Crucifixión

Fantasía romana en la que una mujer judía muere en la cruz. Advertencia: muy duro y realista, hasta cruel.

Ya estoy aquí. Encerrada. No hay salida de esta cárcel. Pero lo peor: no hay mañana. Será el último día de mi vida, mi último amanecer, y, con el amanecer, el comienzo del final. Sentencia de muerte por crucifixión. Me matarán igual que a Jesús de Nazaret. Dicen que era un buen hombre, pero que desafiaba el poder del Sanedrín, y lo liquidaron, dejándole toda la culpa a los romanos. Poncio Pilato podía haberlo salvado, pero no quiso saber nada. No veía razón alguna para una ejecución, pero no quería problemas con las autoridades locales. Debía mantener la paz.

Yo no si él lo merecía de verdad. Yo sí. Maté a un soldado romano. Fue en defensa propia, pero el ambiente es tal, que lo toman todo por lo político. Me da igual la política. Me dan igual los romanos y el sanedrín. Soy una mujer más en una sociedad judía. He cumplido los preceptos de la ley de Moisés. Acudo a la sinagoga y descanso los sábados. Mi marido es fariseo, un hombre de Dios, que siempre contempla la ley, y se enorgullece de ello. La lleva en su frente todo el tiempo. Y yo debo mantenerme limpia siempre de pecado para estar a su altura.

“No desearás a la mujer de tu prójimo” dice la ley de Moisés. Tampoco yo debo provocar que los hombres me deseen. Son hombres y en nosotros reside el poder de ofrecerles la manzana del Paraíso. Si nosotros la ofrecemos, ellos la toman. Y yo he pecado. He provocado que un hombre me mire con lujuria y he recibido mi merecido.

Soy una mujer de 18 años. Escondo mi pelo bajo el velo de respeto, pero lo mantengo largo y sedoso para cuando mi marido desea descargar su lujuria en mí. Mis ojos almendrados y oscuros, mi nariz aguileña pero no excesivamente marcada, y mis facciones algo cuadradas hacen que los hombres me miren con un deseo que me repugna.

Mi cuerpo sólo debe servir para mi marido y para Yahve, y traer los hijos que Él ya no nos va a conceder. Mis pechos grandes y firmes darían buena leche a nuestros hijos, y mi barriga plana y dura debería curvarse con nuestra prole. Oculto mis piernas firmes que me sirven para los quehaceres de la casa, comprar carne en el mercado, y toda la comida necesaria; mantener la casa y la ropa limpia.

Ocurrió en el río. Mi marido fue a consultar las escrituras a la sinagoga. No me acompañaban más mujeres como habitualmente. Estaba sucia por el periodo y me apartaba de todos para no ensuciar a los demás. Fui al río para limpiarme la sangre. Levanté mi vestido quedando desnuda y enseñaba mis impurezas en una zona apartada. Mi vagina y mi trasero estaban al aire como nunca. El agua me corría desde la cintura por mis piernas mientras mis pies pisaban el agua.

En ese momento aparecieron veinte soldados romanos por el camino que va paralelo al río, a unos veinte metros. Eran una pequeña guardia que se trasladaba de un sitio a otro. Se pararon a descansar allí. Me asusté. Sabía que eran peligrosos, que toman todo lo que ven a su paso y les gusta. Intenté esconderme tras unas cañas mientras ellos se refrescaban en el río bebiendo y mojándose las cabezas.

Uno de ellos se desnudó por completo. Tenía un pecho poderoso, piernas fuertes, y … Bueno, no quería mirar pero miré su pene fláccido pero grande. De repente, miró en mi dirección cogiendo su espada corta. Me descubrió y se acercó relajado, una vez que vio que era una mujer. No tenía nada que hacer contra él, pues era fuerte y estaba entrenado para matar. Corrí todo lo rápido que pude semi desnuda, dejando mis pertenencias en la orilla. Él me alcanzó en menos de 50 metros. Me cogió por la espalda, e inmediatamente noté cómo su pene chocaba contra el interior de mis piernas. Dejé de patalear cuando me puso la espada en el cuello sin decir nada. No hablábamos el mismo idioma, pero no hacía falta. Estaba claro lo que quería.

Me tendió en el suelo boca arriba. Yo me dejé hacer. Para qué resistirme. Estaba entretenido besándome los pechos cuando vi su espada tirada en la arena a un lado. Alargué el brazo, y no lo dudé. Atravesé su espalda con todas mis fuerzas, incluso con el peligro de hacerme daño a mí misma con ella. Allí dejaba el cadáver de un soldado romano. De nuevo salí corriendo. No sabía si sus compañeros me habían visto, pero lo descubrirían pronto. Llegué a casa agotada, nerviosa y llena de sangre. No vi si alguien me miraba; sólo corría para huir. Me sentía segura en casa. Me relajé, y escondí mis ropa ensangrentadas. Estaba agotada. Eran las once de la mañana. Me quedé dormida.

De repente desperté porque alguien me dio una patada.

-Mujer, has sido acusada de asesinato a un soldado del gobernador.

Era un soldado romano, acompañado de otros cinco. Me habían reconocido por las inscripciones en mi colgante.

-Te llevaremos a juicio y será el gobernador quien decida tu destino.

Me arrastraron hasta la casa del gobernador romano. Apenas iba vestida con una saya y mi pelo sin recoger. Casi desnuda para vergüenza propia y de los míos. Temía que se enterara mi marido. Violada, adúltera, y mostrada en público para escarnio. Me mataría de la paliza que estaba en su derecho a darme. O me repudiaría sin más.

Me llevaron frente al gobernador. Era un hombre culto y hablaba nuestro idioma.

