Cruel World

Es lo que és, que importa lo demás

Nombre: Didier Moreau-Melagio. Nacionalidad: Francés y español (raíces italianas). Edad: 21. Fortuna familiar: estimada en 17.000 millones de €

Los ojos me ardían. Intenté darme la vuelta en la cama, pero estaba tan cansado que apenas conseguí un leve movimiento. La luz tampoco estaba por la labor de ir más rápido. Subió perezosamente sobrepasando mis ojos para acabar cubriéndome entero. Hasta era capaz de sentir la frontera en mi piel, como iba calentando lentamente las zonas que antes habían estado en sombras.

Era incómodo, pero aguante así al menos media hora. Finalmente cuando me mentalicé que era imposible aplazarlo más me incorporé lentamente. Bostecé por lo bajo y me pasé la mano por el enmarañado pelo, dejándola caer luego por la barba. Paladeé el bostezo cuando hubo acabado y con determinación me levanté de la cama. Desnudo como dormía siempre.

De camino al baño cogí el Ipad de mi escritorio y conecté desde él la cadena de música. Era tarde, las 9 de la mañana, hacía una hora que debería estar en la universidad, pero cuando conseguí dormirme sabía perfectamente que esa mañana no iría a clase temprano. Deje el Ipad de nuevo en la mesa y me estiré como un gato.

Al entrar al baño, con la voz de Carlos Herrera de fondo en la COPE, fui directo a la ducha. Me senté en el banco de madera tratada y activé los chorros. Me gustaban las duchas calientes, ardiendo. Y cerré los ojos mientras el vapor comenzaba a empañar los cristales. Era mi ritual diario, sentado en el banco, con el agua caliente cayéndome por todos lados, los ojos cerrados y la COPE de fondo para escuchar las noticias.

Me encantaba mi baño y adoraba mi ducha. En cuanto cumplí los 15 lo primero que hice fue remodelarlo a mi gusto. Antes tenía una enorme y cuadrangular bañera. Bonita desde cualquier punto de vista, pero horrible para lo que yo quería. Había dejado atrás la época de jugar en el baño y de divertirme con el jabón y las burbujas. Mandé quitar la bañera, remodelar el baño entero y colocar una enorme lámina de cristal translucido para delimitar todo el espacio que antes había ocupado esa monstruosidad. Ordené colocar un banco de madera empotrado y una enorme alcachofa justo encima, con otra al lado para las escasas veces que me apetecía ducharme levantado.

Antes de quedarme dormido pro el agua caliente me levante y agarré el bote de champú. Creé una suave espuma en la mano que comencé a extender por el pelo con ambas. Llevaba mi pelo castaño corto y tampoco necesitaba muchos cuidados. Fui rápido, como siempre. Lo que quería era volver a mi chorro de agua caliente y dejar de enfriarme. En cuanto acabé con el pelo hice lo mismo con el gel, y en rápidos y espartanos movimientos limpié todos los recovecos de mi cuerpo. Volví de nuevo a mi querida agua caliente, me senté viendo como los ríos blancos de espuma se deshacían y resbalaban de mi cuerpo por el agua.

Suspiré, el informativo de radio había vuelto a sonar así que ya llevaba demasiado tiempo en la ducha. Al menos me había puesto al día, si es que había algo de lo que ponerse. Francia, Francia y Francia. Por desgracia. Suspiré de nuevo. Todos mis familiares franceses estaban a salvo. La verdad es que no me importaba más. A excepción de algunos veranos y otro viaje por temas estrictamente necesarios había pisado poco ese país.

Buscando pensar en otras cosas rocé mi polla con la mano. En el fondo no me apetecía masturbarme, pero tampoco tenía mucha intención de salir del baño. Entrecerré los ojos y me deslice un poco fuera del rango de acción de la alcachofa, de tal forma que solo me caía agua por el brazo izquierdo. No sabía en qué pensar, ni en quien pensar. Algo que me pasaba a menudo. Pero era joven y pronto estuve sujetando un mástil de carne de tamaño y grosor medios, saliendo de un bosque de pelos cuidadosamente recortados. Como siempre que sucedía cuando no tenía en quien pensar, dejé que mi mente vagara sola.

Los recuerdos se amontonaron, tampoco muchos, no era desde luego un libertino. Los suficientes a mi entender. Recordé a Ethien, a David, a Pablo y al sin nombre. Finalmente, como solía suceder demasiado a menudo, fue este desconocido el que me vino a la memoria.

