Crónica de un incesto (6)
La madre de Sandro decide hacerle un regalo un tanto especial a su amiga Priscila y acude a un sexshop para comprarlo. Allí vivirá una situación inesperada, antes de ir con su hijo a la fiesta de cumpleaños de Priscila, en la que acabará bailando muy pegada a él.
Aquel sábado amaneció soleado. Desperté temprano, pues antes de ir por la noche a la fiesta de Priscila tenía en mente realizar varias cosas, entre ellas comprar el regalo de cumpleaños para mi amiga. Como es un mujer a la que le gustan las sorpresas y a la que conozco desde hace años y con la que tengo mucha confianza, decidí hacerle un regalo un tanto especial.
La cena de la noche anterior había transcurrido con normalidad y opté por darle una breve “tregua” a mi hijo tras lo sucedido cuando nos probábamos los disfraces. El bizcocho de doña Luisa resultó estar delicioso y Sandro y yo dimos buena cuenta de él.
Al abrir los ojos me noté un tanto pesada por la cena. Desde la cama miré a mi alrededor y contemplé el pequeño desorden que reinaba en el dormitorio: esparcidas por el suelo se encontraban todavía las prendas íntimas que había usado la noche anterior para hacerme las fotos que mi hijo me había solicitado. La sesión de autofotos había resultado muy excitante y ya estaba impaciente por saber qué opinaría mi hijo. Aún no se las había mandado, así que cogí el móvil y las adjunté en un email en el que escribí únicamente: “Espero que sean de tu agrado. Disfrútalas y goza de una buena paja...o de todas las que quieras”. Acto seguido decidí levantarme ya. No podía permanecer más tiempo en la cama. Me vestí, desayuné y me puse con las diferentes tareas que tenía previstas. Sandro todavía dormía: no era habitual que se quedara hasta tan tarde en la cama, pero supuse que habría tenido una noche “movidita”.
Justo cuando me disponía a salir de casa para comprarle el regalo a Priscila, mi hijo despertó. Lo saludé y le comenté que iba a salir y que estaría de vuelta a la hora de comer.
Pensando en si ya habría visto mis fotos, abandoné la vivienda y me dirigí al sexshop. En efecto, ése era el lugar elegido para adquirir el regalo de mi amiga. Estaba segura de que un juguete erótico la dejaría totalmente sorprendida y, a la vez, le agradaría y le daría bastante uso.
Accedí al establecimiento y me encaminé directa a la zona de juguetes eróticos para mujeres. Había un par de clientes en el local, pero el ambiente era tranquilo. La gama y el colorido de los objetos que fueron apareciendo ante mi vista eran enormes. Estuve echando un vistazo a todo lo que allí se encontraba expuesto y me di cuenta de que existían cosas que jamás hubiese pensado que se pudiesen fabricar . Sin embargo, ya llevaba más o menos claro lo que le iba a regalar a Priscila: un dildo que simulase a la perfección una polla. Encontré varios de diferentes tamaños, pero me decanté por uno de color azul marino, de unos 18 cm de largo y de bastante grosor. No le faltaba ningún detalle: los pliegues de la piel, las venas, el pellejo del prepucio y el glande fuera...
Evidentemente el hecho de verme rodeada de tantos dildos, vibradores, balas y demás objetos provocó que me fuese excitando. Sabía que, si seguía allí más tiempo, la excitación aumentaría y no estaba segura de poder controlar, entonces, mis impulsos. Cuando estaba ya a punto de alejarme de los juguetes eróticos y de dirigirme a la caja para pagar la compra, me fijé en las bolas chinas. De dos y tres esferas, rojas, rosas, negras...Pero las que más despertaron mi interés fueron unas destinadas a ser introducidas en el ano. Eran cinco bolas en total, metidas en una tira que acababa en una anilla. Las bolas estaban dispuestas de menor a mayor tamaño y eran de color verde fosforito. Cogí la caja y eché mi imaginación a volar. Esas bolas tenían que ser seguro muy placenteras y me acordé de lo sucedido en el gimnasio el día anterior. No pude resistirme y opté por darme un pequeño capricho y comprarlas.
