Crónica de un incesto (9)

Sandro y su madre comienzan a pasar el fin de semana en la playa. Arena, sol, mar, topless...

Un poco antes de llegar al descampado, recibí un mensaje de mi hijo, en el que me decía que iría a cenar él solo a la hamburguesería, puesto que Joaquín se había marchado justo después de irme yo. La parte del trabajo que les había quedado por hacer se la habían repartido para terminarla cada uno por su cuenta y después ya lo juntarían todo y entregarían dicho trabajo. Le respondí diciéndole que disfrutase de la cena y que se olvidase por unas horas de los estudios.

Luego accedí, por fin, al descampado. Seguía siendo un sitio deshabitado, abandonado y bastante solitario, justo lo que me convenía. Estaba rodeado, en buena parte, por matorrales e hierbajos que habían ido creciendo con el paso del tiempo. Aún no había anochecido del todo, por lo que decidí esperar un rato hasta que esto sucediese. Maté el tiempo de espera leyendo un nuevo relato que mi hijo había publicado. Me senté en la base del tronco de un árbol que había sido talado y me adentré en la magnífica y excitante lectura de la nueva historia de Sandro. Como siempre, logró incendiarme por completo, más de lo que ya venía de casa. Las tremendas escenas descritas, esa trama de un maduro follándose salvajemente a una joven, me puso el coño en plena ebullición.

Al fin la oscuridad de la noche empezó a cernirse sobre el lugar y supe que había llegado el momento de iniciar la sesión fotográfica. Comprobé varias veces que no hubiera nadie por allí y después saqué mi cámara de fotos, que llevaba en el bolso. En el redondel de la madera del tronco del árbol talado y en el que había estado sentada, coloqué el bolso y delante de él la cámara, en buen ángulo para poderla usar mediante el temporizador del disparo. Acto seguido comencé a desnudarme: tenía que desprenderme a la fuerza de la camiseta y de la minifalda para no ser reconocida por mi hijo. Por supuesto, no le mostraría el rostro, que yo eliminaría de las imágenes ya en casa, cuando las editara. Me despojé de la camiseta azul y dejé al aire mis pechos. No pude evitar acariciar aquellos dos salientes pezones que destacaban de la punta de los senos y durante unos instantes estuve rozándolos, tocándolos y friccionándolos con los dedos. Cada roce suponía una inyección de placer para mi cuerpo, pero no quise demorarme mucho con eso y me quité pronto la minifalda. Inmediatamente mis braguitas negras quedaron al descubierto junto con el liguero y mis muslos con las medias. Dejé la camiseta y la minifalda sobre el bolso y programé el temporizador de la cámara. Me situé unos metros delante de la misma, introduje mi mano dentro entre las bragas, sin bajarlas ni mostrar mi sexo, y un par de segundos más tarde oí el ruido del disparador de fotos de la cámara, que acababa de efectuar el primer disparo. Repetí la misma acción un par de veces más en diferentes y sensuales poses. A continuación me bajé las braguitas y, con el coño al aire y a merced de la cámara, me hice varias fotos jugando con la prenda íntima, oliéndola y lamiéndola. Estaba húmeda, todo lo mojada que la había puesto mi ya empapado sexo. Antes de soltar las bragas de las manos, me giré y me tomé un par de fotos más de espaldas para que Sandro se deleitara con mi culo. Incluso, me llegué a poner en pompa para que mi hijo gozara de una espectacular vista trasera de mí. Antes de dar por concluida la sesión fotográfica, dejé las bragas dentro del bolso y me realicé unas últimas instantáneas acariciándome el coño, restregando sobre él la palma de la mano y recorriendo con uno de los dedos toda la pringosa raja vaginal. Varios gemidos se me escaparon con aquellos roces y lo que conseguí fue que mi coño palpitase sin cesar. Las caricias me habían calentado demasiado y necesitaba más. Los dedos de las manos no serían suficientes para calmar todas las ganas acumuladas. De modo que busqué con desesperación algo en el bolso que sirviera para satisfacer mis necesidades pero no hallé nada útil, nada grueso ni largo.

