Crónicas de una caballera- Capitulo 1.

Historia de fantasía medieval. El rey Ambrose recibe en su corte a un caballero que tratará de rescatar a su hija de las garras del dragón, llevándose una inesperada sorpresa.

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El reino de Menua estaba conmocionado. No podían creer que la amada princesa Amala hubiera sido secuestrada, aunque lo peor fue cuando se enteraron de quien era su captor. Nada más y nada menos que un dragón. Eso fue lo que dedujeron las patrullas enviadas en su búsqueda al encontrar los cuerpos calcinados de la escolta que la acompañaba en sus paseos matutinos por la zona sur.

Las nuevas sobre el secuestro no tardaron en extenderse por todo el continente. El rey Ambrose III Colibar ofrecía una suculenta recompensa por quien rescatara a su amada hija de las garras de tan horrible bestia. Pese a que habían pasado decenios desde la desaparición del último dragón, el miedo a que uno de esos reptiles alados y escupefuegos siguiera vivo era considerable. Por supuesto, mucha gente vino desde distintos lugares interesada en el caso. Desde príncipes y nobles que deseaban pedir la mano de la joven, única heredera del trono, hasta mercenarios y caballeros andantes que ansiaban cobrar la cuantiosa retribución, compuesta por mil piezas de oro, tres mil de plata y el peso de su espada en piedras preciosas. Perfectas para comprar un castillo o correrse una buena juerga con prostitutas y alcohol por años.

De esa manera, el reino de Menua se vio inundado por estos guerreros, quienes rastrearon cada palmo de la región en busca de alguna evidencia de la princesa. Desafortunadamente, no hallaron nada. Pasó una semana y media hasta que un solitario chaval regresó de la montaña de Anthuar con escalofriantes noticias. En tan escarpado lugar, habían hallado la guarida del monstruo. El chico, un mero escudero recién convertido en caballero, relató como él y sus compañeros fueron atacados sin tregua por lo que se ocultaba en la caverna. El muchacho no llegó a ver nada, aunque los gritos, rugidos, llamas crepitando y crujidos de huesos rotos dejaban bien claro que aquella criatura era un ser temible y poderoso. Al menos, eso fue lo que de manera oficial informó el rey a su pueblo. Sin embargo, el relato no pareció amedrentar a nadie.

Desde ese día, valerosos caballeros partían hacia Anthuar para luchar contra el dragón y rescatar a la princesa, pero ninguno regresaba. No parecía ser solo cosa del feroz monstruo, el otro problema eran los bosques que rodeaban el promontorio. Estas zonas eran conocidas como el Territorio Maldito, un sitio oscuro y recóndito oculto bajo los árboles, donde cualquier persona que osaba adentrar nunca regresaba. Los hechiceros de la corte del rey teorizaban que antiguas maldiciones habían corrompido el lugar y hecho aparecer abominaciones de otros mundos. Como fuera, tan solo los temerarios y los locos se acercarían por allí y, a lo largo de los siguientes días, muchos lo hicieron.

A medida que el número de muertos aumentaba, también lo hacía quienes renunciaban a la búsqueda. El rey se desanimó al ver que nadie mostraba interés y las esperanzas de encontrar a su hija con vida disminuían. Ansiaba movilizar a su ejército y dirigir él mismo en persona su rescate, pero sus consejeros le advirtieron de que no lo hiciese, pues podría ser muy arriesgado y pondría su vida en peligro. Ante tan complicada situación, el monarca no tuvo más remedio que esperar con paciencia a que un valiente decidiera arriesgarse a luchar contra el monstruo y rescatar a la heredera del reino. Y, pese a que la esperanza parecía desvanecerse conforme el tiempo pasaba, no tardó en aparecer alguien dispuesto a acometer tan peligrosa misión.


La sala del trono estaba repleta de gente. La mayoría eran miembros de las familias nobles del reino, aunque también se encontraban miembros procedentes de la alta burguesía. Junto a ellos, había guardias, que vigilaban cada rincón, y un sequito de músicos que se encargaba de amenizar el ambiente junto a bufones y malabaristas, entreteniendo a los presentes. El rey Ambrose se encontraba sentado sobre su trono, mesándose su gris barba con nerviosismo. A su lado, sentada en su correspondiente asiento, la reina Herbira oteaba la amplia estancia con sus azulados ojos. Cuando se fijó en lo alterado que estaba su marido, no dudó en colocar una mano sobre la suya para calmarlo.

—Todo saldrá bien —dijo con esperanza.

Él se limitó a sonreír alicaído. Pese a la diferencia de edad, formaban una pareja muy unida. Ambrose, con cincuenta y dos años, era ya un hombre veterano y cansado que había pasado por demasiadas cosas, pero, Herbira, a sus treinta y seis años, se convirtió en el mayor apoyo que jamás podría haber tenido. Muchos no dieron demasiado por la unión, pues el rey estaba gravemente afectado por la muerte de su primera esposa y ella era demasiado joven. Sin embargo, el matrimonio se reveló como algo férreo y sólido, sobre todo, cuando Amala nació. Y ese vínculo se notaba justo ahora, pese a las dudas del marido.

—Esto es absurdo. Yo mismo me podría ocupar de este asunto sin ningún problema —sentenció el hombre de manera sombría—. Solo necesito a mi ejército y, mañana mismo, podríamos partir a esa maldita montaña.

—Ya has oído a los consejeros. Es una mala idea —habló convencida Herbira—. Este caballero, sin embargo, parece de fiar. Si es así, confiemos en su palabra.

Ambos se miraron. Pese a que aún no deseaban perder la esperanza, el miedo de no volver a ver a su hija les atormentaba demasiado.

—Está bien, te haré caso —dijo Ambrose—. Siempre lo hago, pero tampoco te prometo que me vaya a contener.

La mujer besó a su esposo en los labios. Pese al tiempo, aún se notaba ternura y confidencia entre ellos.

Fue en ese mismo instante, cuando las grandes puertas de madera de la sala del trono se abrieron de golpe. Todos dirigieron su mirada hacia quien entraba. De esa forma, contemplaron al misterioso guerrero que había  afirmado que rescataría a la princesa. No sabían quién era ni de dónde venía, pero, por lo visto, parecía alguien muy dispuesto a acometer tan arriesgada misión. En silencio, vieron como avanzó hasta colocarse justo frente a la pareja real y se inclinó, clavando una rodilla en el suelo. Una señal de respeto hacia las personas que tenía delante

—Rey Ambrose —saludó en ese instante—. Reina Herbira. Es un gran honor conocerles por fin.