Con el dildo para mi amiga y con las bolas anales me acerqué hasta la caja. Justo en el momento en que abrí el bolso para sacar el dinero y pagar las compras, sonó el aviso de la llegada de un correo electrónico: me lo enviaba Sandro y llevaba como asunto: “Tus fotos”.
Le pedí al dependiente que esperase un momento para cobrarme y empecé a leer el correo:
“
Antes de hablarte de tus fotos, me gustaría contarte las últimas novedades acontecidas entre mi madre y yo. Casi me estoy volviendo loco. ¿Sabes lo que es estar pensando en sexo las 24 horas del día? Pues eso es lo que me ocurre a mí: no puedo parar de pensar en lo mismo, en mi madre, en tener la posibilidad algún día de follar con ella. No sé si esa especie de locura que se ha apoderado de mí es la que me está llevando a creer o a interpretar que mi progenitora se me está insinuando. Hoy vamos a ir a una fiesta de disfraces y ella se vestirá de enfermera. ¡No te imaginas el modelito que se ha comprado! Casi no deja nada a la imaginación. Pero eso no es todo: a mí me ha comprado un disfraz de superhéroe, de esos que quedan ceñidos. Me obligó a probármelo delante de ella y no paraba de mirarme el paquete. Incluso, me aconsejó que no usara ropa interior debajo.
Yo también jugué mis cartas y conseguí que se probase su disfraz ante mis ojos. Ver esa bata tan corta y escueta, las medias, las bragas.....Me empalmé como un bestia y ella no paraba de sonreír y de hacer posturas sensuales. Hasta me permitió que le tomase unas fotos después de que mi ella hiciera lo mismo conmigo. Ya te puedes imaginar lo que hice luego en mi habitación: me desnudé por completo, saqué las bragas sucias que le robé en su día a mi madre y envolví con ellas mi pene para empezar a masturbarme. El roce del fino tejido de la prenda sobre la piel de mi miembro se sentía delicioso. Una y otra vez deslizaba la mano sobre mi ya hinchada verga, arrastrando las bragas que empezaron a humedecerse con el flujo que bañaba y recubría mi glande. Mientras me agitaba la polla, empecé a mirar la fotos que le había hecho a mi madre con su disfraz de enfermera: mi vista se clavó primero en su generoso escote, luego en su entrepierna para deleitarme con la contemplación de las bragas. Hice “zoom” y agrandé esa parte de la anatomía. Con la foto ampliada, observé una mancha de humedad en la zona delantera de las braguitas: mi madre se había excitado también durante la sesión de fotos y lo había hecho hasta el punto de mojar su prenda íntima. Lleno de deseo hacia ella aceleré más y la mano machacaba sin compasión alguna mi falo.
Sin apartar ni un instante la vista del móvil, continué jugando con mi verga: mis huevos se bamboleaban al ritmo marcado por mi mano. Los sentía ya duros y cargados de leche, ansioso por descargar todo el esperma y aliviar la presión y el peso acumulados. Mi pene no dejaba de palpitar, su punta me quemaba por la continua fricción a la que la estaba sometiendo y eso no hacía más que aumentar el placer. Noté varias contracciones en el abdomen y un par de sacudidas en los testículos. Era consciente de que se acercaba el momento de la eyaculación. Intenté frenar para prolongar un poco más la paja pero ya era demasiado tarde: tras un último y vehemente arreón sobre toda la longitud endurecida de mi miembro, no aguanté más y ni siquiera me dio tiempo a retirar de mi polla la prenda íntima de mi madre. Mi glande escupió sobre la braguita varios prolongados chorros de leche blanca y caliente. Me dejé caer en la cama, mientras aún notaba cómo las últimas y pegajosas gotas de esperma salían de mi verga y terminaban de convertir las bragas en algo totalmente empapado y pringoso. Tras unos instantes tumbado, recuperé el aliento y lo primero que hice luego fue limpiar como pude la prenda íntima.
