Crónicas de Nihilistán (9)

Otra vez, perdón por la demora. Lo envié el viernes pasado. Por alguna razón, no salió publicado. Hoy miércoles vuelvo a enviarlo. La señorita Raddith comienza a moldear a Manchudo según sus gustos, como esclavo personal.

Crónicas de Nihilistán (IX)

  1. Esclavo de señora

Toda mujer de la nobleza nihilistana ha debido elegir, en algún momento de su juventud, a su esclavo personal.

Lo cual no significa que todas hayan dado de inmediato con el esclavo indicado. No son pocas las desafortunadas que han pasado toda su vida cambiando de esclavo cada tres años, sin haber dado nunca con uno que las conformara.

Algunas, unas pocas, han dado rápidamene con el esclavo adecuado. Incluso, en contados casos, en el primer intento.

¿Buena fortuna? Quizás.

Pero ser una muchacha inteligente y observadora, sin duda ayuda mucho.

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La señorita Raddith leía en su cama, aún en camisón, echada indolentemente sobre los almohadones de plumón. Con una mano acariciaba distraídamente a Reina, su gata de Angora, que llevaba con ella a todas partes.

El hermoso animal llevaba un bonito collar, que la misma Raddith había diseñado. Rojo, con soles y medialunas de bronce alternados.

La señorita Raddith observó a su amado felino. También Relámpago, su magnífico caballo árabe, llevaba los arreos con el mismo diseño: correajes de cuero rojo, con soles y medialunas de bronce.

Y si algún día tenía un perro, tal vez un buen sabueso, llevaría el mismo collar.

Raddith Leithad Zhitran de Yobehey Jubartha era noble de nacimiento, una aristócrata de pura cepa. Toda su vida había transcurrido entre el lujo y la comodidad de tener esclavos, dando órdenes y siendo inmediatamente obedecida, cosas perfectamente naturales para ella.

Por cierto, sus maneras y su porte eran tan típicas de la aristocracia nihilistana, que no había posibilidad de confusión alguna.

Si alguien hubiera hallado a la señorita Raddith desnuda, con la cabeza rapada, con un collar en el cuello y los tobillos engrilletados, limpiando en cuatro patas las baldosas del patio, hubiera bastado —y aun sobrado— el más leve de sus movimientos, para saber que esa muchacha no era una esclava. Ni siquiera una plebeya.

La señorita Raddith —toda su persona— irradiaba clase y distinción.

Reina, de largos bigotes y espeso pelaje beige, maulló perezosamente y bajó de la cama. Caminó un par de metros y se echó a dormir sobre un gran almohadón, especialmente dispuesto para ella a un costado del gran ventanal.

La joven volvió a los acontecimientos de las últimas horas. Hasta el momento, estaba bastante complacida con ese esclavo, el tal Manchudo. La muchacha sonrió. Manchudo...

El nombre la hacía reír... Conociendo a su tío Milhan, seguramente se debía a la mancha de nacimiento, muy conspicua, que había podido observar en un costado del pecho del esclavo.

Es verdad que el infeliz no le había parecido demasiado listo ni eficiente. Pero tampoco lo había esperado. Al fin de cuentas, era un esclavo, torpe e ignorante como todos ellos...

Sin embargo, pensó la señorita Raddith, a pesar de todas las torpezas de este tal Manchudo, había algo en él que la había complacido sobremanera: le había gustado su actitud frente a ella.

Este esclavo parecía poseer la cualidad más importante que un esclavo debía tener, la cualidad que la señorita Raddith más apreciaba, y más había buscado.

Este esclavo parecía saber muy bien cuál era su lugar.

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Manchudo estaba echado en algún lugar del establo, en medio de una veintena de cuerpos desnudos que se acomodaban en el estrecho espacio como mejor podían.

Su pobre mente de esclavo, sumiso y obediente, intentaba absorber los acontecimientos de los últimos días.

A lo largo de todo el último año, Manchudo se había encontrado muchas veces entre gente de la nobleza, sirviendo obedientemente a damas, caballeros, niños y niñas, invitados frecuentes del señor Milhan Argutra Zhitran de Yobehey Jubartha.

Y había sentido con toda intensidad las enormes distancias que lo separaban a él, un simple esclavo, de aquellas personas, elegantes, conocedoras, que hablaban de negocios, de política, de la moda o la buena cocina. Bajar la vista, callar y obedecer había sido perfectamente natural para Manchudo, esclavo torpe e ignorante.

Y sin embargo, todo lo anterior había sido poco y nada en comparación con lo que estaba sintiendo ahora.

