Crónicas de Nihilistán (6)

Como todos los esclavos, Manchudo debe también servir en la casa de su capataz, como sirviente doméstico. Allí todos abusan de él, según sus necesidades.

Crónicas de Nihilistán (VI)

  1. Servicio doméstico

En Nihilistán, cada capataz está a cargo de varios esclavos, según la importancia del capataz y el tipo de tarea que tenga asignada. Un capataz promedio maneja tres o cuatro esclavos. Uno de buen rango, hasta diez.

Una de las prerrogativas del capataz ha sido siempre disponer de los esclavos a su cargo para su servicio personal y el de su familia. Las casas que ocupan los capataces y sus familias se hallan dentro de los dominios del propietario de los esclavos. En tanto el trabajo se realice satisfactoriamente, el señor de la propiedad no suele poner objeciones a que sus capataces se sirvan de los esclavos el resto del tiempo.

De ese modo, la mayoría de los capataces acostumbran llevar cada semana a su cabaña a alguno de sus esclavos, aquél que no estén utilizando para otras tareas. Así se proveeen de servicio doméstico permanente y gratuito.

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Yorkhi estaba de pie, con una fusta de mimbre en la mano, reprendiendo severamente al esclavo. A los pies de la mujer, en cuatro patas, el infeliz se aplicaba cuanto podía rasqueteando a mano un sector del zócalo descascarado. Las nalgas enrojecidas del esclavo no dejaban dudas sobre lo exigente que era la dueña de casa.

Yorkhi suspiró con fastidio. Había tenido a este esclavo toda la tarde rasqueteando el piso de la salita de entrada, y el resultado dejaba mucho que desear. Su esposo Ghurtra lo había traído el día anterior, y hasta el momento había resultado bastante inútil. Se llamaba Manchoso, o Manchudo, algo así...

Su marido Ghurtra llegó en ese momento, al final de una jornada de trabajo. Como siempre, se sentó en su sillón favorito, estiró las piernas y dio una orden al esclavo. Éste, con gran fastidio de Yorkhi, dejó de rasquetear y se acercó a Ghurtra. Lo hizo casi en cuatro patas, tal el temor que le tenía a su capataz. De rodillas frente al dueño de casa, el esclavo empezó a aflojar las correas de las botas, procurando no cometer ninguna falta. Cuando retiró el calzado, un penetrante tufillo a pies transpirados inundó sus pulmones. El pobre hizo una mueca.

Ghurtra sonrió, como siempre hacía en ese momento.

El torpe esclavo, tal como le habían enseñado, fue al dormitorio, dejó allí las botas y volvió con unas cómodas zapatillas. Se las colocó al señor Ghurtra y se quedó allí, sin hacer nada, esperando que alguien le diera alguna orden. Yorkhi iba a ordenarle continuar con el zócalo, pero su marido se adelantó.

—Ve a traerme una cerveza, qué esperas.

La señora Yorkhi se quejó ante tanta interrupción del trabajo del esclavo. Pero, en fin, su marido era quien mandaba. El esclavo fue a la cocina y volvió con un vaso de cerveza. Se la entregó al señor Ghurtra. Y, ahora sí, continuó con su faena, rasqueteando el zócalo.

Yorkhi se dirigió a su marido:

—Este esclavo es muy torpe —se quejó, mirando al esclavo allí abajo, en cuatro patas—. Es muy lento y no hace una cosa bien. No parece muy listo...

—¿Muy listo? —dijo Ghurtra, terminando su vaso de cerveza—. Es un esclavo, mujer, cuánta inteligencia puede tener el infeliz... Eres tú quien debe dirigirlo para que te sirva bien.

Ghurtra se levantó de su sillón y se marchó.

Yorkhi conntinuó supervisando el trabajo del esclavo. Estaba muy fastidiada con este tal Manchudo. En realidad estaba fastidiada con todos los esclavos que traía su marido.

Miró al esclavo que seguía allí abajo, en cuatro patas, rasqueteando el zócalo.

—¡Esa zona también, torpe! —exclamó la mujer, descargando buena parte de su malhumor con un furibundo fustazo al trasero del infeliz.

—¡Aaaay...! Sí, señora... —gimió el esclavo, apresurándose a rasquetear la zona que la dueña de casa le había señalado.

En rigor de verdad, Yorkhi no tenía tantas razones para quejarse. Aunque su marido Ghurtra no era un dechado de fineza o caballerosidad, no podía decirse que fuera un mal marido. Ni un mal padre.

Tampoco podía quejarse de sus hijos.

