Crónica de un incesto (10)

Sandro descubre en la playa que la lectora tan especial de sus relatos eróticos es su propia madre.

Después de la primera jornada en la playa, Sandro y yo dimos un paseo por las calles de la localidad. Era ya bien entrada la tarde y nos dedicamos a visitar el casco histórico y algún que otro monumento interesante, además de hacer algunas pequeñas compras. Al caer la noche, cenamos tranquilamente en una terraza al aire libre, disfrutando de la excelente temperatura. La cena transcurrió en animada charla y entre las continuas miradas de mi hijo hacia el escote del fino vestido estampado que yo lucía y bajo el cual no llevaba nada más, ni siquiera unas simples bragas.

Después de cenar, regresamos al apartamento. Era casi medianoche y mi hijo se retiró enseguida a su habitación para descansar. Yo me quedé un rato en el salón viendo la televisión y luego me dirigí a mi dormitorio. Pero mi intención no era, ni mucho menos, dormirme: cogí una toalla y las llaves del piso y salí de la vivienda en dirección hacia la playa. Había llegado el momento de cumplir ese deseo de bañarme desnuda en el mar. La noche seguía siendo espléndida, con una perfecta y redonda luna llena en lo alto del cielo. Recorrí a pie el trayecto hacia la playa, despacio, disfrutando de la suave brisa y del olor a mar que se hacía más intenso conforme me acercaba a la playa. Una vez allí, caminé por las tablas de madera que conducen hasta la arena blanda y luego me aparté unos metros hacia la izquierda, alejándome así algo de la entrada. Me acerqué a la orilla, dejé caer sobre la arena mi toalla y situé mis sandalias sobre la toalla para evitar que pudiera ser desplazada por el viento. Miré a mi alrededor y no había nadie más, sólo yo en medio de la oscuridad nocturna y con la tenue luz que la luna me ofrecía.

Lentamente me fui despojando del vestido hasta que quedé completamente desnuda. Sin dudarlo más, avancé un par de pasos y comencé a introducirme en el agua, un poco fría a esas horas de la noche. Poco a poco fui sintiendo las caricias del mar sobre mi piel: primero en mis pies, luego en la parte baja de las piernas, en los muslos.....Me detuve unos segundos antes de dar un par de pasos más y permitir que el agua entrara en contacto con mi sexo, rozando sus labios y la raja hasta cubrirlos por completo. Suspiré de placer al sentir la sensación del frío del agua sobre mi coño caliente. No esperé más y me zambullí en el agua, mojando ya el resto de mi cuerpo. Nadé unos metros mar adentro y cerré los ojos, relajándome y notándome en plena armonía con la Naturaleza. Tras unos minutos de relax absoluto, abrí los ojos, me giré y miré hacia la orilla. Me quedé de piedra cuando vi allí, sentado junto a mi toalla, a Sandro. Mi hijo me había seguido y se encontraba inmóvil, mirándome y vestido con la misma ropa que había llevado puesta durante la tarde-noche. Lo observé unos instantes para ver cuál sería su reacción y deseando que me acompañara en el baño. Debió leerme la mente, porque no tardó en levantarse y en comenzar a desnudarse. Ante mi atenta mirada, se quitó la camiseta y dejó al descubierto el torso. A continuación, se bajó y se sacó los pantalones, quedándose sólo con un bóxer negro puesto. Empezó a recorrer la pequeña distancia que separaba de la orilla y, cuando yo creía que no se atrevería a desnudarse del todo y que se bañaría con el bóxer puesto, lo deslizó hacia abajo y lo dejó caer en la arena justo antes de entrar al agua. Mi corazón se aceleró, cuando contemplé la maravillosa polla de Sandro al aire, crecida y dura, y cómo las suaves olas del mar iban empapando progresivamente los testículos de mi vástago y, finalmente, la verga. Segundos más tarde y tras dar un par de enérgicas brazadas, Sandro llegó a mi altura. Nos miramos fijamente y fui yo la que rompí el silencio:

  • Creí que no vendrías.
  • Si estoy aquí es por varios motivos- me comentó.
  • ¿Ah, sí? ¿Cuáles?- quise saber.
  • Uno es que, desde que me hablaste hace unas horas sobre tu deseo de bañarte desnuda y por la noche, me invadió a mí también la curiosidad por ver qué se sentía al hacerlo.
  • ¿Y te está gustando?
  • Ya lo creo: es muy relajante, delicioso, notas una sensación increíble con el agua acariciando el cuerpo desnudo- respondió mi hijo.
  • No iba mal encaminada cuando te lo comenté. ¿Y por qué otros motivos has venido?
  • Te oí salir de la casa y decidí seguirte. No quería dejarte sola por la noche aquí, en la playa.
  • Muchas gracias, Sandro. Pero ya ves que estamos solos. No me hubiese pasado nada. De todas formas, gracias por ofrecerte como mi protector- le dije, a la vez que con mi mano derecha le hacía una caricia en la mejilla.

Nuestros cuerpos estaban cada vez más pegados, aunque tapados casi en su totalidad por el agua del mar, que nos llegaba hasta los hombros.

  • ¿Y qué hacías sentado? ¿Cómo es que no te metiste enseguida en el agua? ¿Estuviste en la arena mucho tiempo?- le pregunté.
  • No, no llevaba mucho tiempo. Vamos, llegué justo cuando te dirigías al agua para bañarte. Preferí quedarme entado unos instantes para ver cómo entrabas en el mar. Fue precioso verte.
  • ¿Por qué?

Sandro se sinceró entonces:

  • Ver la imagen de tu cuerpo completamente desnudo en medio de la oscuridad, únicamente bajo la luz de la luna y con el suave sonido de las olas rompiendo en la orilla, fue una estampa bellísima.

Nuestras miradas volvieron a encontrarse durante unos segundos en los que mis ojos miraron fijamente a los de Sandro.

  • Gracias por la parte que me toca en ese halago que acabas de hacer. Me alegro mucho de que estés aquí. De hecho, cuando durante el día te hablé de mi intención de bañarme de noche, lo hice con la esperanza de que captaras la indirecta y te apuntarás tú también al plan. Así que me encuentro feliz de que estés ahora aquí conmigo. Yo también he disfrutado viendo cómo entrabas al agua: no eres el único que ha podido admirar un “paisaje” hermoso- le comenté, mientras me desplazaba un poco más hacia él para acariciar su mojado cabello.

Ese movimiento mío de aproximación en el agua hizo que nuestros cuerpos terminasen por estar prácticamente pegados de frente el uno al otro. Esa cercanía entre ambos provocó que el pene tieso de mi hijo rozase inevitablemente mi vientre. Al mismo tiempo que braceábamos para mantenernos a flote sobre el agua, nuestros cuerpos se movían y esos movimientos hacían que la polla de mi hijo entrase en contacto una y otra vez con mi piel. Se notaba su tremenda dureza pese a estar sumergida en el agua y cada una de las caricias del miembro de Sandro me encendía hasta límites insospechados. Ninguno de los dos dijimos nada al respecto, simplemente nos mirábamos más fijamente conforme pasaban los segundos. Entonces, la mano de mi vástago empezó a acariciar mi pelo.

  • Tengo a la mejor madre del mundo y a la más guapa, lo sabes, ¿verdad?- me dijo mi hijo.

La verga de Sandro ya no sólo me rozaba, sino que en ese instante estaba totalmente pegada a mi vientre, aprisionada entre su cuerpo y el mío.

  • Yo también estoy muy orgulloso de ti, hijo, y te quiero- le respondí muriéndome de ganas por tocar con las manos aquella empalmada polla.

