Crónicas de Nihilistán (2)

Un joven campesino aspira a ganar dinero y acceder a la nobleza. Pero su proyecto termina en un desastre. En Nihilstán, quien no puede pagar sus deudas, tiene un único destino.

Crónicas de Nihilistán (II)

  1. De plebeyo a esclavo

Entre el campesinado humilde de Nihilistán, había un joven curtidor de pieles, muchacho soltero y ambicioso aunque algo ingenuo, el cual no se resignaba al modesto lugar que el destino le había deparado. Cada vez que se acercaba a la ciudad a comerciar sus pieles, observaba con envidia a los nobles caballeros de Nihilistán, los cuales habían tenido la fortuna de nacer en la riqueza y la opulencia.

Aunque la diosa Prudencia aconseja a la gente de humilde condición resignarse a ella, los cantos de sirena de la diosa Ambición resonaron fuertes en los oídos del muchacho, hasta aturdirlo por completo. Así, imbuido de optimismo y confianza en sus posibilidades, el iluso joven comenzó a invertir sus pocos dinerillos en negocios a cual más audaz, dispuesto a ser un adinerado caballero; y eventualmente, por qué no, desposar a una bella muchacha de la nobleza...

Y justo es decir que a poco estuvo de lograrlo. Pero una serie de decisiones poco afortunadas dieron al traste con lo que había estado construyendo durante cinco esforzados años.

En suma, que de pronto se encontró el pobre campesino sepultado bajo una montaña de deudas que su humilde labor difícilmente podría solventar.

Según las severas leyes de Nihilistán, cuando un ciudadano es demandado por incumplimiento de obligaciones, un Juez debe intervenir y estudiar el caso. Si el magistrado llega a la conclusión que la suma adeudada será imposible de pagar en el tiempo y forma convenidos (cosa casi segura en el caso de los plebeyos), la suerte del infortunado está sellada. La única forma en que una tal deuda podrá ser cobrada por los acreedores, es subastando al deudor en condición de esclavo.

Las severas leyes de Nihilistán siempre han hecho sumamente difícil para un plebeyo acceder a la nobleza, salvo que se haya tenido mucha suerte.

Y nuestro joven amigo, como tantos otros, no la tuvo.

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Cuando el mazo del Juez golpeó por última vez, dando por definitiva la sentencia, Randhor Suthej estaba en estado de shock, sin poder asimilar lo que le había ocurrido.

Como todos los nihilistanos, Randhor siempre había mirado con desprecio y rechazo a los esclavos, esos seres torpes y desnudos, de aspecto miserable, que vivían hacinados en establos, en la mayor promiscuidad sexual. Un espectáculo sumamente desagradable, sólo explicable por la evidente inferioridad de los esclavos.

Y ahora, él mismo, Randhor, era uno de ellos. Había ambicionado ser un gran señor, poseer una gran propiedad, tal vez ser propietario de esclavos. Pero ahora sería él quien pasaría el resto de su vida postrado a los pies de algún señor de la nobleza, como le correspondía a un esclavo. Ése era, finalmente, su lugar en el mundo.

A partir de ese momento, el ciudadano Randhor Nizrahi Suthej dejaba de existir. Sus papeles serían quemados (literalmente) y su única existencia legal sería la de un objeto, que debía pertenecer a alguien.

Cuando el oficial de vigilancia le dio indicación de abandonar su silla en el juzgado, Randhor estaba literalmente llorando, incapaz de contenerse.

El desconsolado joven fue inmediatamente conducido a un pequeño corral, donde fue dejado en manos de dos empleados judiciales encargados de los nuevos esclavos.

—Desnúdate, qué esperas.. —le dijo uno de ellos, un gigantón de casi dos metros, sin siquiera saludarlo. El corpulento guardián blandía una fusta acorde a su tamaño.

Cohibido ante tan rudo recibimiento, Randhor comenzó a quitarse la ropa, pero vaciló al llegar a las prendas interiores y el calzado.

Como un relámpago, la fusta del hombre siseó en el aire y se estrelló contra el trasero del flamante esclavo. Éste soltó un alarido, pegó un salto, y se tomó la parte lastimada. Su primer fustazo...