Si la cosa sigue así con mi madre, voy a enloquecer: no sé el tiempo que voy a resistir más sin buscar la ocasión de abalanzarme a ella y follármela. Hasta ahora lo estoy consiguiendo con mucha fuerza de voluntad, pero su actitud no ayuda en nada. Hasta hace poco era algo más sencillo, pero últimamente parece como si estuviera “torturándome”. Todo lo que ha ocurrido estos días pasados ha podido ser coincidencia, no lo niego. Sin embargo, nunca he creído en casualidades. Tengo un lío enorme en la cabeza: por un lado, pienso que una madre y una mujer sensata jamás coquetearía así con su hijo, nunca lo provocaría de esa manera; pero por otra, pienso también en la posibilidad, por pequeña que sea, de que ella me desee a mí como yo a ella. Ojalá pudieras aconsejarme: te ofreciste a ello y ahora no me vendría mal conocer tu opinión al respecto o recibir algún consejo.
Hace un rato he recibido tus fotos: son increíbles y superan con creces lo que hubiese podido imaginar. ¿Sabes? Hoy pensaba intentar tener una mañana tranquila, tratar de mantenerme sereno y de no pensar en sexo, pues, después de lo que me dijo mi madre sobre mi disfraz y lo que ocurrió mientras nos los probábamos, me da la impresión de que la fiesta de cumpleaños de su amiga será un tanto movidita, al menos para mí. Pero tus fotos han despertado en mí de nuevo el deseo sexual y me ha sido imposible cumplir la promesa que me había hecho. Al verte en lencería y tan provocativa, con esas poses tan estudiadas y sensuales, al contemplar tu cuerpo prácticamente desnudo, he liberado mi polla, que se había ido hinchando conforme contemplaba tus fotos, y he comenzado a masturbarme. Mi madre no está en casa, ha salido hace unos minutos, de manera que he podido pajearme a gusto, sin reprimir los jadeos ni los gemidos. Pensé que la presión y el roce que sentía en mi verga era los que me provocaban tus propias manos; que tus dedos rozaban mi glande sin parar; que lo friccionaban y retiraban de él con delicadeza todo el líquido preseminal, que a modo de pequeñas burbujas blancas manaba sin cesar del pequeño agujero central. Aceleré la masturbación imaginando que tus manos soltaban mi miembro para dejarle vía libre a tu boca, que se abría y engullía toda mi venosa e hinchada polla. Fantaseé con que me lamías y mordisqueabas las bolas y que con la lengua empezabas a lamer desde debajo de los huevos lentamente hasta el glande, recorriendo cada milímetro del pene.
A la vez que pensaba en todo eso, mi mano agitaba como una loca mi verga y ejercía una fuerte presión sobre la punta. Con la yema de uno de mis dedos hice círculos sobre la húmeda y rojiza esfera y el placer que eso me proporcionaba era infinito. Acerqué el móvil a la punta de la polla y estallé, salpicando de leche la pantalla del dispositivo en la que aparecía una de tus fotos, ésa en la que te cubres el sexo con la mano. Fue una delicia imaginar que había eyaculado sobre tu cuerpo, que te lo había regado y cubierto de leche. La pantalla del móvil quedó hecha un desastre, pero ya la he limpiado, así que mereció la pena.
Ahora debo ir terminando. Te escribiré y te contaré si pasa algo especial durante la fiesta de disfraces de esta noche. Buscaré también tiempo para redactar un nuevo relato: te lo has ganado a pulso con tu envío fotográfico”.