El monarca observaba con detenimiento al caballero. El casco lo reconoció enseguida. Redondo por detrás, picudo por delante y de color plateado, era el clásico que llevaban los soldados de su ejército, pero el resto de la armadura no se correspondía. Las hombreras también eran de metal y lo mismo el peto, ambos algo desgastados, aunque el resto del cuerpo no estaba cubierto con más protección, lo cual sorprendió al rey. Una escarcela de cuero cubría la zona de la cintura, incluyendo su entrepierna. Llevaba unos pantalones de tela negra y unas recias botas de color marrón oscuro. Una capa roja cubría su espalda y flancos. Su indumentaria no lo hacía ver como una persona de alta alcurnia precisamente. Más bien, parecía alguien venido de lugares recónditos y poco fiables.

—Y bien, ¿a quién tenemos delante? —preguntó el monarca cono poco ánimo.

El caballero alzó la vista al rey. Ambrose tenía una expresión muy endurecida en su rostro, marcando mucho sus arrugas, haciéndole aparentar que era más mayor de lo que era. El resto del sequito observaba en silencio, aunque se percibía el ansia por querer saber la respuesta del visitante.

—Bueno, soy el caballero que va a rescatar a su hija, gran rey —dijo con su resonante voz, gracias al casco—. Lo único que espero ahora es que me deis la garantía de que se me entregará la recompensa prometida e iniciaré mi partida sin más demora.

—Claro, todo ello sin saber quién sois ni cuales son vuestros logros —El rey no estaba muy convencido del recién llegado y así lo expresaba su sarcástica voz—. Por supuesto, pondré la vida de mi hija en manos de un completo desconocido. Eso sería lo más lógico, ¿verdad?

—Bueno, dadas las circunstancias, no creo que os encontréis en situación de rechazar mi ayuda —comentó de forma elocuente y algo altanera el caballero—. No hay demasiada gente interesada en rescatar a la pobre princesa del reino de Menua por miedo a que el malvado dragón de Anthuar los mate, ¿verdad?

Aquello fue suficiente para encender al rey. Sus ojos marrones se contrajeron en un claro gesto de ira.

—Veo que no sois consciente de que con quien habláis, así que más vale que tengáis cuidado con lo siguiente que digáis o podríais acabar muy mal.

—Y vos no deberíais ser tan escéptico respecto a quien soy o que hago aquí, pero sabéis, me da lo mismo. Si no le interesa, me marcho y punto.

Acto seguido, el caballero se incorporó e inició su marcha para abandonar la sala. Notando que las cosas se iban a complicar, la reina decidió intervenir.

—Esperad —dijo en ese mismo instante.

Ambrose trató de frenarla, pero Herbira fue quien lo detuvo. La mujer de piel morena y pelo castaño oscuro miró a su marido con severidad, dejándole claro que ella era quien debía hablar ahora. El recién llegado se volvió al escucharla.

—Disculpad a mi esposo. A veces, puede ser muy brusco —comentó mientras seguía mirando al rey no muy contenta. Luego, se volvió al caballero—. Sin embargo, no puedo negar que usted también ha demostrado poca cortesía y educación al hablar de esa manera. Por lo visto, no parece muy habituado a tratar con gente de la realeza.

—Sí que tengo experiencia, pero no tolero que cuestionen mi posición sin más —dijo el visitante—. Más en la situación en la que se encuentran.

—Sí, lo cierto es que el rey se encuentra muy alterado con todo lo que ocurre y, a veces, puede ser demasiado impulsivo. ¿Por qué no empezamos de nuevo sin más contratiempos?

—Sería perfecto.

El ambiente pareció relajarse, pero la gente se mantenía tensa mientras veían desarrollarse la conversación. Entre ellos, los consejeros, quienes estaban muy interesados en ver como se solucionaría todo. Vestidos con túnicas naranjas, observaban con paciencia en unos atriles situados a cada lado de los tronos reales. Pese a ser muy sabios y participar en muchos de los asuntos del reino, en esta ocasión, se les había prohibido intervenir, no tanto por llevar razón, sino por no enfurecer más al rey.

—¿Así que ha venido para salvar a nuestra hija? —comenzó preguntando la reina—. ¿Sabrá del peligro que conlleva semejante hazaña? ¿Ha oído lo que el dragón le ha hecho a otros caballeros?

—Soy consciente del riesgo y sí, he oído todo lo que esa bestia le ha hecho al resto —contestó el guerrero con firmeza—. Pero no le tengo ningún miedo. Ya me he enfrentado a alimañas como esas antes. —El tono de su voz sonaba engreído—. En mi última misión, por ejemplo, acabé con un malvado troll que había estado asolando las aldeas del norte de Altean. Fue una misión peligrosa, pero logré cumplirla a la perfección. Ahora, su cabeza cuelga de la sala de trofeos del conde Garmiter. Igual le pasará a ese dragón.

—Sorprendentes palabras, pero también muy ignorantes —juzgó con severidad la mujer—. Puede que los dragones hayan desaparecido, pero si su leyenda todavía prevalece es por lo temibles y despiadados que fueron. ¿Has luchado contra una criatura voladora, provista de un aliento de fuego que podría derretir el metal más duro y con una piel impenetrable que ni el acero más afilado podría cortar? Muy ingenuo subestimar algo así.

El rey Ambrose se limitaba a guardar silencio mientras su esposa hablaba. Sus veteranos ojos marrones se posaron en el caballero. Este se sintió enseguida analizado por el monarca. Sabía que lo estaba evaluando y, pese a no intervenir, era obvio que sus deseos de hacerlo eran inmensos. Con todo, parecía estar dejando a su esposa continuar con la conversación.

—Reina Herbira, lleváis razón, los dragones son criaturas muy imponentes y peligrosas, pero no les tengo ningún miedo. Y no tenéis de que preocuparos, les traeré de vuelta a su hija sana y salva. Pienso hacerlo sin ninguna duda…

—¿Y quién sois vos para asegurar tal cosa? —interrumpió el rey.

El silencio volvió a reinar en la sala. Estaba claro que el monarca volvía al ataque. Por lo que se veía, el hombre no se podía contener por mucho que lo desease. Herbira quiso de nuevo frenarlo, pero él le pidió que lo dejase hablar esta vez. La reina, a su pesar, cedió.

—Afirmáis con pleno convencimiento de que traeréis de vuelta a mi amada hija, pero ¿quién sois en verdad? —Su voz no podría sonar más escéptica—. No conocemos su nombre, ni sus supuestas hazañas ni sus verdaderas intenciones y, aun así, pretendéis que nos traguemos todas sus promesas sin más.

El caballero miró al rey. Permaneció callado por lo que parecía ser un momento, como si no pareciera tener respuesta a semejante ataque. No obstante, enseguida respondió.

—Mi rey, sé que es volver a repetirme, pero quien soy, de donde vengo o lo que quiera no son cosas relevantes para su majestad —comentó con total tranquilidad—. Lo único que debería interesarle es que voy a traer a la princesa Amala de vuelta de las garras de ese monstruo, sana y salva. Eso es todo.

El gesto airado en el monarca se endureció mucho más. Su mirada asesina dejaba entrever el odio creciente hacia el caballero. Si por él fuera, ordenaría a sus soldados que aprisionasen a semejante imbécil y lo mandaran a los calabozos de una patada, aunque quizás no fuera lo más adecuado. Quería ver a su hija de nuevo.