Khalej, un jovencito de diecisiete años, era aprendiz de capataz. Y Beldath, aún en sus trece años, era una buena niña.

Yorkhi lanzó un suspiró y por decimooctava vez descargó violentamente su malhumor sobre el trasero del torpe esclavo.

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Ghurtra estaba orgulloso de su hijo Khalej. Sin duda llegaría a ser un excelente capataz.

Khalej todavía no era muy diestro con la fusta. La usaba como la mayoría de los hombres y mujeres, sin conocimiento ni destreza. Pero Ghurtra se estaba preocupando por eso. Y veía que su hijo hacía progresos.

Ghurtra le había explicado muchas veces a su muchacho, lo importante que era el perfecto manejo de la fusta en la labor de un capataz. Y se preocupaba por que Khalej aprendiese.

Tener un esclavo en sus casa, era una excelente oportunidad para explicar a su hijo, en forma práctica, cómo debía manejarse el instrumento.

Ghurtra observó al esclavo, que ahora estaba extendiendo una capa de cera sobre el piso, severamente vigilado por Yorkhi.

—Manchudo, ven acá —dijo Ghurtra, con su voz ronca.

—Sí, señor Ghurtra... —dijo Manchudo con un hilo de voz.

Yorkhi volvió a fastidiarse ante esta nueva interrupción del trabajo del esclavo.

Manchudo se acercó dócilmente al capataz, con la cabeza gacha.

Al ver a padre e hijo blandiendo sendas fustas, empezó a lloriquear. Sabía para qué lo llamaban.

Se quedó de pie ante Ghurtra y su hijo, como le habían enseñado, con los pies muy juntos, ligeramente encorvado, con la cabeza y la mirada gachas, en actitud de sumisión.

—Así, ¿ves? —le iba diciendo Ghurtra a su hijo—. Un movimiento rápido, preciso.

Antes que Manchudo pudiera advertirlo, la fusta del padre dibujó un arco en el aire, y se estrelló contra el costado de su muslo izquierdo.

—¡¡¡Aaaa...!!! —aulló el esclavo, levantando la pierna castigada y crispando los dedos de los pies.

Manchudo volvió a bajar la pierna y se quedó lloriqueando, completamente resignado a su situación.

—Ahora prueba tú —dijo Ghurtra moviendo la fusta—. Recuerda, el movimiento nace en el hombro, pero lo más importante es la muñeca...

El adolescente movió la fusta, practicando un par de veces en el aire, y luego descargó un golpe sobre el muslo del esclavo.

—¡¡¡Aaaa...!!! —volvió a aullar Manchudo.

El resignado esclavo volvió a bajar la pierna, y continuó allí de pie, con la cabeza gacha, sin dejar de llorar.

—Un poco mejor... —admitió Ghurtra a su hijo—. Pero has impactado con la parte media de la fusta. Así malgastas energía. Debes impactar con la punta. Observa...

¡¡¡Chasss!!!

—¡¡¡Aaaa...!!! —volvió a aullar el desdichado, otra vez levantando la pierna hasta donde se lo permitía la cadena.

—¿Ves? —dijo Ghurtra—. Inténtalo...

El jovencito calculó con cuidado, y luego...

¡¡¡Chasss!!!

—¡¡¡Aaaa...!!! —aulló Manchudo, una vez más.

—No tan mal —admitió el padre—. Sólo necesitas más práctica.

Miró a su hijo y agregó:

—Después de la cena te dejaré un rato al esclavo, para que puedas practicar.

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Khalej estaba en su habitación, sentado en una silla, moviendo la fusta en el aire. Le gustaba mucho manejar la fusta, e ir adquieriendo destreza con ella. Era un buen instrumento, de madera de cerezo. Llevaba su nombre, Khalej Youna Zarddof, grabado en el mango de bronce. Su padre se lo había regalado al cumplir los dieciséis años.

Khalej esperaba algún día desempeñar el mismo trabajo que su padre. Ser capataz de esclavos era una magnífica ocupación.

Mientras tanto, iba aprendiendo el oficio con los esclavos que su padre traía a casa.

Al igual que el resto de la familia, Khalej disponía de los esclavos para su servicio personal. Y para practicar con la fusta. Y, por qué no decirlo, para otras cosas.

Sucede que Khalej aún era muy tímido con las muchachas, por lo que no dudaba en usar al esclavo para calmar alguna urgencia sexual.

El esclavo acababa de traerle una copa de frutas, y ahora, después de la cena, permanecía de pie ante él, con la cabeza gacha, en una actitud general de extrema sumisión. El jovencito sonrió.

A Khalej le gustaba mucho esa sensación de poder que tenía frente a un esclavo. Podía hacer con él lo que quisiera.