En realidad sabía su nombre, o al menos lo había sabido, pero hacía tiempo que lo olvidé. Por aquel entonces tenía doce años y el catorce o quince. Era un campamento de verano, la última noche y cuando todo el mundo hizo el cambió habitual de cabañas el vino a la mía. La más alejada del extremo, casi rozando la valla que impedía cruzar al bosque. Recuerdo que llamó a la puerta y se asomó cuando yo estaba cabeceando ya. Demasiado sueño acumulado en el día de las despedidas, emocionalmente estresante para algunos, aburrido para mí.

Desde luego le invité a entrar, el campamento duraba un mes y desde hacía unos diez días aquel chico había sido con quien mejor me lo había pasado. Se sorprendió de que estuviera solo y se excusó pensando que mi intención era dormir. Mentí claro, una cosa era irse a otras cabañas a estar todos apretujados y otra que en una cabaña vacía me vinieran a visitar. Pasó, recuerdo su pantalón de pijama gris corto y una camiseta naranja de tirantes, contrastando con su piel blanca.

Se sentó a mi lado y un silencio se instaló entre los dos. Para romperlo comencé a hablar con él. Yo llevaba solo un pantalón corto de pijama. No era muy hablador, pero me sentía cómodo en su compañía y no parecía que él quisiera intervenir mucho. Fue un monólogo. No recuerdo como, pero él se fue pegando a mí. Recuerdo pensar que era raro que me mirara la boca tan fijamente, pero a nada le dí importancia. Desde la ducha, muchos años después de ese momento, sonreí. Siempre sonreía cuando recordaba esos momentos. Era un chaval inexperto para todo.

Con perspectiva cobraban sentido las aguadillas y juegos en la piscina, como se pegaba a mi en los relatos de miedo alrededor de la hoguera y como me cogía de la mano en los juegos para tenerme siempre cerca. Tenían sentido los momentos extraños. Cuando nos habíamos quedado callados intentando que no nos oyeran en un juego de escondite en el bosque, lo agitada de su respiración cuando yo me pequé a él para ocupar el menor espacio posible, su mano temblorosa al abrazarme para pegarme a él. Las muchas veces que había tartamudeado en otras ocasiones cuando intentaba decirme algo que para él parecía muy importante y muy difícil a la vez. Y, finalmente, el hecho de que durante mi monologo se estaba inclinando hacia mí. Con ese pantaloncito de pijama que no era casualidad que llevara y con esa camiseta de tirantes que no era casualidad que llevara. Por dios, si hasta había venido en chanclas para poder descalzarse rápido.

Sonreí de nuevo y volví al recuerdo. Yo seguía hablando de cosas triviales. El ni me hacía caso, pero sus ojos marrones parecían brillar. Y, de repente se paró, en seco. Fue tan brusco que yo le miré curioso, le pregunté si estaba bien. Él, respirando un poco agitado y tras tragar saliva, me preguntó si podía darme un beso. En la mejilla, se apresuró añadir. Aunque yo no caí en que otros sitios se podían dar besos. Acepté, extrañado, no por la propuesta, aunque era poco habitual, si no por lo nervioso que el parecía estar.

Soltó el aire de manera entrecortada y se inclinó hacia mí, salvando los centímetros que le quedaban. Sus labios se posaron en mi mejilla. Y cuando creí que se iba a separar, de nuevo me besó, a un par de centímetros de donde lo había hecho la otra vez. Recuerdo que una corriente me recorrió el cuerpo. El corazón me empezó a latir muy fuerte, casi como si lo tuviera en mi cabeza. Solo fueron dos besos, pero removieron algo dentro de mí que desconocía.

Como no reaccionaba, se debió sentir reforzado. Descendió la cabeza para besarme en el cuello, sujetándomelo delicadamente con la mano contraria. Yo subí la mano y se la coloqué en el brazo. Era un chico fibroso, un dato que hasta ese momento tenía guardado en la parte racional de mi mente. Pero ahora, mientras me dejaba pequeños besos por el cuello, sentía como bajo la piel se contraían y expendían sutilmente las fibras musculares de sus brazos. Y, de improviso, ese dato objetivo cruzó la frontera a la parte subjetiva de mi mente.

Me sentí morir de nervios cuando el comenzó a hacer peso con su cuerpo, para tumbarme en la cama. Debajo de él. Sentía su respiración, entre beso y beso, en mi cuello. Erizándome la piel. Y yo era incapaz de pensar, de razonar. Mi cerebro estaba abrumado por procesar toda la información que me llegaba desde aquellos puntos de mi cuerpo que estaban en contacto con el suyo. Demasiadas experiencias nuevas.

