apetecible. Eso es lo que le pedía el cuerpo de postre.
-Tomare unos profiteroles cubiertos de chocolate caliente, por favor.
De repente recordó los estrictos designios a los que la sometía la interminable dieta que mantenía desde hacía ya tanto tiempo, pero aquella noche era especial: sería especial. La sensación que la embargaba incitaba a atravesar límites, a establecer nuevas fronteras. El riesgo del vértigo la acongojaba y la animaba al unísono. Aquella fecha se distinguía entre muchas otras y nada ni nadie evitaría que Ingrid se lo pasara en grande, ninguna persona, ninguna inhibición ni norma social. Después de deleitarse con el postre, pidió un café largo acompañado de un licor on the rokcs que le darían unas palmaditas en la espalda y acabaría por decantar la balanza en el lado opuesto de la prudencia. Al hacerlo, juguetona, se relamió lentamente una gota de cacao en la comisura de los labios. El joven camarero, muy profesional a pesar de su edad, le portó estoico la taza y el vaso relleno de orujo de hierbas y hielo. El primero, caliente, tardo en bebérselo entre soplidos y sorbos; el segundo en dos tragos. Le hizo ojitos cuando le pidió la cuenta y no se percató que el nombre del DNI y el de la tarjeta no coincidían. Cuando se la devolvió, la yema de su índice aprovechó para deslizarse suavemente sobre la palma de su mano, durante unos breves segundos. Su mirada pareció momentáneamente provocativa y libidinosa, para después volver a sus tareas.
Al incorporarse, vacilante añoró el equilibrio horas antes sólido y, al salir del establecimiento, el firmamento le venció la mirada. La noche había cubierto la ciudad con su manto, que, contrariada, se oponía a la oscuridad con farolas, neones y reclamos luminosos, murmullos, cláxones y carcajadas lejanas al silencio. Las calles hervían en un trasiego de gente noctámbula que iban y venían e Ingrid quería zambullirse en un animoso baño María.
Caminó un trayecto largo a sabiendas, hasta que dio con lo que andaba buscando: una parada de taxis. De la fila de coches, eligió el que, a su criterio, mantenía una línea distinguida, elegante y honorable, trasmitiéndole confianza el embellecedor de la marca que le resultaba conocido, tres aspas envueltas en un círculo.
La primera sensación que la invadió al entrar al habitáculo de los asientos traseros fue el intenso olor a pino. El conductor mantenía una limpieza presentable a pesar de la presunta mudanza permanente de viajeros que obligaba la jornada; el tapizado se mantenía impoluto con un forro oscuro, los cristales transparentes y el efecto de estar en medio de un frondoso bosque artificial, en medio del núcleo urbano, impresión que se acentuaba al cerrar la puerta, amortiguando el ruido del tráfico y los transeúntes. Otorgaba una especial intimidad, como una reserva de tranquilidad y confort, apenas perturbada por el sonido que salía de la radio, a un volumen prudente.
El chofer ajustó el espejo retrovisor para que sus miradas coincidieran como en un túnel, él a un extremo, Ingrid al otro. Eran ojos oscuros pero no trasmitían opacidad, vivaces y accesibles, que rápidamente la interrogaron:
-Buenas noches, ¿a dónde, señorita?
La voz tenía un tono grave, viril, una dicción férrea, con aplomo que exudaba masculinidad. Ingrid se sintió segura y relajada, ejerciendo de pasajera de aquel hombre. Acomodándose, intentó empaparse de aquella percepción aunque aun persistía la incertidumbre, desasosiego dulzón provocado por el exceso de alcohol, cantidad no perjudicial pero a la cual no estaba acostumbrada a ingerir: este hecho había que añadirlo a otros para convencerse de que aquella noche era especial. Iba a ser especial. Apoyó su cabeza y noto que aun le daba vueltas; trató de estirar las piernas y notó un pálpito entre ellas, cierto calor interno, un cosquilleo, lúbrico y húmedo.
-Lléveme a la calle X con la Y.
