Cristina (y III)
Resolución de la saga
CRISTINA (...y 3)
Mi chica y yo llegamos a casa justo cuando el sol estaba decidiendo ponerse. Mis piernas tenían ese hormigueo suave de cansancio después de dedicarnos en el bosque a nuestros juegos sexuales y posteriormente a procurarnos un acompañamiento suculento para la cena. La provisión de espárragos era más que suficiente, y en seguida me dediqué a preparar las cosas en la cocina. Mi chica se sirvió una cerveza de la nevera y anunció que iba a ducharse.
En lugar de eso, observé cómo apoyaba su hombro en el ventanal que daba a la casa de los vecinos y se mantenía con la vista fija, dando pequeños sorbos de la lata verde. Me comunicó sin mediar más diálogo que había movimiento en casa de los vecinos. Me acerqué, le rodeé la cintura desde detrás y le dí un beso en el cuello, casi descuidadamente. Efectivamente, los integrantes de la família vecina parecían estresados e iban de un sitio para otro. Mi chica me preguntó si había observado la indumentaria que llevaban. Me fijé en el detalle. Todos parecían ir como pinceles, trajeados y enjoyadas como nunca les había visto. Mi vecina, nuestra especial espectadora, sin embargo, no aparecía en la escena. Como adivinando mis pensamientos, mi chica giró su rostro, me sonrió, me dió un sonoro beso en la mejilla, y me dijo que la vecinita acababa de coger a los perros y los había sacado a pasear. Los vecinos tardaron medio minuto más en recoger sus abalorios de fiesta y cerraron la puerta tres segundos antes de empezar a oír el motor de un coche arrancar y alejarse de inmediato. Mi chica susurró que quizá la vecina se había procurado la noche libre, para seguidamente dejar el ventanal abierto y dirigirse al baño. Las duchas de mi chica suelen ser lentas, pausadas. Cuando decide darse un baño completo, con espuma incluída, el tiempo queda suspendido.
En diez minutos tenía la ensalada y la tortilla de espárragos silvestres preparados, y aún oía el correr del agua en el baño. Dejé la mesa preparada en el porche del jardín y preparé dos vermuts. Oí a los dos
boxer
de los vecinos que correteaban de nuevo por el jardín, y ví fugazmente a mi vecina, vestida con una camisa a cuadros y unos pantalones anchos, bebiendo agua en la cocina a grandes sorbos. Nuestras miradas se cruzaron un momento. Le hice un gesto vago con uno de los vasos que llevaba en la mano y me dirigí
sin grandes aspavientos al cuarto de baño. La teórica que ocupa la bañera da también al jardín por la parte de detrás, y de hecho se trata de un grueso cristal policía que permite la visión del exterior sin que el interior sea visible desde fuera. Eso en circunstancias normales, ya que cuando ha oscurecido, el efecto es el contrario. Para eso el cristal estaba dotado de una persiana exterior. Mi chica se encontraba ya recostada en la bañera, los ojos cerrados, con una capa de espuma apreciable, y aspirando el vapor que emanaba de la propia agua caliente. Su ropa aparecía amontonada en un rincón del baño. La persiana estaba subida. Con el sol ausente ya del cielo, era evidente que en esos momentos éramos visibles desde el exterior. Dejé los martinis en la repisa de obra que tan sabiamente instalaron al lado de la bañera y me desnudé sin ceremonias. Mi chica había abierto los ojos y me sonreía directamente. Me instó a meterme dentro.
Cuando lo hice, dispuesto a sentarme delante de ella, asió por sorpresa mis muslos con sus manos y susurró que de la limpieza se encargaba ella. Me quedé quieto viendo cómo, sentada, empezaba a pasear la esponja por mi torso y adiviné un par de miradas ciegas hacia el cristal. Le dije que se estaba portando muy mal, porque sabía perfectamente que la vecina podía estar de nuevo contemplando la escena. Me respondió con una sonrisa y con un chorro de agua directo a mi miembro, que reaccionó a medias cuando mi chica acercó sus labios y los posó suavemente en el prepucio, emitiendo un sonido arrastrado y gutural. Los labios se abrieron para abrazar en su totalidad la punta de mi polla y su lengua empezó a juguetear por debajo del capuchón mientras esparcía suavemente espuma por mi estómago, y acabó deslizando una mano entre mis piernas para masajear con dos dedos sublimes la zona comprendida entre mis testículos y el ano.
Sonriendo, sostuvo la maquinilla de afeitar que descansaba en la repisa mientras me sonreía. Mi peluquería inferior llevaba diez días descuidada y necesitaba atención, me indicó. La aplicó suavemente en mi zona púbica y emprendió un rasurado diestro y rápido que alternó con agua y pequeñas excursiones de su lengua. Cuando estuvo satisfecha no quedaba rastro de pelo alguno, y viendo mi hinchazón, decidió seguir el masaje manual y con lengua. La palma de su mano envolvió mis testículos dejando mi miembro entre sus dedos índice y corazón. La boca, cálida, hizo el resto. Se aplicó con dulzura y energía en sabias combinaciones temporales, y terminé por eyacular sin remedio sin que ella hiciera el menor gesto para apartarse de mi ducha inducida. Sus labios quedaron totalmente embadurnados, y alzando la vista, me regaló esa sonrisa indefinible que sólo acompaña esos momentos. Con un suave dolor en mis huevos, acabé sentándome en la bañera y me dediqué a limpiar su rostro advirtiéndole que me estaba dejando en fuera de juego. Su réplica fué inmediata. Me quedaba tarea por hacer.
