Crónicas de Nihilistán (12, última entrega)

Aquí terminan las Crónicas de Nihilistán. Manchudo se ha convertido, definitivamente, en un perfecto esclavo de señora. Muchas gracias a todos los que han seguido esta serie.

Crónicas de Nihilistán (XII, última entrega)

  1. Esclavo de señora

En Nihilistán, todos los esclavos son muy esclavos.

Pero, sin duda, los esclavos personales lo son aun más.

Y si los esclavos de señor son muy esclavos, qué decir de los esclavos de señora.

Seguramente, no existe en Nihilistán una expresión más acabada de lo que es un esclavo, que el esclavo de señora.

Al cabo de tantos años de vivir a los pies de su ama, sirviéndola hasta en los menores detalles, un esclavo de señora es incapaz de realizar cualquier otra función. Cualquier habilidad o conocimiento que pudiera haber tenido alguna vez, han desaparecido.

Los amos —y en particular las amas— saben que ello deja al infeliz en un estado de absoluta dependencia, haciendo de él un excelente esclavo.

No es que un esclavo de señora sea un inútil, no. Bien mirado, un esclavo de señora posee muchísimas habilidades.

Sabe caminar con la cabeza gacha detrás de su ama, deteniéndose cuando su ama se detiene, y volviendo a caminar cuando su ama vuelve a caminar.

Sabe servir el desayuno, llevar una bandeja, y colocarla exactamente cómo y dónde su dueña lo desea.

Sabe preparar el baño de su ama de acuerdo a sus gustos, hasta en los más mínimos detalles. Y ayudar a su ama a vestirse y desvestirse, de acuerdo a sus manías o caprichos, exactamente como ella lo desea.

Sabe arreglar los pies de su ama. Sabe calzarla y descalzarla, y sabe colocar las chinelas exactamente donde ella las quiere.

Fuera de esas cosas, propias de un buen esclavo de señora, el infeliz no sabe hacer nada.

De este modo, el ama se asegura la total sumisión del esclavo. Incapaz de valerse por sí mismo, y aun de concebir otra clase de existencia, la dependencia del esclavo es total.

..............

Desde el día de su llegada a la casa, la señorita Raddith había comenzado a entrenar a Manchudo para que fuera un perfecto esclavo de señora.

Habían pasado tres semanas. De a poco, Manchudo estaba aprendiendo cómo debía servir el desayuno de su ama, cómo debía apoyar la bandeja en la cama, cómo debía preparar el baño, dónde debían estar las chinelas, etc...

Cada vez que la señorita Raddith salía a alguna parte, por breve que fuera la salida, solía colocarle la correa al esclavo y llevarlo con ella.

Como todo esclavo de señora, Manchudo había aprendido a caminar detrás de su ama, con la cabeza gacha, manteniendo en todo momento una actitud general de completa sumisión. Con sus veinticinco centímetros de cadena, de a poco iba aprendiendo a caminar con presurosos pasos cortitos cuando su ama apuraba el paso.

Hoy la señorita Raddith había decidido que ya era hora que su esclavo aprendiera a acicalarle los pies, una habilidad fundamental en todo esclavo de señora.

La señorita Raddith decidió que lo mejor sería que Manchudo pudiese aprender de Torpe, el esclavo de su madre Handrah.

Para ese menester, el esclavo de la señora Handrah era un auténtico experto. Había tenido mucho trabajo, a lo largo de treinta años. La madre de Raddith gustaba de hacerse arreglar los pies dos veces por semana. En los últimos años, siendo las dos hijas ya señoritas, Torpe había debido ocuparse también de los pies de la señorita Raddith y de los pies de la señorita Khutsy. Prácticamente todos los días debía acicalar los pies de alguna de las mujeres de la familia.

Hoy le tocaba acicalar los pies de la señora Handrah. Raddith se apareció con su esclavo en la habitación de su madre y se sentó en el sillón de al lado.

—Trae lo necesario para hacerme los pies —ordenó la señora Handrah a su esclavo.

