Crónicas de Nihilistán (5)

El esperma tiene muchas aplicaciones en Nihilistán. Para obtenerlo en grandes cantidades, los esclavos son literalmente ordeñados en establecimientos especiales.

Crónicas de Nihilistán (V)

  1. Ordeñados

Una de las principales utilidades de los esclavos machos en Nihilistán, es la producción de esperma.

El esperma humano tiene en Nihilistán diversas aplicaciones, por lo que se lo utiliza mucho y se vende a buen precio. Se cree, por ejemplo, que es un buen fertilizante para las plantas. Y que mezclado con cal, protege mejor la madera de los árboles. Y que agregado al forraje, engorda el ganado. Todas valiosas aplicaciones, aumque de dudosa validez científica. Pero firmemente creídas en Nihilistán.

De hecho, no pocos humildes plebeyos, en algún momento de sus vidas, han solucionado algún ocasional apuro de dinero vendiendo importantes cantidades de su propio esperma.

Pero éstos son casos aislados. En la práctica, la casi totalidad del esperma que se extrae y comercializa en Nihilistán proviene de los esclavos. Esclavos que son utilizados periódica y sistemáticamente como productores de esperma. Esclavos literalmente ordeñados.

El ordeñaje de esclavos está muy perfeccionado en Nihilistán. Tal vez antaño se realizara con métodos precarios, en forma manual, y sin ninguna metodología. Pero en tiempos más modernos se ha empezado a realizar con máquinas especiales, y en forma más planificada.

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Manchudo sintió varios fustazos en su nalga. Se despertó, e instintivamente se puso de pie. El día anterior lo habían hecho trabajar duro, y hubiera deseado continuar descansando algunas horas más.

Ghurtra le enganchó una correa al collar y tiró de ella. Aún medio dormido, Manchudo comenzó a caminar dócilmente detrás de su rudo capataz.

Cuando el esclavo pudo ver a dónde lo llevaban soltó un gemido de resignación. Se dirigían al establecimiento de ordeñaje. Manchudo sabía que pasaría allí los próximos cuatro días.

Todos los esclavos machos, salvo los niños o los ya ancianos, eran ordeñados cada tres semanas, y en cada oportunidad permanecían cuatro días conectados a las máquinas de ordeñaje.

La experiencia había demostrado que existía una periodicidad y frecuencia òptimas para ordeñar a un esclavo, a fin de obtener el mayor rendimiento posible.

En cada jornada, el esclavo era ordeñado seis veces —aproximadamente cada tres horas—, con una pausa de ocho horas para dormir.

Según se había podido comprobar, una eyaculación cada tres horas era la frecuencia óptima, la de mayor rendimiento. Si el esclavo era ordeñado con mayor frecuencia que esto, la cantidad extraída en cada ordeñada tendía a ser menor. Por otro lado, si se lo hacía en forma más espaciada, se desperdiciaba una parte del esperma, que era reabsorbida por el organismo antes de ser extraída.

También la alimentación era importante. En la semana previa al ordeñaje, el esclavo era alimentado con una mezcla de harina, leche, grasa y otras sustancias. Se sabía (o se creía) que ello aumentaba la producción de esperma.

El capataz Ghurtra y el esclavo Manchudo entraron en el pequeño establecimiento.

Se trataba de un enorme galpón, completamente ocupado por una sucesión de pequeñas tarimas individuales, colocadas una a lado de la otra, en cinco filas y cuatro columnas. Veinte en total. Sobre cada tarima había una curiosa estructura de madera y metal, con anillas y correas de cuero. Cada una de estas estructuras era una máquina de ordeñaje. La mayoría estaban ocupadas.

El capataz Ghurtra entregó al esclavo a otro capataz, alto y huesudo, y se marchó.

El capataz huesudo llevó a Manchudo hacia una de las máquinas desocupadas. Manchudo subió a la pequeña tarima y dócilmente se puso en cuatro patas. El capataz comenzó a amarrarle cuello, cintura, muñecas y tobillos, a la estructura de madera y metal. Cuando esta operación quedó terminada, Manchudo estaba en cuatro patas, imposibilitado de moverse.

