Crónicas de un padre (02: Obligado)

No me había meado encima. Sólo hacía un rato que me había corrido porque mi hijo me había hecho un pajote llevando yo aún los pantalones puestos. La mancha era sólo los restos de mi simiente. (Filial Gay)

Crónicas de un padre.

Segunda Parte. Obligado.

-Papá, tienes una mancha en los pantalones. Cualquiera diría que te has meado encima –dijo mi hijo en un tono malicioso.

Alberto yacía tendido boca arriba sobre una de las camas en la habitación. Yo me hallaba frente al espejo del baño y acaba de mojarme la cara. Trataba de despejarme un poco antes de acostarme. La imagen del gran espejo me reveló a un hombre de 38 años aturdido, de rostro somnoliento, ojeras y barba de dos días; un hombre que vestía una camiseta roja arrugada y unos ajustados jeans desteñidos, en la entrepierna de los cuales, se veía una pequeña mancha oscura, semejante a un huevo frito. No me había meado encima. Sólo hacía un rato que me había corrido porque mi hijo me había hecho un pajote llevando yo aún los pantalones puestos. La mancha era sólo los restos de mi simiente. Traté de no volverme loco y si pensaba mucho en ello mi mente resbalaría hacia un desconocido abismo que me tragaría y devoraría el último ápice de mi cordura. Aún así se me antojaba inevitable no considerar las cosas en aquel mismo instante: mi hijo acababa de masturbarme y yo me había dejado hacer. Claro que antes de que todo sucediera yo me sentía como una tetera en el fuego, pero no le había detenido… Por supuesto que él me había manifestado su deseo, su deseo hacia mí… Alberto, mi chaval de 18 años, era homosexual, o bisexual o lo que diablos fuese, pero me deseaba a mí… ¡Dios mío! Era como para volverse loco de remate. ¿Qué hacer ante una situación tan enmarañada como ésta? Había disfrutado de su masturbación como un loco. La prueba era que no sólo no se lo había impedido, si no que además, me había corrido en sus manos. ¿Acaso yo también era gay ? Y lo del incesto… ¿Sexo con mi propio hijo? ¿Relaciones sexuales entre miembros de una misma familia? ¡Qué locura, qué aberración! ¿Y lo que había dicho Alberto mientras me pajeaba? "Mi primera paja fue por ti, fue a tu salud"… El muchacho se masturbaba teniéndome a mí como objeto de su deseo, era yo, su padre, el objeto de su excitación sexual; en una palabra, yo mismo le ponía cachondo.

Intentando escapar de lo que estos pensamientos implicaban, volví a la recamara y me senté en el lado de la otra cama, frente a él. Pronto él se incorporó y también tomó asiento. Me miró fijamente a los ojos, pero no dijo nada. Tal vez esperaba a que fuese yo el primero en abrir la boca; si era así, quizás él tendría razón en sus presunciones, considerando que, un momento antes, ya había abierto la boca lo suficiente cuando me estaba comiendo el rabo, y que ahora me tocaba abrirla a mi.

-Hijo –dije yo usando un tono firme en mi voz. Pero no salieron más palabras. Me quedé mudo. De pronto pareció como si no supiese, o no pudiese hablar.

-Lo que ha sucedido en la furgoneta… -continué titubeando- Lo que ha pasado un momento antes… no debería haber pasado. Yo

-¡No digas nada! –exclamó mi hijo, interrumpiendo el flujo de mis palabras.

-Pero muchacho, eso que hicimos no está bien. No son cosas que suceden entre un padre y un hijo, no es moralmente

-¿Acaso no te gustó, papá? – Inquirió él volviéndome a interrumpir- ¡Te corriste de gusto!

-Pero hijo yo no soy

-¿Marica?

Vaya, parecía que cada vez que mi chaval me interrumpía lo hacía a base de preguntas.

-No quise decir eso, Alberto –contesté rotundo.

-¡Yo tampoco lo soy! – Exclamó - Quiero decir que nunca he estado con un tío, papá. Yo a mi novia la quería mucho. Nunca se me ha pasado por la cabeza follar con un hombre papá.

-¿Ah no?

-¡No! – Protestó él- Lo que pasa es que desde que era un chaval, cada vez que te veía me ponías ciego… Yo era un chico muy enclenque. ¿Lo recuerdas? Yo quería ser como tú; quería un cuerpo fuerte como el tuyo, quería parecer tan atlético como tú. Mi polla era pequeña, y me imaginaba que la tuya era un torpedo; yo quería tener una polla como la tuya… Cuando cambié, me pajeaba pensando en que ya tenía todas esas cosas –prosiguió- y al final te veía a ti en mis pensamientos, alto, fuerte, masculino, protector, y me la terminaba pelando pensando en ti.

-¡Pero muchacho! – Exclamé confundido- Antes has dicho que no eras gay , y lo que acabas de explicar resume tus fantasías sexuales hacia otro hombre, y ése hombre soy yo. ¡Tu papá!