Con esas palabras finalizaba Sandro el correo. Indudablemente, al leer con todo lujo de detalles lo que había hecho con mis fotos, sus pensamientos y la forma en que se había masturbado y se había corrido, me calenté muchísimo: ese email fue la puntilla que me hizo perder el control en aquel momento. Había tardado un par de minutos en leer el mensaje y, cuando alcé la mirada, me encontré con que el dependiente del establecimiento aún estaba esperando que le pagase mis compras. Sumida en las palabras de mi hijo, me había olvidado por completo de dónde me encontraba. El hombre me estaba mirando fijamente, tal vez intuyendo a través del gesto de mi rostro el ardor y la excitación que me invadían. Mi sexo se había humedecido de forma exagerada y me moría de ganas por tocármelo. Ansiosa por hacerlo, pagué las compras y, mientras le entregaba el dinero al dependiente, le pregunté:
- ¿Hay aquí algún probador o aseo?
El tipo me miró con cara de sorpresa, pues no había comprado nada que tuviera que probarme.
- Aseo no hay, ni probador tampoco, pues la lencería no se puede probar ni descambiar. No sé lo que pretende ni si le servirá o no, pero hay un pequeño almacén ahí detrás- me respondió, señalándome hacia una puerta.
Le agradecí su ofrecimiento y lo acepté sin darle mayores explicaciones. Me dirigí hacia dicha puerta encajada, la empujé, encendí la luz y entré en el reducido espacio que hacía las veces de almacén. Estaba un tanto desordenado, con algunas cajas vacías en el suelo y otras amontonadas en una estantería. Pero con eso me conformaba: no necesitaba nada más. Intenté, entonces, cerrar la puerta, pero ésta no se cerraba del todo. Tras un par de intentos desistí y la deje estar, con una rendija abierta, tal y como estaba al principio. Saqué de la caja las bolas anales que acababa de comprar y dejé la cajita sobre la estantería del almacén. Mi propósito era metérmelas allí mismo e irme a casa con ellas en el culo. Necesitaba sentir placer en mi cuerpo y qué mejor manera que aquella de estrenar el juguete erótico adquirido. No resistí ni un segundo más: me bajé la falda que llevaba y me deshice del tanga rojo y húmedo, que arrojé al suelo. Sólo me dejé puesta la blusa y los zapatos. Cogí la caja de las bolas y la abrí. Mis manos impacientes extrajeron la tira con las esferas verdes. Puse mi culo en pompa y acerqué a él el juguete, agarrándolo por la anilla. No tardó la primera bola en rozar el agujero de mi ano. Empujé con suavidad y la bolita fue penetrando en él de forma deliciosa. Suspiré de placer y volví a hacer lo mismo con la segunda y tercera esfera. Comencé, entonces, a tirar levemente de la anilla hacia fuera y a deslizarla de nuevo hacia dentro. Con cada entrada gemía de placer y decidí que era el momento de de dar un último impulso para enterrar el resto de las bolas. Eso hice y las dos últimas esferas del conjunto quedaron alojadas en mi ano. El gusto que proporcionaban era enorme. Las mantuve en mi interior unos instantes sin moverlas, quietas, para sentir mi culo totalmente lleno y penetrado.
De repente y en pleno goce, noté cómo alguien me apartaba la mano y empezaba a tirar de la anilla, sacando las primeras bolas de mi trasero. Contuve la respiración y giré la cabeza: detrás de mí, con su polla tiesa e hinchada al aire, se hallaba el maduro y canoso dependiente del sexshop. Había agarrado con varios dedos la anilla y tiraba de ella hacia fuera. Antes de que la última esfera saliera, empezó de nuevo a empujar hacia dentro. No me opuse, no hice nada para evitarlo: sólo quería sentir placer y no me importaba ni cómo ni quién me lo proporcionase. El tipo, al ver que tenía vía libre para seguir actuando, continuó con el mete y saca de las bolas. El pausado ritmo inicial iba aumentando poco a poco, de forma que la penetración era cada vez más rápida y enérgica y eso no hacía más que incrementar mi placer. Jadeaba y gemía ante cada irrupción de las bolas y mi culo ardía. Enardecida, empecé a desabrocharme la blusa violeta botón a botón hasta que ésta cayó al suelo, dejando al descubierto mi torso. Mientras continuaba sintiendo el constante trasiego de las esferas en mi ano, solté el cierre del sujetador negro que cubría mis pechos y los dejé al aire. Inmediatamente comencé a sobarlos con las manos, envolviéndolos y apretándolos con fuerza. Con la yema de los dedos atrapé ambos pezones y los friccioné con ganas, antes de tirar de ellos suavemente hacia delante. Se encontraban ya totalmente erguidos, sobresaliendo varios centímetros del redondel de las areolas.