Torpe asintió en silencio y salió a buscar los elementos. Debe recordarse que el pobre no tenía lengua (ni la necesitaba, en opinión de la señora Handrah). Sólo podía asentir y emitir sonidos guturales.

Torpe volvió con los utensilios necesarios y se quedó aguardando a que su ama tomara asiento.

Y entonces, algo sucedió.

Mientras Torpe aguardaba de pie a que su ama se acomodase en el sillón, algo bastante escandaloso comenzó a ocurrirle. Algo que podía ocurrir a los esclavos que no habían sido castrados...

La señora Handrah lo notó de inmediato.

—¡Pero...! ¡Qué es eso...! ¡Esclavo insolente, maleducado...! —exclamó la señora Handrah.

En realidad, el pobre Torpe tenía muy poca culpa en lo que le estaba sucediendo. Quienes conozcan la cultura nihilistana, sabrán que difícilmente pudiera deberse a algún pensamiento indebido del esclavo hacia su dueña. Los esclavos nihilistanos se sienten tan inferiores, tan indignos, a tanta distancia por debajo de sus amas, que una tal actitud masculina es sencillamente impensable.

En realidad, es éste un percance que a cualquier hombre puede suceder, sin tener control sobre el mismo, y sin saber por qué está ocurriendo.

De todos modos, cualquiera fuera la razón, se trataba una insolencia mayúscula, que un ama no debía permitir a su esclavo.

La señora Handrah acompañó sus recriminaciones descargando un furibundo y certero fustazo en pleno miembro del infeliz, cortando el percance de raíz....

¡¡¡Chasss!!!

—¡¡¡Aaahhh...!!! ¡¡¡Oaaahhh! ¡Aaaaooohhh! —aulló el desdichado, mientras se tomaba con ambas manos el miembro tan brutalmente agredido, y daba saltitos desesperados para todos lados, con sus pies engrilletados.

La señora Handrah contribuyó a prolongar el grotesco bailecito del insolente esclavo, propinándole más fustazos en el trasero, mientras continuaba increpándolo duramente.

—¡Siempre pensando en chanchadas, puerco inmundo! ¡La próxima vez te la haré cortar, cerdo maloliente!

—¡¡Oooohaaaheeehhh..!! ¡¡Oooheeehaaahhh...!! —gritaba el pobre esclavo sin lengua, tal vez intentando decir: "Sí, Señora", o "Perdón, Señora", o alguna frase similar.

Cuando el infeliz pudo dejar de saltar, su pene colgaba nuevamente inerte, sin el menor indicio de la inoportuna erección de sólo unos segundos antes.

El pene de Torpe, como el de la mayoría de los viejos esclavos de señora, se veía ya muy ennegrecido, de tantos fustazos recibidos a lo largo de una vida. Con tanto castigo, era milagroso que el maltratado miembro aún conservase alguna capacidad de erección...

Superado este inesperado episodio, madre e hija tomaron asiento. A una orden, los esclavos les quitaron los zapatos a sus respectivas amas y se dispusieron a realizar su trabajo. La señora Handrah, como siempre, aprovechó para leer una revista, mientras su esclavo trabajaba en sus pies.

Torpe, todavía hipando luego del incidente de unos minutos antes, se arrodilló ante su ama y tomó una piedra pómez. Con suma delicadeza comenzó a pasar la piedra por los talones del pie izquierdo de la señora Handrah.

A una orden de la señorita Raddith, Manchudo siguió el ejemplo. Tomó una piedra pómez y, sin estar muy seguro de lo que hacía, empezó a pasarla por el talón del pie de su ama.

—Debes empezar por el pie derecho —le dijo la señorita Raddith.

Como era frecuente, cada mujer tenía su propio gusto en cuanto al orden en que su esclavo debía trabajar.

Madre e hija blandían sendas fustas. En el caso de la señorita Raddith, tenía sobre su regazo la mortífera fusta de mimbre, cuya terrible mordedura Manchudo ya conocía muy bien.

