Cualquier método es válido para recuperar mi vida.

De como una mujer madura, en la flor de la vida, encuentra una inverosímil solución a un inesperado problema. Disciplina Doméstica.

Buenas tardes. Este es el primer relato que voy a publicar. Consta de varias partes, aunque solo cuelgo la primera de ellas a la espera de saber si suscita interés. Me gustaría recibir cualquier tipo de comentario o crítica al respecto. escribir a iulirestis@hotmail.com.

La vida va dando muchas vueltas, siempre lo hace, y hay que estar dispuesta a adaptarse a los cambios que traen. Hay que ser valiente para llevar a cabo esas necesarias e imprescindibles modificaciones, si no estamos expuestos a quedarnos estancados y perder esas pequeñas porciones de felicidad que tanto cuestan mantener.

Como siempre y aunque una no se lo espera, hace unos meses la vida me puso en una de esas situaciones difíciles que no buscas pero que vienen solas. Voy a compartir con vosotros esta parte de mi vida, de cómo tuve lidiar con una situación nueva para mí y como lo solucioné de la manera más inesperada e inverosímil.

Soy una mujer de algo más de 40 años, de buena presencia y buen cuerpo. Morena de pelo y piel tostada. Aún no he perdido mi figura, aunque he tenido un hijo, el tiempo me ha tratado bien y mantengo mis encantos de mujer.

Voy a echar la vista hacia atrás, unos meses, y os cuento. Soy una profesional del sector asistencial en Madrid desde hace muchos años, tengo un puesto de funcionaria que me costó bastante ganar, y me encanta mi trabajo. Felizmente casada con J., mi marido, el cual siempre me ha tratado como una reina. Fruto de esa relación tenemos un hijo maravilloso. Por suerte la maldita crisis no nos ha afectado mucho ya que ambos trabajamos y nos hemos apañado bastante bien. Tenemos una chalet en las afueras de Madrid que hace las delicias de cualquiera, no es ostentoso ni lujoso, pero más que suficiente para ser feliz en él, ya que le hemos ido amoldándolo a base de trabajo y mimos durante muchos años.

En general una vida perfecta, diríais la mayoría. Y así era. No era un cuento de hadas, por supuesto, ya que hemos tenido los problemas de la mayoría de las parejas y familias, pero los hemos ido sorteando con bastante buen acierto en todos estos años.

Pero hace unos meses y sin saber muy bien el motivo, empecé a sentirme mal conmigo misma, con mi vida en general y con nada en particular. No sé muy bien explicarlo, pero empecé a encontrarme agobiada, de mal humor… un poco harta de no sé muy bien el qué…

Viendo todo eso desde mi perspectiva actual sigo sin entender muy bien mis sentimientos ni mi comportamiento, pero ocurrió.

Mi relación con el mundo, con mi mundo, empezó a deteriorarse. No tenía ningún problema, mi matrimonio era bueno, mi hijo no me daba más problemas que los de un adolescente normal, mi trabajo seguía igual que siempre, al igual que el esto de familia y amistades… pero no era feliz. No sabía por qué, pero algo fallaba.

No sabía que era, no tenía motivos, no se había cruzado nadie en mi vida, no encontraba razón alguna… pero sí que sabía que no estaba bien y que afectaba a mi relación con los demás.

Comencé a discutir con las personas de mi entorno y poco a poco todo se fue deteriorando, sobre todo con mi marido J. él tenía paciencia y me quería mucho, pero no entendía (no lo entendía ni yo)  que es lo que ocurría. Intentamos buscar una salida, pero no la encontramos (normal, no sabíamos cuál era el problema) y al final todo se rompió. Después de unos meses de aguantar esa situación al final terminamos separándonos. J me reprochaba que mi comportamiento era como el de una niña mal criada, que sin motivo aparente me enfadaba con él, o quien fuera, y que terminaba con malas formas y palabras con una especie de rabieta. Yo lo negaba, pero en el fondo era así. No sabía por qué, pero era cierto. En un par de ocasiones me dijo que lo que me hacía falta era un buen castigo, una buena y verdadera azotaina. Yo como comprenderéis, más me enfadaba y arremetía contra él. Quedó en eso, en palabras y gritos.

Y me fui a vivir a un piso yo sola. Y no mejoró nada mi situación. Me encontraba perdida y lo peor es que no sabía por qué. Tenía problemas en el trabajo también. Mi vida familiar se había interrumpido, no era para nada feliz. Tenía que buscar una solución.

Una amiga que había pasado por una racha más o menos igual, aunque por motivos más que justificados, me recomendó a una psicóloga que la trató y que la ayudó a superar sus problemas.

