Crónicas de Nihilistán (11)

Khutsy, la hermana menor de Raddith, sueña con tener su propio esclavo. Pero, evidentemente, aún carece de la madurez y responsabilidad que ello exige. El esclavo Manchudo lo sufrirá en carne propia.

Crónicas de Nihilistán (XI)

  1. Khutsy se divierte

Tal vez lo narrado hasta aquí, pueda llevar al lector a pensar que los nihilistanos son naturalmente crueles y sádicos. Nada más alejado de la realidad.

En Nihilistán los esclavos son sólo objetos, dispuestos para comodidad de los amos. Valerse de ellos para todo tipo de servicios, incluso para divertirse, es un derecho natural de los amos, perfectamente normal en la cultura nihilistana.

Por lo general, los nobles nilistanos no actúan con soberbia ni maldad. Y no suelen castigar a sus esclavos más que cuando lo consideran necesario.

De hecho, si un noble nihilistano ha quedado a cargo de un esclavo, ello se debe a que ya posee la madurez y el sentido de responsabilidad que ello requiere.

Aunque esto, en la práctica, no siempre ocurre...

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Ahora que era propietaria legal del esclavo Manchudo, la señorita Raddith decidió aprovechar los últimos días de su estancia en la propiedad del tío Milhan para realizar un cambio final.

—Hola, Sekhus —dijo la señorita Raddith entrando en el taller del herrero.

—Buena tardes, señorita Raddith —dijo Sekhus, con la deferencia de siempre—. ¿En qué puedo servirla?

—¿Sabes que el esclavo Manchudo es de mi propiedad a partir de ahora...?

—Así es. La felicito, señorita...

—Pero aún lleva en la nalga la marca de mi tío —dijo la señorita Raddith—. Mira, te he traído este diseño, ¿ves? Es mi monograma....

—Muy bonito... —comentó el hombre, observando el papel que la muchacha acababa de entregarle.

—Gracias. Lo he estado diseñando desde hace varios meses —dijo Raddith, sonriendo.

La muchacha estaba tan orgullosa de su diseño, que apenas notó que el herrero lo decía de puro cumplido.

En el papel se veían las letras R, L, Z, Y y J, artísticamente entrelazadas. Es decir, las iniciales de la nueva propietaria de Manchudo, Raddith Leithad Zhitran de Yobehey Jubartha.

La muchacha y el hombre conversaron un rato sobre las característcas que debía tener la marca de hierro.

—Descuide, señorita —dijo Sekhus, guardando el papel en un cajón—. Para mañana por la tarde tendré listo el herrete.

—Excelente, Sekhus. Traeré al esclavo a esa hora. ¿Te parece bien?

—La estaré esperando con todo preparado, señorita.

—Nos vemos, Sekhus.

—Hasta mañana, señorita Raddith.

Al día siguiente, la señorita Raddith tomó de la correa a Manchudo y lo llevó al taller del herrero.

Como el pobre esclavo no sabía para qué se dirigían allí, caminó todo el trayecto detrás de su dueña, con la docilidad de siempre, sin dar señales de temor.

Fue sólo al entrar al taller y ver un brasero humeante, del cual asomaban dos varillas de hierro terminadas en sendos asideros de madera, que el desprevenido Manchudo empezó a comprender.

Manchudo, que al fin de cuentas era sólo un esclavo, amaestrado para carecer de orgullo o dignidad, comenzó a llorar. Resignado, como lo estaba, a lo que su dueña decidiera para él, el llanto era lo más parecido a un acto de rebeldía.

El herrero lo hizo subir a la mesa de madera y ponerse boca abajo, cosa que Manchudo hizo con total docilidad, sin dejar de lloriquear. Le sujetó las muñecas a las esquinas de la mesa, y le ordenó separar las piernas, a todo lo que diera la cadena; es decir, veinticinco centímetros. Con unos tornillos especiales fijó los grilletes a la mesa, y por último pasó una robusta faja de cuero por encima de su cintura. Finalmente, hizo entrar un trozo de paño en la boca del esclavo, a modo de mordaza.

Manchudo quedó boca abajo, sollozando, abierto en X, completamente inmovilizado.

La señorita Raddith sintió un poco de pena por su esclavo. Pero era un hecho que todos los esclavos debían llevar la marca de su propietario.

