Cronicas de un verano (1)

Al fin había llegado el momento, el tiempo que más había deseado. Con 18 años, un vehículo propio y 2.500 dólares en los bolsillos me disponía a afrontar mis primeras vacaciones sin mis padres ni hermanas. Una semana que se presentaba inmejorable.

Al fin había llegado el momento, el tiempo que más había deseado. Con 18 años, un vehículo propio y 2.500 dólares en los bolsillos me disponía a afrontar mis primeras vacaciones sin mis padres ni hermanas. Una semana que se presentaba inmejorable.

Tras alquilar un departamento en zona cercana al mar, emprendimos el viaje con Leo (amigo inseparable y compinche de andanzas).

Todo el camino fue un torbellino de ideas, imaginación pura de aquello que nos esperaba al pisar las doradas arenas necochenses.

A cinco horas de la partida, arribamos a la dirección indicada para tomar posesión de nuestra morada veraniega.

Ubicada a cincuenta metros del mar, cuatrocientos de los centros de diversión nocturna y ochocientos del Casino, nos pareció un palacio que albergaría todas nuestras andanzas y aventuras. Arrojamos el equipaje sobre las camas y en menos que canta un gallo fuimos a recorrer las arenas tibias que estaban invadidos de cuerpos calientes que invitan al sacrificio de la ejercitación en un lecho.

Recorrimos caminando1600 metros de playa y kilómetros y kilómetros de curvas femeninas con nuestras miradas hambrientas.

Pasamos la tarde investigando sobre lugares de moda y sitios de diversión para chicos de nuestra edad en cuanto bar hallamos a nuestro paso o simplemente consultando a las promotoras que se paseaban regalando invitaciones para los sitios de más onda.

Al caer la tarde, volvimos a nuestro palacio. Desempacamos, ambientamos cada una de las habitaciones e instalamos en lugar estratégico el equipo de audio que llevábamos al igual que el arsenal de cassettes con música preferentemente romántica que habíamos llevado para ocasiones especiales.

Una ducha reparadora, perfume a granel y nuestra ropa más la moda fueron parte de la preparación previa a la partida en busca de un lugar para cenar. Partimos en el vehículo que con las ventanillas abiertas dejaba escapar música a alto volumen para llamar la atención de las damitas.

Nos detuvimos frente a aquel bar, que con mesas en su vereda se hallaba saturado de gente joven que vestía de las más diversas maneras. Nos ubicamos en una posición estratégica para poder captar la mayor parte de la concurrencia y detectar posibles victimas.

Las cervezas se sucedían pero no había indicios de posibilidad alguna de recoger un par de chicas para contarles nuestras hasta llevarlas al palacio y hacerlas nuestras reinas.

Siendo las dos treinta de la madrugada, el lugar fue perdiendo concurrencia y habíamos sido espectacularmente ignorados, siquiera una mirada nos daba alguna chance de lograr algo aquella noche. Pagamos lo consumido y nos encaminamos tras un contingente, que formado por mujeres en su mayoría, ponía rumbo a un boliche bailable.

El lugar elegido era el salón bailable del Casino. Al llegar a la puerta de acceso, dos personas de seguridad nos franquearon la entrada. "Es la fiesta del blanco y ustedes no visten nada de ese color. No pueden pasar" dijo uno de ellos mientras nos apartaba del lugar. Fue nuestra primer decepción; otro joven que había corrido la misma suerte deslizó una frase célebre "Desdichado en el amor, afortunado en el juego" y se dirigió a la sala de juego para demostrarlo.

Nos miramos y comprendimos que estábamos en iguales condiciones que aquel, por lo que decidimos seguirlo. Nos internamos en el lugar que estaba atestado de gente cuyas edades variaban de los 18 años (edad mínima para el ingreso) a los 60 y más.

Ninguno de los dos había pisado en su vida un lugar así, por lo que emprendimos una recorrida observando lo que ocurría, como se realizaban las apuestas y tratando de entender cual sería la mejor opción para dos inexpertos como nosotros.

Pasamos por mesas de ruleta, Black Jack, punto y banca, tragamonedas, observando los gestos, las actitudes, los festejos y la decepción de los apostadores.

Cambiamos parte de nuestro dinero por fichas y nos comprometimos a no gastar más que aquella inversión inicial. Pusimos un horario para reencontrarnos y cada uno se dirigió a la mesa de juego que más le había agradado.

Me detuve tras una mesa de black jack y observaba a un hombre cincuentón que mano tras mano, ganaba y ganaba. Tenía frente a sí una pila bastante importante de fichas de diversa denominación, por lo que decidí apostar por él esperando que incrementara mis escasos fondos.