—¡Desnudarse es quitarse todo, y ràpido! —rugió el hombretón, haciendo chasquear la fusta contra sus botas. Randhor continuó presurosamente con las prendas que le quedaban, llorando. El desolado joven no lloraba por el fustazo recibido. Lloraba porque era consciente de que se estaba quitando la ropa por última vez...

El otro empleado, una rolliza mujer de apariencia muy acorde a su función, había comenzado a preparar los utensilios de afeitar.

Una vez el nuevo esclavo se hubo desnudado por completo, el hombre y la mujer le dieron un par de vueltas en derredor, escrutándolo con minuciosidad, de arriba a abajo, como si inspeccionaran una res.

Abrumado de vergüenza, Randhor intentó cubrirse los genitales. Antes que pudiera llegar a hacerlo, la fusta del hombre siseó en el aire nuevamente y se estrelló contra las manos del joven, que lanzó un chillido y se llevó la mano a la boca.

A partir de ese momento, Randhor sólo pudo pensar en no provocar el enojo del severo guardián. Se apresuraba a obedecer cada orden lo más presurosamente posible.

La mujer se acercó con una brocha, una navaja y un cuenco con agua jabonosa y procedió a afeitar la cabeza del flamante esclavo, que no paraba de llorar.

Continuó con la barba algo crecida, las cejas y el vello de axilas, pecho, brazos y piernas.

—Súbete a la mesa, y ponte de espaldas —le ordenó la mujer.

Randhor obedeció de inmediato.

—Levanta las piernas, sepáralas, y manténlas así.

Randhor hizo lo que se le ordenaba. Mantuvo las piernas en alto y separadas, sosteniéndolas con ambas manos. La mujer tomó la navaja y comenzó a afeitar todo el vello púbico. Randhor apenas podía concebir tanta humillación.

Cuando la severa mujer hubo terminado, el pobre Randhor no tenía un solo pelo en todo el cuerpo.

El hombretón le colocó unos grilletes en los tobillos, y un collar con correa en el cuello, y lo hizo bajar de la mesa. Tomó la correa y le dio un tirón.

El flamante esclavo fue así conducido a un galpón de grandes proporciones, un depósito de esclavos, donde se encontró con otros desdichados que esperaban para ser subastados.

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Apenas vieron entrar al guardián, todos los habitantes del depósito se alejaron aterrorizados y se acurrucaron amontonados en el rincón más alejado. Evidentemente, el guardián había empezado a disciplinarlos a golpe de fusta desde el primer día.

Algunos de estos esclavos primerizos eran jóvenes, como el propio Randhor. Había algún que otro viejo, y bastantes mujeres, incluyendo niños y niñas.

Una señora de unos cuarenta años, de piel blanca y redondos senos, no soltaba la mano de su hija adolescente.

Una joven madre, más allá, apretujaba contra sí a sus dos pequeños, un varón y una niña.

Seguramente, familias de plebeyos que habían tenido la misma mala suerte que él, pensó Randhor. En total eran diez o doce. Todos completamente desnudos, afeitados de pies a cabeza, con sus correspondientes collares y —excepto los dos pequeñuelos— sus grilletes.

El rudo guardián arrojó a Randhor por ahí, como si fuera un saco de patatas, y de inmediato se dirigió hacia el rincón donde estaban apretujados todos los demás esclavos, con rostros asustados.

El hombre se agachó y se quedó en cuclillas observando a las mujeres. Éstas no osaban intentar cubrirse, por miedo a despertar la ira del guardián. Se limitaban a apretujarse contra la pared, bajar la vista, temblar y sollozar.

El hombre sonrió. Aunque a los guardianes de esclavos les estaba prohibido abusar de ellos, un poco de toqueteo no preocuparía a nadie.

El temido guardián fijó su atención en una escuálida jovencita, de cabellos negros y piel cetrina. Tenía pechos pequeños, pero pezones abultados, de grandes y oscuras areolas.