Pero primero, el deber.

Khalej se incorporó y comenzó a caminar en torno al esclavo, blandiendo la fusta. El esclavo, a sabiendas de lo que vendría, había empezado a llorar y sollozar.

Khalej recordó las indicaciones de su padre. El movimiento más importante era el de la muñeca. Movió la fusta en el aire, apuntó a la nalga derecha del esclavo y soltó su primer fustazo.

—¡¡¡Aaaa...!!! —exclamó el infeliz.

Kalej se quedó mirando la marca roja en el redondo trasero. No estaba muy satisfecho del impacto. Se encogió de hombros, apuntó a la otra nalga, y descargó otro fustazo.

—¡¡¡Aaaa...!!!

El sumiso esclavo hacía titánicos esfuerzos para no llevar sus manos a la zona castigada. Se retorcía, levantaba las piernas, etc... Pero permanecía con los brazos a los costados del cuerpo, como Khalej le había ordenado.

De pronto Khalej recordó que debía impactar con la punta de la fusta, la parte que se movía a mayor velocidad. Decidió probar.

—¡¡¡Aaaa!!! —volvió a aullar el desdichado.

Al cabo de media hora, el trasero del esclavo estaba cruzado de marcas rojas, en las que empezaban a aflorar algunas gotitas de sangre. Manchudo lloraba e hipaba, manteniendo siempre su postura dócil y obediente.

Ver el redondo trasero del esclavo, ofrendado e indefenso, y lleno de marcas rojas, hizo que la mente de Khalej olvidara el deber y empezara a pensar en otras cosas que se podían hacer con un esclavo.

Khalej sabía que su padre, como la mayoría de los capataces, solían usar a sus esclavos para satisfacer alguna repentina urgencia sexual.

Y Khalej, a sus diecisiete años, era frecuentemente asaltado por repentinas urgencias sexuales.

Haciendo chasquear la fusta contra sus botas, el jovencito le ordenó al esclavo ponerse de rodillas. El desdichado, aún lloriqueando, obedeció.

—Haz lo que ya sabes, qué esperas —dijo Khalej simplemente.

El esclavo, bien enseñado, desabotonó la bragueta y extrajo un pene ya endurecido y goteando líquido preseminal. Abrió la boca y se lo introdujo hasta la garganta.

Estuvo así un buen rato, usando su lengua, procurando hacer un trabajo satisfactorio, para no recibir un severo castigo del jovencito.

Un rato después, Khalej retiró su miembro, y le ordenó al esclavo ponerse de cara contra la pared. El esclavo obedeció y permaneció allí esperando.

Khalej sonrió. Ver el redondo trasero del esclavo surcado de marcas rojas siempre era inspirador.

Se acercó al esclavo y, sin preámbulos, enterró profundamente su miembro en el orificio del esclavo.

Mientras Khalej metía y sacaba frenéticamente, los ayes del esclavo se multiplicaban. Además de la penetración, la tosca tela de los pantalones del muchacho fricionaban su lastimado trasero. El suplicio parecía no terminar más...

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Manchudo, llorando y con sus nalgas y su orificio doloridos, pudo salir al fin de la habitación del joven Khalej.

A Manchudo no le gustaban los días que tenía que pasar sirviendo a la familia del capataz. Prefería el trabajo en el campo. Al menos allí sólo recibía los fustazos del capataz, cuando había cometido alguna falta.

En cambio acá, todos le pegaban, a cada rato, por cualquier razón (o sin ninguna razón). Con la fusta o con la mano. En el trasero, o en la cara, o quién sabe dónde.

La señora le pegaba. El hijo le pegaba. Incluso la niña, de sólo trece años, le pegaba.

Manchudo se dirigió a la salita de estar, para ver si alguien de la familia deseaba ordenarle algo.

Pero todos se habían ido a dormir.

Fue a la cocina, y por fin pudo echarse a descansar. Se metió debajo de la mesa, el lugar que le habían asignado, y allí se echó en el suelo.

Aunque el clima de Nihilistán era cálido la mayor parte del año, los desnudos esclavos solían pasar frío algunas veces. Hoy la noche se había puesto fresca. Manchudo se hizo un ovillo. Lamentó no estar en su establo, con los demás esclavos. Al menos allí podían apretujarse unos contra otros, y así conservar mejor el calor.

Manchudo intentó acomodarse lo mejor que pudiera. Entre los fustazos y la violenta penetración, el maltratado trasero le dolía terriblemente.

Pese a estar extenuado, tardó bastante en quedarse dormido.

(Continuará)