Crónicas de Nihilistán (4)

¿Qué siente un burro de carga mientras lo llevan de acá para allá, con el lomo cargado de bultos? Es algo que cualquier esclavo de Nihilistán puede contestar.

Crónicas de Nihilistán (IV)

  1. Burro de carga

En Nihilistán los esclavos son menos costosos que los animales de carga o de tiro. Puede conseguirse un esclavo por la mitad del precio de un caballo, y aun por menos de lo que cuesta una mula o un buen burro. Así las cosas, no es extraño que los esclavos sean utilizados frecuentemente como bestias de carga.

Como es sabido, siempre es conveniente evitar que un animal de carga o de tiro se distraiga con lo que pueda acontecer a su alrededor. Por tal razón, suele colocársele al animal unas anteojeras, dispositivo que limita su visión a lo estrictamente necesario para cumplir su función.

El mismo principio rige en Nihilistán para los esclavos utilizados como animales de carga. En este caso, se utiliza una variante de las anteojeras de animal.

El dispositivo en cuestión consiste en un arnés para la cabeza, del que cuelgan tres placas de madera, una en frente de los ojos, y una a cada lado. Cuando el esclavo alza la cabeza o la gira hacia los lados, dichas placas se mantienen verticales por simple efecto de la gravedad. De este modo, el infeliz sólo puede ver el camino debajo de sus pies, y siempre y cuando mantenga la cabeza gacha. Su visión, para todo lo que haya en derredor, queda siempre obstruida.

Estas anteojeras incluyen, además, eficaces tapones para los oídos, para que el esclavo tampoco perciba ruidos que puedan distraerlo o asustarlo. Y una mordaza tipo bola. De este modo, el borrico humano queda totalmente desonectado de cuanto lo rodea, totalmente dependiente de las directivas del capataz.

Que es, al fin de cuentas, todo lo que un burro de carga necesita para moverse.

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Manchudo, como el esclavo bien domesticado que ya era, permanecía de pie, encorvado, esperando dócilmente que le fueran colocados los arreos.

Aunque Manchudo no era de los esclavos más robustos, su capataz, Ghurtra, solía utilizarlo con frecuencia para transportar cargas de mediano peso.

Desde que fuera comprado, Manchudo había sido llevado tres veces al pueblo más cercano, como burro de carga. Pero jamás había visto el pueblo. Sectores de tierra, sectores de pasto, pequeñas zonas de empedrado y de pisos de madera —además de algunos zapatos de gente que pasaba al lado— era todo lo que habían podido registrar sus ojos.

Hoy el capataz Ghurtra debía adquirir algunas mercancías en el pueblo.

El capataz le colocó en la cabeza las anteojeras, los tapones para los oídos y la mordaza, y aseguró las correas.

Le colocó luego el arnés para la carga, el cual aseguró con correas que pasaban por el cuello, axilas y cintura. Manchudo echó sus manos hacia atrás, las cuales fueron aseguradas a los costados del arnés, a fin que pudiera sostenerlo.

Así dispuesto, Manchudo sintió un fustazo en su nalga. Gimió un poco, como siempre que recibía un fustazo en su trasero. Como un borrico bien enseñado, se arrodilló en tierra y luego se dobló hacia adelante, hasta quedar hecho un ovillo en el suelo. En esa posición, Manchudo no podía ver ni oír nada, salvo un pequeño rectángulo de tierra directamente debajo de su cabeza. Permaneció allí esperando, sin tener noción del paso del tiempo.

Al rato sintió dos fustazos en la cola, gimió, y como un buen burro se incorporó de inmediato.

De pronto sintió algo que conocía muy bien, y suspiró resignado. Las manos del capataz habían aferrado el arnés y tiraban hacia atrás. Casi al mismo tiempo sintió algo húmedo apoyarse en su ano. Ya estaba acostumbrado a esto. Ver al esclavo en tan sugestiva postura, completamente indefenso, había despertado los bajos instintos del capataz.

Servirse sexualmente de sus esclavos era algo que, en la práctica, los capataces podían hacer. Manchudo suspiró con resignación y se preparó para la embestida. El garrote del capataz entró de un sólo golpe en el ano ofrendado del esclavo. El desdichado chilló y se sacudió un poco. Pero es todo lo que podía hacer. Se quedó allí, aguardando sumisamente a que el hombre terminara. El miembro del capataz, de un tamaño acorde a la corpulencia de su dueño, entraba y salía a un ritmo más y más frenético. Por fin, luego de interminables minutos, Manchudo sintió que todo se sacudía espasmódicamente. Y luego del terremoto, la calma. Sintió el instrumento del capataz retirarse de su interior y respiró aliviado.

