Crónicas de Nihilistán (8)

Perdón por la demora. Al parecer, el capítulo VII fue rechazado por su contenido. Pasamos al capítulo VIII. La suerte del esclavo Manchudo comeinza a dar un importante giro.

Crónicas de Nihilistán (VIII)

  1. La señorita Raddith

En Nihilistán, todas las damas de la nobleza tienen su propio esclavo, para su servicio personal.

Encontrar un buen esclavo, que se adecue a las características personales de una dama, no es tarea fácil. La mayoría de las señoras de Nihilistán han debido probar con muchos esclavos antes de hallar el más apropiado.

Una vez hallado el esclavo adecuado, la cotidiana servidumbre, el día a día a lo largo de mucho tiempo, hacen que el esclavo termine por amoldarse perfectamente a los gustos y necesidades de su ama, aprendiendo a hacer cada cosa exactamente como ella lo desea.

Así, el infeliz acaba siendo, de pies a cabeza, un simple producto de los gustos y caprichos de su dueña, por extravagantes que éstos sean; un esclavo personal, moldeado por su propietaria a su completo antojo. Sin más destrezas, habilidades o conocimientos que aquéllas que el ama considere necesarios para servirla y complacerla. Ni una más ni una menos.

A tal punto que, después de tantos años de servidumbre, el esclavo ha sido tan profundamente moldeado para complacer los caprichos y ocurrencias de su ama, que es un completo inútil para cualquier otra cosa. Servir y obedecer a su dueña y señora en los menores detalles —a ella en particular, y a nadie más— es lo único que el desdichado sabe hacer.

Cuando una señorita da, pues, con el esclavo indicado, lo moldea a su completo antojo, y es lo más frecuente que lo conserve el resto de su vida.

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Manchudo, desnudo como siempre y en cuatro patas como tantas veces, se afanaba en fregar y fregar. Su capataz, Ghurtra, lo había dejado allí, en una de las caballerizas, limpiando el comedero de los caballos. La correa que partía de su collar estaba atada a uno de los postes del establo.

Alcanzó a oír que alguien entraba, desenganchaba uno de los caballos y comenzaba a colocarle los arreos.

Manchudo continuó en lo suyo. Lo habían amaestrado perfectamente para obedecer, no para sentir curiosidad. La curiosidad era contraria a una personalidad sumisa. Y el capataz Ghurtra se había preocupado muy bien de que Manchudo desarrollara un carácter absolutamente sumiso.

De pronto, Manchudo comenzó a ponerse algo nervioso. Unas botas negras de montar, muy lustrosas, se habían parado frente a él. Se trataba, evidentemente, de una mujer.

Manchudo no se atrevía a levantar la vista sin que la persona le diera permiso. Una fusta de cabalgar, golpeteando una y otra vez contra las botas, era lo único que el esclavo alcanzaba a ver desde allí abajo.

Como la persona no le ordenaba nada, Manchudo continuaba con su trabajo, fregando y fregando.

De pronto, notó que la mujer desataba la correa del poste, y jalaba hacia arriba. Recién entonces, al sentir el tirón, Manchudo dejó su trabajo y, tironeado de la correa, comenzó a ponerse de pie.

Permaneció así pie delante de la mujer, encorvado, con los pies muy juntos y la cabeza y la mirada gachas, en actitud de sumisión.

La mujer le dio una vuelta en derredor, inspeccionándolo de arriba a abajo. Manchudo no se atrevía ni a respirar, ni mucho menos a levantar la vista.

—¿Cómo te llamas, esclavo? —preguntó la mujer, con el tono autoritario con el que todos se dirigían a Manchudo.

Apenas completada la pregunta, Manchudo dio un respingo interiormente. Creía haber reconocido esa voz, tan melodiosa, casi angelical, a pesar del tono severo.

Pero mantuvo la cabeza y la vista gachas, y se limitó a responder.

—Manchudo, señora.

La mujer se volvió hacia el caballo y lo tomó de las riendas.

En cuanto a Manchudo, la curiosidad había comenzado a abrirse paso a través de su temperamento de esclavo sumiso bien domesticado. A tal punto, que terminó por levantar la vista (no la cabeza). un poquito, apenas un poquito, por sólo una fracción de segundo...

Tal como había supuesto, la mujer era Raddith.

La señorita Raddith, la bella sobrina del señor Milhan Argutra Zhitran de Yobehey Jubartha.

La misma que alguna vez, en una vida ya muy lejana para él, había sido su sueño imposible, pese a no haberla tratado más que un par de veces.

La misma que, un par de semanas atrás, lo había estado observando en el galpón de ordeñaje, sin reconocerlo en absoluto. Ella, del brazo de su prometido; él, conectado a la máquina ordeñadora.