El dependiente proseguía, incansable, metiendo y sacando las bolas pero, de repente, dio un tirón a la anilla y extrajo todas las esferas de mi ano.
- ¡Chúpalas, vamos! ¡Saborea lo calientes que están y prueba el aroma de tu propio culo!- me ordenó.
Cogí las bolas y con la lengua empecé a lamerlas una a una degustando así el intenso sabor de mi propio ano. Luego me giré para devolvérselas y, a la vez que el individuo volvía a introducirlas en mi orificio anal, le agarré la maciza y empalmada polla y empecé a agitársela. Sentir aquella verga en mi mano me estimuló todavía más y recorrí varias veces toda la longitud del miembro de arriba a abajo, desde el ya húmedo glande hasta los testículos. El tipo gemía con cada una de mis sacudidas e imprimía ya un mayor ritmo al movimiento de entrada y salida de las bolas. Me estaba llevando a límites insospechados de excitación pero yo no me quedé atrás y, conforme él incrementaba la velocidad, mi mano se movía también más rápida, machacando su duro miembro. Mi mano izquierda, que aún estaba libre, descendió hasta mi palpitante sexo y se detuvo sobre él. Empecé a restregarlo, pasando la palma abierta en varias ocasiones sobre la raja vaginal, oprimiendo los labios y el clítoris. Poco a poco fui ejerciendo mayor presión y la piel de la mano no tardó en empaparse de flujo. Mientras tanto y de forma simultánea, mi mano derecha seguía pajeando al dependiente, que no paraba de jadear ni de masturbarme el ano con las bolas. Un par de secos y enérgicos arreones del individuo me llevaron casi hasta el clímax y noté que estaba a punto de correrme. Introduje un par de dedos en mi coño y los moví violentamente hacia dentro y hacia fuera. Estaba a punto de explotar y esa sensación hizo que apretase todavía más la polla del hombre. La agité con fuerza tres veces más y, de forma repentina y en medio de los gemidos del dependiente, sentí aterrizar sobre mis nalgas sudorosas su semen caliente. Éste no detuvo en ningún momento el empuje de las bolas y, una vez que acabó de correrse sobre mi culo, dio un par de vehementes arreones que, rematados con movimientos de mis dedos en mi sexo, me produjeron el ansiado orgasmo.
Caí, exhausta, al suelo y permanecí tumbada un par de minutos hasta que logré recuperar el aliento y parte de mis energías. Ni siquiera recuerdo en qué momento después de correrme el dependiente extrajo las bolas de mi culo. Las encontré a mis pies y observé también cómo el desconocido había recompuesto ya su vestimenta. Me levanté y cogí el sujetador para ponérmelo. Mientras me lo abrochaba, el tipo alzó mi tanga del suelo y limpió con él el semen derramado en mis glúteos. Luego me entregó la prenda totalmente pringosa y me obligó a ponérmela, sucia y mojada como estaba. Lo hice sin rechistar y terminé de vestirme, antes de guardar las bolas en su caja y en la bolsa junto al regalo para mi amiga.
Cuando me disponía a abandonar el sexshop, el dependiente abrió la caja registradora y me dijo:
- Toma, aquí tienes el dinero que te había cobrado por tus compras. Hoy invita la casa.
Sonreí y guardé el dinero en mi bolso y salí del establecimiento rumbo a casa y con el culo dolorido pero colmado de placer.