Largamente habituado a marcar tanto reses como esclavos, el hombre tomó impasiblemente uno de los herretes al rojo y lo observó un instante.

Luego se dirigió a la mesa, posicionó el hierro a diez centímetros por sobre la nalga izquierda del esclavo, y sin mayores preámbulos lo bajó hasta la piel desnuda.

¡¡¡Fsssssssssssss.......!!!

Al tiempo que se oía el sonido a fritura de la carne quemándose, un humillo blanco se desprendió de la zona atacada, y un fugaz olorcillo a carne asada invadió el aire.

El esclavo dio un respingo y se sacudió, poniendo a prueba los amarres de cintura, manos y pies. De su boca amordazada salió un grito sordo.

Casi de inmediato, el hombre levantó el hierro y volvió a bajarlo en una zona adyacente.

¡¡¡Fssssssssssssss.....!!!

Lo que estaba haciendo el herrero, en esta primera parte, era tachar la marca de hierro del tío Milhan.

Ahora tomó el otro herrete, el que reproducía el monograma de la señortia Raddith.

El herrero se aseguró que estuviera bien al rojo, y lo posicionó sobre la nalga izquierda del esclavo, a la derecha de la marca anterior. El hierro humeante bajó lentamente, hasta tomar contacto con la piel, y se hundió en ella.

¡¡¡Fsssssssssssssss.....!!!

Esta vez Manchudo se sacudió de tal manera que casi pareció hacer saltar todos los amarres. De su boca amordazada salió un aullido sordo, desgarrrador.

El herrero mantuvo el herrete quemando la carne durante diez segundos. Luego levantó el hierro y observó el resultado con satisfacción. Completó su trabajo aplicando un desinfectante y colocando un par de apósitos en las partes lastimadas.

Mientras el esclavo se recuperaba, la señorita Raddith y el herrero se quedaron conversando un buen rato, en especial sobre la manera como debía ser cuidada la herida.

Cuando Manchudo estuvo en condiciones de levantarse, el herrero lo liberó de sus ataduras y lo hizo bajar de la mesa.

La señorita Raddith le enganchó la correa al collar y se lo llevó de allí.

—Gracias, Sekhus.

—Siempre a sus órdenes, señorita.

Ya en su habtación, la señorita Raddith buscó un lugar en donde hacer descansar al maltrecho esclavo.

A pesar de los ayes y quejidos de Manchudo, esta marcación había sido bastante más benigna que la anterior, hacia poco más de un año.

El herrete encargado por la señorita Raddith era de líneas más delgadas que el robusto herrete del tío Milhan. Por lo que la herida no era tan brutal.

Mejor aun, esta vez Manchudo no tuvo que pasar su convalescencia echado sobre un montón de paja, en el pequeño y maloliente establo, amontonado con los demás esclavos.

La señorita Raddith lo hizo echarse en la mullida alfombra de piel, al lado de su cama.

Y ordenó a la cocinera que trajera a su habitación la comida de Manchudo (comida de esclavos). La señorita Raddith le dejó el plato sobre la alfombra, para que Manchudo comiera sin tener que moverse demasiado.

Por todo esto, Manchudo sobrellevó la convalesciencia bastante mejor que la vez anterior. La herida apenas presentó una ligera supuración el primer día, y rápidamente comenzó a cicatrizar.

De todos modos, la señorita Raddith decidió posponer algunos días su partida, hasta estar segura que su esclavo estuviese en condiciones de viajar.

Cuatro días después, la señorita Raddith se despidió del tío Milhan, agradeciéndole una vez más el bonito regalo de cumpleaños.

Se despidió de su tia, de su prima Nuriah, y de algunos otros familiares y empleados. Y fue a ver a su caballo Relámpago, como hacía siempre antes de marcharse, dejando algunas indicaciones al empleado de la caballeriza.

La elegante joven, con su gata Reina en brazos, subió al carruaje que su tío Milhan había dispuesto para ella.

En la parte trasera del vehículo, en el compartimento del equipaje, junto a varios baúles y otras pertenencias de la señorita Raddith, iba su esclavo Manchudo.

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La residencia de la familia de Raddith ocupaba una manzana entera en la zona más exclusiva de la ciudad.

La más complacida por la presencia de un nuevo esclavo en la casa, no era la señorita Raddith. Sino su hermana menor, Khutsy.

La señorita Khutsy sentía un especial placer en hacerse servir y obedecer por los esclavos, esas criaturas tan evidentemente inferiores.

Hasta ahora, sólo habia podido contar con los dos esclavos personales de sus padres.

Ahora, para gran complacencia de Khutsy, estaba este tal Manchudo, el esclavo de su hermana Raddith.

Khutsy se salía de la vaina por participar del adiestramiento del nuevo esclavo. Cada vez que entraba a la habitación de Raddith, se acercaba a Manchudo. Éste permanecía de pie en un rincón, con la cabeza gacha y la boca entreabierta, sosteniendo su bandeja.

Después de echarle una ojeada al esclavo, Khutsy se dirígía su hermana:

—"Manchudo" no me parece un buen nombre para un esclavo personal, Raddith —hacía notar la jovencita—. Deberías ponerle otro nombre, alguno que le recuerde su lugar. ¿Por qué no "Rata Sarnosa"...?

O bien, deslizaba alguna otra valiosa sugerencia:

—¿Por qué lo tienes de pie, Raddith? ¿Por qué no tenerlo de rodillas...?

Pero fuera de esto, Khutsy no podía hacer gran cosa con el nuevo esclavo. Pertenecía a su hermana Raddith, no a ella.

Si pudiera tenerlo para ella...

Khutsy deseó esto tan fervientemente, que terminó influenciando al destino.

Tres días después, la señorita Raddith quedó en salir con su prometido, el apuesto y elegante Kuryan. Por alguna razón, decidió que no llevaría a Manchudo.

Enterada de esta circunstancia, Khutsy no perdió ni un segundo, y comenzó a insistir a su hermana para que, en su ausencia, la dejara a cargo del esclavo.

Ella, Khutsy, aseguró la jovencita, sabría obrar con responsabilidad y adultez.

Fue tan convincente y conmovedor el discurso de Khutsy, que Raddith se dijo a sí misma que, tal vez, su hermanita hubiera madurado más de lo que había supuesto.

Como quiera que sea, Raddith accedió. Antes de irse, le dio ordenes a Manchudo de obedecer a la señorita Khutsy tal como lo hacía con ella, como si fuera su ama.

Apenas Raddith se marchó, Khutsy envió a uno de los empleados de la casa en busca de Yorkhi y Gynnith, sus dos mejores amigas.

Ninguna de las tres muchachas tenía aún un esclavo personal, pero siempre hablaban de ello, como tantas jovencitas de la aristocracia.

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Manchudo estaba de pie frente a las tres muchachas, con la cabeza gacha y la boca semiabierta, tal como lo había acostumbrado la señorita Raddith. Las tres jovencitas estaban sentadas al borde de la cama de Khutsy, observando al esclavo de pies a cabeza.

—Se llama "Rata Sarnosa" —dijo la señorita Khutsy a sus dos amigas—. Ven aquí, Rata Sarnosa.

—Sí, señora —dijo Manchudo, con la cabeza gacha, acercándose a su ama.

La señorita Khutsy blandía en su mano la mortífera fusta de mimbre de su hermana Raddith. La jovencita intentaba moverla como había visto hacer a su tía-abuela Jashirah.

Khutsy sentía una gran admiración por su tía-abuela, por la gracia y elegancia con que sabía conducir a su esclavo, como una auténtica dama de la nobleza.

Su madre Handrah, pensó Khutsy con tristeza, carecía de clase y distinción. Jamás se la podía comparar con la tía-abuela Jashirah.

—Debes llamarme "Alteza Real" —dijo la señorita Khutsy muy contenta—. ¿Has comprendido, esclavo?

—Sí, señora... —respondió Manchudo algo confundido.

—¡¡ Alteza Real, esclavo ignorante!! —gritó la señorita Khutsy.

La fusta de mimbre se estrelló en el muslo del torpe esclavo.

—¡¡Ayyy...!! —aulló Manchudo—. ¡Sí, Alteza Real... Perdón, Alteza Real...!

—¿Alteza Real...? —preguntó Yorkhi, mirando a Khutsy.

La señorita Yorkhi era algo regordeta, de cara redonda y nariz respingada.

—El esclavo las llamará como usteden se lo indiquen —explicó Khutsy—. Elijan un título, para que el esclavo las llame de esa manera.

Yorkhi, entusiasmada, lo pensó un instante.

—A mí debes llamarme "Vuestra Excelencia" —dijo finalmente—. ¿Has comprendido, esclavo?

—Sí, señora... —respondió Mamchudo, equivocándose otra vez...

—¡¡ Vuestra Excelencia!! ¡Esclavo ignorante! —le gritó la señorita Khutsy, estampando otro terrible fustazo en el muslo del esclavo.

—¡¡Ayyy...!! ¡Sí, Alteza Real... Perdón, Alteza Real...! —aulló Manchudo, mirando luego a la señorita Yorkhi—. ¡Sí, Vuestra Excelencia! ¡Perdón, Vuestra Excelencia!

Las tres muchachas rieron. Era divertido tener un esclavo.

Gynnith, de piel marrón y rostro alargado, decidió elegir un título menos fantasioso que el de sus dos amigas. Hacía tiempo que la señorita Gynnith tenía pensado su título, para cuando tuviera su propio esclavo.

—Te dirigirás a mí como "Milady", esclavo —dijo la señorita Gynnith, muy convencida.

—Sí, Milady —contestó Manchudo, esta vez sin equivocarse.

Khutsy estaba ansiosa por poner en práctica lo que había visto en aquella reunión de mujeres, durante el cumpleaños de Raddith.

Fue a la cocina y volvió con varios frascos.

—Quítame el zapato, Rata Sarnosa —ordenó al esclavo.

—Si, Alteza Real —dijo Manchudo, arrodillándose ante la jovencita y obedeciendo de inmediato.

La señorita Khutsy tomó uno de los frascos y volcó un poquito de almíbar en su pie, en la zona de los dedos, tal cual había visto hacer a la señora Jashirah.

—Lame, esclavo —ordenó la señorita Khutsy estirando el pie, intentando imitar el estilo elegante y majestuoso de su admirada tía-abuela.

—Sí , Alteza Real —contestó Manchudo.

El esclavo comenzó a pasar la lengua por los dedos de los pies de la señorita Khutsy.

Los pies de Khutsy no eran feos, aunque no podían rivalizar con los de su hermana Raddith, y menos aun con los de la tía-abuela Jashirah en su juventud.

Manchudo empezó a lamer sumisamente, sintiendo el sabor salado de los dedos transpirados, mezclados con el sabor dulce del almíbar.

Manchudo no lo hacía tan mal, para ser su primera vez. Sabiendo que la fusta de mimbre estaba allí, lista para entrar en acción ante la menor falta, su lengua se metía en los espacios entre dedo y dedo, procurando recoger cualquier rastro de almíbar que pudiera haber quedado.

—Quítame el otro zapato, Rata Sarnosa.

—Sí, Alteza Real.

La señorita Khutsy tomó otro frasco, el de jalea de membrillo, y volcó un poquito en los dedos del pie.

—Lame, esclavo.

Mientras esto ocurria, Yorkhi estaba fascinada. Su amiga Khutsy sabía hacerse servir por un esclavo.

A tal punto que, apenas Manchudo terminó con el pie de Khutsy, Yorkhi se apresuró a exigir el mismo tratamiento, antes que Gynnith se le adelantara.

—Quítame el zapato, Rata Sarnosa —ordenó la señorita Yorkhi.

Un minuto después, Manchudo estaba lamiendo jugo de frutilla de los dedos de los pies de la señorita Yorkhi. Los pies de la señorita Yorkhi se veían algo regordetes, al igual que ella.

Khutsy le entregó la fusta a Yorkhi, para el caso que ésta no quedara conforme con el trabajo del esclavo.

Gynnith, por su parte, estaba tan impaciente, que ella misma se quitó el zapato y tomó uno de los frascos.

Apenas el esclavo hubo terminado con el pie de la señorita Yorkhi, la señorita Gynnith se apoderó de la fusta, adelantó su pie embadurnado, y ordenó:

—Lame, esclavo.

—Sí... Milady —contestó Manchudo, que además debía recordar cómo llamar a cada muchacha.

Los pies de la señorita Gynnith eran delgados y largos, como ella misma, y en este caso sabían a caramelo líquido.

La lengua del pobre Manchudo continuaba trabajando afanosamente, separando los delgados dedos de la señorita Gynnith, introduciéndose en todos los huecos, y lamiendo hasta no dejar rastro alguno del líquido dulzón.

Apenas había terminado con el pie de la señorita Gynnith, Manchudo se encontró con el otro pie de la señorita Yorkhi, que había dejado sin hacer.

La lengua de Manchudo lamió y lamió...

Y apenas había terminado con el pie regordete de la señorita Yorkhi, se encontró con el otro pie de la señorita Gynnith.

Cuando por fin hubo terminado, Manchudo tenía la lengua casi acalambrada y las mandibulas doloridas de tanto lamer.

Luego que el esclavo hubo colocado los zapatos a las tres muchahas, la señorita Khutsy le ordenó ponerse de pie.

—Sí, Excelencia Real —dijo Manchudo, torpemente.

—¡Alteza Real, torpe, inútil...! —exclamó la señorita Khutsy, estrellando por tres veces la fusta contra el trasero del esclavo.

Éste, con sus escasos veinticinco centímetros de cadena, comenzó a dar saltitos de desesperación, mientras exclamaba:

—¡¡Ayyy... Sí, Alteza Real... Ayyy... Perdón, Alteza Real... Aiayyy...!!

Resultó tan cómica la escena, que Khutsy tuvo entonces una idea.

Fue hasta su escritorio y volvió con un trozo de cinta. Con ella ató varios eslabones de la cadena del esclavo. La cadena era ahora considerablemente más corta.

—Con quince centímetros será más divertido —dijo Khutsy a sus dos amigas.

—Pon tus manos sobre la cabeza, Rata Sarnosa —ordenó la señorita Khutsy—. ¡Y pobre de tí que las saques de allí...!

—Sí, Alteza Real... —balbuceó Manchudo, obedeciendo.

Acto seguido, la señorita Khutsy se colocó junto al esclavo y descargó un tremendo, furibundo fustazo sobre su pobre trasero.

—¡Aiaaahhh... Ayyy... Aaay...! —decía Machudo, dando ahora saltos más cortitos que los anteriores, que casi parecían pasitos de algún baile.

La jovencita comenzó a golpear una y otra vez las nalgas del esclavo.

—¡Baila, Rata Sarnosa!

La señorita Khutsy continuaba castigando el trasero del esclavo, mientras éste daba saltitos, sobre un pie y sobre el otro, y exclamaba:

—¡¡Aaay...!! ¡Sí, Alteza Real...! ¡¡Ay... ayy...!!

Los genitales del esclavo saltaban en todas direcciones, hacia arriba y hacia abajo, hacia un costado y hacia el otro. Las tres muchachas reían a carcajadas. Era un espectáculo muy cómico.

Cuando el esclavo dejó de saltar, Yorkhi tomó la fusta de la mano de Khutsy. Se acercó al esclavo y le propinó un buen par de fustazos en las ya enrojecidas nalgas.

—¡¡Ayyy... Aaay... Ay, ay...!!

El pobre esclavo volvió a repetir la danza, dando más y más saltitos, con sus quince centímetros de cadena.

Yorkhi estaba encantada. ¡Un esclavo era un juguete muy divertido!

Gynnith no quiso quedar atrás, y tomando la fusta de la mano de Yorkhi, descargó tres furibundos fustazos en los ya amoratados glúteos del esclavo.

El pobre esclavo repitió una vez más su pantomima, para gran diversión de las tres jovencitas.

Para cuando las muchachas comenzaron a aburrirse de este juego, quince minutos después, las nalgas de Manchudo eran dos tomates maduros, llenos de marcas rojo oscuro, del que empezaban a brotar gotitas de sangre.

Al ver el trasero del esclavo en esas condiciones, Khutsy recordó el particular modo de castigo que había visto en aquella reunión.

Completamente olvidada de todo lo que había prometido a su hermana Raddith, Khutsy tomó la fusta.

—Ven aquí, Rata Sarnosa —ordenó la señorita Khutsy al esclavo, que aún continuaba llorando.

—Sí, Alteza Real...

El esclavo se acercó caminado con pasos muy cortitos, con sus quince cenímetros de cadena.

—¡Rápido, Rata Sarnosa! —lo interrumpió la muchacha.

—Sí, Alteza Real.. Perdón, Alteza real... —dijo Manchudo procurando apurar el paso.

La manera de caminar del esclavo era tan cómica que Yorkhi y Gynnith no paraban de reír.

—Date vuelta, pon las manos sobre la cabeza e inclínate hacia adelante.

—Sí, Alteza Real... —dijo Manchudo.

La señorita Khutsy apartó con la fusta los glúteos del esclavo y observó un intante el estrecho orificio. Apoyó la punta dela fusta y presionó hacia adelante. Comenzó con cierta timidez, introduciéndola un poquito...

Yum...

—¡Aaay...! —gimió Manchudo, dando un respingo.

Yum... la sacó enseguida.

A Khutsy le gustó, y lo hizo de vuelta.

Yuumm... más adentro.

—¡Aaayyy...!

Yum... hacia afuera.

Y acá, Khutsy se entusiasmó. Esto era muy sencillo. Introdujo decididamente la fusta en el ano del esclavo, y comenzó a meterla y sacarla, como había visto hacer a la amiga de Raddith.

¡Yummmm... Yum... Yummm... Yum...!

Manchudo, sin atreverse a moverse de donde estaba, empezó a gritar desesperado.

—¡¡Ayyy... Aiaaa... Aaayyy...!!

Khutsy no se daba cuenta que la finalidad de esta forma de castigo era infligir dolor, no lastimar. Hacerlo bien requería conocimiento y mucha práctica. Ni siquiera estaba utilizando una fusta adecuada.

Yorkhi, como siempre, no aguantó más, y prácticamente le arrebató la fusta a Khutsy.

Apoyó la punta de la fusta en el orificio del esclavo, y sin ningún cuidado empujó hacia adelante y empezó a meter y sacar.

¡Yum... yum... yummmm...!

El pobre esclavo soportaba como podía, gritando, llorando, separando las rodillas o volviendo a juntarlas.

Rápidamente, Gwinith reclamó su turno.

Gynnith comenzó con cierta timidez, pero enseguida se entusiasmó.

¡Yum, yum, yum,yummm...!

—¡¡Aiaaaaa... ayyy... aia...!! —gritaba Manchudo, sintiendo que lo estaban desgarrando.

De pronto, Gynnith se detuvo en seco. Había sangre en la fusta...

Esto alarmó a las jovencitas, que de pronto recuperaron un poco el control de sí mismas...

Manchudo aún continuaba en la misma posición, inclinado hacia adelante, llorando a mares, con un hilillo de sangre bajándole por el muslo.

Muy frustada por lo poco que había durado la diversión, la señorita Khutsy, lejos de amedrentarse, decidió probar algo distinto.

Se ausentó de la habitación, y volvió enseguida con un trozo de cordel de un par de metros.

La jovencita hizo un lazo con el cordel, y aprisionó con él los testículos del esclavo. Luego ató el cordel a la pata de una de las sillas.

—Ponte en cuatro patas, Rata Sarnosa.

—Sí, Alteza Real —balbuceó Manchudo, con el ano tan dolorido que apenas podía moverse.

—Debes correr la silla hasta aquí —le ordenó la jovencita, con la maldad pintada en el rostro.

Era una distancia de dos metros...

Manchudo, en cuatro patas, con el cordel atado a su escroto y pasando por debajo entre sus piernas, empezó a caminar a gatas, hasta que la cuerda se tensó. Apenas sintió el tirón en sus testículos, se detuvo.

—¡Vamos, qué esperas! —bramó la señorita Khutsy, descargando un tremendo fustazo en el trasero del esclavo.

—¡Aaay...!! —gritó Manchudo—. ¡ Sí Alteza real... Perdón Alteza Real...!

Manchudo intentó avanzar, tironeó y tironeó, sintiendo sus testículos a punto de estallar, sin conseguir que la pesada silla se moviera ni un centímetro.

La señorita Khutsy descargó un nuevo fustazo en el trasero del esclavo

Manchudo, desesperado, empezó a lloriquear, lo que siempre resultaba divertido para Yorkhi y Gynnith.

Azuzado por la fusta y las amenazas de la señorita Khutsy, el pobre esclavo apretó los dientes y pegó un tirón.

—¡¡¡Aaaaaahhhhh.....!!! —aulló el infeliz.

La silla se corrió apenas un par de centímetros.

—¡Más te vale que avances más rápido, si no quieres que te despelleje el trasero!

—Sí, Alteza Real... —gemía Manchudo, intentando tironear.

Al cabo de cinco minutos, Manchudo tenía la cara arrasada de lágrimas, el trasero hecho una masa de carne rojiza de tantos fustazos, y los genitales casi violetas de tanto tironear. Y había conseguido mover la silla treinta heroicos centímetros.

Yorkhi y Gynnith observaban asombradas cómo el escroto del esclavo se estiraba de manera fantástica, mucho más de lo que hubieran creído posible. A esta altura, los testículos del infeliz, aprisionados por el cordel, eran una bola amoratada.

Khutsy se dio finalmente por vencida. Este esclavo era absolutamente inservible. Estaba tan desilusionada que, en un ataque de furia, totalmente fuera de sí, la emprendió contra el inútil esclavo.

Desató el cordel de la pata de la silla y lo sujetó con una mano. Así, tenía al esclavo totalmente a su merced. Con la otra mano, empezó a descargar fustazos sobre el esclavo, al tiempo que tironeaba del cordel..

—¡¡Ayyy...!! ¡¡Aaay...!!

Manchudo se retorcía con cada fustazo. Quedó de espaldas, con las piernas hacia arriba y los testículos brutalmente aprisionados.

La señorita Khutsy la emprendió ahora contra los pies del esclavo.

—¡¡Ayyy... Aaay... Aiaaa...!! —aullaba el desdichado.

En eso estaban cuando, imprevistamente, irrumpió en la habitación la señorita Raddith.

Al ver lo que estaba ocurriendo, la dueña de Manchudo quedó horrorizada.

Manchudo estaba en el suelo, revolcándose en todas direcciones. Su hermana Khutsy sujetaba un cordel que mantenía a Manchudo aprisionado por los genitales. La fusta de mimbre se estrellaba contra toda la humanidad del esclavo. Brazos, piernas, trasero, pies...

—¡¡¡Khutsy!!! —gritó Raddith.

El grito de Raddith resonó con tal fuerza en toda la casa, que Khutsy se detuvo en seco y soltó la cuerda, al tiempo que su dos amigas paraban de reír.

La señorita Raddith se acercó a su hermana. Le quitó de un manotón la fusta, y la arrojó al otro extremo de la habitación.

Manchudo, como ya lo había hecho una vez, corrió a buscar refugio a los pies de su dueña.

—¡Por eso nuestros padres aún no te dan permiso para tener un esclavo! —estalló la señorita Raddith, observando el pésimo estado en que había quedado su esclavo—. ¡Se necesita un sentido de responsabilidad que aún no tienes...!

La señorita Raddith enganchó la correa al collar de Manchudo. Como pudo, el esclavo consiguió ponerse de pie. Echando toda clase de maldiciones a las tres jovencitas, tratándolas de chiquillas malcriadas e irresponsables, la muchacha se llevó de allí a Manchudo, que casi no podía caminar.

Ya en su habitación, la señorita Raddith ordenó a Manchudo echarse en el suelo. Y se puso a inspeccionarlo de pies a cabeza.

En Nihilistán, como se ha dicho, la desnudez de los esclavos es absolutamente normal. La joven revisaba todo el cuerpo de su esclavo, como si revisara a su gata.

Manchudo tenía las nalgas tumefactas de tantos fustazos. Los pies surcados de marcas rojas, con un par de dedos algo machucados. Los testículos se veían congestionados y de color violáceo, de tantos tironeos. Y el ano, muy irritado e inflamado.

Raddith se sentía responsable por lo que había ocurrido. Jamás debió dejar a Manchudo en manos de una chiquilla inmadura y malcriada como su hermana Khutsy.

En lugar de enviar al maltrecho esclavo a su rincón, con su bandeja, la joven le señaló la alfombra de piel de oso, al lado de su cama.

—Échate en la alfombra, hasta que te sientas mejor.

—Sí, Ama —dijo Manchudo, agradecido.

Manchudo pasó el resto de la tarde allí, apaciblemente echado sobre la mullida alfombra junto a las chinelas de su ama, sintiéndose protegido. La señorita Raddith era severa, pero sólo lo castigaba cuando había cometido una falta.

Como tenía por costumbre, la señorita Raddith se echó en la cama a leer. Cada tanto, la joven apoyaba su pie descalzo en la cabeza del esclavo y le frotaba un rato el cuero cabelludo.

Lo cual no dejaba de ser un importante gesto de ternura, por parte de un ama.

(Continuará)