-Y bien. Has matado a uno de mis hombres. ¿Qué puedes decir en tu defensa?

-Me quería violar. Por eso me defendí.

-Y en lugar de correr o evitarlo de otra manera, lo mataste. ¿Sabes que los tuyos te apedrearían por adúltera?

-Sí, señor.

No podía resistir la vergüenza. Yo, una adúltera.

-¿Prefieres que te entregue a tu marido para que te apedree por adulterio, o prefieres que te crucifiquemos por matar un soldado romano?

En cualquier caso, el resultado era el mismo: sería ejecutada. Prefería morir como un zelote, luchando contra la invasión que morir como una adúltera repudiada por mi marido.

-Gobernador. Ya he tomado una decisión.

Inmediatamente me trajeron a esta mazmorra. Me desnudaron y sortearon mi saya. No tengo nada con que cubrirme. El carcelero no me ha permitido ni agua, ya que son las órdenes. Me ha informado que mi marido ha dicho que no quiere verme, que le doy asco. Encima repudiada. No he podido dormir. Ya amanece. Oigo a los soldados venir a por mí. Me van a crucificar por rebelde.

Me pasearán de aquí al lugar de las ejecuciones arrastrando el palo horizontal. Si no camino, me azotarán para que lo haga. Si camino, me aotarán para que camine más. Tendré que caminar por toda la ciudad desnuda y con grilletes que me impidan escapar. Lo he visto en todas las ejecuciones. La gente saldrá a ver el espectáculo, y me insultará. Da igual por qué me ejecuten: siempre lo hacen. Me escupirán en la cara y todo el cuerpo. Me empujarán para que caiga.

Llegaré al monte. Ya no tienen que desnudarme. Allí me clavarán al madero con clavos de más de dos centímetros de grueso y cuarenta de largo. Me los pondrán en las muñecas, y en los empeines. Dicen que el dolor es casi insoportable. Puede que tenga suerte y me desmaye y ya no despierte. Si no, vendrá el sufrimiento para buscar aire. Me apoyaré en los clavos de abajo para liberar mis brazos. Después en los muñecas para liberar mis pies, y así hasta que muera. Hasta que quede sin aire. Hay quien aguanta una hora. Otros, hasta cuatro. La gente me verá debatirme entre el dolor y la vergüenza de estar expuesta desnuda ante todos para escarnio y ejemplo de lo que no se debe hacer.

La suerte está echada.

Arrastramos a la perra que mató a Claudio. Mi amigo de mil batallas en estas tierras inhóspitas donde somos cada vez más rechazados. Nos la llevamos en pelotas por toda la ciudad para humillarla más en lugar de vestida con los andrajos que tuviera. La mujer de uno de esos judíos radicales y puritanos que no son capaces de ser coherentes con lo que ellos mismos predican. Se creen por encima de los demás. Los he visto presumir de ello en voz alta en las plazas. Dicen que es aún peor en las sinagogas. Yo no he entrado en una. No creo en su dios, ni en los nuestros. Todas las religiones quieren controlarnos con el miedo. Qué más miedo que guardarte las espaldas y poder morir en cualquier esquina, que sobrevivir en este mundo para pensar en lo que nos espera después de la muerte.

La zorra recorrió las calles de la ciudad en cueros, como corresponde a una ramera judía. Encima estaba buena. Unas tetas enormes, un vientre plano y un culo bonito para hundir la polla.

No podía ni mirar adelante de la vergüenza que tenía. La gente le gritaba: “¡Puta! ¡Adúltera! Provocando a los soldados ¿eh?” “Tienes lo que te mereces. Vergüenza te debería dar. Mira como lo enseñas todo, ramera”. Algunos le escupían. Los escupitajos caían en su cara, en su pelo, en las tetas, y le recorrían el cuerpo entero en regueros que se mezclaban con el sudor. Me la ponía dura verle las tetas colgando hacia abajo por ir encorvada bajo el madero. Apenas podía con él.

Cayó sobre un costado y se lo desolló. La levantamos a latigazos en las piernas y la espalda. Estaba preciosa así: sudada, con las marcas del látigo en las piernas y la espalda. La gente aprovechó para patearla, y algunos para tirarle piedras, pero no lo podíamos permitir. Tenía que llegar viva al monte.

Llegó hasta arriba medio inconsciente. Tenía la mirada perdida. Mi compañero Brutus y yo aprovechamos para sacarnos la polla y follárnosla bajo el stipex. Al fin y al cabo ya no era más que un trozo de carne despreciable. Iba a morir en la cruz como la rebelde que mató a nuestro compañero. La zorra no se resistió. No podía. La hice limpiarme la polla metiéndosela en la boca después de correrme. Le quedó un poco de leche en los labios.

El herrero esperaba con los clavos. Le clavamos laa muñecas al madero. Cuando entró el primer clavo, reaccionó con un aullido de zorra. Empezó a temblar. No reaccionó al segundo clavo. Sólo salió una lágrima de su ojo. Era consciente de su muerte lenta y cruel, expuesta desnuda a todo el que pasara. Moriría por falta de aire o desangrada o una mezcla de las dos.

Le clavamos cada pie a un madero para que pudiera apoyarse y la agonía fuera más larga. Empezaba la danza de los crucificados arriba y abajo, buscando aire, y aliviando el dolor de los pies. Había visto muchos, pero ninguno estaba tan buena como ella. Las tetas llenas de sudor, sangre y escupitajos. La cara también con escupitajos y mi semen. El coño chorreando de nuestras pollas. El costado desollado de la caída. Tuvo su merecido.

Al cabo de dos horas murió sin decir nada, como mueren los animales sin nadie que la vele ni la consuele. Como el despojo que era.