La intención de la señorita Raddith no era utilizarla, en realidad, sino asegurarse que el esclavo se esmeraría en hacer su trabajo lo mejor posible. Consciente de la inexperiencia de Manchudo en estos menesteres, la muchacha sabía que debería armarse de paciencia.

Manchudo terminó de pasar la piedra pómez por el talón del pie derecho de su ama, y comenzó con el pie izquierdo. El esclavo intentaba hacerlo bien, observando cómo lo hacía el experimentado Torpe.

Ahora, Torpe tomó un palito de naranjo y esperó a que Manchudo terminara con la piedra pómez. Manchudo lo observó e hizo lo propio.

Con gran habilidad, Torpe comenzó a empujar hacia atrás las cutículas de las uñas de la señora Handrah. Con mucho cuidado, Manchudo se dispuso a hacer lo mismo en las uñas de la señorita Raddith.

La primera uña, la del dedo gordo, bien. La siguiente uña, la del dedo medio, no tan mal. Y al encarar la uña siguiente, ¡ay!, el palito de Manchudo siguió de largo y lastimó un poquito el dedo de la señorita Raddith. Ésta retiró el pie de inmediato.

Manchudo bajó de inmediato la cabeza, esperando recibir un fustazo.

Pero la temida fusta de mimbre no se movió.

—Continúa, y pon más cuidado —fueron las únicas palabras de la señorita Radddith.

—Te dije, hija mía, que ese esclavo tuyo es inservible... —comentó la señora Handrah, levantando la vista de su revista.

Manchudo continuó con las cutículas, poniendo mucho cuidado en cada uña. Por fin, luego de muchas vacilaciones, terminó con la última uña. Si no se tenían demasiadas exigencias, no se podía decir que hubiera hecho un mal trabajo, para ser su primera vez.

Ahora Torpe había tomado una lima y trabajaba rebajando los bordes de las uñas de la señora Handrah. El experimentado esclavo, como siempre, comenzó por el dedo gordo del pie izquierdo. Por allí era por donde a la señora Handrah le gustaba que empezara. Luego el dedo gordo del pie derecho. Y luego los demás dedos del pie izquierdo. Y luego los demás dedos del pie derecho.

A la señorita Raddith, por el contrario, le gustaba que el esclavo comenzara por el dedo gordo del pie derecho. Y continuara con los demás dedos de ese pie. Y luego pasara al otro pie.

Torpe sabía eso. Y también que la señorita Khutsy lo prefería como la señorita Raddith, pero comenzando por el pie izquierdo.

Manchudo, sin dejar de observar cómo lo hacía Torpe, tomó una lima y comenzó a trabajar del mismo modo en los pies de su ama.

Después de limar cada uña, Torpe hacía algo que Manchudo no conocía.

El viejo esclavo de la señora Handrah acercaba su boca al pie de su ama, y pasaba minuciosamente la punta de la lengua por el borde de la uña. La extrema sensibilidad de la lengua, le indicaba si había quedado alguna aspereza que debiese limar.

Manchudo hizo lo mismo, pasando la lengua por cada uña de la señorita Radddith.

Quince minutos después, Manchudo había por fin terminado, y Torpe pasó a la etapa siguiente. Había llegado lo más difícil: el momento de esmaltar las uñas.

Este año se habían puesto de moda los tonos turquesa, verdes o azules.

Torpe tomó pequeñas porciones de algodón y fue introduciéndolos entre dedo y dedo de la señora Handrah. Manchudo lo imitó, dejando los dedos de la señorita Raddith bien separados.

Ahora Mugriento tomó el recipiente con esmalte y una pequeña pinceleta. Manchudo, completamente aterrorizado, tomó también una pinceleta con manos temblorosas.

Torpe, por cierto, sabía aplicar el esmalte en los pies de la señora Handrah con gran destreza. Luego de haberlo hecho dos veces por semana durante treinta años (sin contar los pies de las dos hijas) su habilidad con la pinceleta era notable.