Directamente debajo de los genitales del esclavo, había un pequeño embudo. Allí caería, en su momento, el esperma que fuera produciendo. Una manguera partía del embudo y se prolongaba hasta un gran recolector general en el centro del galpón. Allí iría a parar todo el esperma que produjeran los veinte esclavos en cada ordeñada.

Ahora el capataz había comenzado a conectarlo a la máquina ordeñadora propiamente dicha.

Colocó una especie de pequeño broche en cada pezón del esclavo. De cada broche partía un cable. Ambos cables se unían en uno solo, terminado en un enchufe. El capataz enchufó este cable a una caja de metal que había a un costado.

A continuación, colocó al esclavo una especie de arnés alrededor de la cintura. Del arnés colgaban varios artilugios muy curiosos.

Uno de ellos era un pequeño cilindro, de diez centímetros de largo y un par de centímetros de grosor, del que también partía un cable con un enchufe. El cilindro tenía una especie de ensanchamiento en forma de anillo plano cerca de uno de los extremos.

El capataz introdujo casi todo el cilindro en el recto del esclavo, hasta que el ensanchamiento plano del extremo hizo tope con el anillo esfinteriano del ano. Enchufó el cable del cilindro a la caja de metal que había a un costado.

Tomó otro curioso artilugio, el cual fijó al escroto mediante un anillo. De este artilugio se desprendían dos pequeños dispositivos, uno para cada testículo. Enchufó los cables correspondientes a la caja metálica.

Y finalmente, abrazó el pene del esclavo con una pequeña banda elástica, y fijó un pequeño dispositivo a la altura del glande. Y conectó este último cable, el más importante, a la caja metálica.

Terminada esta operación, el capataz se marchó. Manchudo se quedó allí, fuertemente amarrado a la estructura, y con aparatos extraños colgando de todas las zonas sensibles de su cuerpo. Uno más entre una veintena de esclavos que estaban en el galpón para ser ordeñados.

Al cabo de media hora, el capataz huesudo volvió. Fue hasta un rincón del galpón y bajó una palanca. Y volvió a marcharse. Las veinte cajas metálicas comenzaron a ronronear débilmente.

Trac... trac... trac... Manchudo sintió que los broches en sus pezones comenzaban a vibrar suavemente. Se estremeció un poco.

Casi al mismo tiempo, el dispositivo introducido en su ano comenzó a vibrar, estimulando suavemente su anillo esfinteriano. Otro tanto ocurrió con los dos dispositivos conectados a sus testículos. Sólo el artilugio conectado a su glande permaneció inactivo.

En forma casi imperceptible, las máquinas fueron aumentado gradualmente su actividad. Unos veinte minutos después, ya trabajaban a buen ritmo.

Tracatrac... tracatrac... tracatrac...

Ahora Manchudo sentía que todas sus zonas sensibles estaban siendo claramente estimuladas. Su miembro comenzó a experimentar una ligera erección. Una gotita de líquido preseminal apareció en la punta de su pene.

A lo largo de dos horas, la máquina ordeñadora fue incrementando lentamente su actividad, estimulando en forma creciente los pezones, ano y testículos del esclavo. Todo, excepto el glande.

Manchudo iba experimentando ligeros estremecimientos, cada vez más intensos y con mayor frecuencia. De todas las partes sensibles de su cuerpo le llegaban sensaciones voluptuosas. La máquina ordeñadora continuaba incrementado su actividad en forma implacable.

Tracatracatracatracatraca...

El pene de Manchudo ya estaba completamente erecto, pero sin recibir ningún estímulo directo, sin posibilidad de hacer una descarga. El líquido preseminal, formando gotas pegajosas que se estiraban hacia abajo, iba cayendo abundantemente en el embudo.

De pronto, casi dos horas después de haber empezado a funcionar, el dispositivo conectado al glande por fin se activó, y comenzó a vibrar cada vez a mayor velocidad. Manchudo sintió que un orgasmo, un inténsísimo orgasmo, empezaba a sobrevenirle.