Después de observarla un rato, dejó a un costado la fusta y con una sonrisa en los labios, estiró una de sus manazas hacia uno de los pequeños pechos. Con dos gruesos y toscos dedos, índice y pulgar, aprisionó un pezón y comenzó a darle tironcitos. La muchacha, con la cabeza gacha, se mordía los labios, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.

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Sin inmutarse, el hombre estiró la otra mano y tomó el otro pezón. Entonces la chica rompió a llorar.

Mientras el hombre reía y jugueteaba a su antojo con ambos pezones, la joven esclava hacía un esfuerzo indecible para mantener los brazos a los costados del cuerpo, para no provocar el enojo del irascible guardián.

El hombretón comenzó a jalar cada vez más fuerte de los pezones, hasta obligar a la muchacha a acercarse a él. Continuó así, entretenido con los pezones de la joven esclava, tironeándolos y estrujándolos, como si la estuviera ordeñando.

Al cabo de diez minutos, el sádico guardián se aburrió de este jueguito y, soltando una risotada, la dejó en paz. La muchacha se echó de inmediato hacia atrás y se acurrucó contra la pared lo más chiquito que pudo, sin parar de llorar.

El guardían se incorporó, e hizo sonar estrepitosamente un par de veces la fusta contra sus botas, como para refrescar en la mente de los infelices la constante amenaza del temido instrumento. Dio media vuelta y se encaminó a la salida.

Al pasar delante de Randhor, que permanecía donde lo habían arrojado, el cruel guardián consideró conveniente soltarle dos terribles fustazos en los muslos. Randhor lanzó un chillido y se tomó la zona castigada, aullando como un perro herido.

A partir de ese momento, cada vez que el guardián entraba, Randhor, al igual que los demás, se acurrucaba en el rincón más alejado y no se atrevía ni a respirar...

En los días sucesivos, ingresaron al depósito algunos esclavos más. La estadía en tan sórdido lugar fue penosa para Randhor. Los alimentaban una vez por día con lo que parecían ser sobras de las comidas de los empleados del Juzgado. La corpulenta guardiana aparecía con un par de baldes y arrojaba el contenido directamente en el suelo. Dormían tirados en el suelo; el cual nadie parecía haber limpiado en años, pese a que todas las semanas el lugar se abarrotaba de flamantes esclavos. No tenían agua para higienizarse, y debían hacer sus necesidades en un balde colocado en algún rincón. La acumulación de desperdicios y la imposibilidad de higienizarse llenaban la atmósfera de un olor pesado, nauseabundo, mezcla de sudor, orina, excrementos y comida en descomposición.

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Como todos los sábados, hoy era día de subasta de esclavos en el mercado central.

Habían pasado cuatro días desde que Randhor ingresara en tan espantoso lugar. El hombretón y la mujerona irrumpieron en el depósito, blandiendo sus fustas, e hicieron ponerse de pie a los esclavos, que ya totalizaban catorce o quince. A esa altura se los veía sucios y malolientes como cerdos de un chiquero.

Los dos guardianes engancharon a los collares de los esclavos las correspondientes correas, y los arrastraron a tirones hasta el pequeño corral, aquel en el que Randhor había sido afeitado y engrilletado cuatro días atrás.

Allí, a chorros de manguera, los lavaron rápidamente, obligándo a los desdichados a adoptar las posturas más humillantes, a fin que el chorro de agua llegara a cada rincón de sus cuerpos.

—Tú, date la vuelta, separa las piernas y agáchate —le dijo la guardiana a Randhor.

Randhor obedeció de inmediato, como siempre lo hacía. Se colocó dando la espalda a la mujer y se agachó.

—Más abajo —ordenó la mujer, golpeando la fusta contra sus botas, tal cual lo hacía el hombre.

Randhor bajó un poco más la cabeza.

De prontó la fusta de la impaciente guardiana se estrelló con furia contra su trasero.

—¡Más abajo, bien abajo, esclavo maloliente...! —bramó la mujer.

Randhor aulló de dolor y trastabilló. De inmediato bajó todo lo que pudo su cabeza hasta casi tocar las rodillas.

—Bien separadas las piernas —ordenó la mujer.

Randhor obedeció, separándolas lo más que pudo.