Desde el momento en que la señorita Raddith se había parado frente a él, en la caballeriza, un par de días atrás, Manchudo había creído estar ante una visión. Una deidad, una criatura supraterrenal, hecha de otra sustancia. Una diosa hermosa y perfecta, bajada del mismísimo Cielo para visitar brevemente la tierra de los pobres mortales.

Y Manchudo, ínfimo entre los mortales, nunca se había sentido tan pequeño, tan indigno.

A tal punto, que haber pasado la noche anterior echado sobre la alfombra de piel, a un costado de la cama de la señorita Raddith, al lado de sus chinelas, se le antojaba un privilegio inmerecido, casi una insolencia...

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La señorita Raddith tomó a Manchudo de la correa y lo llevó al taller del herrero, aquél en donde un año atrás, le habían sido colocados su collar y sus grilletes.

El empleado, como siempre, estaba colocando una herradura a uno de los muchos caballos que había en la propiedad del señor Milhan Argutra Zhitran de Yobehey Jubartha.

Al ver a la sobrina de su patrón, el hombre dejó de inmediato lo que estaba haciendo.

—Señorita Raddith, qué privilegio volver a tenerla en mi humilde taller...

—Hola, Sekhus —dijo la señortia Raddith—. ¿Tienes listo el collar?

—Tal como usted lo pidió —contestó el hombre—. De cuero rojo con soles y medialunas de bronce.

Sekhus, que además de herrero era talabartero, fue hasta su mesa de trabajo, y de uno de los ganchos en la pared tomó una tira de cuero.

—Has hecho un estupendo trabajo, Sekhus —dijo la señorita Raddith cuando tuvo el collar en la mano—. Por eso mi tío te tiene en tan alto aprecio.

—Gracias, señorita —dijo el hombre, con algún prurito—. ¿Se lo pongo ahora?

—Claro, Sekhus

El herrero se acercó a Manchudo con unas tenazas y rápidamente abrió los remaches del collar.

Con la misma destreza, le colocó y remachó el nuevo collar.

Quitó la plaquita del collar viejo y la agregó al collar nuevo.

—Perfecto, Sekhus —dijo la señorita Raddith, complacida—. Tal como lo quería.

La muchacha desenganchó la correa del viejo collar y lo enganchó en el nuevo collar de Manchudo.

La señorita Raddith agradeció al herrero por el trabajo, le dejó saludos para su esposa y su hija, y tiró de la correa del esclavo.

Ya de vuelta en su habitación, la señorita Raddith se dedicó a contemplar al esclavo, con el collar recién confeccionado.

Sonrió satisfecha. El herrero Sekhus había realizado un magnífico trabajo.

Ahora, Reina, Relámpago y Manchudo —su gata, su caballo y su esclavo— hacían juego, llevando los tres el mismo tipo de correaje. Como ella quería.

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—Sosténla bien, esclavo.

—Sí, señora...

Manchudo estaba de pie, en un rincón de la alcoba de la señorita Raddith, con la cabeza gacha, la mirada clavada en el piso y los pies bien juntos. Sostenía una bandeja con ambas manos, a la altura del pecho.

La muchacha lo observaba detenidamente, mientras hacía golpetear contra su falda algo que el pobre esclavo conocía muy bien: la flexible fusta de mimbre, con mango de madera y marfil. La fusta favorita de la señorita Raddith.

La joven salió un instante de la habitación, y volvió con tres copas y una jarra vacía, que colocó sobre la bandeja.

Fue hasta la mesita a un lado de la cama, tomó un pequeño florero, y lo colocó sobre la bandeja. Utilizaba al esclavo como lo que era en ese momento: sólo un mueble.

La muchacha se alejó un poco para observar el resultado.

—Pega los codos al cuerpo.

—Sí, señora —dijo Manchudo, obedeciendo de inmediato.

—Junta las rodillas, bien pegadas.

—Sí, señora —respondió Manchudo.

El esclavo juntó las piernas lo más que pudo.

Sin hacer ningún comentario, la señorita Raddith retiró el florero y la jarra, y las llevó a la mesita. Hizo lo propio con las tres copas. Y luego se acercó a Manchudo.

De inmediato, el mimbre siseó en el aire e impactó con la fuerza de un rayo contra el costado del muslo izquierdo del esclavo.

¡¡¡Chasss!!!

—¡¡¡Aaaaaayyy...!!! ¡¡Aaay.... ayyy!! —aulló el infeliz, soltando la bandeja y comenzando a dar patéticos saltitos con sus pies engrilletados.

—¡Te he dicho las rodillas bien juntas, esclavo desobediente!