Como una laguna en la memoria, me encontré atrapado entre su cuerpo y la cama. Sus besos escalaban ahora por mi cuello. Buscando decididamente mi boca. Apoyó su frente en la mía, y sus pulgares acariciaron mis pómulos. Le sentía nervioso, terriblemente nervioso. Si mi corazón estaba en mi cabeza martilleándomela, el suyo seguía en su pecho pero a todo volumen. En la confusión de esos momentos, casi lo sentía palpitar a través de la finísima tela de su camiseta.

Empezó a girar la cabeza y a descender, para besarme. Pero en los últimos centímetros fue mi boca la que salió a su encuentro. Fue un beso torpe, ahora lo sé, tanto por su parte como por la mía. Pero dulce, terriblemente dulce. El primer beso, aunque en ese momento no caí en la cuenta de lo que estábamos compartiendo.

Sus manos recorrieron mi cuerpo, que tembló como si tuviera frío al paso de sus manos cuando en realidad ambos estábamos ardiendo. Tenía los ojos cerrados y aunque no podía saberlo él también los tenía. Su lengua exploró tímida mi boca, buscando la mía. Fue una sensación extraña, pero agradable. Mis manos se movían solas, quería explorar ese cuerpo. Me fascinaba como se movía.

Enrosqué mis piernas en torno a sus caderas. Por puro instinto. Y él acopló sus manos en mi trasero. Movió un segundo sus manos para colocar la almohada bajo mi nuca, para así poder reclinarse más sobre mí sin cansarme. Pronto la ropa comenzó a incordiarnos. No fuimos a más. Ninguno tenía intención de ir a más. Lo que estaba sucediendo ya era lo suficientemente increíble como para si quiera imaginar que había otros horizontes por conquistar.

Así compartimos la noche. Mientras el resto se despedía y se reían recuerdos de aquel mes llorando disimuladamente, aquel chico del nunca sabré el nombre y yo nos besamos desnudos hasta que el sueño volvió perezosos nuestros labios y manos. Tuvimos suerte de despertarnos antes que todo el mundo, vestirnos y despedirnos con un fugaz beso en los labios.

En la ducha, me había corrido hacía tiempo al recordar todas aquellas sensaciones. Pero continué, como siempre, hasta el final de la historia. Rememorando uno de los recuerdos más dulces de mi vida.


Bajé vestido a la planta baja, de las tres que tenía nuestra casa. En la Moraleja. Estaba solo, descontando a Rosi, la sirvienta, que en aquellos momentos se encontraba en el salón recogiendo diligentemente todo el desorden de mi hermana pequeña.

Al llegar abajo me miré al espejo de cuerpo entero del recibidor. Como siempre, iba en traje. Uno azul oscuro. Un pañuelo blanco asomando rectangularmente desde el bolsillo de la chaqueta. Una camisa blanca y corbata dark blue . El estilo Melagio, elegante y sobrio. Aunque no pude evitar la vena Moreau, con los gemelos de nácar y el sujeta corbatas de plata de ley, ostentación innecesaria de todo punto.

Me sentaba bien. Tenía un cuerpo fibroso, de espaldas ligeramente anchas; ninguna de las dos cosas por el deporte sino por la genética. El pelo castaño, como dije, corto. La piel clara aunque suavemente tostada. Una cara con los rasgos afilados de los Melagio y los ojos cálidos de los Moreau. Y una barba castaña que hacía un año, cuando decidí dejármela, llevaba como si fuera de tres días y, ahora, llevaba más larga siguiendo la nueva moda, pero cuidadosamente recortada; de aspecto cuidado e impecable.

Eran las once y media, ya no me daba tiempo a desayunar y tampoco tenía sentido. Había que hacer hambre para comer. Desde el piso de arriba había mandado un mensaje a nuestro chofer y ahora un pitido corto me indicó que ya había llegado. Unos ladridos en la parte de atrás me decían que Bernard y Fausto, los perros de mi padre, también se habían dado cuenta.