—Bien, si sois tan confiable como afirmáis, ganaos mi favor —dijo algo más calmado—. Quitaos el casco.

Herbira giró su cabeza para mirar a su esposo, incrédula con lo que acababa de proponer. Iba a intervenir, pero Ambrose la hizo callar. Después, se dirigió de nuevo al caballero, quien lo observaba con atención.

—Vamos, hacedlo —ordenó el monarca.

Cabizbajo, el visitante no tuvo más remedio que ceder. Con tranquilidad, llevó sus manos hasta el casco y se lo fue quitando poco a poco, como si quisiera mantener en vilo a quienes lo observaban. Cuando se descubrió ante todos, un inesperado murmullo se levantó entre el gentío.

—No puede ser —dijo un importante conde.

—¿Tiene que ser una broma? —murmuró sobrecogida la esposa de un barón.

—Esto es lo más ridículo que he visto en mi vida —dijo uno de los mercaderes más ricos del reino.

Todas aquellas personas, ricas e importantes, no podían creer lo que sus ojos presenciaban. En sus cómodas vidas, jamás imaginaron que algo así se pudiera dar, más propio de historias creadas por enajenados. Incluso el rey y la reina estaban absortos ante semejante revelación.

—Es imposible —expresó Ambrose petrificado.

Con la cabeza al descubierto, la caballera se mostró al fin ante el resto del mundo. Su cabello rubio cobrizo conformaba una melena corta que rodeaba su rostro ovalado. Su piel era clara, aunque no pálida del todo, pues se notaba algo tostada por el Sol. Poseía unos ojos verdes esmeraldas que brillaban de manera intensa, revelando a alguien con una fuerza y determinación sin iguales. Una cicatriz bajaba desde el pómulo izquierdo por la mejilla, recorriendo sus labios hasta llegar al mentón. Tenía otra más pequeña en la mejilla derecha, un simple corte en diagonal que apuntaba a su oreja. Pese a tener un aspecto, en cierto modo robusto, su constitución y forma la mostraban como una persona bella y delicada, lo que no se correspondería tanto con un guerrero que recorría el mundo en busca de desafíos y aventuras.

—¿Contento? —preguntó con tono desafiante.

Por supuesto, el monarca no lo estaba. Tras su cara de asombro, se ocultaba una furia enorme. No tardó en manifestar la misma con cierta agresividad.

—Para nada y te recomendaría que sepas explicar esta afrenta antes de que acabe contigo.

El poco tono educado que pudiera existir ya había desaparecido. Ahora, el rey estaba muy alterado y con ganas de castigar a alguien. Y ese alguien era ella.  Un par de guardias se acercaron por cada lado, con sus manos listas para desenvainar sus espadas. La caballera también buscó la suya, preparada para defenderse.

—Sé que para vos, rey Ambrose, le puede parecer absurdo, pero yo no soy su enemiga —afirmó sin abandonar sus buenas maneras—. Si dejáis que me explique…

—Más vale que lo hagas antes de ordenar que te apresen —amenazó el hombre de forma intimidante.

Respirando agitada, la mujer miró a cada lado, fijándose en los rivales que la acechaban. Llevaban armaduras negras recubiertas con capas azules. Cascos ovalados, acabados en tres puntas, cubrían la parte superior de sus cabezas, dejando al descubierto la boca y nariz. Las afiladas hojas de sus espadas ya asomaban, ansiosas de empezar a cortar carne y hueso. Eso la puso nerviosa, aunque más se puso cuando se fijó por el rabillo del ojo como un guardia que portaba un casco con forma de cabeza de león, desenvainó un gran mandoble que tuvo que sostuvo con ambas manos. Cuando se detuvieron rodeándola, tuvo claro que las cosas eran más serias de lo que aparentaban.

—De nuevo, no soy vuestra enemiga —repitió ella con vehemencia—. He venido para a su hija de ese dragón. Cometéis un grave error si me atacáis.

—El error lo has cometido tú, estúpida mujer, al presentarte aquí de esta manera —le soltó Ambrose con completo desprecio—. ¿Quién se creería que una fémina podría ser caballero? Es ridículo.

Algunos de los allí presentes vociferaron, en clara señal de acuerdo  con el monarca. La mujer apretó los dientes cabreada. Esas palabras tan despreciables la habían herido en su orgullo. Miró a un lado y a otro, notando como los guardias se aproximaban. Sabía que en nada, atacarían, así que debía prepararse. Comenzó a desenvainar su espada, subiendo su mano para descubrirla y defenderse. El público observaba en vilo como se desarrollaba la escena. Ya estaban listos para el combate cuando la reina los interrumpió:

—¡Alto! —gritó con firmeza la mujer.

Todos volvieron su vista hacia ella. Incluso el gran rey quedó paralizado ante tan inesperada intervención. Puede que Herbira fuese su mujer, pero si por algo la dejaba intervenir en algunas cuestiones correspondientes a su gobierno, era por su naturaleza fuerte y capaz, algo que su marido había respetado con el paso de los años.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Herbira miraba fijamente a la caballera. Sus ojos azules resultaban tan intimidantes como los de Ambrose. Se notaba que los dos eran personas de gran autoridad y que sabían imponerse al resto. Notando que la situación seguía estando tensa, ella decidió  guardar su espada en claro gesto de no querer continuar con las hostilidades. Esperaba que quienes la rodeaban también predicaran con el ejemplo. Por suerte, así fue. Al calmarse la situación, la caballera se sintió más aliviada. Entonces, la reina se volvió a su marido.

—Querido, mírala a los ojos.

El hombre hizo caso a lo que su amada acababa de pedir. Observó esas dos esferas ocultas en su rostro con detenimiento. El brillo verdoso claro resaltaba con fuerza. No se podía negar que pese a ser una mujer, se percibía a una guerrera poderosa. Mientras, ella se mostró algo inquieta ante tanto escrutinio.

—¿Y qué quieres que vea en ellos? —preguntó confuso.

—Vi esos mismos ojos hace tiempo —comentó la mujer—. Doce años, para ser exactos.

Una extraña sensación recorrió su cuerpo. El rey Ambrose lo percibía como una corriente eléctrica que pareciera estar haciéndole revivir antiguos recuerdos. Cuanto más se fijaba en aquellos orbes y en el rostro que los  rodeaba, su memoria traía eventos del pasado que creyó olvidados. Algunos alegres, otros cuantos horrorosos y unos pocos imperdonables. Cada vez, quedaba más claro que la caballera representaba unos de esos hechos terribles que más le habían dolido. Respirando de manera acompasada, decidió hacer una pregunta que le hacía temer lo peor.

—¿Cuál es tu nombre?

Cuando escuchó esto, la caballera quedó sorprendida. Incluso su gesto mustio se contrajo ante la cuestión.