Entonces, me percaté de la presencia de una botella en el descampado. Estaba unos metros por detrás del tronco talado y tirada en el suelo. Era de color verde y de cuello bastante alargado. Justo lo que necesitaba. Me dirigí hacia ella, la cogí y vi que era de una marca de vino. Como estaba cubierta de un poco de tierra, saqué de mi bolso una pequeña botella de plástico de agua y usé el líquido que aún quedada en ella para limpiar la botella de vino.

Aunque ya había dado por terminada la sesión de fotos, decidí darle una sorpresa a mi hijo: orienté la cámara de forma que sólo enfocara la parte baja de mi cuerpo, la preparé en modo “grabación de vídeo” y activé dicha grabación. Puse la botella de pie sobre el suelo , me fui agachando lentamente y, ya en cuclillas, fui bajando mi cuerpo hasta que la punta del vidrio verde comenzó a perderse dentro de mi vagina. Descendí un poco más y toda la parte alargada de la botella se fue introduciendo milímetro a milímetro en mi coño. Suspiré y gemí al notar la penetración del vidrio y me quedé quieta sobre él. Agarrando con una mano la botella para que no se cayese, comencé a subir y a bajar sobre ella, iniciando así una auténtica cabalgada. No tardé en empapar de flujo blanco el vidrio y un par de hileras de líquido resbalaban hacia abajo.

Cada nueva subida y bajada sobre la botella me arrancaba un gemido más intenso que el anterior e incrementé la velocidad. Me encontraba ya totalmente encendida y sabía que no tardaría en alcanzar el orgasmo. Como una posesa, me moví un par de veces más, cosa que hizo que sintiera un fortísimo espasmo en mi abdomen. Aparté la botella y un enérgico chorro de flujo empezó a salir de la raja de mi coño, empapando la tierra que había bajo él. Permanecí en cuclillas hasta que salió la última gota y luego me incorporé y me acerqué a la cámara para apagarla. Yo estaba extasiada y me quedé unos instantes más tocando mi clítoris y secando con la mano mi coño mojado. Cuando, finalmente, opté por dejar el lugar, me vestí, recompuse un poco mi cabello alborotado y me marché de aquel oscuro descampado rumbo a casa.

No fue hasta el día siguiente por la noche cuando, tras editar las fotos que me había tomado, le envié las imágenes a mi hijo. Habían quedado perfectas: provocadoras, ardientes, eróticas....Y, por supuesto, el vídeo que contenía grandes dosis de pornografía. Sabía perfectamente que le iban a encantar. Sería cuestión de tiempo que Sandro me respondiese. En efecto, la contestación de mi vástago no se hizo esperar. Me confesó punto por punto todo lo que había hecho mientras contemplaba mis fotos, que habían superado con creces, según él, todas las expectativas. Me detalló las veces que se había pajeado y corrido viéndolas, además de llenarme de halagos y de piropos, algunos de ellos expresados con un vocabulario vulgar y obsceno que no hizo más que ponerme a mil. Yo también me masturbé a la vez que leía el correo de mi hijo, lleno de precisas descripciones de sus actos.

Pero lo que más le impresionó fue el vídeo en el que yo cabalgaba sobre la botella. Según Sandro, no recordaba haberse machacado la polla de forma tan brutal como lo hizo mientras veía el vídeo.

Dejé volar mi mente, imaginándome la escena. Y volví a masturbarme, a penetrarme y a jugar con mi clítoris hasta que me corrí y me meé de gusto como una perra en celo.

Durante el resto de la semana mis ganas de que llegara el viernes se fueron incrementando con el paso de los días. Veía tan cerca el momento de estar con Sandro en la playa que esa ansiedad generada en mí parecía provocar que el tiempo transcurriese más lento. En esos días previos a la escapada playera leí un nuevo relato de Sandro, en el que había incluido algunas de las imágenes del descampado. La calentura que ardía en mi cuerpo era enorme: mis bragas no duraban secas mucho tiempo y las sentía completamente húmedas. En el trabajo casi no podía concentrarme pensando en Sandro y en más de una ocasión tuve que entrar en el baño y masturbarme durante la jornada laboral. Para mi hijo la cosa tampoco fue muy distinta: sus estancias en el cuarto de baño de casa se hacían, generalmente, muy largas y más de un gemido llegué a oír procedente del interior.