En cuanto llegué a mi vivienda y antes de empezar a preparar la comida, me di una ducha. Necesitaba relajarme y, además, olía a semen seco. Sandro no estaba en casa y llegó un rato después de que yo lo hiciera. Tras degustar ambos la paella que preparé, descansamos un poco, pues había que reponer fuerzas para la fiesta de Priscila. Logré conciliar el sueño durante unos minutos, pero al despertar de la siesta y aún tumbada en la cama, comenzó a entrarme de nuevo ese cosquilleo de deseo sexual que venía invadiéndome con frecuencia en los últimos días. Pensé en mi hijo y en las ganas que tenía de estar con él en la fiesta de mi amiga; le di mil vueltas a lo ocurrido en el sexshop y volví a excitarme; recordé también todo lo experimentado tanto con Sandro como con mi forma de comportarme debido al estado de excitación que mi hijo me había ido provocando: mis exhibiciones ante él, ante el taxista, ante el tipo de la cafetería, la forma salvaje en la que el monitor deportivo me folló el culo....Y, especialmente, seguía pensando en los relatos de Sandro, en esas historias que tanto me calentaban.
Me levanté de la cama y encendí el portátil con la esperanza de que mi hijo hubiese publicado algún relato nuevo en la página, al margen de los que venían a narrar sus vivencias conmigo. Tuve suerte: en su perfil aparecía una historia nueva, en la que yo volvía a ser la protagonista pero en este caso, todo era pura ficción ideada por la mente calenturienta de Sandro. Me entusiasmó saber que había vuelto a fantasear conmigo, ya que tendría la posibilidad de leer algo completamente nuevo. Sin embargo, opté por dejar el texto reservado para otra ocasión, pues deseaba conservar y reservar todas las fuerzas y el ansia sexual para la fiesta.
Al fin llegó el momento de prepararnos para asistir a la celebración del cumpleaños de Priscila. Se nos presentaban dos opciones para acudir a su domicilio: o salir ya disfrazados de casa o pedirle a Priscila que nos dejara disfrazarnos en la suya. Tanto mi vástago como yo consideramos esta segunda opción como la más lógica, ya que de la otra forma iríamos por la calle dando el “cante”. Llamé a mi amiga para hacerle la petición pero me respondió que no, que nada de disfrazarse en su casa, que de eso se trataba también: de ver cómo nos las apañábamos para llegar disfrazados. Entre risas y bromeando con esa circunstancia, mi amiga me colgó el teléfono. No nos quedaba más remedio que salir ya de casa con el disfraz puesto.
Sandro cogió de la bolsa su disfraz y se dirigió a su habitación. Yo me metí en la mía y puse el atuendo de enfermera sobre la cama. Allí quedaron ante mi vista la bata blanca y las medias a juego. Abrí el cajón de la ropa interior y busqué un sujetador blanco de encaje. Una vez que lo encontré, lo coloqué en la cama justo al resto de prendas. Posteriormente tomé también unas braguitas blancas que completaban el conjunto de lencería: finas, suaves al tacto, de encaje por delante y transparentes por detrás. Las dejé caer sobre la cama y me desnudé por completo.
- Ahora nada de tocamientos, aunque lo desees, pero nada de eso ahora- repetí para mí varias veces, intentando cumplir con lo planeado de reservar todo el vigor para la fiesta.
Me percaté, entonces, de que el vello púbico de mi sexo había crecido un poco, por lo que cogí mi pequeña pero eficiente maquinilla de depilación y, tras dar varias pasadas, dejé mi pubis y mi sexo completamente rasurados. Cuando me apliqué una ligera capa de crema hidratante sobre la zona, rozando inevitablemente los labios vaginales, se me escapó un suspiro de placer que no hizo más que anunciar el grado de excitación que ya se acumulaba de nuevo en mí. No sé cómo pude resistir sin tocarme, pero lo logré a duras penas. Me puse las braguitas y luego el sujetador. Luciendo ya el conjunto de lencería me miré en el espejo, de frente y de perfil: estaba imponente, jamás antes me había visto tan sensual o, al menos, ya no lo recordaba. A continuación cubrí mi pierna derecha con la media y luego hice lo propio con la izquierda. Ambas quedaron con un aspecto envidiable. Me puse la bata y dejé sin abrochar el último botón: el ya de por sí generoso escote se ampliaba de esa forma todavía más y dejaba al descubierto buena parte del canalillo y el inicio del sujetador blanco.