Ahora el miembro chorreante estaba delante de su cara. El capataz le quitó un instante la mordaza. Como un animal bien enseñado, Manchudo abrió la boca y dejó que el capataz introdujera su pene. El borrico humano lo lamió hasta dejarlo higienizado. El capataz volvió a asegurarle la mordaza. Poco después, Manchudo sintió un tirón en la correa y echó a caminar.

Debido a las anteojeras, el pobre borrico humano debía andar siempre encorvado y con la cabeza gacha, a fin de poder ver al menos dónde pisaba. Sólo podía observar un pequeño sector del suelo: el piso de tierra, la correa estirándose hacia adelante, sus pies descalzos y engrilletados dando cortos y rápidos pasos, y las botas del capataz que aparecían y desaparecían a grandes zancadas. Manchudo sintió que la correa dejaba de tironear, y se detuvo de inmediato.

Sintió tres fustazos en las nalgas, lo que significaba subir a la carreta. En efecto, dio unos pasitos y se encontró con tres peldaños para subir a la parte trasera de una carreta. Torpemente, con las manos fijadas a los costados del arnés y sin poder valerse de ellas, consiguió trepar. Un nuevo fustazo le indicó, igual que antes, que se arrodillara y permaneciera echado. Poco después, la carreta se puso en marcha.

Al cabo de cierto tiempo, difícil de calcular para Manchudo, la carreta se detuvo. Manchudo sintió dos fustazos en el trasero, soltó un gemido, y se incorporó. Sintió un tirón en su correa y, siempre encorvado a fin de poder ver dónde ponía los pies, comenzó a bajar del vehículo.

Tirado de la correa, Manchudo comenzó a caminar detrás de su capataz. Iban por calle de tierra, que era todo lo que podía ver. Accedieron a una calle de empedrado. De pronto la correa se aflojó y Manchudo, bien amaestrado, se detuvo.

Permaneció allí bastante rato, sin saber qué ocurría, sólo observando el empedrado y sus propios pies engrilletados.

De pronto sintió un fuerte palmotazo en la nalga izquierda y soltó un gemido. No era un fustazo, de modo que permaneció como estaba. Tampoco era la primera vez que le ocurría.

Enseguida un par de pequeños zapatos entraron en el limitado sector de suelo que podía observar. Y luego, otro par. Eran calzados muy finos, de niños de la aristocracia. Ahora Manchudo sintió un fuerte palmotazo en la nalga derecha, y luego otro: éste último tan fuerte, que le hizo soltar un alarido. El borrico humano soportaba todo esto estoicamente, sin poder hacer nada para evitarlo.

Una manita atrapó sus genitales y comenzó a dar tironcitos. A través de la mordaza, Manchudo gimoteó.

De improviso, el briboncillo aferró los testículos y jaló con tanta fuerza que el pobre borrico soltó un ¡aaayyy!, se le doblaron las piernas y juntó las rodillas instintivamente. Las agudas carcajadas que soltaron los niños fueron tan estrepitosas que traspasaron los tapones y Manchudo pudo oírlos.

Tal vez fueran tres o cuatro. Se divertían en grande haciéndole cosas al pobre borrico, el cual sólo podía permanecer allí, aguantando sumisamente todo lo que quisieran hacerle, sólo profiriendo quejidos apagados. Un hilo de baba iba cayendo hacia el suelo desde su boca amordazada.

Uno de los niños estiró una mano y comenzó a retorcerle un pezón. Lo fue haciendo cada vez con más fuerza, hasta que Manchudo —que al fin de cuentas no era más que un pobre esclavo, totalmente despojado de orgullo o dignidad— comenzó a berrear y lloriquear de dolor.

Tal vez sus lastimeros berridos hayan llegado a oídos del capataz. O tal vez haya sido simple casualidad. Lo cierto es que, de pronto, los pequeños zapatos desaparecieron, y las botas del capataz entraron en su pequeño rectángulo de visión. Manchudo volvió a sentir que jalaban de la correa y muy aliviado empezó a caminar. Al menos se había librado de esos malvados bribones.

Ahora la correa se movía hacia la derecha y Manchudo, aún con sus pezones y genitales doloridos, acompañó ese cambio de dirección. De pronto el empedrado quedó interrumpido por un par de escalones de madera. Manchudo subió los dos peldaños con sus pobres pies descalzos y engrilletados. Sintió un fustazo en los glúteos, y se alegró de poder echarse a descansar.

Transcurrió bastante tiempo así, hecho un ovillo sobre el piso de madera. Cada tanto, algún que otro zapato de dama o de caballero entraba fugazmente en su rectángulo de visión.

Algún tiempo después entraron en el rectángulo las botas de su capataz, que Manchudo podía reconocer entre miles de botas parecidas. Sintió que ponían un peso sobre su espalda, y tironeaban de las correas del arnés. El capataz estaba asegurando la carga. Sintió dos fustazos en el trasero, gimoteó, y empezó a incorporarse. Sintió un tirón en la correa y empezó a caminar. La correa se desvió hacia la izquierda, y aparecieron nuevamente los dos escalones. Ya estaban nuevamente sobre la calzada de empedrado.

