Crónica secreta
Un periodista conoce en una noche de frío a una joven madre desvalida y todo termina en una relación inolvidable.
Crónica secreta
Una de las noches más frías de mi vida la sufrí, hace ya muchos años, en la ciudad de Resistencia, capital de la provincia del Chaco la que curiosamente- es una de las provincias más calurosas de la Argentina.
A quienes no conocen mi país, les cuento que el Chaco es un territorio llano, algo más grande que Portugal, ubicado a unos 900 kilómetros al norte de Buenos Aires. En esa región subtropical, cubierta alternativamente por pantanos y densos montes de árboles espinosos, muy rara vez hacen fríos intensos.
Sin embargo, esta historia me ocurrió una noche en que la temperatura rondaba el cero grado y yo había abandonado el cálido refugio del Hotel Residencial, para llegarme hasta la Terminal de Ómnibus con el fin de tomar un pasaje para el Paraguay.
No bien salí del hotel, un soplo helado me azotó la cara. Las calles, barridas por el viento, se veían desoladas.
Ingresé veloz en la Terminal, frotándome las manos para hacerlas entrar en calor y al dirigirme tan apurado a la boletería, casi pisé los pies de una mujer sentada en un banco, arropándose con una gastada frazada. A su lado estaba el pobre equipaje, constituido por una bolsa y un paquete hecho con papel de diarios.
Cuando de regreso de la ventanilla, ya con el pasaje en la mano, pasaba indiferente al lado de la aterida mujer, oí su voz dirigiéndose a mí:
-Perdone señor, ¿usted no podría pagarme un sandwich?- dijo señalándome un pequeño kiosco donde se vendían salchichas y grasientas hamburguesas.
Me detuve, sorprendido por el tono cortés pero firme y seguro conque hizo el pedido y recién entonces descubrí junto a la joven señora, emergiendo desde un agujero de la frazada, la cabeza de una nena de cuatro años, de ojos negros y brillantes.
Siguiéndome la mirada, la mujer explicó:
-Es mi hija.
-¿Un sólo sándwich les basta, señora?
-Sí, lo comeremos mitad cada una.
-¿Falta mucho para que parta su ómnibus?
-Bastante. Vinimos desde Santa Fe y perdimos la combinación con el coche que va para Pampa del Infierno. El próximo sale recién mañana a las once y no tengo nada más que el pasaje- dijo mostrándome el boleto.
La situación de esa mujer me apenó: eran las 9 de la noche y aún debería esperar catorce horas en la estación abierta y barrida por el viento helado. Era notorio que la chiquita temblaba a pesar de la manta y del calor que le transmitía el cuerpo de la madre.
Pero confieso que también me interesé en ellas porque mi olfato de periodista me hizo sospechar que la historia de esa mujer anónima me daría material para escribir una crónica desgarradora.
Y así fue. La crónica sobre la vida y tribulaciones de esa joven y maltratada señora, que muy joven había abandonado su casa natal en Pampa del Infierno para probar fortuna en Santa Fe, fue publicada en un diario de Buenos Aires y despertó mucho interés.
Pero lo que voy a relatar ahora es la otra crónica, la romántica y muy erótica que por comprensibles razones me abstuve de difundir y que hoy, alterando el nombre de la protagonista, entrego al conocimiento de los lectores como una expiación de mis errores juveniles.
-Señora, ya mismo me iba a cenar al restaurante de la esquina. Vengan conmigo así la nena come algo caliente.
La desconocida se asombró al principio y desconfió más tarde, pero como la necesidad tiene cara de hereje, finalmente aceptó la propuesta.
Esta señora, a la que llamaremos Rosita, tenía veinte años pero los trabajos y penurias sufridos la hacían representar unos treinta. Nadie podría decir, por más buena voluntad que pusiera, que era una mujer linda. Más bien era todo lo contrario: de baja estatura, cara y labios grandes, tenía un cuerpo algo grueso sostenido por dos piernas delgadas y huesudas. El pelo negro y duro, rebeldemente alborotado, descubría su sangre de india toba, también visible en su personalidad sufrida y tenaz.
Mientras comíamos en el calefaccionado restaurante, aviesamente y con mucho disimulo la fui indagando acerca de su vida cargada de fracasos y privaciones.
Su única alegría resultó ser esa nena de piel muy oscura que me sonreía mientras devoraba papas fritas, despreocupada de los dramas que como si fueran cosas normales, me iba relatando la mujer.
-¿Cómo se llama la niñita?
-Rufina, como mi mamá. Pero yo le digo "Rufi". Si hubiera sido varón se llamaría Benigno, como mi papá.
Advertida de que hablábamos de ella, Rufi posó su manito engrasada sobre la mía, y yo, que nunca permito que me toquen con las manos pringosas de grasa o de azúcar, me desarmé ante la confianza e inocencia con que lo hizo esta niña.
Cuando terminamos de comer, ya le había sonsacado a la madre toda la información necesaria para mi artículo periodístico. Pagué la consumición y desperté a la nena dormida con la cabeza al lado del plato. La envolví en mi gabán y la alcé en brazos.
El gélido viento callejero nos azotó sin piedad.
-Rosita, ustedes no pueden pasar la noche en la Terminal con semejante frío. Alójense en el hotel de enfrente, se dan un baño caliente, se acuestan, y mañana toman el ómnibus bien descansadas. Yo le dejo el dinero para pagar la habitación y para que puedan desayunarse y comer algo en el camino a Pampa del Infierno.
Con alguna vacilación, Rosita aceptó pero cuando llegamos a la entrada del modesto hotel se echó atrás.
-No, yo no entro. Tengo miedo.
-¿Miedo de qué?
-No sé... de que se meta un ladrón en la pieza. Prefiero volver a la Terminal.
-¡Pero acá no hay ladrones! Resistencia es una ciudad tranquila.
Todos los argumentos que le di fueron en vano. Había sufrido tanto que llevaba la desconfianza metida en la sangre. Su miedo podía más que las incesantes ráfagas heladas.
-No entro- se empecinó.
-Si la acompaño hasta la puerta de la habitación para demostrarle que es un hotel seguro... ¿se queda?
Pensó unos momentos y luego propuso:
-Sólo me quedo si usted también se queda.
Miré a la fea mujer y tuve ganas de reírme. Pensé con humor que si el pedido me lo hubiera hecho una dama más o menos aceptable, no habría sido necesaria ninguna insistencia para que entrara a sacarme el frío. Pero la imagen de esta muchacha tan poco atractiva, con sus pelos duros, con su frente pequeña, con dientes desparejos manchados por el arsénico del agua chaqueña, no me impulsaba a pasar la noche en su compañía.
Recordé la habitación con televisor y estufa que me esperaba en el Residencial. Allí también me esperaban el cepillo de dientes, el jabón de glicerina imprescindible para mi piel delicada, mis dos pipas inglesas con el cartucho de tabaco egipcio. Mi botella de caña paraguaya Aristócrata, mi radio lista para escuchar el partido que esa noche jugaba River por la Copa Libertadores, la novela de Vargas Llosa que estaba leyendo.
Y mis caramelos de miel y propóleo.
Sopló otra ráfaga helada filtrándonos el frío por los intersticios de las ropas. La cara la de la nena estaba amoratada y eso fue lo que ablandó mi duro corazón.
Entramos.
La pieza del hotelucho era modesta pero prolija y abrigada.
-¿Seguro que se va a quedar? ¿No se va escapar cuando yo me duerma?
-No, señora, no me voy a escapar. Vaya a darle un baño caliente a Rufi.
Al rato salieron las dos del baño con el pelo húmedo. Mientras Rosita acostaba a la nena arropándola con una frazada, yo me metí en el baño para dejarme llevar por el placer de sentir el agua caliente corriendo sobre mi espalda.
Cuando salí, la nena ya estaba dormida en la cama chica. La madre estaba acostada en la cama matrimonial. Enseguida comprendí que esa era una maniobra de la desconfiada Rosita para tenerme cerca y poder evitar que me fugara de la habitación cuando ella se quedara dormida.
Apagué la luz y me acosté a su lado.
Para entonces, la joven madre intentaba dormir, acurrucándose como para expulsar todo el frío callejero instalado en su cuerpo.
El saber que las penurias de la pobre mujer estaban a punto de terminar, que dentro de pocas horas ella y la nena estarían a salvo en la casa paterna de Pampa del Infierno donde no les faltarían alimento ni afecto, me conmovió y despertó mi ternura.
Pasé un brazo por debajo de su cabeza y la atraje hacia mí.
Juro a los lectores -y muy especialmente a las lectoras, que son sumamente sensibles a estas cosas y no suelen perdonar a los abusadores- que hasta ese momento ningún pensamiento libidinoso había cruzado por mi cabeza. Además de la fealdad de mi compañera de cama, siempre me consideré un caballero incapaz de intentar sacar ventaja de la desdichada situación de una mujer.
Pero también debo confesar que en el preciso instante que atraje hacia mí a la poco agraciada muchacha, todas mis buenas intenciones se fueron a pique como el Titanic. Dominado por un impulso atávico, incontrolable, comencé a acariciarle los brazos.
Rosita no protestó pero se puso rígida. Seguí adelante en mi lúbrico e irracional desborde besándole suavemente el cuello. Rosita intentó rechazarme con cierta mezcla de firmeza y timidez, pero no pudo evitar que me apoderara de sus pequeñas tetas.
-¡Señor, yo no esperaba esto de usted!- protestó mientras trataba de desprender mis manos de sus pechos -Creí que usted me protegería, pero ya veo que todos los hombres son iguales.
Sentí una vergüenza enorme.
-Tiene razón, soy un miserable. No sé que me pasa, nunca tuve actitudes como esta, pero ahora no puedo vencer el impulso animal que me domina.
Ella se quedó quieta, como vencida, sin insistir en tratar de desprender mis manos de sus tetas redondeadas.
-Le propongo algo, Rosita: le prometo no intentar violarla, pero usted permítame que la acaricie durante un rato. Creo que así podré calmarme.
Su silencio fue una forma de decirme que se resignaba a aceptar.
Pero intentar calmarme con esas caricias, fue como intentar apagar el fuego con nafta.
Devorado por una lujuria inexplicable, me apoderé sin escrúpulos de su cuerpo, besé sus ojos cerrados, su garganta, sus pechos de pezones finitos y largos.
La oscuridad nos permite desentendernos de la tiranía de la belleza visible y nos deja deleitarnos libremente con las texturas de la piel, con los olores corporales. La luz mortecina que nos llegaba desde el farol callejero me ayudó a gozar de la tersura del cuello y de los senos, de la rugosidad de los pezones, de la aspereza de sus manos curtidas por el trabajo duro. Del suave aroma a sexo recién lavado, de la vellosidad casi crujiente de las ingles, del calor húmedo de su aliento en mi garganta.
Rosita no se resistía pero no participaba de mi pasión descontrolada. Simplemente toleraba mis manoseos. Tanta rigidez, tanta falta de respuesta, hubieran sido suficientes para desalentar al más insensible de los hombres. Incluso yo había desistido, cuando anteriormente me encontré en circunstancias parecidas. Pero esa noche estaba como poseído. Como si fuera el Demonio quién gobernara mis actos.
Puse mis labios alrededor de sus pezones rugosos, rodeados de un aura oscura y los mamé cual un niño de pecho. Primero uno y luego el otro. Después volvía a mamar el izquierdo mientras le apretaba el derecho.
La pobre chica se mantenía quieta, como desmayada. Yo comprendía claramente que me estaba portando como un perfecto canalla, pero seguí adelante. Descendí lamiendo y babeando su vientre hasta alcanzarle el pubis. Venciendo su resistencia le fui separando las piernas para tener a mi disposición esa vulva codiciada, protegida por una densa mata de pelos. Estaba totalmente cerrada. Los pelos me rasparon un poquito los labios y esa sensación me excitó todavía más. Pasando la lengua de abajo hacia arriba, fui explorando la codiciada vulva hasta encontrarle el clítoris.
Cuanto más lamía, más me excitaba y más el Demonio se iba apoderando de mi alma.
Aferrando sus caderas con ambas manos, hundí la lengua en esa vulva tan indiferente a mi pasión y a mis caricias. Después la despojé de su camisa, la hice dar vuelta y fui besándola a todo lo largo de la espalda, desde los glúteos hasta la nuca. Allí le hinqué los dientes y pasando las manos bajo su cuerpo sujeté sus pequeños pechos los que, como diría Federico García Lorca, "se me abrieron de pronto, como ramos de jacintos".
Sin embargo, esa noche yo no estaba para poesías. Mi pene hinchado se le incrustó entre las nalgas, lo que hizo que la muchacha diera por fin señales de vida: temiendo que quisiera penetrarla por el ano apartó bruscamente sus nalgas del miembro enloquecido.
Pero no era esa mi intención ya que nunca me atrajo el coito anal. Solamente lo practiqué algunas veces, casi por obligación, con mujeres que me lo pidieron. Y también cuando hice el servicio militar en la Marina y tuve que pasar un mes de guardia en un remoto faro de Tierra del Fuego en compañía de otro marinero que resultó ser homosexual. Entonces no pude evitarlo: la soledad, la juventud, el viento antártico, me llevaron a dormir varias veces abrazado a mi delicado compañero. Y en algunas ocasiones, cuando él comprendía que yo estaba demasiado excitado, se sacaba los calzoncillos y se ponía boca arriba con una almohada bajo las nalgas para que lo penetrara con más facilidad. Mientras él me acariciaba suavemente los cabellos y me besaba la boca, yo lo sodomizaba con desesperación. Y haciéndome la fantasía de que estaba copulando en la vagina de mi novia, terminaba descargando toda la pasión en el fondo de su ano.
Pero estas fueron excepciones y siempre evité utilizar ese sistema.
Para que Rosita se tranquilizara, la dejé que se volviera a poner boca arriba. En la penumbra creí entrever sus tetas chiquitas y sus ojos cerrados. Sin poderme contener me acosté arriba de ella, separándole las piernas y apoyándole el glande en la entrada de la vagina. Empujé un poquito.
-¡No! ¡Usted me prometió que no me iba a violar!
-¡Por favor! ¡La puntita... meto sólo la puntita y la dejo dormir en paz!
-¡No y no! Usted me prometió que no lo iba a hacer... reprochó antes de largarse a llorar en silencio.
Un débil atisbo de racionalidad consiguió atravesar la tiniebla animal de mi cerebro y me permitió comprender que la situación estaba en un punto límite, más allá del cual era imposible avanzar.
-Bueno, está bien. Mejor me visto y me voy a buscar una mujer en la Terminal.
-No, no se vaya. No me deje sola con la nena, que tengo miedo.
-Quédese tranquila que en media hora estoy de vuelta. Le doy mi palabra.
-No le creo porque ya comprobé que usted no tiene palabra...
-Le prometo que vuelvo.
-No. No se vaya- imploró.
Y luego, bajando la mirada, propuso:
-Si se queda le permito que me haga eso que está buscando.
No bien terminó de hablar, ya estaba montado arriba de ella, que con desgano abrió las piernas ofreciéndome la tan deseada vagina.
En realidad tendría que haberme echado atrás en mis infames proyectos. Un caballero como siempre me jacté ser, no podía seguir adelante, aprovechándose del miedo e indefensión de una madre desvalida. Pero esa noche Satanás me poseía. Esa noche yo no era un cortés caballero del Siglo XVIII, sino un troglodita cavernario gozando una hembra robada a la tribu enemiga.
Sin ningún escrúpulo le empecé a meter la cabeza dentro de la ranura.
Me dolió un poquito y supongo que a ella también porque la vagina estaba seca, señal inequívoca de que la joven no participaba de mis ardores.
Saqué la cabeza para lubricarla con saliva y luego pasé también el dedo bien ensalivado por la entrada de la ranura peluda.
Al volver a metérsela, entró más fácilmente. Metí y saqué la punta un par de veces para ir dilatando suavemente la abertura. Después la fui introduciendo más adentro, lentamente, hasta que la alojé casi toda. Entonces inicié el bombeo y a medida que bombeaba, la vagina se le iba aflojando y humedeciendo aún más.
Ella seguía inerte, como indiferente a lo que estaba sucediendo. En la penumbra observé que tenía la cara vuelta hacia un costado y los ojos cerrados, evitando mirar el rostro de la bestia que la estaba violando.
Sin embargo -tal vez fuera realidad, o tal vez fuera solamente una fantasía de mi mente afiebrada-, me pareció percibir un leve estremecimiento de su cuerpo, acompañado de un casi inaudible gemido. Imaginario o no, el hecho es que ese fantasmal gemido disparó toda mi calentura hacia afuera y me abandoné a la pulsión del violento orgasmo. Pero una fracción de segundo antes de que la leche me comenzara a saltar a torrentes, comprendí que si la dejaba preñada agravaría aún más las desdichas que la venían persiguiendo. Haciendo un esfuerzo supremo saqué el pene de esa vagina conseguida con tan malas artes y derramé el semen entre sus piernas como acostumbraba a hacer Onan, el personaje bíblico.
Con suma lentitud me incorporé.
Quedé arrodillado, la cabeza caída hacia adelante, sin sentir nada.
Nada de nada. Convertido en un cerebro vacío de emociones.
Transcurrió un rato largo, interminable. No sé cuanto tiempo me quedé así.
Después, poco a poco, comencé a recobrar las ideas y los sentimientos. Tomé conciencia de lo que había hecho, de lo ridículo de estar arrodillado al lado de la víctima, con el pene ya flácido y todavía goteando unos hilos de semen, sintiendo en la espalda desnuda todo el frío de la medianoche. Fui a buscar una toalla para limpiar un poco la sábana y para secarme el pringoso miembro.
Después, abrumado por la culpa y el bochorno me desplomé sobre la cama buscando el consuelo del sueño. Me costó un poco dormirme, pero después de un tiempo lo conseguí.
Al despertarme, vi la amortiguada luz del amanecer que entraba por el ventanuco y sentí la cara de la muchacha apoyada sobre mi hombro y su brazo tibio cruzado sobre mi vientre. Traté de levantarme sigilosamente, pero ella me percibió.
-¿Dónde va?- preguntó.
-Voy a darme una ducha y vestirme. No quería despertarla.
-Hace rato que estoy despierta. Quédese que todavía es muy temprano.
-Bueno, pero primero voy un momento al baño.- dije, sabiendo que ella me retenía para reprocharme lo ocurrido.
Fui hasta el baño. Oriné, me refresqué el miembro que estaba un poco irritado por su correría nocturna, me enjuagué la boca y me miré en el espejo esperando que este me devolviera la imagen de mi cara de hijo de mil putas.
Pero no vi nada de eso. Solo observé el mismo rostro de estúpido que me veo todas las mañanas al levantarme con los ojos hinchados y el pelo revuelto. Después de pasarme un poco de agua por la cara y el pelo, comprendí que ya no podía postergar más "la hora de la verdad", es decir, el inevitable momento en que tendría que mirar de frente a Rosita y rendirle cuentas por mi salvaje actitud nocturna. Encendí la estufa para que el baño se fuera calentando, volví a la cama tibia y me arropé con la frazada dándole la espalda.
Ella se me acercó.
-Tomaste frío. Estás helado- dijo compasiva tocándome el cuerpo.
Volvió a apoyar su cara en mi hombro y su brazo me aferró con más fuerza. Yo me ilusioné con que tal vez me perdonaría el abuso a que la había sometido unas horas antes. Le correspondí apoyándole la mano sobre el muslo en una tímida caricia.
-¿Te gustó lo que me hiciste anoche?- me interrogó.
-Físicamente, sí. Pero moralmente me siento muy culpable por haberte obligado a eso. Estoy avergonzado.
-Sin embargo la vergüenza no te impidió dormir como un lagarto al sol. Incluso roncaste.
-¿Ronqué mucho?
-Bastante. Yo te sacudí porque tenía miedo de que te ahogaras.
-¿Y no hubieras deseado que me ahogara después de lo que pasó?
La morena apoyó su boca húmeda sobre mi hombro y me mordió suavemente.
-No seas tonto. No fue tan grave como para desearte la muerte. Además, lo hecho, hecho está. Con tu muerte no repararía nada
Se calló y volvió a morderme el hombro.
-¿Sabés que me gustó de vos? Que a pesar de lo excitado que estabas, a último momento hiciste el esfuerzo de eyacular afuera para no dejarme embarazada. En realidad eso no era necesario porque hace poco tuve el período menstrual. Pero tu actitud me demostró que en el fondo no sos una mala persona.
No supe que contestarle.
Ella volvió a la carga.
-¿Y sabés otra cosa? A pesar de mi enojo hubiera preferido que me acabaras adentro, porque que al acabar afuera habrás sentido mucha frustración. Y eso me dio lástima por vos, que fuiste tan bueno conmigo y tan tierno con la nena. Además, te diré un secreto: me hubiera gustado sentir como te sacudías cuando eyaculabas.
Simultáneamente con el gran alivio moral que me produjeron sus palabras, percibí ese leve tironcito interior que indica que el miembro está tratando de pararse. Ella también debe haberlo presentido porque poco a poco fue bajando su mano a lo largo de mi vientre hasta posarla sobre el miembro en proceso de erección. Allí la dejó quieta, como abrigándolo. Luego empezó a acariciármelo delicadamente.
-Anoche no te hice así. ¿Te gusta?
-Muchísimo. Haceme un poquito más.
-¿Así?- preguntó mientras me lo apretaba y comenzaba a masturbarme lentamente.
-Sí. Así, así.
Me enderecé para besarle la garganta. Con la mano izquierda cubrí uno de sus pequeños senos.
-Ahora me voy a desquitar por lo que me hiciste anoche. Ahora te voy a hacer sentir lo que es ser violado- amenazó.
Antes de que yo pudiera reaccionar, la chica se sentó a horcajadas sobre mi vientre y sin soltar el endurecido pene lo puso en la puerta de la vagina. No hizo falta que le lubricara la cuevita con saliva porque ya estaba totalmente mojada. Meneando suavemente las caderas lo fue haciendo entrar hasta el final.
Me miró sonriendo. Luego, inclinándose, apoyó sus tetitas contra mi pecho y me besó en la boca.
-¿Viste?- me dijo -¿Viste como me estoy vengando? Ahora te voy a coger yo a vos.
-Sí, ya sé que me merezco este castigo.
Bajando y subiendo su cuerpo hacía que mi miembro se deslizara hacia adentro y hacia afuera a lo largo de su tubito vaginal, húmedo y caliente.
De pronto se detuvo. Dejando salir mi pene por completo se tiró de espaldas en la cama con las piernas abiertas.
-Vení, subite arriba- me exigió acompañando su orden con un empujón de su brazo.
Cuando estuve arriba, abrió aún más sus piernas y condujo mi pene a la puerta de su vagina.
-Metémela hasta el fondo que quiero sentirte cuando acabes- susurró -¿Viste que ahora soy yo la que da las órdenes?
Le enterré el miembro en su totalidad.
La abracé con pasión y ella correspondió a ese abrazo cruzando sus piernas por detrás de las mías como para impedir que me escapara.
-La siento toda adentro, mi amor, toda.
Yo la besaba en los ojos, en la boca, en el cuello mientras me movía para adentro y para afuera.
-¡Esperá... esperá, por favor!- gimió -¡Esperá, que no quiero acabar tan pronto!
Me detuve unos instantes dándole tiempo a que se calmara. Luego retomé el movimiento de ida y vuelta mientras mis dedos apretaban suavemente sus pezones.
-¡Ay, ay! ¡Me gusta mucho! ¡Cómo te quiero! ¡Me hace cosquillas la cabecita! ¡Ay, como siento la cabecita adentro!
Momentos después, explotó.
-¡Ya no aguanto más, voy a acabar papito! ¡Movete más rápido! ¡Ay, acabo, acabo!
Se sacudió con violencia.
-Acabé, acabé, mi chanchito. Ay... ¡qué bien que acabé!
Yo tampoco pude contenerme más y comencé a eyacular. Ella lo percibió y me abrazó más fuerte.
-¡Acabame, rico, acabame adentro!- me incitaba acompañando mi orgasmo -¡Así, acabá así! ¡Me gusta sentir como me acabás adentro! ¡Me gusta mucho!!
Le llené la vagina de semen sacudiéndome como un potro salvaje.
Después empecé a calmarme y al rato estaba como muerto. Salí de encima de ella y me tiré de espaldas en la cama.
Rosita se arrodilló a mi lado mirándome con una sonrisa.
-¿Viste cómo me vengué por lo de anoche?- susurró, e inclinándose, me besó en la boca.
La abracé, y así nos quedamos dormidos un largo rato. Al despertarnos miramos la hora. Aún faltaba bastante para las 11 y aprovechamos para conversar. En esa charla me contó muchas más cosas que las que me contara la noche anterior. Intimidades de su vida que por ética no incluí en la crónica publicada en Buenos Aires.
Sólo diré que también me habló de Pampa del Infierno, pequeña población dedicada al cultivo de algodón, la lechería y la explotación forestal. Allí vivía gran cantidad de europeos. Muchos rusos, alemanes, polacos, judíos, mezclados con los criollos y los indígenas del lugar. Indígenas de los que ella descendía.
Y me habló de sus padres, que esperaban ansiosos el regreso de la hija pródiga y de su nieta Rufinita. Me habló de su mamá Rufina, fabricante de mermeladas hechas con frutos de la región. Y de don Benigno, su padre, hábil mecánico de tractores, desmotadoras de algodón y de otras máquinas agrícolas.
Tanto y tan bien me describió a sus padres, que le comenté que gustaría conocerlos.
Se incorporó de un salto con la mirada resplandeciéndole.
-¿En serio decís que vendrías a visitarnos en Pampa del Infierno?
-Sí, iré.
-¿Cuándo?- preguntó ansiosa con su sonrisa de dientes desparejos que me pareció la más hermosa del mundo.
En ese instante inolvidable, comprendí que estaba irremisiblemente enamorado. Tal vez por su dulzura. Tal vez por la piedad que me produjo su desprotección ante la crueldad del mundo.
-Ahora tengo que ir hasta Asunción a hacerle una entrevista a un ministro paraguayo. Desde Asunción regreso en avión a Buenos Aires, allí proceso los materiales y los entrego al diario. Una vez que quede libre, dentro de quince o veinte días, iré a visitarlas a las dos en Pampa del Infierno.
Me dio un beso apasionado. Ese beso me pareció tan dulce como el mango, la fruta subtropical con que su madre preparaba jaleas.
Nos abrazamos nuevamente, sus tetas contra mi pecho y sus piernas entre las mías. Volvimos a dormirnos algunos minutos, como olvidados del que el tiempo transcurría sin esperarnos a nosotros.
-Rosita, se acerca la hora, andá a ducharte.
Al ingresar al baño, Rosita dejó la puerta entreabierta, lo que para mí fue una tentación irresistible. Me contuve por unos minutos pero finalmente me levanté y entré.
La sorprendí sentada en el inodoro.
-¡Andate! ¿No ves que estoy por hacer pis?
Sin contestar, me arrodillé delante de ella, abrazándole las piernas y apoyando mi cara entre sus muslos.
-Andate. Dejame hacer pis, puerco.
-Hacé así- respondí apretando más mi rostro entre sus piernas.
Refunfuñó un poco pero cedió. Instantes después oí el ruido que hacía el chorrito de pis cayendo al inodoro.
-Bueno, ya hice. Ahora levantate que me tengo que secar.
-No te seques. Vení que nos bañamos juntos y te lavo la cuevita.
Tomándola de la mano la llevé a la antigua bañera de hierro enlozado, corrí la cortina y regulé el flujo y la temperatura del agua caliente.
La puse de espaldas a mí y comencé por enjabonarle la espalda, el cuello, los hombros. Durante esa maniobra mi miembro, nuevamente endurecido, hizo contacto con sus nalgas. Estirando los brazos le fui enjabonando las tetas. Los pezones se le pusieron duros y muy excitada, ella meneó sus nalgas contra la pija provocadora.
Le apreté un poco las tetas mientras le deslizaba el miembro enjabonado entre los glúteos, de arriba hacia abajo.
-¿Te gusta como te lavo el culito?
-Sí, me gusta mucho como me pasás ese cepillo tan suave que tenés.
Pasando la mano por atrás de su cuerpo tomó el "cepillo" y lo frotó ella misma por la abertura anal.
La di vuelta y la miré de frente.
Era notorio que ella tenía vergüenza de su fealdad. Y es que realmente era fea. No desagradable, pero sí fea. Sin embargo su sonrisa era tan alegre y luminosa que conquistaba de inmediato.
Yo estaba deslumbrado, y aun lo estoy después de tantos años. No podía dejar de mirar y de acariciar ese cuerpo poco armónico, de piel oscura y pezones casi negros, pero tan terso al tacto, tan blando y afectuoso en el abrazo. Con un olor suave, afrodisíaco.
Supe que ya nunca podría romper el hechizo que me unía a esa cautivadora descendiente de indios tobas.
Bajo la ducha caliente la abracé, y mordiéndole el labio inferior apoyé mi pene encabritado contra el pelaje negro de su sexo. Ella respondió al beso con pasión, apretándome con sus brazos. Y doblando las rodillas hacia adelante, separó las piernas para que el falo hiciera mejor contacto con la vulva.
Me agaché un poco para meterme entre sus piernas y lancé el miembro contra la mágica abertura de Rosita. El miembro se le metió como una anguila en su cueva. Ella lo recibió con un gemido de gozo.
La vagina estaba bien lubricada con sus propios humores y como además, el pene estaba enjabonado, el coito fue sumamente fácil y placentero. El chorro de la ducha nos caía sobre las cabezas. Ella alternativamente se reía o gimoteaba. Después pegaba sus labios a los míos, ponía sus manos sobre mis riñones y me atraía hacia ella, tratando de que la pija se le metiera un poquito más adentro de lo que ya le había entrado.
-Ay, mi querido... ¡cómo te estoy gozando! ¡Cómo te la siento en el fondo!
Comprendiendo que ambos íbamos a acabar, se la saqué. Quería que esa hermosa mañana de amor durara por lo menos unos minutos más.
De inmediato me ensañé con sus oscurísimos pezones: los lamía, los mordisqueaba suavemente, pellizcaba los dos a la vez. Le mordía la garganta como haría un jaguar con una gacela recién capturada a la vez le introducía el índice en la conchita.
-¡Papá... no aguanto más! ¡Quiero acabar! ¡Quiero acabar!!!
-Bueno, ¿cómo querés que te haga?
-Me da vergüenza decirte...
-No seas tonta. Decime como querés.
-Bueno... ¿te acordás que anoche, cuando yo estaba enojada, me pasaste la lengua por acá abajo?- y al decir esto tomó mi mano y la llevó hasta su vulva.
-Sí. ¿Querés que te haga de nuevo?
-Sí. Nunca me habían hecho eso y me estremecí mucho cuando sentí tu lengua. En ese momento pensé que no iba a poder evitar el orgasmo, pero como estaba furiosa con vos, me hubiera dado rabia que me hicieras acabar.
Tomé un toallón del perchero para secarle el cuerpo, especialmente la parte peluda en la que le iba a dar el placer solicitado. Después le cubrí las espaldas con otro toallón seco y la hice sentar en el borde de la bañera.
Arrodillado frente a su vulva, fui separando los ensortijados pendejos negros hasta tener ante mi vista la entrada al templo de la felicidad. Aparté un poco los labios vaginales para que la abertura quedara delante de mis ojos. Me pareció notable el contraste entre lo oscuro de los pelos y el color delicadamente rosado de la caverna.
Durante un rato miré extasiado esa conchita turbulenta. Después apoyé allí la boca, bien abierta para abarcarle toda la vulva y entibiársela con mi aliento. Sus manos apretaron mis hombros en clara señal de que el cálido vapor que le exhalaba mi boca le producía una sensación placentera.
Introduje la lengua en el precioso agujerito.
-¡Ay! ¿Qué me estás haciendo? ¡Ay... que lindo que es! ¡Que lindo... !
Arrastré la lengua por toda la abertura recorriéndole los labios, el clítoris, el orificio de su culito cerrado.
-¡Puerquito...! ¿no te da asco ponerme la boca por ahí atrás?
Por toda respuesta volví a lamerle el ano un largo rato para terminar apoyándole la punta de la lengua en el puntito exacto del culo.
Se oían sus amortiguados suspiros, los que me hacían calentar aún más de lo que ya estaba.
Ensalivándome el dedo índice, lo froté suavemente en el esfínter anal y con mucho cuidado se lo hice entrar. No demasiado pues no quería lastimarla. Apenas una falange. Simultáneamente, con la lengua le rocé el clítoris.
-¡Ay, papito... me atacás por ambos lados! ¡Seguí, seguí...!
Ensalivando otra vez mi dedo índice, se lo introduje nuevamente en la abertura anal a la vez que le introducía totalmente el pulgar de la misma mano en la vagina. Era un efecto de pinzas. En esa posición le lamí el clítoris hinchado.
-¡Ay, mi amor... ! ¿Qué me hacés que es tan lindo?
Sin contestar, proseguí lamiendo esa pequeña pijita femenina que tanto placer les causa a ellas... y a nosotros.
-¡Mi amor divino... haceme más... no te pares!
La presión espasmódica que el anillo muscular del esfínter ejercía sobre la punta de mi dedo, me permitía detectar cada oleada de placer que la invadía. De pronto esa presión del ano sobre mi dedo comenzó a aumentar y sus espasmos se aceleraron.
-¡Ay, bichito... voy a acabar! ¿Sentís que voy a acabar? ¿Sentís como mi culito te apreta el dedo?
No podía contestarle pues tenía toda la boca ocupada con su vulva. Ni tampoco ella esperaba una respuesta verbal. Sólo quería más lengüetazos y más masaje digital en los sensitivos orificios.
-¡Acabo, querido... acaaabo!
Le introduje un poco más el dedo en el interior del recto.
-¡Estoy acabando, papá!! ¡Estoy acabando!!
Le inserté totalmente el dedo en el ardiente culito a la vez que le revolvía el pulgar en la vagina. Ella me apretó la cabeza con sus manos, como temiendo que retirara mi boca de su concha.
-¡Qué lindo... qué lindo!- gemía con el cuerpo convulsionado por el orgasmo.
Fui espaciando mis lamidas, a la vez que pausadamente le iba retirando los dedos de sus aberturas. Finalmente se quedó quieta y callada, abrazada a mi cabeza.
Luego de un rato me puse de pie con el miembro duro y levantado como si hiciera meses que no eyaculaba. Ella alzó la mirada hacia la pija encabritada. La acarició con delicadeza pasándole un dedo por todo su largo. Le llamaron la atención las venas hinchadas del miembro y las exploró apretándolas suavemente con la yema de su índice.
-¡Qué dura la tenés!
Le besó la punta y le pasó la lengua por el frenillo.
-Esto no puede quedar así. Hay que deshincharla enseguida- dijo apretándola con toda la mano.
Levantó la cabeza mirándome a los ojos y sonriendo.
-Ahora te voy a hacer lo mismo que me hiciste a mí.
Y tomando mis testículos con la mano izquierda y el nacimiento del pene con la derecha, acercó al glande sus gruesos labios. Lo tanteó con la punta de la lengua como para calcular su tamaño.
-Mi amor, te la voy a chupar toda. Quiero que me acabes en la boca. Quiero sentir como se te hincha y te late cuando eyaculás. Te la voy a chupar mucho, mucho. Así...
No sé como hizo, pero la cuestión es que le entró casi toda en la boca. Casi hasta los pelos.
Me la empezó a chupar.
Lo hacía con tanto fervor y delicadeza que sentí una dulce electricidad que desde el glande se me difundió por todo el cuerpo. El leve frío que había tenido momentos antes en la espalda, desapareció por completo reemplazado por la tibieza que su boca transfería a mi pene.
Me excitaba todavía más oír el ruidito que producía al succionar y ver sus labios, lujuriosamente cubiertos de saliva, moviéndose alrededor de la pija como una serpiente yarará intentando devorar a su víctima.
De pronto me llegó la incipiente sensación de que se acercaba el orgasmo.
Rosita seguía chupando y mirándome a los ojos. Su mirada denotaba alegría por comprobar que me estaba ocasionando un placer inenarrable. Sentí una inmensa ternura y gratitud por esa mujer, tan golpeada por la vida, que era feliz por hacerme gozar amí.
El orgasmo comenzó a producirse, partiendo del miembro tan intensamente succionado, hasta irradiarse a todo mi organismo. Quise contenerlo un poco más, pero el espasmo superó mi voluntad.
El primer chorro me saltó breve, como con timidez. Luego comenzó a saltar el resto, chorro tras chorro descargados convulsivos en esa boca tan complaciente y tan cálida. En los últimos estertores de la eyaculación la sujeté por la nuca mientras sus ojos seguían mirándome risueños.
Una vez calmado, tuve piedad de la chica y le saqué la manguera de la boca. De entre sus labios sonrientes se comenzó a deslizarse una larga baba de semen.
-¿Te gustó, papito?- inquirió tomándome los glúteos.
-Sí, mi amor. Fue hermoso. Lo más hermoso que me ocurrió en la vida.
Puestos de pie, las mejillas pegadas, nos abrazamos largo rato bajo el agua caliente que caía sobre esos dos cuerpos transformados en uno sólo.
Su cuerpo se sacudió levemente. Comprendí que estaba llorando.
-¿Qué te pasa, Rosita? ¿Porqué estás llorando?
-Porque presiento que no nos vamos a volver a ver.
Yo también tuve deseos de llorar, pero por ese ridículo pudor que tenemos los hombres me contuve.
-Tonta. Dentro de quince días estaré en Pampa del Infierno para poder besarte a vos y a Rufinita.
Nos volvimos a abrazar bajo la lluvia caliente.
Una vez secos y vestidos, despertamos a la nena. La madre le lavó la cara pero yo exigí tener el privilegio de peinarla. Con ayuda de la mano y el peine fui ordenando ese cabello rebelde, pero oscuro y brillante como la noche. Se notaba que Rufinita se sentía tan feliz como lo estaba yo, se notaba que veía en mí al padre que no tenía y que tanto necesitaba.
Salimos a la calle donde el aire estaba aún más frío que en la noche anterior, pero ya el sol chaqueño brillaba en todo su esplendor.
En una tienda cercana compré una muñeca, un gorro de lana y una manta abrigada para la nena. A la madre le compré un bolso y sabiendo que era muy creyente, también le compré un rosario hecho con cuentas de obsidiana negra de la cordillera.
Enseguida fuimos a desayunar en el bar de la Terminal de ómnibus. La nena sentada en mi falda, apretaba su muñeca nueva y abría la boca para yo le fuera poniendo pedacitos de pan y mermelada. Y cada tanto un trago de chocolate. Cuando terminó le limpié los labios con la servilleta y le pregunté:
-¿Te gustó el chocolate?
-Sí, papá.
Al oírle decirme "papá", me pareció que la tierra se estremecía bajo mis pies. Si no fuera porque estaba en el Chaco, donde jamás hay terremotos, hubiera creído que estaba ocurriendo un sismo.
Definitivamente comprendí y acepté que esa niña sería la hija que no tuve. La hija que inesperadamente el azar ponía en mis manos.
El ómnibus entró en andén en busca sus pasajeros. En realidad venía con toda crueldad en busca de esos dos imprevistos amores que acababa de regalarme la vida.
Me quedé parado junto al ómnibus, frente a las ventanillas empañadas por el frío. Desde adentro, la mano de Rosita despejó el vidrio del vapor condensado. A través de ese hueco vi la cara de la nena sonriéndome y haciéndome "¡Chau, chau!" con la manito. Aún era muy inocente como para comprender las tristezas de las despedidas.
Más atrás me sonreían los dientes desparejos de la madre, que con gestos me preguntaba si era verdad que nos volveríamos a ver. Con la cabeza le dije que sí. Que me esperara.
Hasta que el coche desapareció doblando en la esquina, seguí viendo los profundos ojos negros de la nena que me había llamado papá.
Pero nunca fui a Pampa del Infierno.
Días antes de viajar hacia allá, estallaron en la Argentina terribles convulsiones políticas en las que me vi involucrado. Las persecuciones, la clandestinidad y largos años de exilio en la generosa Holanda, me separaron de todo lo que amaba.
Al retornar, ya nada era igual. Yo mismo, envejecido, era apenas una borrosa sombra del que partió.
No fui a buscarlas y ya es tarde, demasiado tarde, para hacerlo.
Hoy sólo me mantiene aferrado a la vida, el pensar -especialmente en las noches muy frías- en la desconocida Pampa del Infierno, pequeña ciudad a la que imagino como un cofre cerrado. Como un estuche donde se conserva intacto, el reflejo de esos dos amores imborrables con los que el destino intentó iluminar mi azarosa existencia.
Jorge Hiriart
Buenos Aires, 22/09/03