Sabía que Sandro estaba esperando que yo diera el primer paso para que tuviéramos sexo allí mismo, dentro del agua, pero me contuve: prefería aplazarlo hasta el día siguiente, tal y como había planeado. No quería que esa primera vez con mi hijo fuese dentro del mar, sin poder follar del todo a gusto por el agua y por la imposibilidad de ver el cuerpo desnudo de Sandro mientras hacíamos el amor. Tenía ya ideada una forma de provocar a mi hijo al día siguiente para, ya sí, lanzarme a tener sexo con él. Hice, por lo tanto, un enorme esfuerzo para contener mis impulsos sexuales y, a la vez que limpiaba del rostro de mi vástago algunas gotas de agua, le dije:

  • Anda, cariño, salgamos del agua, que empieza a hacer ya un poco de frío aquí dentro después de todo este rato que llevamos.

La mirada de sorpresa de mi hijo ante mis palabras no se me olvidará nunca: percibí su extrañeza, por un lado, pero también cierto enfado y desilusión por haber cortado yo la situación, cuando parecía que iba definitivamente encaminada a desembocar en una sesión de sexo. Agachó la mirada y, tras unos instantes de silencio, dijo:

  • Sí, mamá, creo que será lo mejor.

Me sentí fatal y culpable de, en cierta forma, haber actuado como una auténtica “calientapollas” hacia mi hijo, pero era lo mejor para los dos. Al día siguiente pensaba recompensarlo con creces y estaba segura de que no se arrepentiría de haber tenido que esperar unas horas más.

Una de vez de regreso al apartamento, me costó bastante conciliar el sueño, pese al cansancio acumulado. Ni siquiera ayudó la ducha que tomé antes de meterme en la cama: sólo valió para quitarme la salitre del agua marina pero no para relajarme. No podía dejar de pensar en lo sucedido en la playa y en haber tratado así a Sandro. Finalmente, el sueño me venció y cuando volví a abrir los ojos ya eran las 9.30 de la mañana. Mi hijo despertó un poco más tarde y, después de saludarme, se sentó a desayunar. Yo acababa de hacerlo y estaba esperando a mi vástago para comentarle cuál era el plan para aquel día. Así que aproveché y, mientras él degustaba un par de tostadas con mermelada y un café, le dije:

  • Hoy el día ha amanecido espléndido otra vez y creo que hará, incluso, más calor que ayer. ¿Te apetece ir a algún sitio en concreto,vamos a la misma playa de ayer....?
  • No, mamá, no he pensado nada, pero la playa en la que estuvimos ayer está bastante bien: cercana, tranquila, limpia...Me gustó mucho. Podemos ir otra vez allí, si tú quieres, claro. No hace falta perder tiempo en desplazarnos a cualquier otra playa que esté más lejos- respondió mi hijo, a quien parecía habérsele pasado el disgusto de la noche anterior.
  • Sí, la verdad es que a mí también me encantó el lugar donde estuvimos ayer tomando el sol. Se está muy a gusto en esa playa y está a tiro de piedra del apartamento. Pero, no sé, había pensado que tal vez....
  • ¿Sí? ¿Qué habías pensado?- me preguntó Sandro ante la pausa intencionada que yo había realizado al hablar.

Me acerqué un poco más a la mesa en la que estaba desayunando mi hijo, retiré una silla y me senté junto a él. Respiré un par de veces hondo y le indiqué:

  • Verás, Sandro, la realidad es que tenía en mente ir a otra playa distinta que se encuentra bastante cerca de aquí, a unos cinco kilómetros, por lo que no perderemos mucho tiempo en ir y venir. He estado mirando en internet algunas playas cercanas y ésa es espectacular: aislada, virgen, paradisíaca....Creo que te va a encantar. El problema es que no hay autobús ni tren que lleve hasta allí.
  • Entonces, ¿cómo piensas llegar hasta ese lugar?- quiso saber.
  • De una forma ecológica y sana: he consultado y en esta localidad hay un servicio de alquiler de bicicletas públicas. Se pueden alquilar por horas o por un día completo. De esta manera, además de pasar un buen día de playa, haremos algo de ejercicio.
  • Ummm.....No suela mal. Me apunto a tu plan- comentó mi hijo sonriendo.
  • Me alegro de que te haya parecido bien la idea, aunque aún me queda algo más que decir- le indiqué, añadiendo cierto misterio al asunto.
  • ¿De qué se trata?
  • Bueno, pues que es una playa naturista, es decir, nudista- le respondí a bote pronto.