—¿No entiendo que tiene eso de relevante? —expresó con cierto desagrado.

—En esto creo estar de acuerdo con mi esposo —dijo Herbira—. Creo que deberías responder.

Bajó su cabeza. Se notaba que la caballera se hallaba agobiada por todo lo que sucedía. Tan solo sería una mera presentación y listo, pero la insistencia de los monarcas estaba resultando más pesada de lo esperado. Lo peor, era que no deseaba desvelar más cosas, aunque resultaba imposible evitarlo.

—No creo que fuera una buena idea —apenas llegó a decir.

Seguía cabizbaja. Parecía tener miedo de mirar al rostro a la pareja. Apretó el puño, buscando fuerzas de donde no parecía encontrar. Ya no podía más. Alzó su vista hacia ellos y decidió responder.

—Mi nombre es Shayla Narvalas, hija del difunto Borser Narvalas, también conocido como “El aguerrido”, y de la difunta Acresia Narvalas —dijo con adusta voz—. Su majestad, rey Ambrose III Colibar, los conocisteis muy bien, sobre todo a mi padre, con quien combatió en la gran guerra que se libró contra las hordas invasoras del este. Era su mejor amigo y quien le salvó la vida de morir en el cañón de Astor frente a una horda de orcos, ¿no es así?

Un gran número de murmullos comenzaron a escucharse en toda la sala. La gente estaba perpleja, no podía creer lo que acababan de oír. Era como si acabaran de confirmarles una leyenda imposible de demostrar. Los reyes, por su parte, se hallaban petrificados ante esta información.

—¡Eso es imposible! —gritó uno de los consejeros,—. La familia Narvalas murió hace diez largos años. Encontraron sus cuerpos descuartizados y quemados en su residencia familiar.

Cada palabra parecía hacer mella en el interior de la supuesta Narvalas. Tuvo que contenerse para no responder de mala manera a aquellas personas, quienes, según su entendimiento, estaban en completo derecho de cuestionar lo que decía.

—¡No eres más que una maldita impostora! —le acusó otro, levantándose de su asiento para señalarla con el dedo.

Viendo que la situación se iba a descontrolar, el rey decidió imponer orden.

—¡Silencio ahora mismo! —Su voz sonaba fuerte y poderosa. Al notar que todo el mundo se callaba, se dirigió a Shayla—. Cómo comprenderás, nos es difícil creer algo así. ¿Tienes alguna prueba que lo demuestre?

Aunque algo dudosa al inicio, la mujer caballera se mostró afirmativa.

—Sí, la tengo.

De repente, del cuello se sacó un colgante dorado. En este, se hallaba un medallón con forma de estrella de cinco puntas. En su centro, había una esfera de color roja. Se la mostró a todos, buscando convencerlos de una vez por todas. El rey Ambrose seguía mirándola muy escéptico.

—¿Reconoce el medallón? —preguntó la caballera.

—Me gustaría que un experto lo revisase —dijo el hombre—. Maestro hechicero Tyndlur, venga aquí.

—Ya voy —contestó cansado un anciano que se hallaba entre los consejeros.

Aquel tipo de aspecto decrepito era Mortem Tyndlur, máximo responsable de ocuparse de los la magia que hubiera en el reino. Pese a su tono rezongón, el rey le tenía mucho respeto, tolerando incluso que se refiriera a él de manera informal, incluso. Se fue acercando con paso torpe hacia Shayla. Vestía una túnica negra y llevaba un gorro del mismo color, cuya punta se arqueaba hacia atrás. Una larga barba blanca caía de su cara, muy pálida y repleta de infinidad de arrugas. Sus ojos tenían un brillo extraño y apagado. Siguió avanzando, tembloroso, pero firme, hasta llegar frente a la mujer. Entonces, con ayuda de sus huesudos dedos, agarró el medallón y se lo acercó para mirarlo con una lupa que acababa de sacarse.

—Vamos a ver lo que tenemos aquí —expresó con cierta algarabía.

Estuvo analizando la joya por un momento. Murmuraba cosas, aunque nada entendible. Siguió así hasta que sus grises ojos se dirigieron a Shayla. La caballera se estremeció un poco al notar la mirada tan inquieta de ese tipo. Derrochaba curiosidad y siniestralidad por iguales.

—No hay duda, ¡es un medallón élfico! —concluyó con entusiasmo.

—¿Y el sello? —preguntó el monarca.

Dio la vuelta al objeto y lo inspeccionó con detenimiento. Estuvo observándolo por otro rato. Shayla se notaba muy inquieta y así estaban también todos los demás, quienes observaban con calma como se desarrollaba toda aquella historia. El regreso de la hija perdida de una familia muerta desde hacía diez años. De esa clase de espectáculos que no se solían encontrar en el calor del hogar. Tras un análisis exhaustico, el maestro hechicero miró a la caballera, quien se mostró perturbada ante su sibilina expresión.

—No cabe duda, tiene forma de triángulo invertido, la que se suele utilizar para simbolizar un haz de luz, indica que pertenece al culto hacia Astrorius, el gran dios de la luminosidad —concluyó el anciano.

Esa noticia pareció calmar al rey, pero aún se le notaba desconfiado. Shayla así lo percibía. Sin embargo, la reina Herbira la miraba de manera distinta, como si estuviera fascinada con ella. No pudo evitar apartar su mirada al notar esos penetrantes ojos azules sondeándola.

—Ese medallón me trae muy buenos recuerdos —comentó Ambrose—. La sacerdotisa suprema del culto se lo entregó a tu padre tras asistir en la defensa del templo de Ibris, el cual se hallaba bajo el ataque de un ejército de hombres lagarto y orcos. Para él fue todo un honor y significaba que ahora, era un amigo de los elfos, algo único entre los humanos.

Escuchó aquel relato mientras acariciaba el medallón. Oír viejas historias sobre las hazañas de su padre emocionó a Shayla. No iba a llorar, pero se sentía muy feliz de ver que el hombre, que le dio la vida y la quiso como ningún otro, había realizado cosas tan buenas y valerosas.

—Fue un gran hombre —continuó rememorando el veterano rey—. Combatimos juntos en la gran guerra, protegiéndonos mutuamente y a los hombres que luchaban a nuestro lado. Pasamos por muchas penurias y perdimos tanto…. —El hombre quedó meditativo por un momento, lo cual le señaló que parecía estar recordando algo muy duro—. Como fuere, se convirtió en un amigo muy importante para mí, al igual que su familia. Así que, tener de vuelta a uno de sus descendientes, es algo fantástico.

Escuchar esas palabras le dejó bien claro que el rey Ambrose la reconocía como la hija de su desaparecido amigo. La impresión entre los allí presentes no tardó en mostrarse. Entre ellos, hablaban en susurros, comentando impactados que aquella mujer afirmara ser hija de uno de los nobles más importantes del reino, alguien cuya terrible muerte, junto a la de toda su familia, dejó horrorizados a todos en su momento. Pese a todo, eso no perturbó a la caballera en absoluto.