Ahora Manchudo caminó bastante, tirado de la correa. De pronto la correa se movió hacia la izquierda y Manchudo subió a otro tablado de madera. Dos golpes en el trasero lo hicieron gemir y echarse al suelo. Las botas de su capataz desaparecieron.

Al cabo de un tiempo que no pudo calcular, observó unos zapatitos de niña, la cual parecía haberse detenido a observar al borrico. Permaneccieron allí un buen rato. Pero por suerte, la niña no le hizo ninguna maldad. De pronto aparecieron unos zapatos de señora, seguramente la madre, y los dos pares de zapatos desaparecieron. Aparecieron las botas del capataz y Manchudo sintió que colocaban un enorme peso sobre su lomo. Dos fustazos en su ya enrojecido trasero y el pobre burro comenzó a incorporarse.

Lo hizo dificultosamente. Debia mantener el equilibrio con semejante carga, si no quería recibir un buen castigo. Con sus piernas acalambradas consiguió ponerse de pie (es decir, mantenerse encorvado sobre sus dos piernas), y sintió el tirón en la correa.

Volvieron a caminar por el empedrado y otra vez se detuvieron. Manchudo, fustazo mediante, volvió a echarse en el suelo y allí permaneció. Las botas del capataz desaparecieron, y reaparecieron bastante tiempo después. Esta vez ninguna carga fue colocada sobre el lomo del pobre burro. Tal vez el hombre se hubiera detenido sólo para entrar a una taberna a tomar algo. Manchudo sintió dos fustazos y con gran dificultad consiguió incorporarse.

Otra vez echó a andar por el empedrado tirado de la correa, sin tener la menor idea de a dónde se dirigían ni dónde estaban. La correa dobló y Manchudo acompañó ese viraje.

Ahora el empedrado se había vuelto suelo de tierra. La correa se aflojó y Manchudo se detuvo. Tres fuertes fustazos le indicaron que estaban nuevamente al lado de la carreta y debía subir a ella.

Con semejante carga sobre su lomo, con los pies engrilletados y sin poder valerse de las manos, lo hizo con suma dificultad. Pero era un burro bien entrenado y pudo hacerlo sin volcar la carga (lo que le hubiera valido unos cuantos fustazos bien dados). Sintió un fustazo en la nalga y se echó sobre el piso de la carreta. El vehículo se puso en marcha, y el exhausto borrico por fin pudo descansar un poco.

Al cabo de un buen trecho la carreta se detuvo. Manchudo sintió dos fustazos en el trasero, gimoteó como siempre, y a duras penas pudo incorporarse. Un tirón en la correa y comenzó a bajar penosamente los peldaños, procurando no tropezar para no recibir un terrible castigo de su severo capataz.

Por fin quedó sobre el suelo de tierra, con las piernas temblequeantes, aún con su pesada carga sobre el lomo. Un nuevo tirón a su correa y echó a caminar. Reconocía los detalles del suelo que iba pisando y sabía que estaba de vuelta en la propiedad de su amo. Ahora ingresaba en una zona de penumbra, seguramente un galpón o granero.

La correa se aflojó y Manchudo se detuvo. Sintió un nuevo fustazo en el trasero, se arrodilló y quedó hecho un ovillo sobre el suelo de cemento. Por fin, sintió que el capataz comenzaba a quitar los bártulos de su lomo. El último peso fue quitado de su espalda. Se quedó allí, esperando un buen rato. Al fin, las botas que tan bien conocía volvieron a aparecer, y Manchudo notó con alivio que comenzaban a quitarle el arnés. Y luego las orejeras, los tapones y la mordaza. Al menos por hoy había dejado de ser un animal de carga.

Como todas las veces anteriores, Manchudo no tenía ni idea de por dónde había estado. Lo habían llevado de aquí para allá, había recibido cincuenta fustazos en el trasero, lo habían sobrecargado de bultos en el lomo, y unos chiquillos malvados le habían retorcido los pezones y tironeado de sus testículos. Eso era todo lo que había podido percibir....

El capataz lo tomó de la correa y de un tirón lo hizo ponerse de pie. Manchudo se incorporó, pero no pudo enderezarse, de tanto tiempo que había estado doblado. Así encorvado comenzó a caminar detrás de su capataz. Éste lo condujo hacia el establo que compartía con otros esclavos y allí lo dejó. Manchudo pudo al fin beber un poco de agua. Buscó un lugar donde echarse a descansar. Lo hizo sobre un montón de paja, y allí se quedó dormido.

(Continuará)