El conductor sujetaba sereno el volante, las manos de dedos anchos y velludos a las dos menos cuarto. Cambiaba de marchas con decisión, en un movimiento ágil y asequible pero con un ápice de contundencia: el coche obedecía servil sin exabruptos. Seguramente aquellos ojos tendrían que haber lidiado con clientes de todos los colores pero daba la impresión que, exhibiendo aquellos ademanes, habría salido airoso de cualquier entuerto. Y no solo de aquella empresa, quizá también seria eficiente en otras empresas… La radio la desvió de sus pensamientos, asentándola en la realidad. Tras una fanfarria, el locutor de informativos daba cuenta de la nueva cifra del paro, que batía un nuevo y triste record. Los ojos del taxista se dejaron mostrar un poco afectados y dejaron paso a un suspiro y un comentario al caso:
-Esta crisis va a acabar con todo. No sé hasta dónde vamos a llegar…
Ingrid no iba a permitir que aquel tema deprimente tiñera el espíritu de la noche. Tampoco eran de su gusto aquellos diálogos donde dos agoreros se lamían sus heridas para reconfortarse y no solucionar nada. Consideraba aquella actitud débil, acorralada y pusilánime. Despreciaba cuando podía a los hombres de esa calaña pero no quería derribar la efigie que estaba creando de aquel hombre que la transportaba en su pequeña, aseada y aplicada parcela. Seguro que debajo de esas desalentadoras palabras, podría ayudar a emerger otras con tintes más vigorosos y, si se esforzaba, incluso vehementes.
-¿Sabe? Cuenta mi madre, que su abuela…
-O sea, tu bisabuela.
Aquella voz cavernosa la había interrumpido para corregirla y, además, incluía un tuteo que hacia olvidar el protocolario y átono señorita anterior. La sensación de humedad se escampaba entre sus piernas, acaparando su ropa interior. Si la cosa seguía así, puede que manchara el inmaculado asiento. Ingrid no se mostró turbada sino divertida y quería seguir sintiéndose así. No calibraba si podía ser incorrecto dejarse llevar por estos sentimientos y amplificarlos.
-Sí, mi bisabuela. Pues me contaba mi madre que ella tuvo que pasar graves penurias durante la posguerra.
Sonó un silbido que reforzaba la sensación de atención que le dispensaba el chofer. A lo mejor era deformación profesional, o tal vez, realmente estaba interesado en su historia. O en ella.
-Sí, aquellos tiempos sí que fueron realmente duros-esta respuesta corroboraba el interés pero aun dudaba entre las dos alternativas que imaginaba la provocaban.
-Tenía un molino y fabricaba harina. Después la vendía y así sacaba el sustento para su familia. Y tenía siete hijos.
Otro silbido. La cosa iba bien.
-¡Dios! Siete bocas que alimentar…
-Nueve, contando la suya y la de su marido.
-O sea, tu bisabuelo.
-Sí, el abuelo de mi madre. Con el trabajo en el molino apenas sacaba para alimentarse durante cinco días, eso si mantenía algún día ayuno su marido y ella.
El taxi llego al destino pero el chofer se limitó a detener la marcha del coche, manteniendo el motor encendido. Los ojos demandaban más información, esperando que la historia continuase.
-La mujer tenía que buscarse la vida en tiempos mucho más duros en comparación a estos.
Los ojos asentían casi a cada frase, receptivos. El conductor abandonó la doble fila para estacionar en cordón, dejando libre su carril para que pasaran más vehículos.
-Como puede ver, a pesar de las tremendas adversidades, aquella mujer logró seguir adelante, prueba de ello somos las generaciones posteriores.
-Sí. El mejor ejemplo eres tú. Gracias a la fuerza y tesón de tu bisabuela, pudo nacer tu abuela y después tu madre que te parió a ti, que saliste tan guapa y lozana.
La humedad que anidaba en su entrepierna, se había saturado, mojando la zona baja de sus braguitas y, por consiguiente, empapando el mullido asiento. Ingrid imaginó la mancha aumentando su área, agrandándose bajo sus posaderas, a la par de su lujuria y excitación.
Los ojos, animados en el pequeño reflejo del retrovisor, parecían mantenerse expectantes, esperando una réplica a su último comentario, algo en la misma línea, que fuera a más.
-¿Cuánto le debo?
-…Ah, sí…-por primera vez notó la voz vacilante, como si, por unos instantes, se sintiera descolocada, pero rápida y profesional, se corrigió pronunciando en negrita la cifra del importe.