Cuando salí allí estaban, Fausto un incombustible braco de weimaraner y Bernard el San Bernardo al que en poco tiempo la edad comenzaría a pasar factura visiblemente. Ambos estaban olisqueando a Rubén, nuestro experimentado chofer, que manteniendo siempre las formas como era habitual en él les daba pequeñas palmadas en el lomo. A su lado, un Bentley Bentayga negro e imponente. Cuando me acerqué a ellos solo Fausto se acercó a saludarme, Bernard era ya lo suficientemente viejo y nos conocíamos desde hace ya los suficientes años como para ser yo el que tendría que acercarme a él.

Rubén me saludo con una leve inclinación de cabeza y antes de que pudiera abrirme la puerta me introduje dentro por mis propios medios. Rubén espantó a los perros para que se alejaran y entró en el asiento del conductor. Yo me estiré en el trasero. Antes de que me preguntara yo dije un escueto “a la Universidad”, la mirada corta de Rubén por el retrovisor central me dejó claro que a mi padre no le gustaría saber que de nuevo me estaba saltando clases. Girando la cabeza para mirar por la ventana corté el rápido contacto visual. Rubén era demasiado cortés como para haberlo mantenido un nanosegundo más, pero como siempre las miradas con ese mensaje me escocían.

Aunque terriblemente inteligente según mis evaluadores escolares en el SEK-Santa Isabel siempre me había costado mucho interesarme por lo que fuera, y la Universidad era una de esas cosas. Llevaba ya tres años en el Instituto de Empresa (IE) formándome en Derecho y en Relaciones Internacionales, el año de 18 a 19 lo pasé averiguando que era realmente lo que quería estudiar, con unas notas ciertamente buenas. Me apasionaban ambas carreras pero de nuevo, tras tres años, el interés comenzó a decaer. Las notas no bajaron, a fin de cuentas un examen es un examen por mucho que se quiera innovar en ello; pero la asistencia a clase sí. Dejaba de verle sentido a asistir a clase si todo venía en un libro. Y cuando los profesores me decían que en clase se impartía una forma diferente de hacer Derecho o Relaciones Internacionales, yo les listaba todos los libros o manuales que habían escrito, en cuyas páginas volcaban todo lo que ellos creían saber. Siempre era cortés, pero a muchos profesores no les gustaba que sugiriera que su conocimiento se podía resumir en un par de libros de ochocientas páginas cada uno. Libros que era capaz de devorar y asimilar en tres días cada uno.

Seguía siendo uno de los mejores, pero mi evidente desinterés empezaba a levantar ampollas. A mi padre, por ejemplo. Sus largas miradas reprobatorias en las cenas o en sus días libres dejaban claro un mensaje que yo prefería desoír. Suspiré por lo bajo. El coche ya había llegado a Madrid ciudad y tras algunos minutos sorteando el poco tráfico de aquella hora me dejó en María de Molina, a la altura del IE University.

Era fácil pasarlo por alto, desde luego no parecía una Universidad. Era un edificio espigado de cristal y acero, que en realidad eran dos. Nada que ver con los espaciosos y verdes campus de otras universidades. Era funcional, era eficiente y, por encima de todo, su arquitectura me fascinaba. Me bajé antes de que Rubén se apeara para ayudarme, y tras despedirme con la mano entré, por la entrada lateral, al pequeño patio de asfalto central.

Había gente fumando, hablando y alguno suelto con papeles en la mano. Podías ver de todo, desde gente en traje, hasta chicos con vaqueros rotos y sudaderas. El espectro era amplio. Ahora mismo estaba a punto de llegar tarde a mi clase de Derecho Constitucional. Una pequeña punzada de culpabilidad me hizo acelerar el paso para llegar al ascensor. Atravesé la puerta de seguridad y superé los tornos justo para avisar a Wolfram, que ya entraba en el ascensor. Se giró para enfocarme con la vista, mientras que con la pierna bloqueaba el láser para impedir que se cerrara.

Wolfram compaginaba Derecho con Periodismo, a la par que se dejaba caer de vez en cuando por las clases de Relaciones internacionales. Era un chico de apariencia fría y seca. Rubio ceniza, ojos grises tras unas gafas de pasta, barba recortada, delgado, alto y, como siempre, con un traje de tres piezas encima; en esta ocasión negro. Cuando me miró tuve la sensación de que me analizaba y guardaba los datos en su cerebro. Era uno de mis mejores amigos.