Pero por fin llegó el viernes. Mi hijo concluyó las clases en el instituto y yo también tenía ya libre hasta el lunes por la mañana. Así que dejamos todo listo para salir el sábado temprano hacia la localidad costera en la que yo había alquilado un pequeño apartamento para sábado y domingo. La vivienda estaba en primera línea de playa y en una zona muy tranquila . Por supuesto que me aseguré de que mi hijo llevara en su bolsa de viaje los trajes de baño que le había comprado en su momento en el centro comercial. Pensé que me costaría conciliar el sueño esa noche debido a lo que se me venía encima al día siguiente, pero no fue así: caí rendida y el sonido del despertador me sacó del descanso de forma brusca. Eran las siete de la mañana y había quedado con Sandro en salir de casa a las ocho. Puntuales abandonamos nuestra vivienda y salimos hacia la estación para coger el tren media hora más tarde con destino a la playa. El viaje duraría una hora, aproximadamente, por lo que tendríamos toda la mañana y el resto del fin de semana para disfrutar del mar y del sol...y de algo más.

Yo llevaba puesta una minifalda negra y debajo un tanguita rojo y desde el mismo momento en que nos subimos al tren y me senté frente a Sandro, no paré de jugar con mis piernas: cruzándolas, descruzándolas, abriéndolas unas veces un poco, otras algo más....Pero siempre con naturalidad, como tratándole de restar importancia a ese hecho y como si quisiera hacerle ver a mi hijo que no pasaba nada por el hecho de que me viera el tanga. Al fin y al cabo nos habíamos puesto cómodos los dos y nos encontrábamos solos. Sin embargo, las miradas de Sandro a mi entrepierna no cesaron en ningún momento durante todo el trayecto en tren, ni tampoco dejó de estar hinchado su paquete ante el estímulo de lo que mi vástago estaba contemplando bajo mi minifalda. El viaje se me hizo muy breve sumida en ese juego y, por supuesto, cuando llegamos a la estación de ferrocarriles, mi tanga estaba empapado. Dejé a mi hijo desayunando en la cafetería de la estación y, antes de sentarme con él, entré en los aseos y me alivié con los dedos el deseo sexual que había estado reprimiendo.

Poco después llegamos al apartamento y, tras deshacer las bolsas de viaje, llegó el momento de prepararnos para ir a la playa. Tanto Sandro como yo cogimos todo lo necesario: crema solar, toalla, agua...Después entré en la habitación que yo ocuparía y me desnudé. Por fin llegaba el instante tan deseado: poderme lucir ante mi hijo sin necesidad de tener que estar pendiente de no parecer muy descarada ni tener que estar forzando situaciones para excitarlo. El contexto de la playa sería mi aliado perfecto, pues es bastante normal que en una playa te encuentres con mujeres en tanga o en topless. Y ésa era justo mi intención: no ponerme nada más que un tanga para estar en la playa con Sandro. De modo que saqué el que me había comprado en el centro comercial tiempo atrás. Era de color plateado, acabado por detrás en un pequeño triángulo y me lo puse cubriendo con él mi sexo, depilado al completo aquella misma mañana antes de salir de casa. Con dicha prenda puesta me sentía sensual, arrebatadora. Sabía que iba a provocarle un cortocircuito a mi hijo cuando me viese así, con los pechos al aire y con sólo ese pequeño tanga sobre mi cuerpo. Acto seguido cubrí mi torso desnudo con un “top” que sólo tapaba las tetas, dejando al descubierto el vientre y el ombligo, y me puse un mini-short vaquero que a duras penas alcanzaba a tapar completamente mis nalgas. Salí de la habitación y me encontré con Sandro, que esperaba ya en el salón vestido con una camiseta azul y unas bermudas rojas. Deseaba con todas mis ganas que debajo de aquella prenda llevase el bañador tipo bóxer de tono celeste que le había comprado, aunque aún tendría que esperarme un rato para salir de dudas.