—Por eso mismo, rey Ambrose, creo que soy más que digna para llevar a cabo el rescate de su hija —dijo a continuación—. Por la gran amistad que os unió a mi padre y a vos, por lo bien que lo conocía, sabéis que estoy en lo correcto.

Quedaron en silencio. El monarca observaba con calma a la guerrera, quien se había vuelto a inclinar en otra pose de reverencia. Su petición había resultado tan solemne que parecía haber logrado emocionarlo. A Shayla ya no parecía tan solo interesarle el dinero, sino también ayudar de verdad, algo muy característico de los Narvalas.

—Conocía muy bien a tu padre y sabía de lo que era capaz por salvar a otros. Estuvo a punto de morir junto a sus tropas por unos elfos por los que otros no habrían dado nada, lo cual demuestra su valerosidad —El hombre sonaba nostálgico al relatar esa historia—. Sin embargo, no puedo considerar que su hija sea capaz de algo así.

Shayla enmudeció al oír esto. Desde luego, no era lo que esperaba. Parecía que con apelar al pasado, sería suficiente para que la dejasen hacer el trabajo, pero no iba a ser así.

—Disculpe, mi rey, pero ¿qué acaba de decir?

Ambrose se mantuvo callado por un momento, cosa que alteró a la mujer. No le gustaban ni un pelo lo que fuera a decirle.

—Lo que has oído, no voy a dejar que una mujer intente rescatar a mi hija —comentó con desprecio—. No sé de donde habrás sacado esa armadura ni cuánto tiempo llevarás ejerciendo de caballero, pero la sola idea de pensar que una fémina sea capaz de algo así es ridícula. —Se mostraba firme en sus convicciones—. Respetaba y quería a tu padre, eso no lo voy a negar y, de hecho, eres bienvenida a mi reino, pero no voy a dejar que vayas por Amala. Es simplemente absurdo.

Herbira contempló la escena con una seriedad imperturbable. Era evidente que las palabras de su esposo no la habían dejado indiferente, pero parecía no tener ninguna intención de intervenir esta vez, tal vez cansada de tanto discutir. Shayla, viendo la situación, se lamentó para sus adentros. No era la primera vez que se cruzaba con las reticencias y prejuicios de los hombres. Estaba ya más que harta de quedarse sin buenos trabajos y este, desde luego, era uno muy bueno. Deseaba hacerlo con ganas.

—¿Y que se supone que debo hacer para demostrarle que soy tan digna como cualquier hombre? —preguntó.

—Pues, por ejemplo, ¡tener polla! —le gritó un orondo señor a su izquierda.

Miró al tipo llena de rabia, mientras él y el resto de la alta sociedad estallaban en carcajadas a su costa. Sin embargo, eso no perturbó a Shayla, más bien, al contrario, pareció animarla. Emitió una pequeña risilla y luego, sonrió de forma chulesca tanto al rey como al resto de la corte.

—¿Así que es necesario tener una buena herramienta masculina para poder enfrentarse a un dragón? —dijo desafiante a todos.-—. Vaya, no tenía ni idea.

De repente, la caballera se quitó la capa y la escarcela. Todos la miraban atónitos, si entender que hacía. Entonces, se bajó sus pantalones de tela negra ante la mirada del respetable. Los guardias volvieron a llevar sus manos hacia sus espadas, preparados para luchar. El rey y la reina no podían creer lo que la hija de Borser Narvalas acababa de hacer, pero más asombrados quedaron cuando vieron lo que la caballera les había decidido enseñar.

—Por Ralstar, ¡que baje y nos lleve al Vacío Solitario! —exclamó escandalizada una mujer.

—¿¡Pero qué demonios?! —se preguntaba estupefacto un hombre.

Entre las piernas de Shayla, colgaba una gran polla, esa que, por lo visto, se solicitaba para poder ser caballero. La gente miraba perpleja a la guerrera, quien exhibía sus partes nobles con total orgullo. A los hombres casi se le desencajaban los ojos y las mujeres se tapaban los suyos escandalizadas, aunque más de una le echaba un buen vistazo.

—Y bien, mi rey y reina, ¿ya estoy preparada para ir por su hija? —volvió a preguntar de forma burlona.

El monarca se notaba que le iba a estallar la cabeza ante semejante revelación, mientras que su esposa parecía incapaz de articular palabra alguna. Ninguno de los dos podía creer lo que acababan de ver. Por si el secuestro de su hija no fuese suficiente martirio, ahora tenían que ser testigos de cómo un fantasma del pasado les mostraba sus zonas íntimas sin ningún pudor y, además, con una inesperada sorpresa que sobrepasaba cualquier explicación aparente. Siguieron allí sentados sin poder hacer o decir algo. Parecían haberse convertido en dos estatuas, desprovistas por completo de vida. Al final, Ambrose fue el que reaccionó.

—Maestro hechicero Tyndlur, ¿podría analizar eso y comprobar si es real?

El anciano miró perplejo al rey y luego a la caballera. Luego, su mirada bajo hacia su entrepierna y puso cara de asco.

—Mi rey, como maestro hechicero al que he servido desde muchos años, le aseguro que estoy dispuesto a hacer lo que sea —comentaba tenso—, pero inspeccionar una polla no es una de ellas.

Sin más preámbulos, el hechicero se volvió a su asiento. Ambrose lo miraba impactado. No podía creer que el máximo responsable de la magia en este reino se negase ante una orden así. Quiso replicarle con furia para que se ocupase de su cometido, pero ya se encontraba un poco harto de andar en tanta pelea.

La caballera seguía en el punto de mira. Sabía que lo que acababa de hacer era muy arriesgado, pero ya estaba cansada de ver como la rechazaban sin más. Iba a pelear por lo que quería, costase lo que costase.

—Le aseguro que lo que ven es real —dijo con claridad.

—¿De veras crees que nos tragaríamos algo así sin más? —Ambrose se notaba igual de exasperado que de costumbre, pese al shock por lo que veía—. ¿Qué clase de brujería es esta?

—Yo creo que es falso —sentenció el maestro hechicero Tyndlur—. Podría ser postizo. No le veo los testículos por ninguna parte.

Shayla miró al anciano furiosa. Se llevó una mano hasta su pene y empezó a acariciárselo. Poco a poco, notó como se iba poniendo más y más duro. Los allí presentes no dejaban de mirar alucinados la escena. Cuando ya estaba bien empalmado, nadie podía apartar su mirada de él.

—¿Siguen sin convencerse? —preguntó decidida.

Nadie supo que responder. La caballera observó a ambos monarcas con esperanzas de que se mostrasen un poco misericordiosos, aunque no halló de nuevo nada en ellos. Se empezaba a desesperar.

—Querida, ¿qué vamos a hacer con todo este asunto? —consultó en voz baja el rey con su esposa—. Yo ya no puedo más.