—Ábrete bien las nalgas, para que quede a la vista tu hediondo agujero.

Abrumado, sintiéndose una escoria, Randhor obedeció sin vacilar. Colocó los dedos de ambas manos dentro del surco y conteniendo las lágrimas tiró hacia afuera, todo lo que pudo, hasta dejar su ano bien expuesto.

La mujer aplicó allí un fuerte chorro de agua, hasta remover toda la suciedad.

—Enderézate y date la vuelta —continuó la mujer, implacable.

Randhor obedeció, quedando de frente a la mujer, con la cabeza abatida y los brazos a los costados.

Obeciendo imperiosas órdenes de la guardiana, Rabdhor tuvo que tomar sus genitales y moverlos de un lado a otro, levantando el pene, exhibiendo sus testículos, ofreciéndolos a la minuciosa inspección de la severa guardiana, que aplicaba fuertes chorros en cada zona, para que el agua los lavara por completo.

—Ahora, el prepucio —ordenó la mujer —. Bien hacia atrás.

Cuando el glande quedó a la vista, un fuerte chorro de agua fría se estrelló contra él, haciendo a su dueño saltar y gemir. La mujer soltó un risa burlona.

Los dos guardianes hicieron esto con cada uno de los esclavos y esclavas, excepto los dos pequeñuelos. Como último paso, la mujer tomó la navaja de afeitar y repasó las cabezas y los pubis que hubieran desarrollado alguna vellosidad.

Terminada esta última operación los hicieron salir al patio del Juzgado. Los flamantes esclavos, sin haber podido aún acostumbrarse a caminar con los pies engrilletados, daban cortos y torpes pasos, lo único que les permitía la corta cadena, tropezando y trastabillando. Los niños lloraban, las mujeres sollozaban, los hombres gimoteaban.

Salieron al patio del edificio judicial, donde los aguardaban dos carretas con sendas jaulas de madera.

El guardián abrió la puerta de una de las jaulas y a golpes de fusta comenzó a hacer subir a los desdichados, entre ayes y gemidos. Con los pies engrilletados por primera vez en sus vidas, la tarea les resultaba harto difícil. El impaciente guardián solucionaba tanta torpeza estrellando una y otra vez su fusta sobre esa masa entrelazada de nalgas, piernas, brazos, manos y pies.

Cuando hubo cargado aproximadamente la mitad del contingente, el hombretón miró a los esclavos que quedaban por cargar y el espacio que quedaba por llenar; y decidió que cabrían todos en una sola jaula.

A golpes de fusta hizo que los que ya estaban dentro (entre ellos Randhor) se apretujaran contra el fondo. Y continuó cargando a los que faltaban. Terminó de cargar al último esclavo y cerró la puerta.

Los infelices habían quedado tan apretados contra las rejas que apenas podían moverse. Randhor, que había quedado por la zona media de la pequeña jaula, apenas podía respirar. La pantorrilla de vaya a saber quién se apretaba contra el costado derecho de su cara, y un trasero de mujer se aplastaba contra su pecho. En algún lugar, su pie izquierdo presionaba contra algo blando, tal vez una nalga; pero no podía saberlo, ni pudo sacar el pie de allí.

Randhor supo entonces lo que eran la promiscuidad y el hacinamiento, propios de los esclavos.

Por fin el temido guardián hizo una seña al conductor del vehículo. Los portalones de hierro del patio del Juzgado se abrieron a la calle y el carromato se puso en marcha, con su cargamento de carne esclava, rumbo al mercado central.

Mientras avanzaban por las empedradas calles de la ciudad, la gente se detenía para verlos pasar.

Algunos chicos, primorosamente vestidos, niños de la nobleza, se divertían estirando una manita y pellizcando con fuerza cualquier porción de piel que hubieran podido alcanzar. Los quejidos de los esclavos eran recibidos con risitas por aquellos briboncillos de noble alcurnia.

Veinte minutos después, el carromato accedió a la avenida principal, apuró su marcha por esta arteria y desembocó en la Plaza Mayor. En uno de los vértices de la plaza estaba el mercado central de la ciudad.

