Crueles dardos de odio

Confesiones de cornudo convicto y confeso 3

CONFESIONES DE CORNUDO CONVICTO Y CONFESO 3

Crueles dardos de odio

Suele suceder entre personas del género cornudo qué, en la bola de fuego donde hierven sus obsesiones, por esos meandros de brava lujuria que avivan en secreto, sus  deseos de conseguir cornamentas excelentes; cuando menos les conviene, se les cuelan sin darse cuenta en su máquina de pensar, otros sentimientos suyos, ocultos o adormecidos, que se contrarían en exceso -incluso con violencia- cuando están en circunstancia de lograr el objetivo pero, por lo que fuera o fuese, ese sueño haciéndose real no cumple las expectativas en él depositadas, o toma caminos no previstos, que los susodichos no controlan ni están en condiciones de emprender; y, entonces, lo que pasa de veras, lo que está pasando, entre su mujer y el otro, no les proporciona el morbo, la excitación y el placer que deseaban, sino justamente lo contrario.

Se cabrean. Se enojan. Pierden los papeles. Disparatan, maldicen, se arrepienten. Y son un infierno en vida. En esos instantes de locura en desconcierto, por minutos y aún horas terribles, trastornados, reflexionan sin uso de razón, utilizan y se sirven del severo juicio que sin escucharla, sin oírla a ella, la condenan.

También lo hacen consigo mismos, aturdidos, sin norte, desorientados… lo que más les jode, les duele y les perjudica; es que siendo ellos mismos, habiendo sido ellos los inductores, los promotores del juego… cuando el juego llega lo hace molestando, por lo cual, lejísimos de considerarse vencedores  en su  aventura liberal, sospechan, constatan cómo, a su pesar, les va a corresponder el rol de burlados perdedores, con desagradable estrépito y truenos de borrasca tormentosa.

Todo esto, no lo digo ni lo escribo por haberlo aprendido en una conferencia virtual de sexología abierta, ni porque alguien me lo contase, tampoco lo he leído o me he inspirado en algún otro relato de esta fabulosa web, ni en película del género que llaman “de adultos”, y menos todavía por haberme llegado en confidencia de íntimo amigo desolado.

Describo experiencia propia. Mía. Me sumerjo en un obsceno y liberador examen de conciencia y concluyo que fui torpe, fui egoísta, fui idiota a más de gilipoyas, echando a perder irremisiblemente lo que podría haber sido chispa de gozo enorme, de los dos, de mi compañera y mío, en una noche que concluyó sucia, asquerosa de gritos y reproches, salpicados de golpes, de lágrimas y llantos, de insultos miserables, lanzados con crueles dardos de odio.

El cornudo caprichoso se sintió traicionado, se consideró ofendido incluso el muy cabrón, cuando sus “juguetes”, sin él verlos, se atrevieron a gozarse súbitamente en la escalera de la casa, a oscuras. Ella había bajado con Él, te acompaño a la puerta, le dijo.

El incauto cornudo despide cortésmente al nuevo amigo y se queda solo en la azotea, toma una copa, celebra el encuentro con el muchacho y su querida, respira satisfecho, se gusta, sonríe para sí; hasta que entiende, con cierta impaciencia, qué, por el reloj, ya podían haber subido y bajado los tres tramos de escalera, seis o siete veces.

Sin embargo no se inmuta, se pregunta cosas pero no oye nada. Y no se molesta en asomarse o bajar cuando el tiempo pasado desde que los dos salieron, ya va de exceso y ella no ha vuelto. Sí acuden, se presentan, como cristales rotos, otros, ya tensos, preocupados minutos de más (eternos se dice que se hacen), hasta que por fin aparece ella.

Vuelve radiante, espléndida, su sonrisa es tan hermosa y caliente como la noche. Pero, desde mi avinagrada perplejidad, indagando en la nausea, advierto y consiento que se me vayan  los ojos a la joya de la corona, y descubro, veo, vi, con súbito ataque de furia y con ira, el generoso escote de su vestido abierto, y en sus tetas, con brillo todavía, incluso en movimiento, puros chorreones de una corrida que debió de ser monumental, lo que, en vez de ponerme cachondo, como buen astado, me perturbaron y me dolieron caudalosamente sin poderlo soportar, así fuesen cornadas dadas por toros bravos en campo abierto.

Las cicatrices permanecieron encendidas hasta que otras nuevas o el natural instinto de la memoria por enterrar lo maloliente, las fueron cerrando y ya no me pican ni me duelen. Y es qué tanto hace de aquello que arrepentirse ahora tampoco sirve. A más de lamentarlo y de haber podido sacar de mí ese lamentable episodio;  pudiera ser que su lectura convenga y sea útil, a quienes hoy, como yo entonces, pretendan  encender formidables  fuegos y no sean  capaces de entenderse luego con las altas temperaturas de sus brasas.