Por último, me calcé unos zapatos rojos de tacón y dediqué unos minutos a maquillarme. Antes de salir de la habitación, me volví a a mirar de arriba a abajo en el espejo para darme el definitivo visto bueno. Cuando comprobé que estaba todavía más sensual de lo que había imaginado, cogí mi bolso y el regalo de cumpleaños de Priscila y abandoné el dormitorio. Una vez que llegué al salón, Sandro estaba ya esperándome. Los ojos de mi hijo recorrieron mi cuerpo despacio, de arriba a abajo, desde la cabeza a los pies. Yo lo observé con detenimiento antes de clavar mi mirada en el bulto que el ceñido disfraz de superhéroe le hacía en la entrepierna. No había que ser adivina para saber que había seguido mi consejo de no usar bóxer debajo del disfraz: la redondez de sus testículos se le marcaban a la perfección, al igual que la silueta de su pene. Lo tenía en reposo pero, en cuanto mi hijo se percató de que le estaba mirando el paquete, su miembro se puso semierecto.
- Estás espectacular, mamá- comentó Sandro, rompiendo así el silencio de la situación.
- ¡Pues anda que tú! ¡A ver si te voy a tener que dejar aquí! Ya sabes cómo son Priscila y algunas de sus amiga, que ven a un tío buenorro y se desmadran por completo- exclamé riéndome.
Luego me acerqué a mi hijo y le dije:
- Anda, vámonos que, si no, se nos echará el tiempo encima. ¡A mover ese culito!
Mientras pronunciaba estas palabras, aproveché para pellizcarle cariñosamente la nalga derecha y pude sentir entre mis dedos la dureza del glúteo de Sandro, cubierto por la excitante textura suave de la licra del disfraz.
Al salir a la calle, juré vengarme de Priscila en cuanto pudiera por hacernos llegar hasta su casa disfrazados. No vivía muy lejos, sólo a un par de calles de distancia, por lo que fuimos caminando. Evidentemente, durante el breve trayecto a pie los viandantes con los que nos cruzamos nos miraban alucinados: no todos los días ve uno por la calle a un superhéroe y a una enfermera. De manera que decidí reservarme alguna revancha contra mi amiga por la vergüenza que me había hecho pasar.
Pero no todo fueron risas por parte de los demás: las miradas a mi escote y a mis piernas de varios hombres eran la prueba evidente de lo acertado y sexy de mi disfraz. Cuando al fin llegamos a la vivienda de Priscila y nos abrió la puerta, me quedé de piedra: apareció disfrazada de policía, sin faltarle ni un solo detalle: gorra, placa, porra.....Me di cuenta de que tendría una dura rival en cuanto al disfraz más sensual.
Mi hijo y yo la saludamos efusivamente y la felicitamos por su cumpleaños. Después de examinarnos de arriba a abajo, se quedó sorprendida por los buenos disfraces que lucíamos y vi perfectamente cómo mantuvo durante unos instantes la mirada clavada en el bulto que se apreciaba en la entrepierna de Sandro. Él tampoco se cortó mucho y se deleitó pasando revista al escote y a los pechos de Priscila. Jamás la había mirado así, con esa cara de deseo, pero era evidente que mi hijo tenía las hormonas totalmente revolucionadas y que estaba con el ardor sexual a flor de piel.
Pasamos al interior de la vivienda, donde ya se encontraba la práctica totalidad de los invitados. La variedad de disfraces era grande, especialmente entre las féminas, ya que los hombre estaban encasillados en tener que emular a superhéroes en cuanto a la vestimenta. Había mujeres disfrazadas de azafatas de vuelo, otras de profesoras, de colegialas, de soldados....De todo podía verse en el amplio salón de la casa, donde la música ya sonaba a través del potente equipo de sonido instalado. Eché un vistazo a los hombres, todos ellos en sus ajustadas vestimentas de superhéroes: algunos daban un poco de risa, pues cualquier parecido con la realidad era una quimera, en especial por el físico descuidado. Otros no estaban nada mal y presentaban un interesante paquete, pero ninguno le hacía sombra a Sandro, cuyo culo marcado en la licra empezaba a atrae miradas femeninas.