Diez minutos despues, Torpe había terminado. El resultado era admirable. Cada uña de la señora Handrah era una auténtica obra de arte. El esclavo acercó su boca a los pies de la señora Handrah y coemenzó a soplar uña por uña:

—Fffffffffff... fffffffffff... ffffffffff.....

Una manera muy eficaz de acelerar el secado.

El pobre Manchudo, por su parte, iba recién por el esmaltado de la cuarta uña de la señorita Raddith. Y lo suyo, además de lento, era francamente calamitoso. La mitad del esmalte aplicado por Manchudo había caído fuera de las uñas...

Si se tiene en cuenta la belleza natural de los pies de la señorita Raddith, lo de Manchudo era casi un atentado, una profanación, un sacrilegio...

Lejos de estar molesta, la señorita Raddith observaba casi divertida el desastre que su esclavo estaba haciendo con sus pies. Sabía que el pobre se estaba esmerando, poniendo lo mejor de sí, procurando hacerlo lo mejor posible. Ya aprendería...

Mientras observaba a su esclavo esmaltando desastrosamente sus uñas, la señorita Raddith se acordó de su amiga Lornah.

Y pensó que había cosas que también ella, Raddith, necesitaba aprender.

..............

—Debes elegir la fusta apropiada —dijo la señorita Lornah—. Eso es muy importante.

Ambas muchachas se encontraban en la habitación de la señorita Raddith, con sus respectivos esclavos.

Lornah fue hasta el placard, y comenzó a observar el surtido de fustas de su amiga.

—Ésta estará bien para comenzar —dijo la joven, descolgando una fusta de caña, de buen grosor—. ¿Ves? Tiene la punta cuadrada, pero con aristas redondeadas, sin demasiadas asperezas. Y lo mejor de todo, unos engrosamientos en cada nudo, que el esclavo no podrá dejar de sentir...

Mientras tanto, Mugriento, el esclavo de la señorita Lornah, ya se había puesto en posición de recibir su castigo. El desdichado permanecía bien inclinado hacia adelante, con ambas manos sobre la cabeza, y los pies bien separados, hasta donde su corta cadena se lo permitía.

Al lado de Mugriento, aguardaba Manchudo, en la misma posición.

Mientras las dos amigas continuaban platicando, ambos esclavos sollozaban por anticipado. En el caso de Mugriento, sabiendo bien lo que le esperaba.

La fusta de la señorita Lornah, como muy bien lo sabía Mugriento, no era tan inofensiva como la que había elegido para su amiga Raddith.

La fusta de la señorita Lornah tenía la punta cuadrada, con aristas afiladas, y unos gruesos, ásperos engrosamientos cada cinco centímetros.

Ninguno de los dos esclavos había cometido falta alguna.

Sucede que la señorita Raddith, al igual que su hermana Khutsy, se había mostrado interesada en la particular forma de castigo que su amiga Lornah había mostrado en aquella reunión de mujeres.

Pero a diferencia de Khutsy, chiquilina y atolondrada, Raddith deseaba asesorarse bien al respecto.

Las dos muchachas se sentaron al borde de la cama, cada una con su fusta.

—Se trata de una excelente medida disciplinaria —dijo la señorita Lornah, como si se dirigiera a un auditorio—. Combinada con fustazos en las nalgas, es una magnífica forma de castigo, para cuando el esclavo ha cometido una falta grave.

Pasando de la teoría a la práctica, la señorita Lornah separó con la fusta los glúteos de su esclavo. Éste comenzó a lloriquear, al sentir el contacto del temido instrumento. Impasible, la joven colocó la punta de la fusta en la abertura de su lloroso esclavo.

A su lado, la señorita Raddith comenzó a imitarla. Con algo de torpeza, dada su inexperiencia, apartó con la punta de la fusta los glúteos de Manchudo para localizar el orificio de su esclavo. Colocó a la entrada la punta del instrumento. El llanto de Mugriento era contagioso, y Manchudo comenzó a lloriquear y a temblar.