En aquella oportunidad, Manchudo, el sumiso esclavo, cuidadosamente domesticado y amestrado hasta ser despojado de cualquier traza de orgullo o amor propio, casi se había ruborizado, por primera vez en mucho tiempo. Delante de la bella muchacha, había dado todo un espectáculo, experimentando un intenso orgasmo y soltando gruesos gotones de esperma en el embudo de la máquina ordeñádora....

Esa señorita Raddith, era la que ahora lo observaba distraídamente, allí en la caballeriza, mientras él permanecía de pie, con la cabeza gacha, como un buen esclavo.

La muchacha había venido a pasar un par de semanas en la magnífica propiedad de su tío, para practicar su deporte favorito, la equitación.

La señorita Raddith lucía magnífica, como siempre —como nunca—, con su brillante cabellera color miel cayéndole en cascada sobre los hombros.

Una blusa con volados en cuello y puños, de delgadísima seda blanca, destacaba —más que ocultaba—, sus erguidos senos de pezones inflamados por el calor.

Un ancho cinturón, de gruesa hebilla dorada, separaba la blusa del ajustado pantalón. La franela gris se pegaba a sus ampulosos glúteos, firmes y redondos.

Calzaba botas de montar de cuero negro, altas hasta superar las rodillas, completadas con unas magníficas espuelas de plata, de finísima orfebrería.

Como muchas muchachas de la nobleza, la señorita Raddith, a sus 20 años, era una experta jinete.

Al verla en todo su esplendor, Manchudo —completamente desnudo, cubierto de restos de comida de animales, y oliendo a estiércol—, se sintió tan bajo e indigno, tan absolutamente inferior, como nunca antes se había sentido. Sin darse cuenta, se encorvó más aun.

La señorita Raddith no pareció recordarlo del establecimiento de ordeñaje. Al menos no dio señales de ello.

—Ponte en posición, esclavo, para que pueda montar mi caballo —se limitó a decir la muchacha.

—Sí, señora —dijo en voz baja Manchudo, acercándose al animal.

El esclavo se puso de inmediato en cuatro patas, tal cual había sido amaestrado por el capataz Ghurtra, y aguardó a que la bella amazona lo usara de peldaño para subir al caballo.

En comparación con el corpulento capataz Ghurtra, la señorita Raddith parecía ligera como una libélula. Pero, en cambio, sus botas eran de tacón. Manchudo lanzó un gemido al sentir la madera clavándose en su espalda, pero se mantuvo en posición.

La muchacha enganchó el otro pie en el estribo, y allí Manchudo sintió un poco de alivio.

Una vez sobre el caballo, la señorita Raddith, sin apenas mirarlo, le ordenó:

—Vuelve a tu trabajo, esclavo

Y espoleando suavemente al magnífico animal, salió de la caballeriza.

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Eran las once de la noche y Joghat, el hermano menor de la señorita Raddith, estaba furioso.

Este esclavo del tío Milhan —inservible como todos los esclavos— acababa de estropear sus botas predilectas. Se las había dado para que les quitara el barro. Y ahora, una zona del cuero del talón se veía con raspaduras.

¿Para qué había venido con su hermana? Mejor se hubiera quedado en casa, en la ciudad, divirtiéndose con sus amigos.

Con una fusta de cabalgar en la mano, el encolerizado muchachito había comenzado a dar su merecido al inútil esclavo.

El pobre Manchudo, que de él se trataba, estaba hecho un ovillo en el rincón, mientras una lluvia de fustazos se estrellaban contra toda su humanidad.

—¡Esto te recordará tratar con más cuidado mis botas, esclavo inservible! —rugió el jovencito, al tiempo que se enseñaba ahora con los pies descalzos y engrilletados del esclavo.

Una y otra vez, la fusta se impactaba sin misericordia en los pies desnudos del desdichado.

Entonces, cuando el infeliz ya no sabía qué postura adoptar, apareció de improviso la señorita Raddith. Estaba descalza, con sólo el camisón encima.

Al parecer, los improperios del muchacho y los ayes del esclavo la habían despertado, y sin duda alarmado.

La bella muchacha encontró a su hermano totalmente descontrolado, dando de fustazos al trasero del infeliz, como si quisiese despellejárselo.

—¿Qué ocurre, Joghat? —dijo la muchacha.

—¡Este esclavo torpe e inútil, me ha arruinado las botas, las de cuero de cocodrilo...! —respondió el colérico adolescente.

—Te he dicho mil veces que no debes castigar así a los esclavos —le recriminó su hermana, tomando las botas del joven y empezando a revisarlas.

Porque no era la primera vez que el irascible Joghat, totalmente fuera de sí, la emprendía a fustazos contra un esclavo, como si fuera a desollarlo vivo.