Ganó en la primera, en la segunda, en la tercera mano y yo veía como mi pequeña ficha se rodeaba lentamente de acompañantes. Así siguió por espacio de casi una hora, mis pobres diez pesos se habían convertido en trescientos. El tallador al notarlo me indicó que ya no podía jugar cifras así desde fuera de la mesa, si quería seguir debía ocupar una silla y realizar apuestas por mi mismo.

Me entusiasmé y asentí. Me ubiqué a continuación de mi "profesor encubierto", tratando de seguir sus acciones. Por espacio de media hora más se extendió aquella racha y mi ganancia iba en aumento progresivo.

Se produjo un intervalo, que fue aprovechado por personal de la casa de juegos para cambiar el personal de la mesa. En tanto yo pedí un whisky, y mi docente recibió la visita de una dama de unos treinta y tantos años. Vestía ropas que se me antojaban costosas, una muy buena figura y una cabellera rubia que sobrepasaba sus hombros. Hablaron por un momento, le entregó dos fichas de mediano valor y luego la apartó de su lado bruscamente.

Ante esa actitud, ella le profirió un insulto y se alejó rápidamente.

Retomamos nuestra partida, pero el nuevo tallador comenzó a "trabajarlo"rápidamente para quitar de su posesión gran parte de las fichas, valiéndose de los demás jugadores (entre ellos, yo).

Volvió la rubia a acercarse al lugar y tras ella Leo, el hombre el verla le adjudicó su cambio de suerte, la insultó a viva voz, se paró y se retiró de la mesa de juego.

Mi socio, atónito por lo que acababa de presenciar y la cantidad de fichas que tenía en la mesa musitó un: "vamos, antes que te contagies".

Acepté la propuesta, tomé mis fichas y nos dirigimos a la barra a contar las ganancias y brindar por el éxito obtenido.

Al llegar, la vimos. La rubia seguía allí, con su rostro desencajado mientras otra dama trataba de darle consuelo sin poder lograr su objetivo. Que te usa, que solo quiere mostrarte frente a la gente, que ya debes dejarlo y buscar alguien como vos... Así era la charla que la dama de cabello oscuro y vestido muy claro mantenía con la amargadísima rubia.

Nos ubicamos muy cerca de ellas, pedimos un whisky y una cerveza. "¡Qué buena que está!" me dijo Leo. "Tenés razón, con ese pelo húmedo y desplegado en la cama, recién bañadita, le daría como loco a la rubia" le respondí.

"Estas mal, yo hablaba de la morochita. Se parte de lo buena." Replicó. Nos reímos de nuestra confusión y según parece les llamamos la atención pues nos miraron y dedicaron una sonrisa.

Leo dio el primer paso, llamó al barman y le indicó que les sirviera otra ronda por nuestra cuenta. El hombre asintió y se dirigió a las dos mujeres, que sorprendidas, voltearon a vernos nuevamente. Agradecieron el gesto con una leve caída de sus cabezas, luego sonrieron y se realizaron un comentario por lo bajo.

"Vamos negro, están con nosotros" dijo mi amigo, se paró y enfiló hacia las mujeres.

Llegó junto a ellas y tras presentarse, las invitó a una mesa en un lugar menos concurrido para poder hablar. Accedieron y nos dirigimos los cuatro a una mesa alejada donde comenzó una cálida charla que se prolongó por dos horas.

Silvana, la morena, y Mercedes nos comentaron que eran casadas y que sus respectivos maridos eran jugadores compulsivos al extremo de ingresar al casino en el horario de apertura y retirarse a la hora del cierre.

En algunos casos, prolongaban sus horas de juego en mesas clandestinas. Era su medio de vida, que les permitía pasar buenas temporadas y otras para el olvido. Nativas de Córdoba, se hallaban de vacaciones y sus esposos volverían a su ciudad por trabajo al día siguiente. Todo hacía suponer que de no mediar inconvenientes quizá debiesen huir a la terminal de ómnibus para evitar perder el trasporte que los depositaría en la capital mediterránea.

En esas circunstancias, Leo sugirió una recorrida por las mesas para verificar lo que hacían los esposos y si no oponían resistencia, juntarnos para ir a bailar a un lugar cercano comprometiéndose a volver en horario para acompañarlos a la terminal de micros.

Se sorprendieron por la propuesta, pero aceptaron. Verificaron la situación con sus cónyuges, que extasiados por las ganancias acumuladas, respondieron afirmativamente sin prestar mayor atención.