Ingrid se sonrió interiormente. No solía hablar tanto y tan distendido con desconocidos, tenía la impresión de dar pie a confusiones y prestarse a malas interpretaciones. Los hombres eran así. Sí se les daba pie, una simple e inocente conversación podía desembocar en una situación tan embarazosa como incómoda. Para evitar esto, Ingrid entendía conveniente utilizar la antipatía para acotar abyectas intenciones. Aunque, siendo sinceros, aquella calificación variaba según la persona y la situación. Los machos, a pesar de ostentar aparentemente fuerza y poder, eran tan previsibles que no se daban cuenta que esas cualidades eran otorgadas siempre por ellas mismas. Por ello, Ingrid se sentía una mujer especial y, aquella noche, era la situación excepcional. Cuando, rebuscando en su bolso, encontró la tarjeta de crédito no tocaya, sintió que la mancha se hacía cada vez más grande y densa, abarcando ya la totalidad de sus nalgas y conquistando terreno circundante. La desechó, dejándola deslizarse entre sus dedos, enterrándola en la amalgama interno de su bolso. Se dirigió a los ojos del retrovisor, donde adivinó cierta extrañeza ante la demora. Este descubrimiento provocó un travieso recreo en Ingrid.
-Señor… Lamento decirle que no llevo dinero encima-los ojos se pusieron en blanco por un segundo para después fruncir el ceño; se oyó un fastidiado chasquido de lengua-. Pero estoy dispuesta a pagarle la carrera. No olvide mi ascendencia de mujeres decididas y resueltas, como mi madre, la madre de mi madre y la madre de la madre de mi madre-se esforzó lo indecible para reprimir una carcajada y, a pesar de cubrir su desbocada sonrisa con su mano, no apostó a que aquellos ojos habían inadvertido su velado gesto.
-Sí, sí, y tu bisabuela también-dijo la voz con un acento hastiado que, aun así, mantenía su masculinidad-. Y como me vas a pagar, ¿con harina?-un brazo abarco el cabezal del asiento del copiloto, a modo de interrogación.
Ingrid rió por entre dientes.
-Si me ha prestado atención, recordará que le dije que con la harina, mi bisabuela apenas sacaba para alimentar a su prole durante cinco días. Pero la semana tiene siete.
-Sí, como el número de sus hijos-el hastío pasó a segundo plano para dar protagonismo a cierto atisbo de curiosidad.
Ingrid agarró fuertemente con las dos manos el volante de la charla, dispuesta a guiarla hacía la dirección que se le antojó. No sabía si llegaría a su destino, porque lo desconocía. Permaneció en un silencio vigilante, solo perturbado por el inofensivo ronroneo del motor y una liviana melodía procedente de la emisora olvidada. El macho, como de costumbre, dócil siguió la senda que se le marcaba.
-¿Y como se lo hacía para alimentarlos los dos días que faltan?
-Mi bisabuela era una mujer resolutiva y tenaz. Estas cualidades han sido heredadas por todas las mujeres de mi familia. Yo me siento dueña de esa capacidad, de ese instinto que nace para superar obstáculos y no dejarse amilanar. Si mi bisabuela se sobrepuso ante un país hecho escombros tras una guerra civil, ¿cree usted que yo voy a amedrentarme ante la tarifa de una carrera urbana?
La melodía se interrumpió, el motor dejó de sonar y el temblor del coche ceso. Una intensa quietud se perpetuó en la estancia, sobredimensionando la atención hacia el relato que narraba Ingrid. Los ojos, en una mirada penetrante y directa, pedían, casi exigían, desvelar el planteado interrogante, la emisión del desenlace a aquella historia. Los dedos que tamborileaban el volante, confirmaban aquel sugestionado ambiente.
-Usted antes ha alabado mi belleza. También es heredada. De mi bisabuela-sus manos cubrieron la parte interior de sus muslos-. Tendría que haberla visto a mi edad. La recuerdo en esas fotos en blanco y negro, difuminadas por la mala calidad y el paso del tiempo-levemente, los separó sintiendo un hilo de flujo que se mantenía unido sus labios vaginales que ahora describían una obertura cada vez mayor-. Tenía una cara resplandeciente, unos grandes ojos, pómulos marcados, labios carnosos, pecho abundante, cintura de avispa, muslos prietos…-saboreaba las palabras, las arrastraba por su paladar, enredándolas en su lengua para pronunciarlas lentamente, de una forma sensual y abrasiva. Presionó el pedal del acelerador, impaciente en llegar a su incierto destino, que cada vez que se sentía más próxima, vislumbraba mejor. El macho debería idéntico trayecto, a pies juntillas dispuesto de anteojeras-. Todos los hombres la devoraban con la mirada, y acudían prestos al molino, a pesar de que las existencias de harina se habían acabado.
Los ojos la escrutaban desde el retrovisor. Los dedos del brazo extendido acariciaban el cabezal del asiento contiguo, pellizcaban el material, lo agarraban, apretaban, parecían moldearlo. El pulgar de Ingrid alcanzó el elástico de sus braguitas, en índice y el corazón se internaron por debajo de la tela mojada, untando sus yemas de la secreción lubricante que seguía manando de su interior; notó su clítoris hinchado bajo una espesa capa de líquido.