Yo jamás había estado ni necesitado un psicólogo, pero era la única opción que tenía. Y concerté cita. Tuvimos varias sesiones donde no encontró, no encontramos ninguna causa de mi situación psicológica de malestar. Aunque seguimos trabajando.

Después de ahondar todavía más, la psicóloga llegó a la conclusión de que en determinadas circunstancias y sin motivo aparente, me daban una especie de ataque de mal humor que no podía controlar, y de los cuales no era en principio consciente, que alteraban significativamente mi comportamiento con las personas que me rodeaban, afectando negativamente a mis relaciones personales. Y tanto que era así que había roto mi matrimonio y estaba teniendo serios problemas en mi trabajo.

Buscamos técnicas para evitar esos ataques de mal humor, y las razones etiológicas del porqué de ese comportamiento, aunque no con muy buenos frutos. Fui cogiendo mucha confianza con Sara, mi psicóloga. Prácticamente tenía sesiones casi todos los días. Terminamos congeniando muy bien. Nació algo más que una relación profesional-paciente. Nos hicimos amigas. A Sara le costó, porqué ética y profesionalmente no era lo correcto, pero conectamos muy bien y surgió esa relación de amistad. Yo seguí pagando religiosamente mis sesiones y asistiendo a ellas, y de vez en cuando salíamos a tomar algo, aunque no fueron muchas veces ya que yo siempre lo terminaba estropeando con alguna de mis involuntarias salidas de tono o mal humor.

Sara era consciente de que aun quería a mi marido J, y a mi hijo. Y que quería recuperar mi vida anterior. Y continuamos con un sinfín de tratamientos. Probamos una variedad amplia de técnicas, pero de momento, ninguna daba sus frutos.

Hubo un día que empezamos a vislumbrar una posible solución. En una de las sesiones me dio uno de esos ataques y me puse muy desagradable. Lo cierto es que era consciente, pero no podía remediarlo. Sara aguantaba muy bien, ya que es una buena profesional. En un momento dado me excedí más de la cuenta y la dije un par de frases muy desagradables. Me levanté con dirección a la puerta para marcharme, cuando de pronto Sara me llamó, me giré para seguir insultándola y sin esperármelo, me cruzó la cara con un fuerte bofetón. Me hizo daño. Me dejo la mejilla enrojecida. Me quedé muda, inmóvil. No podía salir de mi boca ni una sola palabra.

Sara con el semblante firme, sereno y serio, me cogió de una oreja y me llevó a un rincón del despacho. Yo la obedecía como un robot. No era capaz de procesar lo que estaba ocurriendo.

-          Como te has portado como una niñata mal criada, será castigada como tal. No te moverás del rincón hasta que te indique lo contrario. Y mientras espero que pienses en tu comportamiento. Y no quiero que muevas un músculo.

No sé lo que me pasó, pero algo en mi interior se movió. Algo en mi interior cambio. Ese bofetón activó un mecanismo que me sosegó inmediatamente. Desapareció esa ira que me dominaba, ese enfado explosivo de unos segundos antes. Una especie de paz me iba inundando según pasaban los segundos y era consciente de la situación en la que me encontraba. Yo, una mujer hecha y derecha, con la cara marcada por los dedos de la bofetada recibida merecidamente, de pie, cara a la pared, sin moverme y sin hablar… la sensación de paz iba creciendo, así como un sentimiento de arrepentimiento y culpa por mi anterior comportamiento.

De pronto empecé a llorar en silencio. No sé cuánto tiempo estuve así, pero cuando fui consciente, estaba abrazada a Sara mojando su camisa a la altura de su hombro con mis lágrimas.

Ese día tuve por primera vez en muchas semanas una sensación de bienestar difícil de explicar.

Ese día terminó la sesión solamente con una frase mía pidiendo perdón. Sara, en el quicio de la puerta, solo me preguntó si  me encontraba bien. Le conteste que si. Nos despedimos con un beso en la mejilla, la cual todavía tenía enrojecida por la bofetada. Ese día el mundo giro más de una vez para mí. Vinieron recuerdos de mi infancia, recuerdos vividos de los castigos que recibía cuando me portaba mal. Esa noche estuve hablando con J, después de varios días sin tener ganas de hacerlo. Algo cambio en mi interior. Se movió un resorte, y eso me gustó. J estuvo algo distante, no se lo podía reprochar. No le conté nada de lo que me había pasado, no era necesario. Solo el hecho de hablar con él me hizo sentir mejor.

A partir de la sesión de la bofetada, enfocó Sara mi terapia y recuperación en esa dirección.