Me dejó entrar al ascensor, no dijo nada, ni su mirada dijo nada; y eso era casi peor a que me recordara que estaba llegando tarde por incontable vez ya. Me hizo un breve resumen de lo que había sucedido en la mañana y, al llegar a la cuarta planta, nos encaminamos a la clase. Wolfram andaba rápido, siempre lo había hecho, y me costó como siempre ponerme a su altura. La gente se apartaba a su paso, seguramente porque tenía ojos de no gustarle que nadie se cruzara y le hiciera pararse. Entró en clase, sin preámbulos, todos estaban ocupando sus sitios habituales en el aula semicircular. Mi amigo se sentó en primera fila y yo me encaminé a la tercera, subiendo los pequeños escalones.

Allí estaban mis compañeros habituales, Alejandro (Alex) e Iñigo. Me sentaba entre los dos, pero Iñigo se había sentado en el mío, seguramente pensando que no aparecería. Alex llevaba camisa y un pantalón sencillo e Iñigo unos vaqueros con un jersey con camiseta debajo. La clase se fue llenando de la gente más variopinta posible, no solo por la ropa si no también por la nacionalidad; mis carreras eran en inglés y el IE se esforzaba mucho (quizá demasiado) en su vocación internacional. Mis dos amigos me incordiaron, haciendo comentarios de porqué se me habían pegado las sábanas. Tanto ellos como Wolfram sabían que era gay, quitándoles a ellos solo otros dos amigos de esta Universidad y otro de mis años en SEK lo sabían. Sus comentarios eran claros, si sabías de que estábamos hablando, para la gente de fuera estaban convenientemente disimulados.

Iñigo era bisexual y Alex era hetero. Sobre Wolfram nadie lo sabía, nunca había mostrado interés por ningún sexo, podía ser cualquier cosa. La clase comenzó, todos se dedicaron a copiar apuntes, tanto a mano como en el ordenador. Yo simplemente me recliné en mi asiento y me dediqué a escuchar una larga conferencia en inglés sobre un tema del que ya había leído (y aprendido) la semana pasada. De nuevo perdió totalmente el sentido estar allí.


Las clases de la tarde fueron un poco mejor, al menos eran más interesantes. Se comentaron los MUN (Simulaciones del Modelo de Naciones Unidas) que se estaban organizando en otras universidades; asistiría, sin duda, eso y los torneos de Debate eran lo más interesante de mi vida universitaria. Sobre los MUN, Iñigo era el único con el que compartía combinación de carreras, y como siempre sería mi pareja.

Salí de clase despidiéndome de mis compañeros y, como tenía ganas de llegar a casa y Rubén aún no había llegado, me pagué un taxi. Era una clavada, pero eran las ocho de la noche y no me apetecía estar en ningún otro lado más que en casa. El resto de mis amigos se dividieron entre los que se quedaron a estudiar, Wolfram y David (de Relaciones Internacionales), y tomar algo, Iñigo, Alex y Yamir (estudiante de la India de Relaciones Internacionales y uno de mis mejores amigos).

Llegué a casa cerca de las nueve. Lo único que quería era cenar, ver un poco la tele, terminarme el libro de Michael Connelly que ayer me mantuvo en vela y acostarme pronto para madrugar al día siguiente e intentar recuperar el ritmo de las clases. Cuando crucé por delante de la puerta la voz de mi padre me detuvo, quería que pasara.

Jean-Baptiste Moreau era un hombre de rostro afable, de líneas redondas. Se estaba quedando calvo y en general transmitía la imagen de alguien cálido y amable, cosa que era de verdad. Se dedicaba a la abogacía, como su padre, su abuelo, su bisabuelo y un largo etcétera. El despacho familiar, Moreau Associated , era uno de los más antiguos, influyentes y célebres del mundo; legado y herencia que mi padre tenía muy clara, y del que emanaban todos los problemas. Sobre la mesa estaba una foto de mi madre, Marta Melagio, que en esos momentos se encontraba fuera de casa trabajando.

Mi padre tenía un gesto serio. No dijo nada, simplemente extendió un papel delante de mí. Yo me incliné, curioso, no sabía lo que era pero podía ver mi nombre repetido varias veces. En la cabecera reconocí una de las tantas empresas ( Mariscal Servicios ) del holding de la familia de mi madre, Melagio Investments ; sabía de su existencia pero no tenía ni idea de a que se dedicaban. Pregunté que era, inocente de mí, mi padre se reclino en su asiento. “Tu contrato”, dijo solamente “empiezas mañana”.


Quizá haga de esto una saga, quizá no. Me apetecía escribirlo en vez de estudiar en la biblioteca de mi Universidad. Leeré vuestras opiniones si las dejais,

Atentamente,

Moreau