Sandro puso cara de extrañeza ante lo que yo acababa de decir y se mostraba incrédulo. Me quedé unos instantes en silencio, esperando algún comentario por parte de mi hijo pero, viendo que no reaccionaba, retomé la conversación:

  • Sandro, ya te confesé las ganas que tenía de bañarme desnuda en la playa. Lo hice ayer y me encantó y creo que a ti también te gustó esa experiencia. La disfrutaste tanto como yo, de modo que he pensado que por qué no repetirla pero ya sin ningún tipo de tapujos, sin tener que hacerlo de noche, a escondidas de la gente, sino a plena luz del día, tomando el sol y disfrutando de la Naturaleza. Hijo, ya nos vimos ayer desnudos el uno al otro así que el pudor o la vergüenza que pudiese existir al respecto ya pasó. De hecho, anoche todo ocurrió de una manera completamente natural, Sinceramente, me encantaría pasar el día de hoy en esa playa pero si a ti no te apetece, lo comprendo y no pasa nada. Volvemos a ir a la de ayer y ya está.

Con cara de inocente me quedé mirando a Sandro, que guardó silencio unos segundos más. Le acababa de ofrecer en bandeja la posibilidad de pasar una jornada completa ambos desnudos y confiaba en que su respuesta fuera afirmativa, pero después de lo que había sucedido la noche anterior, cuando corté de forma radical aquella escena, tenía alguna que otra duda. Al fin rompió su silencio y me dijo:

  • Jamás se me había pasado por la cabeza ir contigo a una playa nudista. Solo, con amigos o en pareja tal vez sí, pero acudir con mi madre... Nunca lo había pensado. Sin embargo, creo que tienes razón. Fue maravilloso el baño nocturno y, en efecto, ya nos hemos visto los dos desnudos, de manera que no va a pasar nada por repetir.
  • ¿Eso es un sí?
  • Sí, mamá. Anda, recojamos lo del desayuno y a prepararnos para aprovechar al máximo el día.

Me congratulé de que mi hijo hubiese aceptado la propuesta y de que mi plan, por tanto, pudiese continuar adelante. Porque, pese a que Sandro me acababa de decir que nunca había pensado en pasar un día conmigo en una playa nudista, la realidad era bien diferente: uno de los últimos relatos que había publicado en la página y que yo había leído y gozado como se merecía versaba justo sobre ese tema. Me sentí aliviada, satisfecha y ansiosa por llegar a esa playa.

No tardamos ni media hora en salir del apartamento. Decidí vestirme con ropa fresca y deportiva: una camiseta roja de tirantes, ajustada a mi torso, unos leggings negros y unas zapatillas deportivas. Nada más: bajo la camiseta y los leggings no llevaba ninguna otra prenda.

Sandro también iba con ropa cómoda: camiseta azul y unos shorts. Alquilamos para todo el día dos bicicletas en una de las estaciones habilitadas para tal fin y comenzamos a pedalear rumbo a la playa nudista. Tanto mi hijo como yo llevábamos a la espalda una mochila con lo necesario para pasar el día. Unos minutos más tarde alcanzamos el paseo marítimo de la localidad. Desde allí, una larga recta, siempre bordeando la playa, conducía hasta las afueras. Me situé delante de Sandro, marcando el ritmo y el camino a seguir y, también, dándole la posibilidad de que me mirase el culo, bien prieto en aquellas mallas negras, que marcaban a la perfección la silueta de las nalgas y la raja que las separa. Un par de kilómetros más adelante, la carretera asfaltada llegó a su fin y nos adentramos en un camino de tierra, sin dejar de ver el mar a nuestra derecha. El calor comenzaba a apretar y el esfuerzo del pedaleo hizo también que mi piel empezara a bañarse en sudor. El calor atmosférico, mi excitación acumulada y el movimiento de las piernas para dar cada pedalada provocaron en mi sexo cierto cosquilleo. El roce continuo con el sillín no hacía más que aumentar esa ardiente sensación y pronto noté cómo la licra comenzaba a empaparse en la zona de la entrepierna. Si el trayecto hubiese durado un par de minutos más, me hubiese corrido sentada sobre la bicicleta, pero la llegada del cartel donde se leía “Playa nudista” y una flecha a la derecha hizo que Sandro y yo nos bajásemos de la bici. Entre un precioso pinar y a pie, empujando los ciclos, accedimos a la playa a través de una hilera de tablas de madera sobre la arena. El paisaje era idílico: el cielo celeste sin una sola nube que lo cubriera, el color azul del agua transparente del mar, el tono dorado de la fina arena....