—Deberíamos comprobar que es real en mayor profundidad —habló de forma repentina la reina—. No podemos negar que la evidencia está ahí, pero es necesario saber si es cierto o no.

Sus azulados ojos parecían atravesarla, aunque en realidad, estaban muy pendientes de ella.

—¿Y a quien propones para semejante tarea? —preguntó su marido.

—Llama a Erisa —respondió Herbira—. Ella puede encargarse de la situación sin ningún problema.

El rey pareció comprender. Le hizo una seña a uno de los hombres que rodeaba a Shayla, el de la gran espada, quien se adelantó, no sin antes lanzarle una mirada reprobatoria. Se colocó delante de los monarcas y los saludó golpeándose el hombro, tal como todo leal súbdito de ese reino debían hacer frente a sus líderes.

—Reinhardt, trae a la cortesana.

—Así haré, mi rey —expresó con obediencia el guardia.

Acto seguido, el hombre se fue de la sala, dejando a todos un poco confusos. Nadie comprendía que era lo que estaba pasando. Comenzaron a haber murmullos entre la gente. Muchos aún seguían atónitos ante lo que acababan de presenciar, tanto el descubrimiento de que una Narvalas seguía con vida como de que esta portaba un miembro masculino bastante grande. Desde luego, estaba convirtiéndose en un espectáculo bastante morboso y entretenido para todos. La cosa se mantuvo así hasta que el rey llamó al orden. Con una sola llamada, todos los miembros de la corte quedaron en silencio.

—Muy bien, me temo que esta situación se está complicando más de lo esperado —comentaba Ambrose con la regia autoridad que le correspondía—. Dadas las circunstancias especiales de este caso, creo que un poco de intimidad y paz sería lo más lógico. Por ello, creo que lo mejor sería que despejasen esta sala. Por ello, os ordeno que abandonéis el lugar de la forma más ordenada y tranquila posible. Los guardias les guiaran para que todo sea más fácil.

Sorprendidos ante la inesperada decisión del monarca, los nobles y burgueses comenzaron a abandonar la estancia entre quejas. La mayoría deseaba quedarse para continuar disfrutando de aquella loca exhibición. Mucho mejor que la representación de los guiñoles. Shayla los veía marcharse. No pude evitar sentir asco de ellos, personas tan pudientes y vanidosas que vivían en su mundo superior mientras el pueblo llano moría de hambre. A pesar de que tiempo atrás, fue como ellos, por lo menos, su familia era más humilde y consciente de las injusticias del mundo. Eso fue algo que su padre le dejó bien claro.

Cuando casi todos se habían marchado, la caballera decidió subirse su pantalón. No podía creer que hubiera sido capaz de mostrar sus partes nobles a todo el gentío que la rodeaba, pero ya estaba muy harta de que la menospreciasen por ser mujer. Por lo menos, agradeció que no hubiera niños contemplándola. La sola idea de traumatizar a jóvenes infantes no le agradaba demasiado. Para cuando terminó de arreglarse, la sala ya estaba vacía. Tan solo quedaban unos guardias, los consejeros, el hechicero, el rey, la reina y ella.

Permanecieron en silencio por un pequeño momento. Fue algo bastante incomodo, sobre todo, cuando notaba como se intercambiaban miradas entre ellos. Notó que el maestro hechicero al observaba con demasiado interés. Ese vejestorio no le agradaba nada en absoluto y si por ella fuera, lo hubiera atravesado con su espada si la hubiera llegado a rozar antes. También notó los azulados ojos de la reina Herbira sobre ella. La mujer parecía también mostrar enorme fascinación en Shayla. Sospechaba por que podía tratarse. De repente, escuchó como las puertas se abrían a su espalda. Al volverse, vio entrar al tal Reinhardt junto a una misteriosa mujer.

Vio cómo se acercaba. No debía pasar de los treinta años y era muy hermosa. Tenía la piel clara, unos bellos ojos marrones claros y el traje anaranjado de seda largo mostraba un cuerpo bonito y esbelto. Su pelo rubio venía cubierto por un precioso tocado con una cofia roja y un velo negro, tan solo dejando al descubierto el flequillo. Aunque lo que más le llamó la atención, fueron sus carnosos labios rosados. Nada más verlos, sintió un leve estremecimiento. Continuó caminando con paso delicado hasta colocarse al lado de la caballera, a quien dedicó una sucinta mirada.

—Sus majestades —saludó mientras se agachaba, levantando un poco la falda del vestido—. Estimados consejeros. Maestro hechicero.

El viejo le dedicó una libidinosa mirada que casi hacía vomitar a Shayla. No entendía quién podía ser aquella enigmática dama, aunque una idea comenzaba a planear en su cabeza.

—Y bien, ¿por qué se me han solicitado hoy en la sala del trono? —preguntó la mujer confusa.

El rey se notaba algo indispuesto con todo lo que estaba sucediendo, así que dejó que fuera su esposa quien tomara la voz cantante en este hecho. Sería humillante dejar que ella se ocupase del asunto, pero sin el resto de nobles delante, no había tanto problema.

—Necesitamos que te ocupes de esta caballera —señaló Herbira.

Se giró a la mujer que tenía a su lado, mirándola de arriba abajo. Shayla no pudo evitar sentirse algo incomoda con tanto escrutinio. Se estaba ya hartando. Luego, se volvió a la reina.

—Mis disculpas, pero yo no me acuesto con mujeres —esgrimió contrariada.

Los allí presentes quedaron sorprendidos ante su respuesta. El rey no se encontraba muy complacido con las respuestas de sus súbditos. Estaba empezando a exasperarse.

—Perdonad, ¿quién sois vos? —preguntó la caballera a la recién llegada.

La mujer se volvió a Shayla, mirándola con sus marrones ojos de manera un tanto provocativa. Desde luego, se notaba que era una experta seductora.

—Mi nombre es Erisa y soy la cortesana real —se presentó sin demasiada ceremonia—. Me ocupo de complacer a los invitados de mis majestades.

—Ya me hacía a la idea —comentó jocosa la caballera mientras la observaba.

La tal Erisa no parecía muy complacida de quien tenía delante y no dudaba en mostrar su disgusto por ello ante los monarcas, pese a que ellos tenían ciertos planes para ella.

—Me temo, querida, que vas a tener que hacer algo con ella —le dijo Herbira en ese repentino instante.

Al escucharla, la cortesana miró a la reina escandalizada. Sus ojos bien abiertos y la expresión de incredulidad.

—¿De que estáis hablando?

—Hay una pequeña particularidad con respecto a la caballera —indicó la esposa de Ambrose.

Miró a Shayla y le hizo una seña. Ella comprendió lo que la reina le pedía y actuó a su manera. Se volvió a bajar el pantalón, mostrando su larga y erecta polla. Erisa abrió sus ojos de par en par ante lo que contemplaba.

—¡Por Ralstar! —gritó petrificada—. ¿Esto es imposible? ¿Cómo puede tener…..algo así?