—¡Sí, señora, perdón, señora...! —gimió Manchudo, sin dejar de saltar...

—¡Recoge la bandeja, y obedece!

—¡Sí, señora! —dijo Manchudo.

Manchudo, aterrorizado, recogió la bandeja y se paró en el rincón, tal como antes. Juntó bien las piernas y los pies, sin olvidar los codos a los costados del cuerpo. Pero esta vez, por sobre todo, se cuidó de juntar bien las rodillas, hasta pegar las rótulas.

Permaneció así, sollozando, temiendo volver a sentir la mordida de la temible fusta.

—Debes ocupar el menor espacio posible —dijo la señorita Raddith, bajando el temido instrumento disciplinario—. Estás aquí para servir a tu ama, no para ocupar espacio.

—Sí, señora —dijo Manchudo, aún temblando.

La señorita Raddith volvió a alejarse para observar el resultado.

Frunció el ceño, desencantada. Algo no estaba bien...

Se alejó otro poco y miró al esclavo de pies a cabeza.

Por fin lo notó.

El esclavo mantenía la boca bien cerrada, demasiado cerrada. Eso no estaba bien. Daba al esclavo un aire de firmeza e inteligencia, que no correspondía a alguien tan inferior.

—Abre la boca —ordenó la señorita Raddith.

—Sí señora —dijo Manchudo.

Y abrió la boca tan grande como pudo, temiendo hacer enojar a la señorita Raddith...

—No tanto, ciérrala un poco.

Manchudo obedeció. Su boca quedó ligeramente entreabierta.

El resultado, esta vez, satisfizo a la señorita Raddith. Se alejó un poco y observó complacida.

Ahora el esclavo tenía la expresión estólida, anodina, de alguien carente de inteligencia y voluntad. Como correspondía a un esclavo.

—Permanece así —le dijo la señorita Raddith—. Pobre de ti si llegas siquiera a pestañear...

—Sí, señora... —musitó Manchudo, procurando no mover ni un músculo.

En ese momento, alguien golpeó a la puerta de la habitación.

—Adelante —dijo la señorita Raddith.

Era su madre, Handrah.

—Hija, no olvides que mañana nos volvemos a casa —dijo la mujer, tomando asiento en el borde de la cama—. Tampoco debemos abusar de la hopitalidad del tío Milhan...

—Madre, ¿te parecería bien si me quedo un par de semanas más?

—Pero Raddith, cariño. ¿Nunca te cansas de andar a caballo? —dijo la mujer, sorprendida—. Estoy segura que el pobre Relámpago suspira de alivio cada vez que nos volvemos a la ciudad...

Recién entonces, la señora Handrah reparó en el esclavo, allí de pie, inmóvil en un rincón de la habitación, sosteniendo una bandeja.

Demás está decir que la completa desnudez del esclavo no inmutaba en absoluto a las dos mujeres. En Nihilistán, los genitales de un esclavo no son muy diferentes a los de un caballo o un perro.

La señora Handrah miró a su hija, interrogándola con la mirada.

—Madre, en tres semanas cumpliré veintiún años —dijo la señorita Raddith—. Seguramente el tío Milhan querrá hacerme un buen obsequio, como todos los años...

La mujer volvió a mirar al esclavo, y luego otra vez a su hija.

—Creo que he dado con un esclavo para mí —dijo la muchacha, sonriendo—. ¿Crees que el tío Milhan quiera regalarme este esclavo como obsequio de cumpleaños?

La señora Handrah se incorporó y fue hasta el rincón. Manchudo continuaba allí, sosteniendo la bandeja, con la boca entreabierta.

La mujer se acercó al esclavo y le echó una ojeada.

—¿Estás segura, hija? Este esclavo no parece muy listo...

—Sólo tiene que obedecer, madre. Tú misma lo dices siempre...

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Manchudo yacía una vez más sobre la alfombra de piel, a un costado de la cama de la señorita Raddith, al lado de sus chinelas. Hecho un ovillo, intentaba ocupar el menor espacio posible, tal como se lo imponía su ama.

Casi sin darse cuenta, su mente repasaba los acontecimientos de las últimas horas.

Había pasado el resto del día atendiendo a la señorita Raddith, mientras ésta leía, echada en su cama.

Había debido permanecer largas horas inmóvil, en su rincón, sosteniendo una bandeja, como un mueble más de la habitación. Y de pronto, a una orden de su ama, echar a caminar presurosamente con sus cortos pasos, ora para traer alguna bebida con bocadillos, ora para abrir o cerrar el gran ventanal.