-¿Sabe cómo le voy a pagar el viaje?-la pregunta era retórica, pues no se esperaba respuesta y durante la pausa no la hubo-. De la misma manera con la que salía adelante la abuela de mi madre. Ya sabe, mi bisabuela…
Y casi antes de percibir el abrir y cerrar de puertas, notó como el conductor se abalanzaba sobre ella por todo el asiento trasero, como una tibia ola de gran tamaño que sorprende al incauto bañista en la orilla. Entró como un vendaval, como un alud pálido de pesada nieve, como un telón que se precipita y sorprende a todo el reparto sobre el escenario. En las distancias cortas, las primeras sensaciones percibidas fueron la presión de su cuerpo caliente sobre el suyo, el insípido olor a perfume barato, y el planear de su aliento de fumador por cuello, mejilla y boca. También notó que era admirador del brandi, peligroso pecado para un chofer. Su lengua era una serpiente húmeda, inquieta y resabiada que escudriñaba cualquier rincón, dejando un abundante rastro de saliva; recorrió ambos lados del cuello provocando cosquillas a Ingrid, se entrometía en sus orejas previo mordisco en el lóbulo, en ocasiones tan fuerte que imaginaba partir los pendientes, y finalmente, chapoteaba en su boca, chocando, enredándose con su gemela, en una lucha sin cuartel, un ovillo de carne que no cejaba en forcejear, frotarse sin descanso.
Ingrid había visto en partes a aquel hombre pero, aun teniéndolo encima, era incapaz de completar una imagen total de él.
Amasó su cabello, moreno, abundante, con incipientes rizos. Sus hombros se proclamaban anchos, su complexión era resultona, con algunas zonas flácidas, pero en general apetecible. Sus formas eran bruscas, toscas. La trataba como los elementos a una marioneta huérfana de hilos. Su barba de varios días raspaba su cutis, la agarraba del tronco para ladearla, le sujetaba la cabeza para comerle la boca con apremio, estrujaba sus pechos con premura, ausente de formas y delicadeza. Sus manos recorrían su cuerpo de manera endiablada y ansiosa, por encima y finalmente por debajo de las prendas. Habiendo profanado sus partes más íntimas, sus dedos irrumpían si avisar en cualquier hueco y orificio. Dos dedos penetraron de golpe como perdigones en su vagina, rebuscando en su interior para después explorar su esfínter, con cierta molestia y escozor al no dar tiempo siquiera que su ano se dilatara. La agarró de las caderas, en un arrebato de pasión, y retrasó su cuerpo haciendo que la cabeza, hasta ahora apoyada en la ventanilla, se golpeara con el reposabrazos de la puerta. No eran caricias, eran aspavientos, no eran besos, eran lametones, el deseo irrefrenable superaba todos los límites de velocidad, no era esparcimiento, era necesidad. Ni tan siquiera sexo, era puro vicio.
Ingrid, por su parte, veía el vaso medio lleno: toda aquella rudeza, el compendio de brusquedad rayana a la vulgaridad, el obrar sumido en las prisas y la desesperación en contraposición a la ternura y la buena letra, como novedad la excitaban. Aquel hombre, ese extraño que acababa de conocer de forma casual, que no era nadie en su vida desde hacía cinco minutos antes, ahora se la comía literalmente, presa de una concupiscencia que ella había provocado, víctima de su rúbrica, del deseo que su cuerpo de mujer emanaba y le había obnubilado transformándolo por completo en una imperiosa necesidad sexual que anulaba sus obligaciones, compromisos y decoro. Ella había causado todo ello, ella lo había hipnotizado con éxito, divirtiéndose en el proceso y disfrutando ahora su resultado con el añadido de no saber bien como iba a acabar, hecho que añadía emoción y cierto riesgo. Ella, a fin de cuentas y así lo creía, había ejercido su poder y había vencido.
Para aquella noche se había perfumado con su mejor loción, pasado por la peluquería y depilado las piernas, factores que Ingrid consideraba importantes que el hombre omitió con sus ardores y arranques: de golpe le abrió las piernas con las dos manos, le arrancó las bragas y la penetró con fuerza. Su miembro rocoso entro como un obús en su vagina, chocando con las paredes, insistiendo en llegar al fondo de una forma urgente, más que penetrarla parecía escarbar, martillear en su interior, fuerza bruta que la llenaba de gozo y deleite. Esa parte de su anatomía también se la tenía que imaginar, ya en su interior calculó su tamaño y grosor, vivo y latente que laceraba su interior como una cuchilla al rojo.