La caballera estaba divirtiéndose con todos estos acontecimientos. Desde luego, no era lo que esperaba que sucediese en la reunión.

—Necesito que compruebes que este pene es real —le explicó Herbira—. Tendrás que utilizar toda tu consumada experiencia.

Erisa se giró a la reina, notándose en su mirada el malestar creciente que sentía. No parecía muy complacida con la propuesta. Shayla, en cambio, estaba disfrutando del momento.

—No pienso tocar algo así, mi reina —dejó bien claro la delicada meretriz—. ¡Ni hablar! Podría estar maldita.

—No lo está —terció el hechicero Tyndlur—. No percibo ninguna fuerza oscura en ella.

La cortesana no estaba nada convencida y eso que todos la observaban expectantes, sobre todo el rey.

—Erisa, llevo esta tarde aguantando demasiadas peleas y desagradables sorpresas, ¡así que haz el favor y arrodíllate ahora mismo! —le gritó Ambrose con fuerza.

Abrió los ojos de par en par cuando escuchó la hostil orden del monarca. Miró a Shayla, quien parecía estar disfrutando con todo esto.

—Venga, no sufráis —le dijo con calma—. Si en el fondo, vamos a pasar un buen rato.

Indecisa, la cortesana decidió hacerlo. Ya de rodillas, respiró hondo un par de veces. Shayla supuso que andaba mentalizándose para lo que le tocaba. Después de todo, era una meretriz. Siempre había hecho cosas así.

—Cogedlo con la mano —le ordenó.

Hizo caso de forma instantánea. Temblando, la mujer aferró la dura polla de y enroscó sus dedos en torno al grueso tronco.

—Comenzad a pajearme —fue lo siguiente que dijo.

Así obró. Su mano comenzó a bajar, descubriendo el amoratado glande al retirar el pellejo. Se notaba brillante por culpa el líquido preseminal y desprendía un fuerte olor. La mujer inició un movimiento de masturbación perfecto y Shayla no pudo evitar gemir satisfecha.

—Y bien, ¿te parece real? —preguntó Herbira. Ambrose prefirió seguir callado.

—No lo voy a negar, pero con todas las que he tocado a lo largo de mi vida, sería estúpido afirmar que esta no lo es —respondió la cortesana movía su mano de forma rítmica.

Shayla gimió ante tanto estimulo.

—Mmmm, Erisa, lo hacéis muy bien. —La caballera respiraba desacompasada—. Se nota que ya teneis experiencia en esto.

—Bueno hay que saber complacer a un invitado exigente.

Esa última frase la divirtió bastante. Miró a la mujer a los ojos de nuevo y ella, como si pretendiera mostrarse rebelde, llevó sus carnosos labios hasta la punta de su sexo y se lo besó.

—¡Oh, sí! —gimió Shayla ante tan repentino acto.

Sin pensárselo dos veces, la tal Erisa se tragó la punta entera del pene y llegó hasta la mitad del tronco. Desde ahí, comenzó un movimiento de delante a atrás, iniciando así una intensa mamada.

—Joder, ¡qué buena eres! —espetó la caballera, perdiendo el tono gentil que había tenido hasta ese momento con la cortesana.

Su mirada recorrió toda la corte. Desde los reyes sentados en sus tronos pasando a los consejeros, guardias y sirvientes. Todos ellos apenas podían apartar sus miradas de semejante escena. Sentirse así de observada le encantó a Shayla. Disfrutaba siendo el centro de atención. Pese a que su padre la educó para no ser tan vanidosa, tras muchos años de penurias y rechazo, hacer esto la hacía sentir en la cima. Sus ojos se toparon por un instante con los de Herbira, quien la miraba con fascinación. Si le hubieran dado la oportunidad de escoger a alguien para esta prueba, ella habría sido su elección. De repente, tembló inquieta al notar como una mano de Erisa acariciaba su nalga izquierda para, a continuación, colarse por la raja. Fue descendiendo hasta que uno de sus dedos rozó el ano, haciéndola estremecer. Lentamente, uno de sus dedos comenzó a masajear el agujero, consiguiendo que temblase.

—¡Oh, por Ralstar! ¡Cuánto hacía que no gozaba! —se lamentaba en su delirio.

De repente, Erisa se sacó la polla de su boca, dejando caer varios hilos de saliva. Shayla la miró y pudo notar un fuerte brillo en sus ojos. Supo enseguida que era aquello: le estaba encantado chupársela. Sin dudarlo, la mujer comenzó a lamer su sexo, recorriendo desde la base hasta la punta. Una vez allí, comenzó a pasar su lengua en círculos por el amoratado glande. Mientras, con una de sus manos pajeaba el miembro con vigor. Mientras, sus manos no se quedaban quietas. Al tiempo que una seguía en el redondeado trasero de la caballera, jugando con un dedo en su ojete, la otra se adentró en su entrepierna, por debajo del miembro. Su sorpresa fue máxima ante lo que halló allí.

Lo que sus dedos encontraron mientras hurgaba era una raja húmeda, un coño, a fin de cuentas. Quedó impactada, no podía creer con qué clase de mujer había topado, pero lejos de apartarse, decidió continuar y siguió explorando, abriendo los labios para adentrarse en el interior del sexo. Todo estaba mojado, no cesaba de caer flujo y esas caricias ahí dentro excitaron aún más a la caballera.

—¡Sí!, ¡no pares! —suplicaba una Shayla ya al borde del éxtasis.

Incitada por esas palabras, la cortesana no se lo pensó dos veces y se metió la enhiesta polla en su boca, pero esta vez, se la tragó entera. La caballera gimió con fuerza al sentir su miembro penetrando hasta la garganta de la mujer y su lengua enrollándose alrededor de esta. Además, decidió meter un dedo dentro del recién descubierto coño, añadiendo así mayor placer.

Agitada, Shayla volvió a mirar hacia abajo. Su pene salía hasta la mitad y luego volvía a entrar con rapidez. La mujer emitía leves gorjeos mientras intentaba tragárselo todo. Sus labios carnosos envolvían el duro miembro a la perfección y su húmeda lengua lo envolvía en un fuerte abrazo. Pareciera como si esa boca estuviera bien diseñada para ese cometido.  Además, notaba la punta de un dedo índice en la entrada de su ano al tiempo que otro entraba en su húmeda vagina, ofreciéndole mayor placer del que podía imaginar. Se miraron a los ojos, parecía más que claro que  Erisa estaba dispuesta a hacerle una buena mamada. Entonces, la agarró de la cabeza y empezó a mover sus caderas.

—¡Vamos, vamos! —gimoteaba ya desesperada.

Literalmente, la caballera estaba follándose la boca de aquella mujer. No cesaba de moverse, clavando su polla en lo más profundo de la garganta de Erisa, haciendo que la cortesana emitiese suaves gemidos. Shayla, por su parte, no podía seguir acallando su deseo de correrse. Lo necesitaba con desesperación.