La máquina ordeñadora funcionaba ahora a su máxima intensidad. Todos los dispositivos conectados al cuerpo de Manchudo estímulaban sus partes sensibles a un ritmo frenético.

En especial, el artilugio conectado a su pene comenzó a estimular su glande de modo brutal.

Manchudo comenzó a respirar cada vez con más intensidad. Si hubiera tenido pelos en alguna parte del cuerpo, se le hubieran erizado como a un gato. A cambio de eso, su desnuda epidermis de esclavo se puso como de gallina.

Manchudo comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante, casi forzando los amarres, sin poder evitarlo. Su espalda se arqueó y se tensó, y aspiró una profunda bocananda de aire. Un profundo estremecimiento comenzó a recorrer su cuerpo.

El esclavo sintió por fin que un orgasmo brutal lo inundaba como un torrente de pies a cebeza...

—¡¡¡Uuurrrfffffffffffff...!!!

En medio del orgasmo, el cuerpo de Manchudo se sacudía espasmódicamente, casi forzando los amarres. Aunque no podía verlo, sabía que su pene, hinchado al máximo, estaba soltando borbotones de esperma, que iban cayendo en el embudo.

Manchudo se quedó jadeando un buen rato, con los últimos gotones de semen aún cayendo al embudo. La máquina siguió funcionando un par de minutos más. Y luego se detuvo.

Empapado en sudor, siempre amarrado a la máquina, lentamente fue recuperando su respiración normal.

Durante la siguiente hora no hubo novedades. Manchudo intentó descansar, aunque no era sencillo, en cuatro patas y amarrado a la estructura.

Le vinieron ganas de orinar. Y lo hizo ahí mismo, en el embudo. Su orina también fue a parar al recolector central. La diferente espesura del esperma y la orina permitiría luego separar lo útil de lo inútil.

Una hora después, la caja metálica nuevamente comenzó a rornonear. Manchudo empezó a sentir que los dispositivos conectados a sus pezones, ano y testículos empezaban a trabajar.

Al principio débilmente. Trac, trac, trac,,,,

Una vez más, la máquina ordeñadora fue aumentando gradualmente su intensidad. Tracatrac, tracatrac, tracatrac...

Y todo el proceso se repitió.

Dos horas después, la veinte máquinas fucionaban a todo ritmo. Tracatracatracatraca....

Una veintena de espaldas se arquearon, una veintena de bocas aspiraron todo el aire del recinto, y casi al unísono hicieron "¡Urrrfff...!", y una veintena de penes hinchados al máximo dejaron caer gruesos borbotones de esperma en una veintena de embudos. Veinte cargas de esperma que fueron a parar al gran recolector central.

Las máquinas se apagaron. Los esclavos descansaron.

Una hora después, las veinte máquinas volvieron a activarse.

Dos horas despues, Manchudo y los demás esclavos, transpirados y exhaustos, eyaculaban por tercera vez en el día.

De pronto entró el capataz huesudo. Esta vez traía un balde y un cucharón de madera. Fue pasando por delante de cada máquina ordeñadora, dando de comer en la boca a cada esclavo. La comida era la misma mezcla de harina, leche, grasa, etc... con la que habían sido alimentados en la última semana. Pasó cinco veces por delante de cada esclavo. Manchudo intentó en cada pasada meter en su boca la mayor cantidad de alimento. Sabía que lo necesitaría.

A eso de las ocho de la noche, Manchudo y los demás esclavos habían eyaculado por quinta vez. Y todavía les quedaba una ordeñada. Mientras se reponía, Manchudo comenzó a orinar.

Pero ahora también sintió la necesidad perentoria de evacuar sus intestinos. Hacerlo en cuatro patas le había resultado difícil las primeras veces. Pero ya lo hacía en forma casi natural. Comenzó a comprimir su vientre y el cilindro, empujado por las heces, empezó a salirse de su ano. Se salió del todo y quedó colgando del arnés. Los excrementos salieron detrás y cayeron en un balde con agua, haciendo ¡plot, plot...!