—Ten en cuenta que la finalidad de esta forma de castigo es infligir dolor, no debes lastimar. Los tejidos de esa zona son muy frágiles. Y no quieres que tu esclavo se desangre...

La señorita Lornah asió con firmeza la fusta, y forzó la punta cuadrada del instrumento un par de centímetros dentro del recto del esclavo. La señorita Raddith hizo lo propio.

Apenas sintió el avance de la fusta en su interior, Manchudo dio un respingo. El pobre estaba tan asustado, que hubiera salido corriendo, de no ser porque había desarrollado un carácter extremadamente sumiso, como todo buen esclavo.

—Ten en cuenta que incluso en esa postura, el recto del esclavo corre a cuarenta y cinco grados, de abajo hacia arriba —decía ahora la señorita Lornah, mientras mantenía la punta de la fusta metida en el ano de su esclavo—. La fusta avanzará forzando el recto, sobre todo cuando la introduzcas bien adentro. Con el tiempo, esta práctica hará que la abertura del esclavo se vaya agrandando, ¿ves?

La señorita Lornah acompañó sus palabras, moviendo la fusta de arriba a abajo y de izquierda a derecha. En efecto, el orificio del pobre Mugriento se abría con suma facilidad, los tejidos estaban muy distendidos, no sólo en la entrada, sino hasta varios centímetros dentro.

De un empujón, la señorita Lornah hizo avanzar la fusta hasta introducirla unos buenos quince centímetros. El pobre esclavo gritó¨: ¡Ayyyy...!, juntó las rodillas, y crispó los dedos de los pies.

Raddith asió bien la fusta y avanzó un poco más dentro del recto del pobre Manchudo.

—Las primeras veces, hasta que estés más diestra, te recomendaría no introducir tanto la fusta —dijo la señorita Lornah—. Digamos, cinco o seis centímetros, para comenzar. Con el tiempo, tu estarás más diestra y el ano y el recto de tu esclavo se irán estirando.

La señorita Lornah miró a Raddith.

—Entonces, podrás hacer esto...

De pronto, el brazo de Lornah comenzó a moverse de manera frenética, como si estuviese accionado por una máquina.

—¡¡¡Aaauuugh...!!! —aulló el pobre Mugriento, al tiempo que sus piernas se aflojaron.

¡Yumyumyumyumyummm...!

A todo ritmo, la fusta de punta cuadrada y gruesos nudos entraba profundamente y salía hasta la mitad, sólo para volver a hundirse de inmediato, y volver a salir y volver a entrar... Las piernas del esclavo temblaban, se doblaban hacia adentro, mientras el desdichado lloraba y decía:

—¡Aahhh, aiah, aaaiah, aaahhh...!!!

Tres minutos después, la señorita Lornah dio por terminada esta demostración práctica, orgullosa de su destreza.

El pobre Mugriento lloraba a mares, temblando de pies a cabeza.

Raddith decidió probar con su esclavo.

—¡¡¡Aaaiahhh...!! —fue lo que brotó de la boca de Manchudo cuando la fusta de de la señorita Raddith se introdujo seis o siete centímetros, no más, y empezó a entrar y salir, a cierta velocidad.

—Así, muy bien —comentó la señorita Lornah—. Manténte con esa profundidad y esa velocidad, hasta que sepas hacerlo bien.

Las señorita Lornah decidió acompañar a su amiga, y nuevamente arremetió con su esclavo, que volvió a lloriquear desesperado.

Ambas muchachas estuvieron así, metiendo y sacando sus instrumentos, aumentando el ritmo de sus movimientos.

—¡Yuuumm, yuummm, yummm, yummm... ! —hacían las dos fustas al unísono.

—¡¡Aahhh, aiaaahh, ayyy, aiah...!! —gritaban los dos esclavos al unísono.

De a poco, casi diez minutos despues, las dos amigas comenzaron a mermar el ritmo, con sus brazos casi acalambrados.