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Como cada sábado, el pabellón del mercado central destinado a la subasta de esclavos se iba llenando rápidamente de posibles compradores.

Algunos nobles se habían acercado con la firme intención de adquirir nuevos esclavos. Otros venían simplemente para observar, con algún dinero en el bolsillo por si encontraban algo interesante. A unos y otros podía vérselos con sus ostentosos atuendos de caballeros, la fusta en la mano, llevando de una correa a su esclavo; el cual se dejaba llevar, caminando con cortos pasos, encorvado y cabizbajo, en una actitud general de extrema sumisión.

También las damas se hacían presentes en tal evento. Algunas, acompañando a sus esposos; otras, yendo por propia cuenta y con algún dinerillo. Todas elegantemente ataviadas, con finísimos vestidos de seda, arrebujadas en pieles de armiño, portando delicadas fustas de marfil o caña. Y con el infaltable esclavo desnudo llevado de una correa.

Un poco más alejados, grupos de plebeyos se acercaban a mirar por simple curiosidad.

Al ver el edificio, a Randhor se le estrujó el corazón. Muchas veces había pasado por delante, y en un par de ocasiones había ingresado al mismo a observar una subasta, pensando que algún día él estaría allí, entre los ricos compradores.

Y bien, estaba allí; aunque en una situación muy diferente a la que había esperado... Por quinta vez en aquel viaje, Randhor comenzó a llorar sin consuelo.

La carreta se detuvo frente a la parte trasera del pabellón de la subasta. Un oficial del Juzgado y dos guardianes abrieron la portezuela de la abarrotada jaula e hicieron bajar a los nuevos esclavos. Los sacaron a golpes de fusta, dejándolos caer pesadamente al piso, como si vaciaran una canasta de pescados. Los infelices quedaron amontonados en el suelo y permanecieron allí, entumecidos, incapaces de enderezarse. Los guardianes los hicieron ponerse de pie y a fustazo limpio los introdujeron en el pabellón. Los nuevos esclavos fueron puestos en fila contra la pared.

Un hombrecillo cetrino y enjuto —el vendedor encargado de dirigir la subasta— pasó a revisarlos uno por uno. Después de inspeccionar a cada esclavo o esclava con la meticulosidad de un profesional, el vendedor hacía anotaciones en una libreta. Algunos clientes algo impacientes —principalmente caballeros, pero también alguna que otra dama— se asomaban al recinto para ir observando la mercadería.

El vendedor terminó su inspección y, munido de su libreta, traspasó una cortina.

Luego que el vendedor, a voz en cuello, saludara a la concurrencia y dijera las palabras de rigor, el oficial del Juzgado tomó al esclavo más viejo y casi a la rastra se lo llevó tras la cortina. Siempre empezaban por el artículo menos apetecible, yendo de menor a mayor.

El vendedor comenzó a desplegar su oficio, para conseguir el mejor precio por aquel esclavo poco prometedor.

Al cabo de veinte minutos, que incluyeron bromas del vendedor y risas del público a expensas del infeliz esclavo, el mismo fue vendido en quinientos treinta y cinco ruyanes; el precio de un cerdo. Lo que no era poco para tan dudosa mercadería. El vendedor era muy bueno, indudablemente.

Tanto esmero del hombrecillo era comprensible. A él le correspondía el cinco por ciento de la venta de cada esclavo. De ese modo, el Juzgado se aseguraba que el vendedor se esforzaría por sacar el mejor precio posible.

Así fueron pasando otros esclavos, no tan jóvenes o con algún que otro inconveniente. El hábil vendedor iba consiguiendo precios cada vez mayores por cada nuevo esclavo o esclava subastados.

La mujer madura de grandes pechos fue vendida por siete mil ruyanes, y su hija adolescente —no muy agraciada— por veinte mil. Madre e hija, sumadas, no alcanzaban el precio de un buen caballo. Por suerte para ambas, al menos fueron adquiridas por el mismo comprador.