Mientras esperaba que la máquina volviera a funcionar, el aburrido cerebro de Manchudo comenzó a divagar sin rumbo fijo. De pronto, su mente volvió hasta su vida anteior, antes de ser un esclavo.

No era frecuente que ello ocurriera, dada su actual mentalidad de esclavo, perfectamente domesticado y amaestrado. Aquel joven y ambicioso curtidor de pìeles, Randhor Nizrahi Suthej, poco tenía que ver con este Manchudo, esclavo dócil y sumiso.

Pero durante los ordeñajes, Manchudo se aburría mucho. De a poco, un lejano, difuso recuerdo, afloró en su mente. Una bonita muchacha de la nobleza, inalcanzable para él, a la que Randhor había conocido accidentalmente durante una de sus visitas a la ciudad. Era muy bella, de cabellos color de miel, y se llamaba —nunca lo olvidaría— Raddith. A pesar de no haber intercambiado más que algunas palabras con ella, el humilde curtidor de pieles había quedado prendado de aquella muchacha. Si lograba prosperar y convertirse en un noble adinerado, según sus planes de entonces, tal vez algún día pudiera incluso pretender la mano de la bella Raddith. ¿Por qué no?

En esto divagaba la mente del esclavo Manchudo, cuando sus recuerdos fueron bruscamente interrumpidos.

El capataz huesudo acababa de entrar al galpón, con el balde y el cucharón, para darles de cenar la misma mezcla insípida de harina, leche y demás.

Antes de marcharse, revisó los anos de todos los esclavos, como siempre hacía. Vio el de Manchudo con el cilindro colgando del arnés, y se acercó. Tomó el artilugio y lo ensartó en donde debía estar. Unos minutos después, las veinte máquinas empezaron a trabajar.

Dos horas más tarde, veinte penes soltaban una nueva carga de esperma.

Era la última de esa jornada; la cantidad de esperma ya no era tan abundante como las anteriores.

Enseguida apareció el capataz. Esta vez venía para aflojar algunas correas y permirtirles de ese modo acomodarse mejor para dormir. Pero eso fue todo cuanto hizo. Los esclavos debían continuar con todas las partes de su cuerpo conectadas a la máquina. Fijar los artilugios era una tarea lenta y complicada para estar repitiéndola cada mañana. Manchudo se acomodó como pudo y durmió toda la noche.

A la mañana siguiente, el capataz huesudo lo despertó y volvió a tensarle las correas. Manchudo, aún medio dormido, volvió a quedar en cuatro patas, inmovilizado. Y casi de inmediato, sintió que la máquina ordeñadora empezaba a funcionar.

Una vez más, a lo largo del día, la implacable máquina lo vació de esperma cada tres horas, seis veces en total. Manchudo ya empezaba a sentir doloridos sus genitales y toda su entrepierna, de tanto eyacular.

A eso de las once de la noche, luego de la última ordeñada, el capataz le aflojó las correas. Manchudo, más agotado que el día anterior, se pudo echar a dormir.

El tercer día, durante la cuarta ordeñada, algo rompió la monotonía. Poco antes de las cinco de la tarde, mientras la máquinas iban aumentando su intensidad, la puerta del galpón se abrió inesperadamente, y se escucharon voces. Algunas de las voces eran claramente femeninas.

Efectivamente, era un pequeño grupo, tres señores y tres señoritas, tal vez invitados del dueño de la propiedad, el señor Milhan Argutra Zhitran de Yobehey Jubartha. Habían decidido ir a observar las máquinas ordeñadoras.

El capataz huesudo los fue acompañando en su recorrida por el establecimiento, mientras los caballeros y las damas miraban aquí y allá. Todos llevaban en la mano un pañuelo de seda impregado de perfume, que apoyaban delante de su nariz y boca para poder respirar.