La playa se encontraba a escasos metros de distancia del apartamento alquilado, por lo que hicimos el breve trayecto a pie. El día lucía espectacular, con un cielo azul completamente despejado y un sol cuyos rayos empezaban a calentar cada vez más con el paso de los minutos. Al llegar a la playa y acceder a ella, comprobamos que estaba tranquila, sin muchos bañistas, debido a que todavía no estábamos en época alta. Algunas personas tomaban sobre la arena, varios deportistas corrían a lo largo de la orilla y un par de matrimonios se bañaban en el mar. Sandro y yo caminamos unos metros más hacia la izquierda y elegimos un sitio muy tranquilo para extender nuestras toallas. Había llegado el momento de dar inicio a mi plan trazado para las dos jornadas playeras, un plan que iría increscendo en cuanto al morbo y al ardor de las situaciones. Pese a que ya me había exhibido con anterioridad ante mi hijo, mi corazón latía a gran velocidad y no puedo negar que un gran nerviosismo se apoderó de mí. En las ocasiones anteriores, las situaciones que yo había creado para mostrarme ante Sandro habían sido de forma disimulada, como si fuesen accidentales o casuales, excepto la de un rato antes en el tren, aunque ahí no le había enseñado ninguna parte íntima al desnudo. Sin embargo, en la playa estaba a punto de quedarme en topless ante mi hijo y cubierta sólo por el pequeño tanga plateado.

Fue Sandro el que comenzó a desnudarse primero: se despojó de su camiseta, que guardó en la mochila, y luego me miró unos instantes, un tanto cohibido. Tras unos segundos que se me hicieron eternos, mi vástago comenzó a bajarse las bermudas: con lentitud fue apareciendo ante mi vista el bañador ceñido, tipo bóxer, que le había comprado. La satisfacción fue inmensa al constatar que Sandro había cumplido el trato verbal que hicimos de que se pondría dicha prenda el día que fuésemos juntos a la playa. Mientras él terminaba de sacarse las bermudas, mis ojos estaban ya clavados en la entrepierna de mi hijo, donde su paquete se ocultaba bajo el ajustado tejido del bañador. El pene de Sandro aún no estaba erecto y su silueta se dibujaba en reposo. Aparté, rauda, la mirada porque no quería que él me descubriera a las primeras de cambio mirando su entrepierna.

  • Me alegro de que te hayas decidido a ponerte ese bañador. Te queda realmente estupendo, hijo- le comenté en forma de halago y para romper el hielo.
  • Gracias, mamá, te lo había prometido- me comentó a la vez que metía también las bermudas en la mochila y sacaba el bote de crema solar.
  • Yo también estreno uno de los trajes de baño que tú elegiste para mí, ¿recuerdas?
  • ¡Claro que me acuerdo! Mire que te pusiste pesada con eso- me señaló Sandro.
  • Bueno, realmente sólo estreno la parte inferior. Por arriba voy más cómoda sin nada- le indiqué, anunciándole, como la que no quería la cosa, que iba a tomar el sol en topless.

Noté una reacción de sorpresa en el rostro de Sandro, cuando mi hijo oyó mis palabras. Me miraba un tanto incrédulo y esperando a que empezara a desnudarme. Me bajé primero el short: lo llevaba tan ajustado que tuve que tener cuidado de no arrastrar en la bajada de la prenda también el tanga. Estratégicamente me giré, le dí la espalda a mi hijo e incliné el torso para guardar el short en mi bolsa de playa. Con esa postura le ofrecí a Sandro durante unos segundos la imagen de mi culo completamente en pompa, con el escueto tanga tapándome sólo una pequeña parte de mis nalgas. Luego me incorporé y volví a situarme de cara a Sandro. Lancé una breve mirada su bulto y me percaté de que la verga estaba ya casi erecta, resultado evidente de la visión que le acababa de regalar a mi vástago. Él no parpadeaba y me miraba fijamente, esperando el momento en que yo me deshiciera del top que cubría mis senos.