Los dos esclavos lloraban sin poder parar.

—Estuvo muy bien, por ser tu primera vez —le comentó la señorita Lornah a su amiga—. Ahora debes hacer que tu esclavo limpie la fusta.

Mugriento, bien amaestrado, se enderezó como pudo, se dio vuelta y abrió la boca. La señorita Lornah metió la punta de la fusta en la boca del esclavo, y éste comenzó a chupar y a pasar la lengua por el instrumento.

—En el caso de tu esclavo, esta vez no has introducido la fusta demasiado —observó la señorita Lornah—. Pero cuando la introduzcas quince o más centímetros, será una buena medida que el esclavo limpie la fusta de cualquier resto desagradable que pudiera quedar adherido. La lengua del propio esclavo es lo mejor para esa tarea.

La señorita Raddith ordenó a Manchudo darse vuelta y abrir la boca. Introdujo la punta de su fusta en la boca del esclavo y le ordenó lamer.

La señorita Raddith estaba complacida de esta sesión. Esperaba que Manchudo fuera un esclavo muy obediente. Pero. cuando cometiera una falta, ella ya tenía más de una manera de castigarlo.

Según consideraba la señorita Raddith, todavía faltaba algo muy importante que debía aprender su esclavo, para convertirse en un buen esclavo de señora.

..............

El sábado a la noche, la señorita Raddith se dispuso a salir con su prometido, el apuesto y elegante señor Kuryan. La muchacha decidió que ya era hora de llevar a Manchudo en su primera salida formal como esclavo de señora.

Para esta ocasión, la señorita Raddith había elegido uno de sus mejores vestidos, de amplia falda de seda en tono malva. Llevaba un peinado de lo más elaborado, y un sombrero de terciopelo no menos ostentoso. Unos lujosos zapatos de cabritilla con puntera descubierta y altos tacones completaban su atuendo. Además de un ampuloso tapado de armiño y, por cierto, una hermosa fusta de caña barnizada, con mango de marfil.

También al señor Kuryan se lo veía muy elegantemente ataviado, con su barba de noble bien acicalada, un fastuoso traje de terciopelo azul oscuro, una capa de raso negro y botas de media caña con ampulosas hebillas y vistosas espuelas ornamentales.

En contraste con tanto boato en el vestir de los amos, la desnudez del esclavo resultaba sobrecogedora. El collar y los grilletes eran lo único que el pobre Manchudo podía oponer a tan lujosa indumentaria de la señorita Raddith y su prometido. Si habitualmente Manchudo estaba desnudo, hoy parecía estar más desnudo que de costumbre, si ello fuera posible.

Esta vez, el joven Kuryan no había traído a su esclavo personal. No era raro que las parejas decidieran llevar un solo esclavo para ambos. Un esclavo bastaba para servir bien a dos personas, y resultaba menos engorroso. Hoy llevarían al esclavo de Raddith.

La señorita Raddith le puso la correa a Manchudo y salió al amplio jardín, donde los esperaba un carruaje de alquiler. La muchacha colocó a su esclavo en la parte de atrás del vehículo, y ambos jóvenes subieron al coche. El señor Kuryan dio la orden de partir, y el cochero fustigó a los caballos. El carruaje partió rumbo al centro de la ciudad.

Siendo una noche de sábado, las calles y avenidas estaban atestadas. Hombres y mujeres, en su mayoría de la aristocracia, se paseaban por las calles centricas, vestidos con sus mejores galas. Se veían caballeros de exuberantes barbas, ataviados con complicados ropajes y ostentosas botas de cuero o gamuza. Y damas con exuberantes cabelleras y complicados peinados, ostentosos sombreros y ampulosos vestidos de raso, y lujosos zapatos de exqusito diseño, de piel de leopardo o cabritilla. Casi todos con su correspondiente esclavo caminando detrás, con la cabeza gacha, el infeliz sin más vestimenta que su collar y sus grilletes.