Era comprensible. Todo el recinto olía a una mezcla de semen, orina, excremento, transpiración y comida de esclavos. Un tufo espeso y hediondo, irrespirable para cualquiera que acabara de entrar.

Las máquinas ya estaban funcionando a pleno, cuando Manchudo vio que las tres señoritas se paraban delante de su tarima y se ponían a observarlo. Una de ellas, bonita, de cabellos color de miel, estaba del brazo de uno de los jóvenes, seguramente su prometido.

Cuando Manchudo pudo observar furtivamente el rostro de la señorita en cuestión, su mente tardó en reaccionar. Parecía, parecía...

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La señorita Raddith veía por primera vez el galpón de ordeñaje de su tío Milhan. La atmósfera del lugar era hedionda e irrespirable.

Después de deambular por todo el galpón, escuchando las aburridas explicaciones del alto y huesudo capataz encargado, la señorita Raddith, su novio y sus dos hermanas, se habían detenido a observar a uno de los esclavos.

El esclavo estaba desnudo, en cuatro patas, bien amarrado. Se lo veía pálido y ojeroso. El monograma del tío Milhan, las cinco iniciales artísticamente entrelazadas, se podían ver grabadas a fuego sobre su nalga izquierda.

Sus axilas y sus ingles estaban apoyadas sobre unos listones de madera. También su cuello estaba apoyado sobre un listón de madera, amarrado al mismo por su collar de esclavo. Un par de anillas de hierro, fijados a las tablas del suelo, mantenían las muñecas del esclavo fijas a la tarima. Otro par de anillas hacían lo propio con sus tobillos.

En algún momento, el rostro del esclavo le pareció a Raddith vagamente conocido, pero no pudo precisar de dónde. Seguramente debía parecerse a algún muchacho de la nobleza que habría visto en alguna fiesta.

La señorita Raddith volvió a llevarse el pañuelo a la nariz para poder respirar un poco. El hedor del recinto era insoportable.

Ya la máquina funcionaba a tope. El esclavo se sacudía, y jadeaba. Su piel transpirada se había puesto como de gallina. Una de sus hermanas le tironeó del vestido, para que Raddith se agachara y mirara por allí, más abajo. Raddith se agachó y observó.

Ya el pene endurecido del esclavo dejaba caer abundantes gotitas de viscoso líquido preseminal, que se estiraban formando hilos que llegaban hasta el embudo.

Raddith se incorporó y se tomó del brazo del elegante y apuesto Kuryan. Ambos observaron cómo ahora el esclavo arqueaba su espalda como un gato puesto en guardia y luego se estiraba como un perro desperezándose. El esclavo ahora se sacudía, casi forzando las anillas de muñecas y tobillos, al tiempo que aspiraba aire y comenzaba a emtír un larguísimo bufido.

¡¡¡Uuurrrffffff....!!!, comenzó a hacer el esclavo.

Raddith volvió a agacharse para no perderse la otra parte del espectáculo. Ella y sus dos hermanas vieron fascinadas y divertidas, cómo el pene del esclavo comenzaba a expulsar gruesos gotones de esperma que iban cayendo, plaf, plaf, plaf, en el embudo.

Raddith volvió a incorporarse y vio cómo el esclavo se iba serenando, y su respiración retomaba el ritmo normal. Estaba agotado y empapado en sudor. Su rostro parecía más pálido, y sus ojeras más pronunciadas.

Raddith casi sintió pena por el infeliz.

Pero bueno, los esclavos estaban para eso...

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Manchudo ya no tenía dudas. La jovencita que lo observaba allí de pie, aferrada al brazo de su elegante prometido, era aquella muchacha llamada Raddith.

Por primera vez en mucho tiempo, el dócil y bien domesticado esclavo Manchudo sintió algo parecido a la vergúenza y la humillación.

Apenas un minuto antes, el orgasmo había comenzado a sobrevenirle, sin poder evitarlo.

Delante de aquellos caballeros y damas —delante de la bella Raddith— había ofrecido todo un espectáculo.