Nos acercamos a la zona de arena húmeda para poder empujar con mayor facilidad las bicicletas y recorrimos unos metros a lo largo de la orilla, desplazándonos hacia la izquierda del acceso a la playa. Durante ese breve recorrido nos cruzamos con una pareja madura, que paseaba desnuda, ella con dos generosas tetas, aunque algo caídas; él, con un buen paquete que se bamboleaba a cada paso que daba el hombre. Miré de reojo a Sandro y comprobé cómo se fijaba en el coño totalmente depilado de la madura justo cuando se cruzaba con ella. También había por allí cerca varias parejas tumbadas en la arena y tomando el sol. Después de avanzar unos metros más, le comenté a mi hijo:

  • Creo que allí estaríamos bien, es un sitio bastante tranquilo.

Sandro asintió y subimos un poco hacia arriba, hasta situarnos entre los pinares y la orilla. Dejamos las bicicletas sobre la arena y sacamos de las mochilas nuestras toallas. Tras extender la mía, bebí un par de sorbos de agua y me despojé de las zapatillas deportivas. Sandro hizo lo mismo y luego se quedó quieto, mirándome. Había llegado el momento de desnudarnos. Intentando mantener la máxima naturalidad posible, me quité la camiseta. Mi vástago observó cada uno de mis movimientos hasta que descubrí mis senos. La mirada de mi hijo se fijó inmediatamente en mis pechos durante unos segundos, antes de apartarla para no parecer muy descarado. Mientras yo guardaba la prenda en la mochila, Sandro se despojó de la suya y dejó el torso al aire y a mi vista. Me deleité un breve instante con la sensual desnudez de Sandro y ya no quise demorarme más: agarré los leggings por la cinturilla y comencé a bajármelos lentamente. Mi hijo no perdía detalle de cómo cada centímetro de mi piel iba quedando desnuda y acariciada por la suave brisa marina. El pubis, la raja de mi sexo, los labios vaginales, el inicio de los muslos....Todo quedó expuesto ante Sandro, que no apartó la mirada de mí hasta que no terminé de sacarme los leggings por los pies.

A continuación, los sacudí varias veces para eliminar de ellos la arena y los metí en la mochila junto a la camiseta.

Me quedé ya completamente desnuda ante los abiertos ojos de Sandro, que volvieron a recorrer de nuevo, y de arriba a abajo, todo mi cuerpo. Ninguno de los dos nos decíamos nada, a la espera de que fuese el otro quien rompiera el silencio. Le tocaba ya a Sandro quitarse el short deportivo y eso hizo, deslizándolo casi de golpe hacia los pies. No llevaba nada más debajo y ante mis ojos apareció el sexo de Sandro: la polla semierecta y aquellos los dos testículos bailones y grandes. Aproveché que mi hijo se puso a meter la ropa en su mochila para darle un repaso visual a su cuerpo. Pese a que ya le había visto los genitales la noche anterior en la playa, poder observarlos a plena luz del día, con la magnífica claridad que reinaba y con la iluminación del sol lo hacía mucho más especial. Ver ese miembro que se hinchaba cada vez más, el brillo de la humedad en su punta, el color verdoso de varias venas dibujadas sobre la piel del pene hizo que mi boca empezara a hacerse agua. Entonces, decidí romper, por fin, el silencio:

  • Como no nos pongamos crema pronto, nos vamos a achicharrar- le comenté.