Así caminaba Manchudo por una calle principal, detrás de sus amos, llevado de la correa por la señorita Raddith.

Kuryan y Raddith tomaron por una callecita lateral e ingresaron a un lujoso salón comedor, donde Kuryan había hecho reservaciones. En el salón de entrada, un camarero de elegante traje se acercó a atenderlos. Con gran deferencia, los guió hasta una mesa en un sector privado. Ambos jóvenes se quitaron sus abrigos, y la señorita Raddith, además, su ostentoso sombrero. Manchudo colocó los brazos en posición, tal como la señorita Raddith le había enseñado. El señor Kuryan depositó allí su capa de raso negro. Lo propio hizo la señorita Raddith con su tapado de armiño, su vistoso sombrero y la fusta de caña. El camarero tomó de la correa al esclavo y se lo llevó hacia el guarda-esclavos.

Se trataba de una larga hilera de compartimentos, donde los clientes del establecimiento podían dejar al esclavo. Allí eran depositados los esclavos hasta que sus amos enviaran por ellos. Cada casillero tenía apenas un metro de lado.

El camarero eligió uno de los cubículos, descorrió la cortina e hizo entrar a Manchudo. El hombre echó la cortina y se marchó.

Manchudo se quedó allí, en la semipenumbra, con las pertenencias de la señorita Raddith y el señor Kuryan depositadas en sus brazos. Era la primera vez que Manchudo era dejado en un lugar como ése. Las prendas de sus amos no debían sufrir el menor deterioro, ni siquiera una leve arruga. So pena de ser terriblemente castigado. A través de los tabiques a ambos costados, Manchudo podía oír algunos ruidos, algún tosido, de los esclavos depositados en los otros compartimentos. A través de la cortina le llegaba el lejano bullicio de las mesas, las risas y conversaciones, el tintineo de los cubiertos, la música de la orquesta, etc...

Si a aquel ambicioso muchacho llamado Randhor, locamente prendado de una joven de la nobleza llamada Raddith, alguien le hubiese dicho entonces que algún día estaría allí, cuidando del tapado de un tal señor Kuryan, mientras el apuesto joven cortejaba a la muchacha, el joven campesino lo hubiera encontrado insoportable, inconcebible.

Pero nada de esos sentimientos había ahora en la mente de este sumiso esclavo llamado Manchudo. Había comprendido que su naturaleza siempre había sido la de un esclavo. Que no podía haber rivalidad alguna entre un noble de pura cepa como el señor Kuryan, y un pobre esclavo como él, tan evidentemente inferior, nacido para obedecer.

Al cabo de un tiempo que Manchudo no pudo calcular, un buen par de horas o más, la cortina se descorrió.

El camarero tomó de la correa al esclavo y lo condujo hasta la mesa donde aguardaba su dueña.

Como el día estaba cálido y agradable, la señorita Raddith sólo tomó la fusta. Ambos jóvenes caminaron hacia la salida, con el esclavo llevando en sus brazos los abrigos y el sombrero.

En el salón de entrada se cruzaron con gente que iba ingresando al comedor. Una señora de cabello platinado, descargaba enérgicos fustazos en el trasero de su esclavo. Vaya uno a saber por qué falta cometida. El desdichado saltaba y saltaba...

—¡Sí, Madame! ¡Ayyy...! ¡Perdón, Madame! ¡Ay! Ay...! —decía el esclavo, mientras su ama continuaba regañándolo y propinándole más fustazos.

Kuryan y Raddith salieron a la calle y caminaron distraídamente por el centro de la ciudad, sin la menor prisa. Manchudo iba detrás, caminando con sus pasos cortitos, con la cabeza gacha, sosteniendo con cuidado los abrigos de sus amos, llevado de la correa por la señorita Raddith.

La pareja llegó a un parque y buscó algún lugar más apartado, donde tener de un poco de intimidad. La señorita Raddith y su novio se sentaron en un banco y comenzaron a flirtear y tontear, como hacen los enamorados. Manchudo permanecía a cierta distancia, con la cabeza gacha y los pies muy juntos, siempre con los abrigos y el sombrero depositados en sus brazos. Kuryan intentó tomarse algunas libertades, que la señorita Raddith aceptó en pequeña medida, y en mayor medida desalentó, como correspondía a una muchacha de su noble linaje.

Antes de dejar el parque, los dos jóvenes decidieron ponerse sus abrigos. Fue entonces cuando el señor Kuryan notó que uno de los bordes de su capa estaba cubierto de polvo. Casi con seguridad, Manchudo había dejado que la prenda tocara el suelo, mientras estaba en el cubículo del guarda-esclavos.

La reacción de la señorita Raddith no se hizo esperar.

—¡Esclavo torpe! —exclamó, blandiendo la fusta—. ¡Mira lo que has hecho!

Y enseguida propinó un fuerte fustazo en el trasero de Manchudo.

—¡Ayyy! ¡Perdón, Ama! ¡Aaay! ¡¡Aaaayyy...!! —gritaba Manchudo, mientras daba torpes salittos y tres fustazos más caían sobre sus nalgas.

—Está bien, mujer, no es para tanto —dijo el joven Kuryan, que en realidad no era mala persona—. Sólo es un esclavo. Ya lo hará mejor...

Raddith comprendía que la falta de Manchudo no era tan grave, siendo su primera salida, y más aun su primera experiencia en el guarda-esclavos. Pero por consideración hacia su prometido, debía castigar severamente a su esclavo, por su torpeza.

Ya de vuelta en casa, la señorita Raddith despidió a su amado Kuryan, agradeciéndole la hermosa velada. Y muy contenta se dirigió a su habitación.

Raddith estaba bastante conforme con el desempeño de Manchudo. Había sido su primera salida, y en realidad no había cometido demasiadas faltas.

En los próximos meses, Manchudo sin duda continuaría mejorando. Pronto, se dijo así misma Raddith, se convertiría en un perfecto esclavo de señora.

..............

Manchudo, ya echado sobre la mullida alfombra de piel de oso, al lado de las chinelas de la señorita Raddith, procuraba dormir.

El pobre era sólo un esclavo, un ser inferior, tal cual lo había comprendido. Haber terminado siendo el esclavo personal de la bella señorita Raddith, nada menos, era lo mejor que podía pasarle a alguien tan inferior como él.

Si las cosas continuaban bien, él sabría ganarse la aprobación de su ama, y algún día la acompañaría al Paraíso, donde ella sería eternamente joven, y él por siempre su esclavo.

Pasar el resto de la eternidad a los pies de la señorita Raddith no era un mal destino para alguien tan indigno como él.

Aunque Manchudo no era más que un torpe esclavo, incapaz de tener otro pensamiento que no fuera servir y obedecer a su dueña y señora, de haber podido expresar sus sentimientos, seguramente así hubieran sido.

..............

La bella señorita Raddith tomó un libro, buscó su sillón favorito, e hizo una seña a su esclavo.

Se trataba de un libro con dibujos y descripciones de trajes de novia. Kuryan y Raddith habían fijado fecha para comienzos del próximo verano.

Manchudo abandonó su rincón, dejó la bandeja en una mesita, y se apresuró a colocarse en cuatro patas delante de su dueña.

De un sacudón, la señorita Raddith se desprendió de sus chinelas, y acomodó sus bellos pies sobre el lomo de su esclavo.

Con su pie izquierdo le dio un golpecito en la cabeza, señal de que estaba muy alto. El esclavo flexionó un poco los brazos y las piernas.

La señorita Raddith le dio ahora dos golpecitos en la cabeza, señal de que estaba demasiado bajo. El esclavo estiró un poquito brazos y piernas.

La muchacha encontró adecuada esta altura para sus pies.

Complacida, la señorita Raddith se estiró morosamente, y frotó con su pie descalzo la cabeza de su buen esclavo Manchudo.

Y continuó su lectura.

FIN