En cada embestida, en cada empellón, la arrinconaba al lado opuesto, haciendo que torciera el cuello contra la puerta, hecha una maraña de carne. La temperatura aumentaba y las ventanillas empezaban a empañarse, pero aun así, a Ingrid le pareció ver siluetas en el exterior. Estas presencias la intranquilizaron inicialmente pero encontró estimulante compartir aquella impúdica intimidad, que su obra tuviera testigos sin rostro que pudieran apreciar su poderío. Por si había alguien que no se había enterado, Ingrid decidió aumentar el volumen de sus gemidos, secundando así los gruñidos que aquel hombre emitía en sus esfuerzos por ensartarla una y otra vez, con fricción acelerada. Parecía exhausto, con sus resoplidos y resuellos, pero sacaba fuerzas de flaqueza en su apurado aliento para llegar hasta el final. Ella, al intuir próximo el orgasmo, se dejó ir, contagiada por la brusquedad de su desconocido compañero. Le agarró de la nuca como una zarpa, clavando sus uñas en la carne, para adoptar una posición fija y poder acompasar mejor el ritmo del vaivén. Con la otra mano, agarró su camisa, haciendo saltar varios botones, manoseo su velloso torso, sustituyéndolo después por sus posaderas, que palmoteó con la mano abierta y no dejó de mullir aferrando sus dedos en ellas.
A medida que la conclusión se intuía, el ritmo se hacía más frenético. Los empujones eran cada vez más fuertes y violentos, los gemidos se convertían en gritos de puro lívido. Ingrid disfrutaba de las cargas sin concierto, de las puñaladas de carne indiscriminadas que parecían atravesarla sin clemencia. En el repetido choque de cuerpos, el de él comenzó a estremecerse, un tembleque que parecía trasmitirse a todo el coche: se iba a correr. Para corroborarlo, empezó a gritar con una voz transmutada por la lujuria:
-¡Me corro! ¡Me corro!
Ingrid se revolvió, retrasó sus piernas y las utilizo como resorte para, de un empujón, desprenderse de aquel hombre de encima, despidiéndole hacia el otro lado, sacándolo de ella, justo en el momento en que, su miembro como un surtidor comenzó a eyacular con un chorro espeso y abundante, aterrizando en sus ropas, empapando casi todo su cuerpo, desde el cuello hasta las pantorrillas. El hombre resbaló su espalda lentamente por la puerta opuesta, recuperando el aliento jadeante, momento que ella aprovecho para agarrar la maneta de la suya y salir de allí, aterrizando a gatas en la acera e incorporándose un poco aturdida para verse rodeada de un grupo de personas que la miraban en una pose congelada de desconcierto.
Parecían maniquíes en su quietud, sostenían cigarros y copas de cóctel, con los ojos muy abiertos, expresiones de asombro e incomodidad. Detrás de ellos, un edificio iluminado que invitaba a entrar, cosa que hizo, abriéndose paso entre los pasmados inmóviles. Dentro de la amplia sala había más gente. Alcanzó una copa de la bandeja de un camarero que reanudaba su ruta ofreciendo combinados, que bebió de un trago, avivando la chispa que anidaba en lo más profundo de su ser. Las paredes eran de un blanco iluminado, decoradas con grandes cuadros de fotografías artísticas en blanco y negro: paisajes urbanos, naturaleza muerta, retratos de gente anónima… Entre uno de esos rostros estaba el de ella. El fotógrafo que exponía en la galería, se sintió trastornado porque gran parte de la gente abandonó la sala cuando algo afuera desplazó la atención de su obra, y esa sensación se agravó al creer reconocer a una de las modelos ocasionales, no profesional para dar más pátina de autenticidad a sus fotografías, una amiga común, de trato afable, un tanto tímida. Pero la imagen que ahora vio no se correspondía al recuerdo que de ella tenía: su pelo estaba alborotado, sus prendas agitadas sobre su figura con una indecorosa mancha que la cubría casi en su totalidad. Sus miradas se cruzaron y él tuvo que volver a mirarla para cerciorarse que era aquella chica, mientras ella, con un paso ondulante pero decidido sobre sus tacones, se dirigió a la salida, abandonando la exposición sin mirar atrás.
La madre de Ingrid nunca conoció a su abuela porque ésta murió en el parto de su única hija, allá en el año treinta y siete. Por consiguiente, Ingrid nunca escuchó ninguna historia atribuida a la abuela de su madre. O sea, su bisabuela…