Al día siguiente y los venideros hablamos largo y tendido. Explique todas mis sensaciones y sentimientos respecto lo ocurrido el día anterior.

Sara, según me explicó más tarde, quería conocer mi pasado respecto de mi educación y mi disciplina en el seno familiar, ya que según había comprobado, un castigo rápido y directo había tenido un resultado muy efectivo (haciendo referencia a la bofetada que me propinó). Ya intuía que mi “cura” podría venir en esa dirección. Yo por mi parte cualquier técnica que me ayudara a recuperar mi vida, sería bienvenida… aunque la bofetada no me gustó, todo sea dicho.

Y empezamos a ahondar en mi pasado. En mi infancia. Mi vida en casa con mis padres no fue distinta de la mayoría de los niños de mi edad y de mi entorno. Fue una vida feliz y llena de amor. Aunque eso no quita que recibiera más de un castigo por mi mal comportamiento. Mis padres eran los dos unas buenas personas y unos buenos padres. Les quería con locura. Por aquellas épocas y según la sociedad del momento, estaban a la orden del día los castigos físicos para reprimir las malas conductas de los niños. Mis padres en este sentido eran bastante tradicionales. Y como era de esperar, siguieron las directrices imperantes por la sociedad: “unos buenos zapatillazos es lo único que entienden los niños que se portan mal” y así fue en más de una ocasión. Le conté experiencias que a más de uno le sonarán. Aunque no era una niña traviesa, cuando liaba alguna, me ganaba mis buenas azotainas. Normalmente era mi madre la que sacaba su zapatilla del pie, con esa destreza de la que solo las madres eran capaces, y me ponía el culo bien colorado. Nuestra educación era así. Raro era la semana que no había ración de zapatilla, según decía mi madre. Aunque lo cierto y haciendo memoria, sobre todo cobraba por mis malas formas y contestaciones. Como antes se decía, por mi “genio”.

Recordaba como más de una tarde me quedaba sin salir castigada, por mis malas formas, lo que provocaba que mi madre tuviera que hacer uso de su terrible zapatilla y me dejará el culo como un tomate. Después de la zurra me pasaba la mayor parte de la tarde en un rincón, de cara a la pared y en silencio. Había olvidado prácticamente todos estos recuerdos, los cuales poco a poco iban aflorando con las sesiones. Hablar de ello me hacía sentir bien, no sé muy bien porqué, pero así era. Nunca me sentí maltratada por mis padres ni que eses castigos eran algo horroroso. Antes las cosas eran así, era algo normal, cuando el comportamiento no era el adecuado, unos buenos azotes te hacían pensar en tus actos y te reconducían al buen camino. O por lo menos yo lo he visto así. No me creó ningún trauma ni lo recuerdo con resentimiento.

Sara llegó a la conclusión que los motivos mayoritarios por los que fui castigada eran por esos “ataques de mal humor” similares a los que se producían hoy.

Logramos llegar a recuerdos más profundos, y lo que encontramos es que a una cierta edad, los castigos se acabaron, justo en el momento que mis ataques de ira habían desaparecido.

Sara me explicó que seguramente debido a mi mayor grado de madurez, el cual iba adquiriendo según iba creciendo, fui desarrollando mecanismos naturales de contención de mis ataques de mal genio, tal y como hacemos todas las personas. Digamos que mi proceso de socialización fue el natural y correcto. Mis ataques dejaron de producirse y desaparecieron mis castigos por ello.

Y por alguna razón sin desentrañar, a mis algo más de cuarenta años, habían vuelto a aparecer esos repentinos e ilógicos ataques de ira o mal humor. Parecía que aunque las causas no estaban claras, si conocíamos los inicios del problema. Tampoco conocíamos el porqué de esa pérdida de mecanismos para contener mi impulsos dañinos a estas alturas de la vida, pero parecía que si podíamos atisbar una posible solución.

Según me explicó semanas más tarde, Sara tenía ya claro cuales iban a ser los derroteros que iban a tomar las técnicas de terapia y ayuda.

No mucho mas tarde del incidente de la bofetada, Sara me explicó en una de las sesiones que había estado consultando a un par de colegas sobre mi caso, y que había llegado a las mismas conclusiones. Básicamente me contó que todos coincidían en orientar mi recuperación hacia la ancestral técnica del castigo: una acción reprochable y reproblable por mi parte (los ataques de ira y mal humor incontrolados) debían de ser atajados con mediante su correspondiente castigo.

Me quedé muy sorprendida con sus conclusiones. No podía hacerme a la idea. Una cosa es el incidente de la bofetada, y otra cosa distinta era lo que me estaba contando Sara. Había confianza entre las dos y me habló claramente: