Crónica de una venta necesaria.

Cuando el hambre aprieta y, por más que te esfuerzas, las cosas no mejoran...¿qué más te queda?

15 de Septiembre de 2005.

Algún lugar de la Sierra de Oaxaca, México.

7:43 a. m.

Haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas, María despidió a su hija con una bendición. La jovencita no estaba enterada, pensaba que salía a recolectar leña para el fogón y que, junto con su padre, regresaría como siempre para la hora del almuerzo, pero esa sería la última vez que vería a su madre y la última bendición que recibiría de ésta.

Xóchitl no lo sabía, pero hacía tiempo que las cosas no pintaban bien para su familia. La verdad es que por aquellos rumbos del país la vida no es fácil, pero sus padres nunca habían dejado de llevar al menos tortillas y chile a la mesa. Ella, su madre, vendía modestas artesanías a la orilla de la carretera, a donde llegaba caminando más de cinco kilómetros diarios. Él, su padre, trabajaba por unos cuantos pesos en una hacienda situada a tres horas en caballo. Ambos se partían la espalda para que nunca le faltara comida a sus tres hijos, pero ya no les quedaban más vértebras. El gobierno cerró la carretera debido a una obra que, fieles a su costumbre, dejaron inconclusa y María perdió por ello algo más que sus clientes. El caballo murió por falta de dinero para comprarle sus vacunas y Pedro, a falta de transporte, vio reducida su jornada y, por lo tanto, su de por sí miserable salario. Habían resistido esos embates por mas de un mes gracias a la misericordia de Dios, pero esa piedad para con ellos se había terminado. Estaban desesperados y no tenían otra opción. Decidieron desprenderse de una hija en lugar de perder a los tres.

María apretó los puños para no derramar una sola lágrima, no quería que su niña se preocupara. Levantó el brazo y, mientras agitaba la mano diciendo adiós, vio como su esposo y su hija se perdían poco a poco entre la maleza. Cuando eso sucedió, se convenció de que no había vuelta atrás y entonces se derrumbó. Cayó de rodillas y estalló en llanto.

9:08 a. m.

Juan y José se sentaron a la mesa...o mejor dicho a la piedra y preguntaron por su padre y hermana. María no supo que contestarles, así que se quedó callada. Los chamacos insistieron una y otra vez, extrañados de no verlos sentados con ellos, como siempre. Su madre se limitó a rezar porque no la siguieran cuestionando, como si no supiera que las oraciones ya no le servían a esas alturas. Repartió los chapulines asados en tres porciones y, con un gesto de asco que lo decía todo, empezaron a comer.

11:26 a. m.

Un hombre que desprendía felicidad por cada poro entró al baño y abrió la regadera. Se trataba de Eulalio Jiménez, propietario de la hacienda donde Pedro trabajaba. Estaba contento porque el día de sus sueños había llegado. Luego de meses de insistencia, su empleado había aceptado la propuesta de intercambiar pertenencias. Había bastado con inyectarle un virus al caballo de éste, para finalmente obtener el sí que cientos de inútiles frases de convencimiento no pudieron conseguir. El día había llegado y él deseaba estar limpio para la ocasión.

Las gotas de agua comenzaron a chocar contra su cuerpo y él imaginó que se trataban de las caricias de su próxima mujercita. Tomó la esponja y, como si se tratara del sexo de ella, la llevó a su entrepierna rodeando su verga, despierta ya por las fantasías que el lujurioso sujeto dibujaba en su mente. Empezó a moverse lentamente de atrás hacia adelante, simulando el ritmo de una follada. La velocidad de sus maniobras y el salvajismo de sus pensamientos subieron de tono conforme el tiempo transcurrió. De su boca escapaban gemidos de claro placer y su miembro, envuelto por la esponja, se inflamaba cada vez más. Pronto no pudo contenerse y se corrió en medio de jadeos y espasmos.

Mientras tanto, a unos kilómetros de ahí, Xóchitl le preguntaba a su padre a que hora darían media vuelta y regresarían a su casa. La escuincla no tuvo respuesta y, mucho menos, tampoco supo que la primera venida en su honor resbalaba, en ese mismo instante, por las paredes de una bañera.

2:34 p. m.

Luego de casi siete horas de caminata, Pedro y su hija se encontraron a las afueras de la casa del señor Jiménez. Éste le había dado a su servidumbre órdenes precisas de que tratarlos como reyes, por lo que fueron llevados al comedor inmediatamente después de atravesar la puerta. Una vez en la mesa, la cocinera les sirvió tantos y tan apetitosos platillos que, acostumbrados a comer solamente tortillas y chile, tardaron en escoger por cual comenzarían. Él se decidió por las albóndigas en chipotle y ella por las quesadillas de flor de calabaza.

El tiempo voló y con éste la comida. Cuando ya sólo les restaba el postre, Eulalio apareció en escena y, haciendo un simple ademán, Pedro lo siguió, pidiéndole a su chamaca que lo esperara ahí sentada. Xóchitl no se imaginaba que lo esperaría eternamente. De haberlo sabido, habría escapado antes de que fuera demasiado tarde y ya no tuviera oportunidad de librarse del martirio que sería su vida a partir de ese momento. De haberlo sabido habría huido, pero no fue así. Continuó sentada, saboreando un delicioso helado de vainilla.

Su padre y el jefe de éste fueron a donde aguardaba la recompensa para tan joven y hermosa ofrenda. Una vaca y cinco gallinas había sido lo acordado. Pedro, al ver esos animales por los que acababa de vender a su propia sangre, tuvo ganas de arrepentirse y partirle la cara a ese desgraciado que tenía como patrón, pero no lo hizo. Sin contar que en realidad él era el más culpable, su necesidad pudo más que su conciencia. Con un apretón de manos cerró el trato.

3:11 p. m.

Xóchitl, harta de esperar a que su padre volviera, se levantó de la silla y caminó hasta la sala principal, esa por la que habían entrado en primera instancia. Ahí, recostado en un sofá y con las piernas abiertas para que su erección fuera más notoria, estaba Eulalio, aguardando por ella.

La jovencita, al percatarse de la presencia de ese hombre que desde el primer momento tan mala espina le había dado, se quedó estática en el centro del cuarto. El señor Jiménez intentó romper el hielo con comentarios que para él resultaban graciosos, pero Xóchitl permaneció inmóvil y sin pronunciar palabra. Al ver que los chistes no había resultado una buena estrategia, el excitado sujeto optó por el interrogatorio. Cuestionó a la muchachita acerca de sus costumbres, gustos y otras cosas que en realidad a él le importaban un bledo. Ella continuó callada y sin mover un solo dedo. Era verdad que estaba asustada, pero si no respondía era porque estaba imposibilitada a hacerlo. Nunca había ido a la escuela ni había convivido, fuera de su familia y otros indígenas de su comunidad, con otras personas. No hablaba ni entendía el español, por lo que tenía idea de lo que el señor Jiménez le decía y mucho menos de como contestarle. Era por eso que no hablaba. Era por eso que no se movía y no porque fuera tímida o arisca como él creía. Obviamente, las preguntas tampoco dieron un buen resultado y el nulo afán de la adolescente por iniciar una conversación antes de la acción impacientó al hombre. Dejando a un lado las sutilezas y los preámbulos, Eulalio se incorporó y desabrochó sus pantalones, los cuales cayeron hasta sus tobillos. Eso si lo entendió Xóchitl, sus ojos vidriosos eran la prueba. Estaba aterrada de ver a ese desconocido desnudándose en frente de ella y comenzó a gritar el nombre de su padre, pero él no podía acudir a su llamado pues ya estaba en camino a su casa. Nadie más podía hacerlo porque la casa estaba completamente sola. El dueño de la finca, su dueño, porque ese apretón de manos así lo había acreditado, lejos de conmoverse encontró esas lágrimas y esos gritos estimulantes. La incipiente carpa que formaban sus calzoncillos se levantó al máximo. Luego terminó de quitarse la ropa y se mostró al natural ante quien ya consideraba su mujer.

Ese torso desnudo y cubierto de vello, esa prominente barriga y ese enorme pene palpitando a unos cuantos metros de sus ojos hicieron reaccionar a Xóchitl. Haciendo caso omiso del miedo y los nervios que la paralizaran minutos antes, corrió hacia la puerta con la esperanza de escapar, pero no lo logró. Él, su captor, era más rápido y más fuerte. En un dos por tres la aprisionó contra el muro.

La aterrada jovencita se esforzó en zafarse, pero todo fue inútil. Aún si no hubiera tenido cierto grado de desnutrición, no habría podido hacer mucho. Eulalio rasgó sus ropas y ella, todavía pudorosa, cubrió lo que alcanzaba a cubrir con sus manos. El extasiado individuo se apartó un poco para admirarla de pies a cabeza. La morena belleza de la chiquilla terminó por enloquecerlo. Esos profundos y grandes ojos negros, ese cabello rozando su espalda y glúteos y, sobre todo, esos senos apenas nacientes fueron la perdición para lo poco o nada que le quedaba de razón.

Se abalanzó sobre ese frágil cuerpo y empezó a besarlo y acariciarlo por todos lados. Ella sólo lloraba y daba pequeños saltos cada vez que el monstruo que su atacante cargaba entre las piernas tocaba su piel, avisándole que apenas era el principio de su sufrimiento.

La situación por sí sola era una tortura, pero más que aquellas sucias caricias y que la idea de verse sometida por aquel asqueroso sujeto, lo que a Xóchitl más le lastimaba era pensar que su padre lo había permitido. La simple posibilidad de que el hombre que le había dado la vida también se la quitara, hacía todo más difícil y doloroso. Quiso creer que en cualquier momento estaría de regreso y la salvaría de manos del hacendado, pero las manecillas del reloj continuaron moviéndose y su fe en la familia fue desapareciendo. Sintió los dedos del señor Jiménez hurgando en su entrepierna y, después, como estos fueron reemplazados por la punta de esa daga humana. Cerró los ojos y apretó los dientes, preparándose para la que estaba segura no sería una experiencia agradable. Eulalio, apoyando ambos brazos contra la pared y luego de varios minutos de recorrer con su lengua aquella inexplorada anatomía, finalmente la penetró. La jovencita, al sentirse atravesada por esa gruesa verga que amenazaba con desgarrarla, gritó como si la vida se le estuviera escapando. Tal vez no fue eso lo que perdió, pero con el primer hilillo de sangre que se deslizó por su pierna anunciando que ya no era más una virgen, se despidió para siempre de sus esperanzas. Se sintió perdida y para su desgracia...lo estaba. Por el contrario, el jefe de su padre estaba en la gloria. El haberla hecho suya más allá de sus fantasías, en la vida real, le provocaba un placer inmenso, casi tan grande como el de saber que la tendría para siempre a su disposición.

5:07 p. m.

El capataz de la hacienda del señor Jiménez estacionó la camioneta todo terreno a unos cien metros de la casa de Pedro. Ambos descendieron del vehículo y sacaron a los animales, la vaca y las gallinas, de la caja de carga. Los amarraron y cada uno siguió su camino. El primero regresó a la propiedad de Eulalio y el padre de la chica por la que horas antes pagaran con los especimenes que justo habían atado se quedó en el lugar, indeciso de entrar donde sus hijos y esposa.

La culpa lo atormentaba y tenía miedo de mirar a los ojos a sus pequeños. No sabía que explicación les tenía que dar cuando estos le preguntaran por su hermana. No podía decirles la verdad y tampoco le venía a la mente una mentira que resultara convincente. Habría deseado permanecer fuera para el resto de su vida, pero debía enfrentar sus decisiones por más equivocadas que estas hubieran sido. Cruzó la puerta de su modesto hogar.

En cuanto escucharon el crujir de la madera, los dos niños recibieron a su padre con un abrazo, uno que él no se atrevió a corresponder. No se sentía digno de apretar entre sus brazos a esas criaturitas. María, interrumpiendo la siesta que iniciara después del desayuno, si es que a comer dos chapulines asados se le puede llamar así, también se levantó para recibir a su marido, pero ella no lo abrazó. Se limitó a observarlo, como diciéndole que la pena era de ambos. Asegurándole que las cosas, por más que se esforzaran en un futuro, no volverían a ser iguales.

8:12 p. m.

Todos se alistaron para cenar. Pedro y su familia, por primera vez desde...desde que tenían memoria, comerían un caldo de gallina. Se suponía que esas serían para poner huevos, pero decidieron matar una. Luego de haberse separado de su hija, hacer cualquier otro sacrificio les parecía de lo más sencillo.

Mientras tanto, esa hija en la que no dejaban de pensar y por cuyo infortunado destino no paraban de preocuparse, se negaba a probar bocado. Tal vez sus hermanos, al desconocer como había llegado hasta su mesa, podían gozar de otra carne que no fuera la de algún insecto, pero ella no. Ella sabía el precio y, aunque de cualquier manera tendría que seguir pagándolo, prefirió abstenerse.

11:51 p. m.

Juan y José se fueron a la cama y dormirían como nunca, con el estómago satisfecho. Siempre se habían quejado de que la casa, al ser sus paredes de cartón y lámina, no los protegía del intenso frío que por las noches azotaba la montaña, pero en esa ocasión no lo hicieron. Esa vez el clima era lo que menos les importaba. Habían cenado caldo de gallina y por eso estaban felices, tanto que ni siquiera se acordaron de su hermana. Pedro y María, a diferencia de sus hijos, no podrían conciliar el sueño. La carga de conciencia era demasiado peso, no les permitía hacer algo más que no fuera pensar en ella. Él se reprocharía y ella oraría. Cada uno lucharía con su culpa como mejor creía, pero ninguno lograría aligerar sus hombros al menos un poco. Xóchitl también se fue a dormir o al menos eso pensó cuando se metió bajo las sábanas, justo antes de que Eulalio entrara en su recámara para exigirle que cumpliera con sus deberes de esposa, algo que no era pero a él, como todo lo que no se tratara de tener sexo con ella, no le importaba. La jovencita pasaría la noche en el infierno, en el asfixiante calor de sentirse ultrajada. Mientras eso sucedía, mientras ella terminaba de convertirse de manera definitiva en una esclava, los demás habitantes del país estaríamos muy ocupados. Algunos escribiríamos relatos llenos de morbo que otros leerían y unos más, nos prepararíamos para celebrar. Era quince de septiembre y por lo tanto, también día de festejar, como cada año y con un grito, un aniversario más del inicio de...ironía de ironías: la independencia de México.