Y llegó el turno de Randhor. El oficial lo tomó de la correa y se lo llevó tras la cortina. Randhor se encontró de pronto al pie de un entarimado. Sobre el mismo, pudo ver de espaldas al enjuto vendedor que continuaba hablando a la concurrencia. Tironeado por el oficial, Randhor subió una despareja escalera, trastabillando con sus grilletes. El oficial dejó al esclavo a cargo del vendedor, y se retiró.

El pobre Randhor estaba conmocionado. Observar a todo ese gentío delante suyo fue abrumador. Miles de ojos, masculinos y femeninos, escrutaban a quemarropa cada parte de su cuerpo, y hacían comentarios sobre lo que veían, sin la menor consideración.

Para la mentalidad de los nihilistanos, un esclavo no era una persona. Una vez estaba allí para ser subastado —calvo, desnudo, con el collar y los grilletes—, los nihilistanos veían un simple objeto, una mercancía, un artículo a adquirir.

Randhor no era una mala pieza. Aunque no era de complexión robusta, era joven, bien conformado y de aspecto saludable.

—Señores, señoras, damas, caballeros... —comenzó a decir en voz alta el vendedor, con su mejor sonrisa—. Qué tenemos acá. Una magnífica pieza, evidentemente, un macho joven y saludable...

Una vez el vendedor hubo proclamado el precio de base, los caballeros y damas interesados fueron invitados a subir a la tarima para apreciar el artículo en subasta.

Una señora entrada en carnes, pero muy suntuosamente vestida, subió pesadamente por la escalinata para los compradores, situada en una esquina de la tarima. Cuatro caballeros se sumaron a la inspección.

La mujer apenas llegaba a los hombros de Randhor. Pero interiormente, el esclavo se sentía totalmente empequeñecido, y la mujer totalmente superior.

Los cinco aristócratas, alentados por el vendedor, comenzaron a inspecccionar al esclavo, dándole vueltas alrededor y haciendo toda clase de preguntas. El vendedor, que no paraba de hablar, las respondía con suma deferencia.

—Podrán comprobar que su dentadura se encuentra en perfecto estado... —decía el hombrecillo a un caballero de espesa barba rojiza que había hecho abrir la boca al esclavo.

De pronto la mujer miró por detrás, y con una mano experta estrujó las nalgas del joven esclavo. Buena consistencia... Rahdhor permanecía con la cabeza gacha, aceptando con resignación todo ese manoseo. Para la mujer, él era una simple mercadería, y quería asegurarse de hacer una buena compra.

En Nihilistán existían muy diversas opiniones sobre cuáles eran las señales que debían observarse en un esclavo para asegurar una buena adquisición. Prácticamente cada caballero o dama de Nihilistán tenía su propio sistema, sin que nadie pudiera asegurar cuál era el correcto.

Uno de los caballeros, un señor de monóculo en el ojo izquierdo, también comenzó a inspeccionar al esclavo. Apresó una tetilla entre el pulgar y el índice y tironeó un par de veces. Estuvo amasando el pezón un rato, como si amasara una bolita, y volvió a tironear con fuerza, como si quisiera arrancarlo. Repitió toda la operación con la otra tetilla, tomándose todo el tiempo del mundo.

Ahora la distinguida señora, satisfecha de su primer examen, llevó una mano regordeta a la entrepierna del esclavo. Con toda naturalidad, tomó un testículo y lo apretó sin la menor consideración. Randhor gimió, juntó las rodillas y se dobló. Los concurrentes cercanos al entarimado soltaron risitas.

Esta inspección era de rigor en la compra de un macho joven. La adinerada señora quería asegurarse que el esclavo sería un buen productor de esperma.

El esperma humano era una sustancia muy apreciada en Nihilistán. Tenía muchas aplicaciones. En toda la extensión de Nihilistán, los esclavos eran frecuentemente ordeñados, como si de vacas se tratase, en establos especialmente acondicionados para ese menester.