—Es tan sólo un raspón en el talón —observó la muchacha—. Se disimulará perfectamente con un poco de betún...

Mientras todo esto ocurría, Manchudo, tambaleando como un perro malherido, había corrido hacia la señorita Raddith, y había comenzado a besar desesperadamente los pies descalzos de su protectora, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo.

El desdichado se quedó acurrucado allí abajo, temblando, haciéndose lo más chiquito que podía, mientras la señorita Raddith continuaba discutiendo con su hermano.

Con gran alivió de Manchudo, Joghat se cansó de discutir y se marchó dando un portazo.

La señorita Raddith miró hacia abajo, detrás de ella. El infeliz esclavo continuaba allí abajo, casi parapetado detrás de ella.

—Y tú, sígueme —le ordenó la señorita Raddith.

—Sí, señora —balbuceó Manchudo, poniéndose dificultosamente de pie y comenzando a caminar con la cabeza gacha, detrás de la muchacha.

El esclavo caminaba dificultosamente, apoyando con penuria sus lastimados pies, cruzados de marcas rojas.

Al final de un pasillo, ingresaron a la extensa recámara de la señorita Raddith. Ésta se dirigió al amplio armario del guardaarropas, y eligió una de las tres fustas que había traído consigo.

Era una fusta de señora, muy flexible, de mimbre. El instrumento estaba diseñado para concentrar toda la fuerza del golpe en un solo punto de impacto. Tenía un vistoso mango de madera taraceada, con las iniciales de su dueña, trabajadas en exquisito marfil, incrustadas en la superficie de caoba.

El instrumento disciplinario, bien utilizado —tal cual sabía hacerlo la señorita Raddith— era letal.

La muchacha se acercó al esclavo y, sin mediar palabra, hizo centellear el mimbre en el aire.

¡Swiiiiishhhhhhh!

La fusta dibujó un arco en el aire, y golpeó certeramente la nalga derecha del esclavo, con la fuerza de un relámpago que partiera un árbol.

—¡¡¡Aaay... ayyy... aaayyy....!!! —aulló Manchudo, comenzando a dar saltitos de desesperación, hasta donde se los permitían los grilletes.

—¿Quién te ha dado permiso para tocar mis pies con tu boca hedionda, esclavo insolente? —estalló la muchacha.

—Perdón, señora, perdón... —balbuceó Manchudo, y de inmediato se arrojó a los pies de la señorita Raddith.

Enseguida apoyó la frente en el suelo, luego toda la cara, y comenzó a besar el piso delante de la muchacha, sin saber qué más hacer para demostrar su completa sumisión.

—¡Ve a buscar una palangana con agua, para que me quites toda tu baba maloliente...!

—Sí, señora... —dijo Manchudo, mientras se ponía torpemente de pie y se apresuraba a obedecer.

Cuando el esclavo estuvo de regreso, con una palangana, una tinaja de agua y los elementos necesarios para cumplir su tarea, la señorita Raddith estaba sentada en su sillón, con la temible fusta de mimbre descansando en su regazo.

—Y más te vale que dejes mis pies limpios e impecables —agregó la muchacha, blandiendo la fusta—, o yo completaré lo que mi hermano dejó inconcluso...

—Sí, señora —alcanzó a decir Manchudo con un hilo de voz.

Sorpresivamente, mientras Manchudo colocaba la palangana a los pies de la señorita Raddith y comenzaba a verter el agua, la muchacha estiró el pie derecho. Colocó los delicados dedos debajo de la barbilla del esclavo y lentamente le hizo levantar la cabeza, y se la mantuvo así.

—Tú eres Manchudo, ¿verdad? —su voz se había endulzado un poco—. Anteayer te usé para subir a mi caballo.

—Sí, señora —dijo Manchudo sin levantar la mirada.

Comenzó a lavar con delicadeza los pies de la señorita, unos pies tan bellos como Manchudo jamás los había visto antes. De piel suave como la seda y tersa como la porcelana, y hermosos dedos rectos y delgados, cada uno terminado en una delicada uña de nácar. Manchudo se afanó en hacer bien su trabajo. No tanto por la amenaza de la señorita Raddith, como por la consciencia de que había cometido una falta imperdonable. Ella lo había protegido, y él a cambio había incurrido en un atrevimiento inconcebible, al besarle los pies sin su permiso.

Cuando hubo terminado, y esperaba ser enviado de vuelta a su establo, junto a los demás esclavos, la señorita Raddith lo sorprendió.

—Hoy dormirás ahí —dijo la muchacha, señalando la alfombra de piel, al costado de la cama.

Dicho esto, la señorita Raddith se metió en su cama, lujosamente acondicionada con sábanas de seda, colchas de edredón y almohadas de plumón.