Acto seguido extraje de la mochila el bote de crema protectora, lo abrí, me eché una generosa cantidad de loción en la mano y le dije a Sandro:

  • Date la vuelta para que te pueda poner por el cuello, los hombros y la espalda.

Justo ésa era la continuación de mi plan: rozar y acariciar el cuerpo de mi hijo con el pretexto de aplicarle crema. Sandro me miró unos instantes y luego se giró Me acerqué un poco más a él y empecé a extender despacio y con delicadeza la crema sobre su cuello. Mi mano recorrió cada milímetro de la piel de esa zona antes de bajar a los hombros. Con la palma de la mano hice que éstos quedaran cubiertos de una fina capa de crema blanca, que rápidamente fue absorbida por la piel. Volví a echarme un poco más de crema en la mano y comencé a extenderla por la parte alta de la espalda. Mi corazón latía rápido y yo me derretía de placer al sentir el tacto con el cuerpo desnudo de Sandro, el calor corporal que desprendía y hasta su propia respiración. Conforme mi mano descendía y alcanzaba la mitad de la espalda, el ardor que yo sentía iba en aumento, pues estaba a punto de llegar a las nalgas de mi hijo.

Tras terminar con la espalda, me detuve unos segundos: había llegado el momento del todo o nada, de dar el paso definitivo y restregar la mano por los glúteos de Sandro o dar por finalizada ahí mi acción y dejar que fuese él quien acabara de aplicarse la crema. Pero no estaba dispuesta a dejar pasar más oportunidades ni a prolongar aquella tortura para ambos. Así que respiré hondo y mi mano derecha comenzó a recorrer muy despacio la nalga izquierda de mi vástago. Hice un par de movimientos circulares sobre ella, luego de arriba a abajo y dejé esa zona del culo impregnada de loción. A continuación, repetí la misma acción en el glúteo derecho: cerré los ojos para paladear al máximo la deliciosa sensación del roce de mi mano con el trasero de mi hijo. Por último, me puse en cuclillas y extendí crema por la parte trasera de los muslos y por las pantorrillas. Al adoptar esa postura, con las piernas flexionadas, mi coño se abrió y me di cuenta de que lo tenía completamente empapado. Entonces, me levanté y le comenté a Sandro:

  • Toma, termina de ponerte crema por delante y luego te toca a ti aplicarme loción a mí.

Sandro hizo lo que le dije y empezó a cubrir su torso de crema blanca ante mi atenta mirada. Con la mano extendió parsimoniosamente el pegote de loción que había echado en su pecho y distribuyó la crema por los pectorales. Los dedos rozaban una y otra vez la piel y las dos tetillas rosadas donde los pequeños pezones sobresalían ligeramente de las areolas. Luego volvió a derramar más loción sobre su mano y se la extendió por el vientre y por el costado. A continuación se aplicó una nueva dosis de loción en el ombligo y en el bajo vientre, mientras yo me derretía contemplando los sensuales y un tanto provocadores movimientos de la mano y de los dedos, que rozaban ya el pubis. Mi corazón palpitaba más rápido conforme mi hijo aproximaba la mano a los genitales. Yo esperaba ansiosa el siguiente movimiento porque sabía que sería ya el momento de restregar crema por la polla y los testículos. Sólo un par de segundos tardó Sandro en llegar a esa parte de su cuerpo, pero justo en el instante en que iba a volcar en su mano más cantidad de crema, ésta se agotó y sólo unas escasa gotas salieron a duras penas del bote. Mi vástago se quedó parado, resignado ante la falta de loción pero yo aproveché la ocasión y reaccioné de forma rápida. Sin decirle nada, abrí de nuevo mi bote de crema, que estaba casi lleno, dejé caer varios chorros en mi mano, me acerqué todo lo que pude al cuerpo de mi hijo y me puse en cuclillas ante él. La verga de Sandro, que permanecía tiesa y apuntando bien erecta hacia el frente, quedó situada a un par de centímetros de mi cara. Podía ver con claridad la humedad que cubría la punta del pene, pese a que el glande aún no estaba fiera del prepucio, sino que asomaba ligeramente por él. El aroma fresco de la crema no fue suficiente para contrarrestar el intenso olor que manaba de la cabeza de la polla de mi hijo, un olor que penetró por mi nariz inmediatamente. Jamás se me olvidará la expresión de nerviosismo que se dibujaba en el rostro de Sandro, unida a la de ansiedad y expectación. Creo que mi hijo aún dudaba de que yo fuera capaz de hacer lo que estaba a punto de realizar. Alargué ligeramente el brazo derecho y con los dedos de la mano acaricié la verga de Sandro con suavidad. Al sentir el contacto, mi hijo dio un ligero respingo y se contrajo un poco. Pero ante un nuevo roce de mis pringosos dedos llenos de crema, mi hijo se relajó y notó cómo yo recorría su miembro desde la base hasta la punta. Repetí la acción un par de veces, aunque imprimiendo en cada ocasión algo más de fuerza. La polla de Sandro se fue cubriendo de nívea loción y fue entonces cuando envolví el grueso pene con la mano, deslizándola un par de veces sobre él hasta dejar al descubierto el glande. Mis mirabas se alternaban entre la maciza polla de mi hijo y su cara y ojos, que se iban cerrando de placer conforme mi mano continuaba con su infatigable trabajo.