El público observaba en silencio y vio como el tocado de la fémina era deshecho por las manos de la guerrera al tirar la cofia y el velo negro. De hecho, su largo pelo rubio, de un brillo casi dorado, quedó libre. Shayla no llegó a ver esto, pues tenía los ojos cerrados, sintiendo como su polla fluía dentro de esa boca tan mojada y caliente. Gozando con un poco de sexo que hacía meses no había degustado. Siguió así hasta que no pudo resistirlo más.

—¡¡¡Me corro!!! —anunció ante todo el mundo.

Fuertes chorros de semen salieron disparados de su polla y Erisa se los tragó todos. Cada descarga era una inyección de placer para Shayla, quien se estremecía en el goce recibido. Tan solo podía aguantar la respiración, notando su polla contraerse con cada corrida. En total, eyaculó cinco veces. Cuando todo terminó, sintió su cuerpo libre y relajado.

Con la mente despejada, abrió sus ojos y pudo contemplar a toda la gente observándola sin hacer un solo ruido. Todos estaban mudos, incapaces de creer lo que acababan de contemplar. La reina observaba con una pequeña sonrisa en su rostro, algo que a Shayla le encantaba. Bajó su mirada hacia Erisa, quien todavía tenía su polla encajada en la boca. Con cuidado, la mujer se la fue sacando de la boca. Algunas gotas de semen caían de la comisura de los labios. Se los relamió con gusto y luego, limpió los restos que quedaban en la punta del miembro. Acto seguido, se levantó.

—¿Satisfecha? —preguntó la cortesana.

—Ya lo creo —respondió la caballera.

De repente, se acercó a la rubia y le plantó un besó en sus labios. Llevaba deseando degustarlos desde el primer momento que los vio y no se marcharía de allí sin hacerlo.

El ósculo duró su tiempo. Shayla metió su lengua y degustó el sabor de su propio semen, cosa que tampoco le molestó. No era la primera vez que lo probaba, así que se había acostumbrado. No tardó en cruzarse con la lengua de Erisa, quien al recibió enlazándose en una húmeda unión que se convirtió enseguida en lo más ardiente que la hija de Borser Narvalas jamás había probado. Cuando por fin se separaron, ya la volvía a tener dura.

—Por cierto, he descubierto ese otro pequeño secreto que no parecen conocer el resto —le dijo—. Pero no te preocupes, no se lo diré a nadie. Se guardar muy bien los secretos de todo el mundo.

Se quedó paralizada ante las palabras de la cortesana. Ni había reparado ella misma en lo otro. Agradeció que nadie más se hubiera enterado de ello, de momento.

—¿Conclusiones? —preguntó la reina en ese instante.

Con una satisfecha sonrisa en su boca, Erisa se volvió a ella y le respondió encantada:

—Muy bien, ha sido la mejor polla que he chupado en mi vida —Miró a los consejeros, quienes apenas podían articular palabra tras lo contemplado. El hechicero parecía divertido con todo lo que sucedía, en cambio—. Y si, es auténtica.

—Puedes marcharte —le dijo Herbira, pendiente de todo con un detenimiento metódico.

La cortesana hizo una reverencia y se marchó de allí, acompañada de Reinhardt, quien no dudó en lanzar una mirada asesina a Shayla. Ella prefirió ignorar a ese tipo y se arregló un poco, fijándose en que los monarcas de Menua la tenían bien vigilada.

Ya arreglada, notó como se encontraban el rey Ambrose y su esposa. Él seguía aún incapaz de poder asimilar todo lo que había visto. En verdad, no lo culpaba. Resultaba difícil de creer que una de las hijas de su difunto seguía con vida y que, encima, tenía polla. La reina, por otro lado, parecía no quitar ojo a su entrepierna. Le llamaba demasiado la atención que la mujer siguiera tan pendiente de ese lugar, lo cual, la excitó ante los perversos pensamientos que inundaban su cabeza.

—¿Cómo es que tenéis algo así? —preguntó sin previo aviso la susodicha.

—Es una larga historia, pero me temo que no tengo tiempo para contarla.

—Pues deberías —intervino Ambrose.

—Con todos mis respetos, su majestad, podríamos seguir discutiendo sobre mí por más tiempo o podéis dejar que parta en busca de su hija, lo cual considero más importante —les dejó bien claro la caballera—. Es un viaje largo el que me espera y cuanto más tarde, más riesgo hay de que no os la pueda traer de vuelta con vida.

Eso último puso algo tensa a la pareja. Se miraron entre ellos y decidieron que Shayla tenía razón.

—Bien, mi esposo y yo consideramos que sois idónea para este trabajo —concluyó Herbira—. Pero en nada anochecerá, no creo que fuera buena idea que partieseis tan tarde.

El rey Ambrose la miró lleno de sorpresa y tampoco se podía decir que Shayla no estuviera impactada ante sus palabras.

—Mi reina, no tengo ningún miedo a partir en medio de la noche —afirmó la caballera con firmeza—. Ya he viajado así muchas veces en mi vida. No supone un grave inconveniente para mí.

—Insisto, creo que podéis partir tranquilamente mañana —recalcó la mujer—. Cuidaremos bien de su caballo, revisaremos sus armas y armadura y le proporcionaremos provisiones.

Sorprendida ante lo que escuchaba, Shayla no dudó en aceptar.

—Bien, si se empeña —comentó satisfecha—. Entonces, iré a ver como se encuentra mi caballo y lo llevaré a los establos.

—Perfecto. Le avisaremos cuando la cena esté lista y le diremos dónde podrá dormir.

La caballera abandonó la estancia. Los consejeros comenzaron entonces a discutir entre ellos, incrédulos ante la escena que acababan de presenciar. Mortem Tyndlur, el maestro hechicero, se limitó a recoger sus pertenencias y largarse sin armar demasiado alboroto. El rey llamó al orden y reconoció que, pese al extravagante secreto que la caballera ocultaba, le parecía la mejor opción que tenían en esos momentos. Así, todos se marcharon, sin dejar de hablar sobre aquel inesperado día. Muy pronto, las noticias se extenderían por todo el reino. No solo había una Narvalas viva, además, sería quien rescatase a Amala de las garras del dragón. Y….tenía una polla, una gran y larga polla.

Mientras veía a sus súbditos marcharse, Ambrose preguntó aireado a su esposa:

—¿Estás segura de lo que haces al confiar en ella?

—Si —contestó Herbira—. Además, era mejor plan que ir tú mismo con el ejército a por el dragón. Demasiado arriesgado, tanto para nuestra hija como para ti.

—Sí, claro.

Allí sentado, el rey no dejaba de pensar en el dragón y en todos los problemas que le estaba causando. Sobre todo, sabía porque había secuestrado a su hija y solo de pensarlo, la rabia inundaba su ser. Siempre creyó que le pasado quedaba atrás, pero no era así y ahora, había regresado, dispuesto a atormentarlo más de lo que se pudiera imaginar.