Al fin llegó el momento de dejar al aire mis tetas ante Sandro sin tener que aparentar accidentalidad o descuido, sino de forma natural y con la coartada perfecta de estar en la playa. Agarré la pequeña prenda por la parte baja y tiré de ella hacia arriba. Sentí cómo milímetro a milímetro la piel de mis pechos iba quedando al desnudo, hasta que me saqué la prenda por la cabeza. Bajé la mirada hacia mis senos desnudos y después observé a mi hijo, que todavía no acababa de creerse que tenía ante sí las sensuales tetas de su madre. Se quedó callado, sin apartar los ojos de mis pechos. El silencio entre ambos se prolongó unos segundos más, tiempo que aproveché para fijarme en el paquete de mi hijo: la polla había aumentado de tamaño y su silueta gorda y maciza se dibujaba claramente bajo la prenda. Sandro había terminado de empalmarse rápidamente al verme semidesnuda y ya no podía ocultar su erección. Pese a que intentó disimularla poniendo sus manos delante de la entrepierna, no le sirvió de mucho ya que le comenté:

  • Creo que no deberíamos retrasarnos a la hora de ponernos crema protectora. El sol pica bastante y como no nos protejamos, nos vamos a achicharrar.

Con mis palabras obligué a mi hijo a apartar las manos de su entrepierna. Inmediatamente él empezó a aplicarse la loción blanca sobre la piel. Yo lo imité enseguida, cogí mi bote de crema y comencé a extender una generosa cantidad por mi rostro, por el cuello y por mis hombros. Sandro me miraba de reojo, aguardando el momento en que me pusiera crema en las tetas. Y eso fue lo que hice a continuación: me eché un buen chorreón sobre la palma de la mano y restregué la loción primero sobre mi seno derecho. Lo masajeé con ganas y en repetidas ocasiones, extendiendo toda la crema. Rocé el pezón que, ya duro, quedó también cubierto por un fina capa de crema, al igual que la redonda areola. Mi hijo miraba absorto cómo mi pecho se movía conforme yo lo masajeaba y cómo el pezón terminaba por endurecerse al máximo debido a mis roces y a mi creciente excitación, al sentirme objeto de las intensas y cada vez más descaradas miradas de mi vástago.

Tras aplicarme la crema también en el seno izquierdo, embadurné mis muslos con ella para protegerlos de los rayos solares. Recorrí con las manos cada centímetro de mis piernas varias veces, de forma lenta y sensual ante la atenta mirada de mi hijo, que no perdía detalle mientras yo terminaba de ponerme crema por el resto del cuerpo. Por unos instantes pensé en ir un poco más allá y en ponerle yo misma la crema a Sandro por la espalda y luego pedirle que hiciera él lo mismo conmigo. Pero decidí reservar ese juego para el día siguiente, para el plan que ya tenía establecido. No me convenía quemar todas las naves de golpe, sino que prefería ir poco a poco durante el fin de semana. De modo que dejé que Sandro se pusiera la crema, cosa que logró a duras penas, al igual que hice yo. Por último, apliqué loción mis dos nalgas y lo hice casi pegada a mi hijo para provocarlo más. Su erección continuaba en todo lo alto y me resultaba delicioso contemplar a escasos centímetros de mí la hinchazón de la verga de mi hijo, la cual se desviaba ligeramente hacia la izquierda y llegaba casi hasta la cinturilla del ajustado bañador.

  • Toca disfrutar un rato de sol. Me tumbaré sobre la toalla y luego me daré un baño. Espero que el agua no esté demasiado fría- le dije a mi hijo a la vez que empezaba a echarme sobre la toalla.

La había colocado sobre la arena de manera que la parte de los pies quedara delante de la cabecera de la de Sandro para que, cuando él se tumbase, tuviese una perspectiva perfecta de mi entrepierna. Él, astuto, se colocó bocabajo, ocultando de esa forma su erección. Planté los pies sobre la toalla y comencé a abrir y a cerrar muy despacio las piernas flexionadas, dándole la oportunidad a mi hijo de ver cómo el triángulo del tanga cubría mi sexo por delante y cómo se perdía entre mis nalgas por detrás. Ni un metro de distancia separaba nuestras toallas y el calor en mi interior continuaba creciendo ante las miradas de mi hijo, por más que tomara sus gafas de sol y se las pusiera para disimular el objetivo al que dirigía sus ojos. Me mantuve un largo rato en esa postura y con dicha actitud. Cuando me percaté de que la braguita de mi tanga había comenzado a mojarse por la excitación, opté por levantarme y darme un baño.