A instancias de la implacable máquina ordeñadora, su piel se había puesto como de gallina y su respiración se había acelerado. Todo su cuerpo se había arqueado y estirado y vuelto a arquearse, al tiempo que su rostro se contraía en una mueca grotesca.

Y, finalmente, su boca había proferido una larga, larguísima exhalación, mientras toda su humanidad se sacudía espasmódicamente, de pies a cabeza. Las tres muchachas se habían agachado rápidamente para observar cómo su pene comezaba a chorrear gruesas gotas de esperma.

Ahora, luego de dar todo ese espectáculo, Manchudo intentaba recuperar el resuello. Alcanzó a ver cómo el novio de Raddith le susurraba algo a su prometida. Algo que hacía reír a la muchacha.

Raddith se alejó del brazo de su prometido. Los tres jóvenes y las tres señoritas continuaron observando algunos detalles más del establecimiento, y finalmente se marcharon.

Manchudo continuó allí, amarrado a su máquina ordeñadora, con algunos pensamientos confusos.

Pero, como había sido perfectamente domesticado, el recuerdo de este momento comenzó a diluirse. Una hora después, había vuelto a ser el de siempre, el dócil y sumiso esclavo Manchudo.

El resto del día transcurrió sin novedades, salvo las ordeñadas.

Por fin, llegó el final del cuarto y último día. A las once de la noche, la maquina empezó a trabajar frenéticamente, y Manchudo soltó su última carga de esperma, ya no muy abundante.

Mientras recuperaba fuerzas, vio con alivio que su capataz, Ghurtra, había venido a llevárselo.

El capataz huesudo soltó todas las correas del esclavo y desconectó los dispositivos adosados a su cuerpo. El capataz Ghurtra le enganchó una correa al collar, y con algunos fustazos lo hizo ponerse de pie.

El pobre Manchudo, luego de cuatro días de permanecer en cuatro patas, durante los cuales había sido ordeñado impiadosamente, una y otra vez, apenas podía sostenerse sobre sus dos piernas. Sintió el tirón en la correa y empezó a caminar vacilantemente detrás de su capataz.

Manchudo caminaba como un zombie, intentando no caer de bruces, con sus pasos siempre restringidos por los grilletes y la cadena.

De pronto el capataz se detuvo.

Inevitablemente, como tantas veces antes, ver al esclavo tan indefenso, había despertado sus lascivos instintos.

Ghurtra tironeó de la correa y llevó al esclavo hacia un sector poco iluminado, al costado de un pequeño depósito de carbón. Allí lo hizo doblar el cuerpo sobre una cerca. Sin pérdida de tiempo, ensartó su grueso miembro en el ano del esclavo, y empezó a gozar salvajemente. El desdichado apenas se quejó.

Como todas las veces anteriores, Manchudo soportó resignadamente la embestida. Apenas tenía fuerzas para siquiera quejarse. Diez minutos después, el rudo capataz se arqueó, aspiró una profunda bocanada de aire, y lanzó un ronco bufido, al tiempo que los intestinos del pobre esclavo se llenaban de una buena cantidad de esperma. Como de costumbre, a continuación hizo que el infeliz le limpiara el miembro con la lengua. Y volvió a tirar de la correa.

El capataz dejó por fin a Manchudo en su establo, y se marchó con las manos en los bolsillos, silbando una vieja tonada nihilistana.

Ya era casi medianoche, y el pequeño establo estaba atiborrado de todos los esclavos que allí vivían. Habían ocupado todos los rincones, al punto de dormir casi amontonados.

El exhausto y maltrecho Manchudo empezó a buscar algún lugarcito en donde echarse a descansar. Tenía los genitales y la entrepierna doloridos de tanto eyacular. Su organismo había sido completamente vaciado de esperma. Por el contrario, sus intestinos estaban llenos del esperma del capataz. El ano le dolía horriblemente por la salvaje embestida.

Apenas tuvo tiempo de hallar un pequeño rinconcito que había quedado milagrosamente desocupado. Allí se derrumbó, y enseguida se quedó dormido.

(Continuará)