Volvieron a nuestro encuentro y partimos los cuatro rumbo a Itá, lugar elegido por ellas. Al llegar, notamos un ambiente bastante carente de luz y con mesas para cuatro bastante escondidas, música muy suave y un ambiente de intimidad que solo admitía parejas como habitantes del lugar.

Nos ubicamos sentándonos estratégicamente, Leo junto a Silvana y yo junto a Mercedes.

Charlamos y bebimos una botella de champagne entre los cuatro. Cuando la botella llegó a su fín fuimos rumbo a la pista de baile. La música pedía bailar muy pegados y así lo hicimos. Mercedes me mantenía a cierta distancia, tratando de evitar un contacto total mientras buscaba cualquier tema de charla que evitará un avance desmedido. A metros nuestro, Leo y Silvana ya no hablaban sino que literalmente se comían a besos mientras las manos de mi amigo recorrían cuanto espacio del cuerpo de Silvana estuviese a su alcance.

Los temas pasaban y la proximidad con Mercedes no se acortaba. Solo su tono de voz presagiaba un mejor final. Nuestros acompañantes desaparecieron de nuestra visual para perderse en la oscuridad de los sillones alejados y entre los brazos uno del otro.

Mercedes decidió contarme que la infelicidad de sus vacaciones se equilibraba en las mañanas y tardes cuando concurría a la playa con su amiga y los hombres le dedicaban miradas y frases que llegaban a ponerla colorada de vergüenza, en tanto que las noches eran soledad y aburrimiento por la ausencia de su esposo y la escasa actividad que desplegaban.

Mientras decía esto, se "colgaba" de mi cuello y se aproximaba hasta hacerme sentir su aliento y las lagrimas que caían de sus ojos. Las sequé con un dedo para luego depositarlas en mis labios a su vista. Instantes después secaba sus lagrimas con mis labios para terminar fundidos en un beso apasionado, tierno y prolongado.

La tomé de la mano y fuimos en busca de un lugar donde dar rienda suelta a nuestros cariños.

Perdimos noción de tiempo y lugar, nos besamos y acariciamos desde lo más ingenuo a lo más atrevido, amparados por la oscuridad. Tan solo nos detuvimos para colocarnos en mejor posición y seguir hundiendo nuestras lenguas en profundidad y manos en humedad.

Cuando las primeras luces blancas interrumpieron la masturbación mutua, recapacitamos en la hora y la vuelta al casino para buscar a los maridos de ellas.

Buscamos a Leo y Silvana y los hallamos haciendo el amor, tras pesadas cortinas que ubicaron para evitar ser descubiertos.

Las damas partieron pero con la promesa de vernos la noche siguiente en el Casino, y desde allí iniciar un recorrido juntos.

Leo y yo, salimos camino al estacionamiento para recoger el auto y volver a casa.

"¡Cómo se mueve la negra!, le está faltando atención y el marido no se da cuenta, que pedazo de cornudo" dijo

"Sí, tener semejantes hembras y no darles bola, que poco piensan los viejos estos" respondí.

"Negro, ¿y si las seguimos? Nos vamos a la terminal, nos escondemos en el auto y cuando los maridos se rajen las encaramos. ¿Te parece?" Indicó mi socio.

"Dale, vamos que dijo algo de las 8:30. Ya son 7:45, llegamos primeros y nos metemos entre la gente." Le comenté mientras aceleraba los pasos rumbo al auto.

Subimos al vehículo y partimos raudamente para la Terminal de micros. Llegamos en 15 minutos. Fuimos al snack bar y nos tomamos dos cafés previo pasar por el baño y arreglarnos un poco.

Puntualmente, 8:15 ingresaron los cuatro al hall de la estación. Nosotros, tras un diario deportivo y un periódico local observábamos los movimientos de las parejas.

Cuando el avisador de partidas y arribos realizó la última llamada a abordar el micro, los hombres se despidieron de sus mujeres y subieron al micro. Ellas, paradas junto al andén les saludaban.

Al cabo de 5 minutos, quedaron solas. Comentaron algo y subieron rumbo al snack que estaba en el primer piso. Se ubicaron en una mesa alejada de nosotros, hablaban animadamente y gesticulaban como si planificaran algo.

Llamamos al mozo del lugar y le pedimos que llevara cuatro cafés a la mesa donde estaban. Minutos después, mientras recorrían el menú, se aproximó el mozo y desplegó sobre la mesa las cuatro tazas de contenido humeante. Antes que pudiesen preguntar algo, nos vieron aproximarnos y comprendieron.

Nos recibieron con un beso. Nos sentamos y casi de inmediato comenzamos a planificar el día. Playa, almuerzo, recorrida por la zona portuaria, nuevamente playa y luego despedirnos para volver a unirnos para cenar.