Ahora, casi a medianoche, a punto ya de quedarse dormido, sintió de pronto el pie descalzo de su ama apoyándose en su cara, y zarandeándolo enérgicamente.

Manchudo se puso de pie, y permaneció como siempre, con la cabeza gacha y los pies muy juntos, esperando una orden.

—Corre las cortinas, esclavo —fue todo lo que musitó la señorita Raddith, semidormida, volviendo a meter el pie debajo de las sábanas.

—Sí, señora —dijo Manchudo.

El esclavo se apresuró a caminar hasta el gran ventanal y correr las cortinas, para velar la intensa luz de la luna llena.

Como no se le ordenó nada más, Manchudo volvió a hacerse un ovillo sobre la alfombra de piel, al lado de las chinelas de su ama, y allí se quedó dormido.

A la mañana siguiente, el pie descalzo de la señorita Raddith volvió a apoyarse en su cara, sacudiéndole la cabeza con fuerza. Manchudo se despabiló rápidamente y se puso de pie, aguardando recibir una orden.

El esclavo fue hasta la cocina, y volvió un rato después con el desayuno. Tal como había sido enseñado, se fue luego a su rincón, donde permaneció con la cabeza gacha y la boca entreabierta, sosteniendo su bandeja.

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—Hola, Sekhus —dijo la señorita Raddith.

Había traído a Manchudo de vuelta al taller del herrero.

—Necesito que hagas un pequeño trabajo, aquí mismo.

—Lo que usted diga, señorita....

—La cadena que une los pies de este esclavo, ¿cuanto mide?

—Lo que miden todas, señorita. Cuarenta centímetros, en el caso de un esclavo de campo.

—¿Podrías quitarle quince centímetros?

—Es un trabajo sencillo —respondió el hombre—. ¿Quiere que coloque una cadena nueva o que quite los eslabones que sobran?

—Lo que sea más rápido.

—Bien, quitar el trozo de cadena que sobra me llevará sólo diez minutos.

—Adelante, Sekhus.

El herrero hizo subir al esclavo a la mesa, y con un par de tenazas abrió dos de los eslabones, distanciados quince centímetros. Desechó el trozo sobrante, y volvió a unir las dos mitades.

Manchudo bajó de la mesa. Apenas intentó caminar notó la diferencia.

Con sólo veinticinco centímetros de cadena, ahora tendría que dar muchos pasos cortitos para caminar detrás de la señorita Raddith sin perderle el paso. Tendría que acostumbrarse a ello.

Puesto que un esclavo de señora no solía realizar labores pesadas, no había razón para que la cadena que unía sus pies fuera demasiado larga. Veinte o veinticinco centímetros de cadena, era todo lo que un esclavo de señora necesitaba para caminar detrás de su ama.

—Perfecto, Sekhus. Nos vemos.

—A sus órdenes, señorita.

La señorita Raddith salió del taller llevando al esclavo de la correa. La muchacha caminaba a grandes zancadas, tironeando constantemente para que el esclavo se diera prisa. Manchudo, detrás, intentaba seguirle el paso a su ama, dando ràpidos y torpes pasitos con sus veinticinco centímetros de cadena.

Ya en su habitación, la señorita Raddith se divirtió un rato haciendo caminar al esclavo con su nueva cadena.

—Ven acá, Manchudo —decía la señorita Raddith, echada en la cama.

—Sí, señora —decía el esclavo, al tiempo que caminaba torpemente hacia su ama, dando cortos pasitos.

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La señorita Raddith y su madre se paseaban distraídamente por los amplios jardines que rodeaban la mansión del tío Milhan.

Detrás de las dos mujeres, llevado de la correa, iba Manchudo, sosteniendo una gran bandeja. En ella se veía una jarra con un refresco de manzana, dos vasos a medio llenar, y un plato con bocadillos.

De vez en cuando, madre e hija se detenían delante de un cantero, y comentaban lo hermosas que se habían puesto las rosas, o las magnolias, o los crisantemos. La señora Handrah se volvía de pronto hacia el esclavo y tomaba un bocadillo. Bebía un sorbo de refresco y volvía a dejar el vaso sobre la bandeja. Y continuaba caminando del brazo de su hija.

Manchudo caminaba con la cabeza y la mirada gachas, dando rápidos y cortos pasitos con sus veinticinco centímetros de cadena. Iba, como debía hacerlo siempre, con la boca semiabierta, con una expresión torpe y estólida en la cara, procurando seguir el paso de las dos mujeres.

Y procurando, sobre todo, no derramar nada. Sobre la misma bandeja, al lado de los vasos y el plato, descansaba la fusta de mimbre de la señorita Raddith.