Manchudo, obedientemente, se echó sobre la alfombra y allí se hizo un ovillo, al lado de las chinelas de la señorita Raddith, procurando ocupar el menor espacio posible.

Manchudo estaba tan perfectamente domesticado, su mente de esclavo era tan plenamente consciente de su indignidad, que el hecho de reposar allí en la alfombra, junto con las chinelas, en la habitación de una mujer de la nobleza, le parecía un privilegio abrumador, inmerecido para alguien tan inferior como él.

Por si fuera poco, la alfombra era tan mullida, tan acogedora, que Manchudo no podía creer que no estuviera echado sobre el montón de paja del establo. Sólo para dormir hacinado y amontonado con los demás esclavos.

Hasta la forma de ser despertado, a la mañana siguiente, le pareció irreal.

Estaba acostumbrado a que algún compañero, en medio de tanto apretujamiento, involuntariamente le diera un codazo. O que el capataz Ghurtra lo jalara de la correa, o le aplicara un fustazo en el trasero.

En cambio, esa mañana sintió la planta del pie de la señortita Raddith reposando en su cara, apoyando con fuerza los cinco dedos, y zarandeándolo con insistencia.

Cuando al fin pudo despabilarse y recordar dónde se encontraba, Manchudo se puso inmediatamente de pie.

El bien amaestrado esclavo permaneció con la cabeza gacha y los pies juntos, esperando una orden.

La señorita Raddith volvió a esconder el bello pie debajo de las sábanas y miró un instante al esclavo.

—¿Sabes llevar una bandeja? —preguntó la muchacha, mientras distraídamente acomodaba una almohada detrás de su cabeza.

—No, señora.

Porque, en verdad, Manchudo nunca había recibido entrenamiento para ello. Había sido entrenado como esclavo de caballeriza, y como burro de carga. Y las veces que había servido como esclavo doméstico en la cabaña del capataz Ghurtra, lo habían tenido todo el tiempo limpiando pisos y trastos, además de las pequeñas servidumbres inevitables...

—Pues ya es hora de que aprendas —dijo la señorita Raddith—. Ve a la cocina. Dí a la cocinera que quiero una taza de té con leche y un bocado de pan y cerdo ahumado. Y pan tostado, mantequilla y zumo de naranja. Y vuelve con todo eso. Y procura hacerlo bien, sin derramar nada.

—Sí, señora —contestó Manchudo, sintiendo que la tarea encomendada lo superaba por completo.

Luego de hacer una reverencia a la señorita Raddith, salió de la habitación muy angustiado, presintiendo que iba a hacer un verdadero desastre con la bandeja, y que ello le valdría un severo castigo...

Diez minutos después, Manchudo ingresó a la alcoba de la señorita Raddith con todo lo que ésta le había ordenado. La bandeja vacilaba peligrosamente en sus torpes manos sin entrenamiento. Sin embargo, milagrosamente, lo venía haciendo bastante bien. Aún no había derramado nada.

Justo cuando realizaba el movimiento final, cuando estaba apoyando la bandeja sobre el regazo de la señorita Raddith, el vaso de zumo de naranja tambaleó un poco. Una parte del contenido rebasó el borde y se derramó sobre la bandeja, formando algunos riachos amarillentos.

Manchudo se quedó petrificado, blanco de miedo. Permaneció allí, como siempre que cometía una falta, esperando el castigo que merecía. Con los brazos a los costado del cuerpo, ligeramante encorvado, los pies bien juntos, la cabeza abatida y la mirada fija en el suelo. De su boca se escapó un sollozo.

Sin embargo, para su completa sorpresa, la señorita Raddith actuó como si no le diera mayor importancia al incidente. La muchacha se dedicó a dar ávida cuenta del desayuno, mientras desde la cama inspeccionaba al esclavo.

Manchudo sentía la mirada de la señorita Raddith clavada en él, estudiándolo con toda minuciosidad.

Al cabo de quince minutos, casi terminando su desayuno, la señorita Raddith simplemente dijo:

—Bien, Manchudo, vuelve con tu capataz.

—Sí, señora —dijo dócilmente Manchudo, algo confundido.

Eran las nueve de la mañana, y Manchudo tenía la sensación de no haber entendido muy bien qué había ocurrido allí, excepto que ahora estaba despertando de un sueño.

La señorita Raddith era sumamente severa, exigente y orgullosa. Pero Manchudo, mientras caminaba de vuelta a su establo y al capataz Ghurtra, tenía la fuerte sensación de haber sido expulsado del Paraíso.

Lo que Manchudo no sabía, era que la señorita Raddith tenía planes para él. Y que hoy, a pesar de todas sus torpezas, había pasado satisfactoriamente una importante prueba.

(Continuará)