  • ¿Te vienes?- le propuse a Sandro.
  • Sí, mamá, ahora mismo voy- me contestó.

Comencé a caminar despacio sobre la fina arena contoneándome, a sabiendas de que tenía los ojos de mi hijo clavados en mi culo. La orilla estaba a escasos metros de donde habíamos colocado las toallas y pronto mis pies entraron en contacto con el agua del mar. Di un pequeño respingo al notar el frío del agua, me detuve y me giré hacia Sandro.

  • ¡Vamos! Está riquísima!- exclamé, invitando a mi hijo a que me acompañase de una vez.

Mis palabras hicieron efecto y Sandro se levantó y empezó a acercarse a mi posición. Me dí cuenta del motivo por el que mi vástago había intentado retrasar su baño conmigo: se encontraba totalmente empalmado y su tremendo miembro aparecía duro y tieso bajo el bañador y suspiré al ver aquella polla cada vez más cerca de mí. Cuando mi hijo llegó a la posición en la que yo estaba, nos metimos en el agua. El frescor marino sirvió para mitigar el calor que había sobre mi piel. Permanecimos dentro del agua unos minutos, nadando y bromeando entre nosotros. Luego, regresamos a las toallas y nos quedamos de pie un rato para que nuestros cuerpos se secasen del todo.

  • Mamá, ¿te apetece dar un paseo por la playa?- me preguntó Sandro.
  • Me encantaría: te me has adelantado, porque yo misma te lo iba a proponer también. Damos ese paseo y, cuando regresemos, comemos algo- le contesté.

Dejamos la botellas bien fijas al suelo, para que no volaran con la brisa, Cogimos las escasas cosas de valor, las metimos en la la mochila de mi hijo y comenzamos a caminar a lo largo de la orilla. Conforme avanzábamos, cada vez había menos bañistas en la playa, pues nos alejábamos de la parte más cercana al núcleo urbano. Durante el paseo, las miradas de Sandro, unas veces más disimuladas que otras, hacia mis pechos se sucedieron con cierta frecuencia y yo tampoco me contuve a la hora de fijarme en repetidas ocasiones en su paquete, que continuaba teniendo un tamaño considerable. Hicimos la pequeña promesa de no hablar ni de estudios ni de trabajo durante el fin de semana y en el paseo también respetamos dicha promesa: conversamos sobre varios temas pero dejando de lado las rutinas cotidianas.

Fue entonces cuando decidí dar el siguiente paso en mi plan trazado y le comenté a mi hijo con toda naturalidad posible:

  • ¿Sabes lo que me gustarían hacer?
  • No- me respondió.
  • Bañarme desnuda por la noche en la playa. Es algo que siempre he querido realizar y que todavía no he llevado a cabo.
  • Mamá, pero si te acabas de bañar casi desnuda- me dijo Sandro sin rehuir el tema de la charla, cosa que me alegró.
  • Ya, pero tú lo has dicho: casi desnuda. Me refiero a hacerlo completamente en pelotas, bajo la luz de la Luna. Debe de ser increíble sentir el roce del agua en la piel- le confesé a mi hijo.

Mi vástago guardó silencio unos instantes y luego me preguntó:

  • ¿No te importa que puedan verte desnuda entera?

Esbocé una sonrisa antes de contestarle:

  • Mira, hijo, por un lado, de noche no creo que haya nadie en la playa y, por otro, no seré ni la primera ni la última mujer que me bañe desnuda en el mar. Así que, tal vez, esta noche cumpla mi deseo- terminé apuntando.

Sandro sonrió y levantó el pulgar en signo de complicidad y aceptación ante lo que acababa de decirle. Tenía la esperanza de que captase la indirecta que le había lanzado y que se uniese a la idea del baño nocturno, pero ya no comentó nada más referente a eso.

Sin embargo, me iba a llevar una sorpresa mayúscula cuando, tras finalizar la jornada playera y transcurrir varias horas, me dirigí a medianoche a la playa para cumplir mi deseo.