Sin embargo, como deseaba dejar a mi hijo encendido por completo pero sin que llegara todavía al éxtasis, liberé la verga y le comenté a Sandro:

  • Yo ya he terminado de ponerte loción. Ahora te toca a ti.

Sandro suspiró varias veces cuando sintió su falo libre de la presión que había ejercido mi mano y tomó el bote de crema. Opté, entonces, por tumbarme boca abajo en la toalla para que Sandro me aplicase crema en la parte trasera de mi cuerpo. En cuanto me tumbé, sentí caer sobre mi piel, en la espalda, varios goterones de crema. A continuación, las dos manos de mi hijo empezaron a masajear esa zona de mi cuerpo, extendiendo suave y delicadamente la loción. Con movimientos circulares recorría mi piel desde los hombros hasta la parte baja de la espalda. Repitió en varias ocasiones dichos movimientos y luego se detuvo. Pasaron un segundo, dos, tres, cuatro....Tras unos instantes de parón, que se me hicieron eternos, volví a notar cómo más loción caía sobre mi cuerpo. Suspiré al sentirla impactar sobre mis dos nalgas, en un placentero contraste entre el frío de la crema y el calor de mis glúteos. Los dedos de Sandro comenzaron a moverse por mi trasero, desplazándose por él de forma lenta a la vez que distribuían la crema. Pronto la suavidad inicial se transformó en presión y las yemas de los dedos apretaban cada glúteo. De manera instintiva abrí un poco las piernas, separando los muslos y ofreciéndoselos a mi hijo para que continuase con su trabajo. Pero antes de centrase en ellos, recorrió con la palma de la mano toda la raja de mi culo de arriba a abajo una vez, luego otra más y una tercera y última. Después fue resbalando un dedo muy despacio por la línea marcada por mi raja trasera, entre ambas nalgas. No pude evitar dejar escapar un gemido por la boca en cuanto noté que el dedo se estaba aproximando irremediablemente a mi sexo. Contuve la respiración y un segundo más tarde Sandro rozó mi coño. Sentí perfectamente el tacto de su dedo en mi húmeda vagina y cómo mi hijo la acariciaba en un par de ocasiones, antes de proseguir con la aplicación de la crema en la cara interna de los muslos, en la parte posterior y en las pantorrillas. Yo estaba descontrolada, completamente encendida debido a los roces de mi hijo. Con mucho disimulo restregué mi sexo varias veces contra la toalla para darme placer e intentar calmar el fuego que se había apoderado de mis genitales.

  • Date la vuelta, mamá- me pidió Sandro, despertándome en cierta forma del “shock” en el que me encontraba.