Pronto empezamos a degustar la comida y las tapas que Priscila había preparado. Algunos asistentes habían contribuido llevando botellas de vino, de cerveza, de champán y de todo tipo de licores. Yo también aporté una botella de buen vino de Rioja. Conforme la fiesta iba desarrollándose, el alcohol ingerido iba causando los primeros estragos: algunos de los presentes comenzaron a mostrarse más desinhibidos, bromistas y expresivos de lo normal y, cuando terminamos de cenar y llegó el momento del baile, protagonizaron escenas bastantes subidas de tono.
A Priscila se le ocurrió entonces hacer una especie de concurso para la elección del mejor disfraz, tanto masculino como femenino: nos entregó unas hojas en blanco para que cada uno votase al respecto. Luego recogió las hojas e hizo el recuento de votos. Antes de comunicar los ganadores, dejó claro que los elegidos tendrían que protagonizar un baile al ritmo de una canción que ella misma había seleccionado. Cuando pronunció el nombre de mi hijo como vencedor en la categoría masculina, el corazón se me encogió: conocía de sobra a Priscila y sabía que el baile ideado no sería un baile “inocente”. Estaba convencida de que había programado un pequeño espectáculo subidito de tono a través del baile. Durante los segundos que tardó en comunicar la ganadora femenina, deseé con todas mis fuerzas escuchar mi nombre: no quería tener que pasar por el trago de tener que ver a Sandro bailando muy arrimado a cualquiera de las otras mujeres, ni a la propia Priscila. Lo quería pegado a mí, sería la excusa ideal para poder rozarme con él y sentir su cuerpo pegado al mío.
Por fin Priscila dio a conocer a la vencedora:
- El premio al mejor disfraz femenino es para el de la sensual y ardiente enfermera. ¡Enhorabuena!
Di un respingo de alegría y, entre aplausos, tuve que pasar al centro del salón, donde se encontraba la improvisada pista de baile.
- ¡Vaya! Resulta que tenemos como ganadores a madre e hijo. Y yo que tenía preparado un baile cargado de erotismo. ¿Ahora qué hacemos? ¿Cambiamos el plan?- preguntó mi amiga al resto de asistentes.
Éstos, con sus copas y vasos de bebida en la mano, negaron con la cabeza.
- ¡Adelante con lo programado!
- ¡Sí! ¡Que bailen juntos!
- ¡Nada de cambios!
Todas estas exclamaciones se oyeron en medio de un enorme jolgorio y griterío. Priscila, mientras, se acercó al reproductor de música para poner la canción con la que Sandro y yo debíamos bailar. Todos aguardaban impacientes escuchar los sones de la canción elegida. De repente, comenzó a sonar la melodía de la Lambada, canción ya de hacía unos años, pero cargada de altas dosis de sensualidad y de erotismo. Yo la había bailado alguna que otra vez y comencé a mover el cuerpo, pero mi hijo, que no conocía la canción, no sabía cómo hacerlo.
- ¡Pero qué sosos! ¡Vamos, bien pegaditos! ¡Hay que bailarla como Dios manda!- exclamó Priscila, antes de parar la música.
Esperó a que Sandro y yo juntásemos nuestros cuerpos. Inmediatamente mis pechos se pegaron al torso de mi hijo y sentí también estrujado contra mi anatomía el bulto que Sandro tenía en la entrepierna. Los dos nos miramos a los ojos sin decirnos nada y la música comenzó de nuevo a sonar desde el principio.
Aquel baile que acababa de comenzar, aquella ocurrencia de mi amiga, iba a traer consigo algo totalmente inesperado.