-Lo sé –afirmó Alberto sin vacilar ni un segundo su mirada sobre mi- No hay ni ha habido otros hombres en mi cabeza. Sólo tú, papá. ¡Quiero que hagamos el amor, ahora! ¡Los dos!

Entonces me pilló por sorpresa. Se levantó del lado de la cama, y acercando sus labios hacia los míos me besó. Y mientras lo hacía me tumbó hacia atrás, y me desabrochó los botones de la camisa hasta casi quitármela. En algún momento de todo eso yo rechacé sus besos. No podía seguir con eso, no podía consentir que mi propio hijo me besara del mismo modo en que años atrás lo había hecho mi mujer. Y cuanto más intentaba acariciarme el torso más le rechazaba yo, y cuanto más me rozaba la espalda con sus arrumacos más me rebatía, hasta darme cuenta que de nuevo mi polla se había hinchado en mis pantalones. Al parecer, Alberto había logrado excitarme de nuevo, poniéndomela dura con sus juegos. Pronto mi hijo ya me acariciaba la entrepierna con lascivia, no de un modo casual, como antes. Debía pararle, tenía que detenerle, antes de que se abriera el abismo que me consumiría como hombre y como padre

-¡No, hijo mío, no! – Exclamé sin demasiada convicción - Esto no puede ser.

-¡Papá sólo esta vez! –dijo Alberto, desvistiéndose.

Un falo adolescente se hallaba entre sus piernas. Duro, palpitante, ya rezumaba líquido preseminal. Rodeado de una espesa mata de vello negro, su vergote se alzaba al aire como sostenido, a modo de colchón, por sus dos respetables cojones. Fue la primera vez que veía el sexo de mi hijo, y pensé absurdamente, que el muchacho estaba muy bien dotado. Él por su parte, asentó su mano sobre mi hombro desnudo, como apremiándome acometer alguna gesta imposible y sólo dijo:

-Vamos papá: es tuyo. Ya no soy aquel flojo muchacho de antes.

A tenor de lo que pasó después, ya nunca lo dudé: mi hijo era ya un hombre.

Me recliné sobre sus atléticas piernas. Una parte de mi deseaba no hacerlo, deseaba huir lejos, a cualquier parte. La otra ansiaba por sentir el contacto de aquel joven pene: el pene de mi propio pene.

Lo acaricié al tiempo que alzaba la vista hacia Alberto. Éste había cerrado los ojos y echado la cabeza hacia atrás. Su verga tenía un contacto suave y cálido, pero en contraste era algo rugosa. Estaba dura, tan dura como la mía dentro de mis pantalones. Se la blandí por la base y la terminé de sopesar. Su glande rosado, delicado al tacto y las venas que se marcaban enérgicamente a lo largo del tronco, proporcionándole aquella rigidez y aquel tamaño lo corroboran: mi hijo tendría un pene de más de dieciséis centímetros aproximadamente. Mi primera impresión no había resultado vana, el chaval tenía un buen miembro viril del que presumir.

-¡Nunca he hecho una cosa así, hijo! – proferí en un intento por retrasar lo inevitable.

-¡Oh papá, tengo los huevos bien duros por no haber podido eyacular antes, y esto sólo está empezando! –dijo él por toda respuesta, como dando por supuesto que el hecho de ser yo un principiante no significaba nada. Pero efectivamente, sus dos cojones sostenidos entre mis manos parecían dos duras nueces, a punto de quebrarse para derramar su simiente. ¿Qué cantidad de leche pueden retener dos testículos en esa situación? No tardaría en saberlo.

Entonces él me guió, al igual que uno guiaría a una encantadora viejecita para ayudarla a cruzar la calle; pasó su mano izquierda por detrás de mi cuello, y apoyándose en mí nuca me instó a terminar de reclinarme sobre su falo. Ya no hubo escapatoria posible.

Antes de tomar consciencia de lo que estaba haciendo, sus gemidos de placer llenaron la habitación. Ahora sus dos manos se hallaban sobre mi cabeza, como queriendo retenerla para que no se moviera de ahí, y yo iba tragándome ese falo que era la polla de mi hijo Alberto. Su sabor salado me confundió, pero no tuve una sensación de rechazo porque mientras más chupaba y lamía más gemidos entrecortados escuchaba en mi cabeza. Aquello le daba placer a mi muchacho y a mí también. Mi hijo estaba disfrutando y ahora comprendía yo lo que sentía mi mujer cuando me hacía el sexo oral: placer era lo que ambos sentíamos.

Se la chupé y me la tragué durante un rato siempre notando que mi propia verga iba a escapar de mis pantalones. La excitación era tal que podría haberme venido en los jeans . Alberto supo que podría haber ser así, puesto que retiró sus manos de mi cabeza, y agarrándome por el mentón volvió a besarme.

-¡Ahora yo! –exclamó después con dulzura.