Ese era el plan de Mercedes y así lo manifestó. Leo preguntó donde se hospedaban a lo que Silvana respondió que en un departamento en la peatonal.

"¿Me llevás a conocerlo?" le despachó sin reparos.

"¿Ahora?" replicó Silvana.

"Si, ya" dijo Leo mientras se paraba y la tomaba de la mano. Aceptó y con un "chau" se despidieron de nosotros, partiendo abrazados y prodigándose besos. Al llegar a la puerta de acceso, mi socio se posicionó tras ella y le propinó un pellizco en la cola.

Mercedes y yo quedamos solos, pensativos y mirándonos sin comprender. Saliendo del estupor que le produjo la reacción de su amiga me comentó: "Tengo que bañarme, me siento incómoda y esta mujer me dejo afuera del departamento".

En rápida acción, la tomé de la mano y le dije como un susurro "vamos al mío y te bañas tranquila, yo te enjabono la espalda".

Rió por mi ocurrencia, se paró y nos retiramos del lugar. "Mi departamento está junto a la playa" avisé. "Ok, tomemos un taxi" respondió.

"No loba, vamos en mi auto. Está en el estacionamiento" le corregí mientras la tomaba por la cintura y la llevaba rumbo al auto. Al llegar a él la puse frente a mi con la espalda sobre el vehículo y le propiné un beso muy húmedo, mientras con una mano abría parte del vestido hasta perderla entre sus piernas.

Se sobresaltó pero me dejó hacer. Alcancé su sexo a través de su tanga y deposité mi dedo mayor en su rajita buscando su botón de emergencia sexual. Su humedad era notoria. Traspasaba la fina tela de su ropa interior. "Sigo ardiendo tanto como cuando me acariciaste en el boliche, quiero acostarme con vos" murmuró.

Abrí su puerta y la empujé dentro del auto. Tan rápido como pude ocupé el lugar del conductor, encendí el motor del auto y traté de huir de allí. Cada marcha que colocaba, prolongaba el recorrido de mi mano hasta perderla entre sus piernas. Así de encendidos llegamos al departamento.

Tan pronto cerramos la puerta, perdimos definitivamente el control. Le arranqué varios de los botones de su vestido para dejar sus pechos al desnudo y su triangulo sexual tan solo cubierto por un tanga pequeño y del color de la piel que dejaba escapar finos vellos recortados que protegían el acceso a su botón de ignición.

Se lo quitó con una maestría notable, dejando una pequeñísima hilera de vellos que se remarcaban por el color dorado de su piel y el contraste de aquella línea blanquinegra.

La levanté en vilo y coloque sus piernas alrededor de mi cintura. Me aferré a sus nalgas mientras le hundía tan hondo como podía mi lengua en su boca.

En esa posición la llevé a la cama, la tendí en ella y me dedique a recorrer pechos, canalillo y pezones hasta arrancar gemidos de su garganta. Mi mano bajó por su estómago, dibujando círculos que tenían como eje su sexo.

Fui bajando con mi lengua rumbo al triángulo de las Bermudas de su cuerpo, donde deseaba perderme. Busque puerto donde amarrar mi lengua para que aferrada al timón del placer hiciera desbordar en cataratas sus líquidos por cada accidente de su cuerpo.

Absorbí cada gota de sus jugos como un peregrino caminando por el desierto, exploré sus rincones con mi lengua tal si quisiera elaborar un mapa con su geografía y me perdí en la profundidad de su bahía.

Trató de erguirse para quitarme la camisa, la rasgó para despojarme de ella más rápidamente. Pero debió contentarse con sumergir mi cabeza en el mar de su sexo.

Comenzamos a movernos rápidamente, buscando ubicarnos en posición y que aquella nos permitiera disfrutar del placer, uno dentro de otro.

Apenas nos acoplamos comenzamos a movernos violentamente, el vaivén de los cuerpos era desacompasado pero nos llevaba a puntos altísimos de placer. Fueron nomás de 15 minutos y al cabo de aquel tiempo explotamos en un grito ahogado y presionándonos mutuamente sabiendo que habíamos cumplido con nuestro primer encuentro, tan fogoso como intenso.

Tranquilos y más desahogados, nos besamos hasta quedar rendidos y en los brazos de Morfeo, en un sueño tan profundo como placentero. Las luces del amanecer se filtraban en la ventana, pero no fueron impedimento para caer rendidos en un sueño dulce y prolongado.

CONTINUARA....

Alejandro Gabriel Sallago

tu_amado66@hotmail.com