Un señor de cigarro en la boca decidió realizar su propio examen al respecto. Con una mano gruesa y velluda le aprisionó todo el escroto y empezó a amasar los testículos, una y otra vez. Lo hacía tan enérgicamente, que a Randhor se le doblaron las piernas. Acto seguido, el adinerado caballero tomó uno de los testículos con tres dedos, lo apretó y aflojó. Y volvió a apretar. El indefenso esclavo gimió de dolor y levantó la pierna, lo que produjo nuevas risas entre la concurrencia. El aristócrata le soltó el testículo, y sin inmutarse le aprisionó el otro. Y nuevamente lo apretó y aflojó y volvió a apretar. Randhor volvió a levantar la pierna hasta donde se lo permintía la cadena, y gimió quedamente.

Cuando aún no había terminado este examen, un tercer caballero, de pelo y barba casi blancos, le tomó el pene con una mano, y con dos dedos de la otra mano echó el prepucio hacia atrás, dejando a la vista el glande rosado, que observó con detenimiento.

El pobre Randhor soportaba impotente todo este manoseo en público, sin saber si era mayor el dolor físico o la vergüenza.

El cuarto caballero, un señor alto y flaco, fue por detrás y con una mano aferró una porción del glúteo del esclavo, apretando varias veces. Hizo lo mismo con el otro glúteo.

Concluyó su inspección haciendo que el esclavo se agachara con la cabeza bien abajo, y colocando los cinco dedos de su mano huesuda en el surco, alrededor del ano. Abriendo los dedos, separó brutalmente ambas nalgas, para poder observar el estrecho orificio.

El hábil y oportunista vendedor aprovechó la situación para soltar una frase ocurrente, que hizo estallar en carcajadas a toda la concuerrencia.

Randhor estaba al borde del llanto, de dolor y humillación.

Por fin, la señora y los cuatro cabaleros se dieron por satisfechos, y muy orondos bajaron del entarimado.

La subasta dio comienzo. Uno por uno, los ofertantes se fueron retirando de la puja. Randhor observaba angustiado las manos que se levantaban y volvían a bajar. La penúltima en claudicar fue la distinguida señora.

Finalmente, Randhor fue vendido en 38.000 ruyanes al señor de espesa barba rojiza (posiblemente, un representante del verdadero comprador).

El oficial del Juzgado subió al entarimado, tomó de la correa al esclavo y lo hizo bajar por la escalera. Lo llevó a un costado del tablado, donde esperaba el señor de barba rojiza. El oficial del Juzgado y el comprador intercambiaron papeles y rápidamente concretaron la transacción.

Mientras esto ocurría, Randhor pudo ver que acababan de hacer subir a la madre joven con sus dos pequeñuelos —un varón y una nena. Madre e hijos se vendían como un solo lote.

Si un esclavo joven y saludable como Randhor era una pieza interesante, una madre joven con hijos pequeños lo era aun más. No sólo porque se trataba de tres esclavos juntos, sino porque la presencia de los pequeños demostraba que la madre quedaba fácilmente preñada. En su momento, esta hembra joven produciría nuevos esclavos para su dueño.

La muchacha lloraba y apretaba contra sí a sus dos hijitos, mientras el vendedor comenzaba su introducción.

Varios clientes subieron al entarimado. Después de revisar la dentadura de la muchacha, comenzaron una minuciosa inspección. Si Randhor se había sentido manoseado y abusado, ahora sintió pena por esta joven mujer.

Lo último que pudo observar Randhor fue a uno de los posibles compradores tironeando de uno de los senos de la muchacha, mientras otro caballero introducía dos dedos en su vagina, vaya uno a saber para qué.

Randhor sintió que tiraban de su correa. El señor de barba rojiza lo llevó fuera del pabellón, como si tirase de un burro, hasta una de las carretas que esperaban estacionadas a un costado del edificio.

El nuevo esclavo fue cargado en la parte trasera del vehículo, junto con otros artículos que el hombre había adquirido esa mañana en el mercado. Un ayudante cerró la portezuela. Un minuto después, se oyó el chasquido del chofer azuzando a los caballos, y el vehículo se puso en marcha.

Allí en la semipenumbra, desnudo y engrilletado, arrumbado entre varias bolsas de abono, algunos cajones de frutas, unos arneses para el arado y otras mercancías, Randhor comprendió hasta qué punto era ahora un simple objeto, un artículo que alguien acababa de adquirir. Y lloró amargamente durante todo el trayecto.