Y volvió a repetirse la jugada. Esta vez yo mismo me quité los pantalones porque ya no tenía ninguna duda. Lo deseaba, deseaba que mi hijo me mamase la verga antes de que ésta explotara y lo manchara todo de leche. De nuevo recibí sus caricias y su lengua sobre mi rabo, e intentando no correrme, aguanté el tirón, dando la bienvenida a la lujuria. Nunca había sentido tanto placer al comerme la verga. Mi hijo lo hacía con mimo, con suavidad, como si mi falo fuese un helado que se iba derritiendo lentamente, y del que había que tener cuidado de no desperdiciar ni una gota, máxime cuando vique él mismo sin ningún atisbo de pudor, saboreaba mi líquido preseminal. De pronto, mientras yo regresaba del universo del placer nunca antes explorado, Alberto se incorporó y me dijo:

-¡Quiero sentir tu polla dentro de mi!

Aquello acabó de derrumbar el último sostén de mi lucidez. Podía admitir que todo aquello era un desahogo, que el podía masturbarme y yo comerle el rabo, pero penetrarle implicaba algo más: poseerle, estar dentro de él, sentir su esencia, y comulgar a nivel sexual con cada átomo de su ser. ¿Acaso no era lo mismo que cuando yo le hacía el amor a mi mujer? ¿Un acto de amor?

Se echó bocarriba sobre la cama y levantó sus férreas piernas. Yo me coloqué frente a él. Los penes enhiestos al aire pedían su guerra.

Iba a decirle que yo jamás había enculado a una mujer, pero pensé que sería inútil toda explicación. Mi hijo ya colocaba sus piernas sobre mis hombros mostrándome la pequeña cueva de su agujero. Entonces hice lo que supuse que debía hacerse. Un salivazo lanzado entre mis dedos alcanzó como lubricante, y colocando la cabeza de mi pene en su esfínter empujé, primero de un modo despistado, lento, como quien no confía en lo que está haciendo, pero después firmemente, desgarrando aquellas carnes filiales que, como ya me confirmó antes Alberto, nadie antes había desgarrado. Un grito lanzado por mi hijo cuando yo entré en él me asustó.

-¡Ya, ya entra, ya casi está, papá! – aulló él.

Y entonces terminé de empujar y supe que había llegado a lo más profundo de sus entrañas cuando mis pelotas literalmente chocaron con su peludo perineo. Verle ahí, debajo de mí, musculoso, con el pecho peludo como el de su padre, todo espatarrado con mi verga clavada en su ano, me hizo reaccionar y comencé a moverme rápidamente. A cada acometida él chillaba, pero a cada una de ellas mi pene taladraba y se abría paso en aquellas cavernosas y abrasadoras carnes que al mismo tiempo apretujaban y estrujaban mi falo.

-¡Qué bueno papá! –dijo él entre gemidos-¡No pares, dale fuerte!

Y así estuvimos un buen rato hasta que de pronto sucedió algo que yo no había visto antes en mi vida. Penetrándole con saña, y con la vista fija en su pene, observé como tras una exhalación muy fuerte de mi propio hijo, su vergote pétreo e inquebrantable, lanzó una serie de chorros de semen que fueron a estrellarse contra su pecho velludo: uno, dos, tres, y muchos más. Perdí la cuenta. No sabía que un hombre pudiera correrse así, como una fuente. Mi chaval, sintiendo su orgasmo, gimió como un poseso, pero en ningún momento tocó su miembro viril, en una palabra, se corrió él solo, sin manos, del placer que debía estar experimentando. En su corrida las paredes de su ano estrecharon del todo el cerco sobre mi cimbre y sentí llegar el orgasmo de la cabeza a los pies y desde el centro de mis huevos. Fue un orgasmo intenso pero muy distinto de los otros: primero llegó la gran oleada de placer que me hizo gemir como si me estuvieran abriendo en canal, luego la presa reventó y me corrí dentro de su culo.

-¡Papá, te estás corriendo dentro! – Exclamó mi hijo en su locura sexual- ¡Qué pasada papá, lléname el culo de leche, qué placer!

Pese a haberme corrido antes, en la furgoneta, esta vez lo hice a borbotones y creo que grité como una bestia mientras me vaciaba. En esta ocasión, por fin, había consumado el acto sexual, nada menos que con mi hijo.

Cuando el último espasmo del clímax alcanzado desapareció, me tumbé sobre su pecho y mi pene, chorreando leche, salió de su ano. Al hacerlo mi hijo gimió de placer y me besó. Su beso sellaba un acto de sexo incestuoso entre padre e hijo, un acto que nos había hecho redescubrir a los dos la inmensidad del acto sexual.

Respirando atropelladamente, traté de recuperarme. Cerré los ojos sobre el pecho de mi hijo y permanecí quieto, escuchando su respiración. Si aquella era su primera vez, también lo había sido para mi, solo que tal vez, obligado. Casi forzado.

Entonces Alberto habló y dijo:

-Ahora yo.