No lo dudé ni un segundo: me incorporé un poco sobre la toalla, me giré y me volví a tumbar en ella, ya boca arriba. Mi mirada se cruzó con la de mi hijo y de forma simultánea se dibujó en nuestros rostros una sonrisa de complicidad. Bajé la vista y me percaté de la enorme erección que tenía Sandro: su verga estaba completamente tiesa y gruesa, apuntando directamente hacia mí. Las intensas palpitaciones que la sacudían provocaba que se moviese ligeramente por sí sola. Cada palpitación suponía un leve desplazamiento hacia arriba de la polla de Sandro, cuyo glande relucía húmedo y pringoso bajo los rayos del sol. Mi hijo se arrodilló ante mí y se disponía ya a ponerme crema en la parte delantera de mi anatomía. Separé todavía más las piernas, que tenía semiflexionadas y con la planta de los pies sobre la toalla y mi coño se abrió entero ante los gozosos ojos de mi hijo. Ya sin disimulo alguno fijó en él su atención durante un buen puñado de segundos y se deleitó observando toda mi intimidad y mi ardiente clítoris. Pero Sandro quiso prolongar más la “tortura”, se desplazó de rodillas unos centímetros más hacia delante y quedó justo entre mis piernas. Cuando lo vi en esa posición, cerré un poco los muslos y los pegué a la cintura y a las caderas de Sandro, como si las estuviese abrazando con ellos. En el momento en que mi vástago se inclinó levemente hacia delante para ponerme loción, sentí cómo su polla entraba en contacto con mi vientre y resbalaba por él con cada movimiento de mi hijo. Un nuevo gemido salió de mí justo antes de que Sandro dejase caer varias gotas de crema en el duro pezón de mi teta derecha y luego en el de la izquierda. Esas dos bolas marrones de mis senos quedaron ocultas bajo la capa de blanca loción. Luego, mi hijo extendió su brazo hacia la mochila, abrió la cremallera pequeña de delante y extrajo su móvil. Enfocó mis pechos y les hizo un par de fotos. Realizó, después, lo mismo con su verga, de la que tomó un par de imágenes mientras reposaba caliente sobre mi ombligo. Por último, apuntó con el móvil hacia mi sexo y lo fotografió en diversas ocasiones ante mi plena permisividad.

  • Los relatos eróticos ilustrados con fotos reales quedan mucho mejor, ¿no crees?- dijo Sandro, a la vez que guardaba de nuevo el móvil en la mochila.

Me quedé un tanto sorprendida ante sus palabras hasta que mi hijo continuó hablando:

  • Desde ayer sabía que eras tú mi lectora favorita, la que me mandaba sus fotos, la que esperaba ansiosa mis nuevos relatos, a la que le hacía mis peticiones y quien me las satisfacía; que eras tú a quien le escribía los correos describiendo cómo me masturbaba y me corría a chorros....¿Ves este lunar que hay junto a tu teta izquierda? ¿Y este otro justo aquí, entre los dos senos? ¿Y estos otros dos, uno pegado a la areola de la teta derecha y el otro aquí, al lado del ombligo? De tanto ver y contemplar las fotos que mi lectora favorita me mandaba acabé por conocerme de memoria su cuerpo y ayer, cuando tomaste el sol en topless, me fijé en que tenías exactamente los mismos lunares y en los mismos sitios que la mujer de las fotos. Sin que te dieras cuenta y para salir de dudas, te tomé una imagen ayer y luego la comparé con las que ya tenía: el resultado fue clarificador. No había lugar a dudas: mi propia madre era mi admiradora secreta y la mujer con cuyas fotos y vídeos me había pajeado tantas veces.

Me quedé de piedra al oír a mi vástago, pero, al mismo tiempo, me alegré de que me hubiera descubierto, porque así ya no habría secretos entre nosotros.

  • Ya veo que has averiguado y solucionado el misterio de tu lectora favorita. Y ahora, ¿qué piensas hacer?- le pregunté.

Mi hijo, mientras me extendía crema por el torso y me magreaba a gusto las tetas, contestó:

  • Follarte hasta que me quede sin fuerzas.