—Entonces, tú te quedas, tesoro —decía la señora Handrah—. Tu hermano y yo nos iremos esta noche.

—Así es, madre. Quiero seguir probando a este esclavo, un par de semanas más.

Las dos mujeres decidieron sentarse un rato en la glorieta, a resguardo del sol, que pegaba con fuerza.

La señora Handrah volvió a echar un vistazo al esclavo, que permanecía a un costado de las dos mujeres, a un par de metros, con su boca semiabierta y su anodina expresión de siempre.

—Insisto, hija, en que deberías pensarlo mejor —dijo la señora Handrah, mirando más de cerca al esclavo—Este esclavo me parece bastante bobo...

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La señorita Raddith entró en su alcoba y halló a Manchudo exactamente donde y como lo había dejado, tres horas antes. Salió al balcón y se sentó en uno de los sillones, observando distraídamente el sol que se ponía.

Había estado cabalgando toda la tarde, alcanzando nuevas proezas con su fiel caballo Relámpago. El ejercicio la había agitado sobremanera, y sus mejillas se veían ligeramente arreboladas.

Reina se acercó, maulló un instante, y de un salto se posó sobre el regazo de su ama. Ésta le hizo un par de mimos, y comenzó a acariciarla. El minino ronroneó de placer.

La señorita Raddith hizo chasquear con fuerza la fusta de cabalgar contra sus altas botas de cuero negro.

Manchudo, con la cabeza gacha y sosteniendo su bandeja, apareció de inmediato.

—Quítame las botas —le ordenó la señorita Raddith, sin dejar de observar el sol del atardecer.

—Sí, señora —dijo el esclavo, arrodillándose ante su ama.

Manchudo comenzó a desprender las hebillas de la bota izquierda.

Y entonces, como un rayo, la fusta entró en acción.

¡¡¡Chaaasss!!!

—¡¡Aaay... ayyy, aay!! —aulló Manchudo, tomándose el muslo izquierdo.

—¡Debes empezar por el pie derecho, ya te lo he dicho, torpe!

—¡Sí, señora... perdón, señora...!

Temblando, procurando no cometer otra falta, Manchudo volvió a arrodillarse y comenzó a aflojar con infiinito cuidado las hebillas de la bota derecha.

Cuando hubo desprendido las hebillas, comenzó a jalar del lujoso calzado, procurando no lastimar el pie de su ama. Al cabo de un rato de jalar y mover la bota con enorme cuidado, consiguió que ésta se deslizara con suavidad del pie de la señorita Raddith.

El vaho del pie transpirado invadió los pulmones del esclavo.

—Quítame el calcetín.

—Sí, señora —dijo Manchudo.

Con infinita delicadeza, tomando el borde superior de la prenda y cuidando de no tocar con sus dedos indignos la pantorrilla de su ama, Manchudo comenzó a deslizar el calcetín, hasta retirarlo del todo.

Dejó el calcetín sobre la bota derecha y procedió a quitar la bota izquierda.

La señorita Raddith observó complacida el collar del esclavo, rojo con soles y medialunas de bronce, igual al de su gata.

Nuevamente, Manchudo consiguió retirar la otra bota sin cometer ninguna falta, bastante pronto y sin lastimar el pie de su ama.

La señorita Raddith consideró que Manchudo había hecho bastante bien su trabajo. Para premiarlo, apoyó su pie descalzo sobre la cabeza del esclavo, y le frotó el cuero cabelludo.

—Tráeme las chinelas, las de paño azul. Y rápido.

—Sí, señora —dijo Manchudo, echando a caminar presurosamente con sus cortos pasitos.

El esclavo apareció con las chinelas requeridas. Se arrodilló ante su ama, y mantuvo la chinela derecha en posición, para que ella pudiera deslizar el pie dentro. Hizo lo propio con la chinela derecha.

Antes de meter el pie, la señorita Raddith volvió a demostrar su conformidad, frotándo nuevamente la cabeza del esclavo con su pie descalzo.

—Llévate las botas —dijo la señorita Raddith—. Y vuelve a tu rincón, hasta que yo te llame.

—Sí, señora —dijo Manchudo.

El esclavo tomó las botas y entró en la alcoba. Las dejó con el resto de los calzados, tomó su bandeja y se fue hasta su rincón.

Sostuvo la bandeja a la altura del pecho, pegó los codos a los lados del cuerpo, juntó bien las rodillas hasta pegar las rótulas, juntó muy bien los pies, agachó la cabeza, bajó la mirada, y entrabrió la boca.

Y permaneció así, en su rincón, aguardando a que su ama lo llamara nuevamente.

(Continuará)