Esta vez se incorporó y hizo cambiar mi orientación para que ella quedara de cara a la posible visión de la vecina. Su sexo, perfectamente depilado, quedaba a escasos veinte centímetros de mi rostro, distancia que me encargué de reducir. Paseé la punta de mi nariz de manera suave por los pliegues de su vagina, jugando a adivinar su flexibilidad. Una serie de bufidos por su parte me indicaron que su capacidad de experimentar placer estaba despierta. Finalmente, acoplé la punta de mi nariz en su sexo y inicié un movimiento de retroceso al mismo tiempo que desplegaba mi lengua, que inició una persecución calmosa de la nariz hasta detectar el clítoris. En ese momento, cerré los labios y aprisióné el botón de mi chica junto con el piercing que lo adornaba. Con los labios cerrados, succioné y activé los movimientos de mi lengua. Cuando liberé el clítoris, inicié una serie de idas y venidas recorriendo la longitid de sus labios exteriores y volví a concentrarme en la rosada protuberancia, esta vez con la lengua a la vista. Su manera de morderse el labio inferior me animó a ofrecerle ese contacto también en modo visual. Mis dos manos recorrían su culo, que ella movió imperceptiblemente invitándome a experimentar con él. Pocas invitaciones me hacen falta, Dos dedos de una de mis manos buscaron su ano y abrieron sin disimulo las deliciosas masas de carne que lo ocultan. La otra mano viajó a través de sus piernas y los tres dedos centrales se dedicaron a masajear la entrada mientras mi lengua jugueteaba con su piercing. Apliqué unos tímidos golpecitos al ano con los dedos y notando su receptividad, el dedo corazón decidió adentrarse curioso y flexible entre los músculos anales de mi chica. Redoblé el ritmo de mi lengua y en pocos segundos sus mano asieron mi cabeza, hecho que hizo entrar en juego a mis labios, que succionaron su orgasmo repentino y generoso con placer y falsa abnegación. Dos minutos más tarde, brindábamos con nuestros martinis, cubiertos de espuma y relajados como si nada más fuera a suceder.
La cocina sustituyó al baño como escenario de nuestras actividades y más cerca de las diez de la noche que de las nueve nos sentábamos para cenar en el porche, con las luces amortiguadas para no atraer insectos. Mi chica se había vestido con un pantalón ancho y un ajustado jersey negro, sin sujetador. La ausencia de luz provovaba que sus ojos brillaran en un tono más claro y evocaran un marrón muy cercano al barro cocido. La cena transcurrió tranquila y lejana a los problemas cotidianos. Mi chica me hizo observar en tres momentos distintos de la cena que la vecina se había asomado a su ventana, pero yo no conseguí verla a causa del ángulo en que estaba sentado. El comedor de la casa de la vecina permanecía a oscuras, y sólo se apreciaba luz en el piso de arriba.
Terminamos de cenar y acepté la invitación de mi chica para tomar un café en el porche mismo. La humedad de la noche hacía brillar en miles de puntos el césped y el silencio era casi general. Los perros de los vecinos dormían en el cercado lateral de la casa. Sólo se oía un pequeño crujir en las vigas de madera del porche. La semana siguiente tocaría tratamiento contra carcoma y quizá un nuevo barnizado. Cuando mi chica se acercaba con los cafés, la luz del piso superior de la casa de los vecinos se apagó y, casi teatralmente, se iluminó la sala de estar. Mi chica, sin pestañear ni decir una sola palabra, se acercó a los interruptores y apagó definitivamente nuestras luces. Nos quedamos a oscuras. El salón de los vecinos era en ese momento como un gran televisor delante nuestro. La pelota está en su tejado, musitó.
La vecina hizo su aparición en pocos instantes, descalza, con una camisa excesivamente grande que le cubría hasta medio muslo. Llevaba el cabello ensortijado suelto y se acercó ceremoniosamente hasta la cristalera, donde permaneció unos instantes bebiendo pequeños sorbos de una taza con un dibujito que no acerté a distinguir. Del bolsillo superior sacó el teléfono móvil y estuvo hablando por espacio de un minuto, acompañando su conversación con un balanceo suave de cadera y una inclinación pretendidamente inocente de su cuello. Sonreía mientras hablaba. Mi chica, que estaba sentada de frente a la casa de los vecinos, me animó a desplazarme y a instalarme a su lado. Lo hice sin demora, y fijé mi mirada en su rostro, que permanecía concentrada intensamente en la visión de la vecina. Mi pareja se dió cuenta que la estaba mirando y relajó una sonrisa maliciosa. Mi mano se posó en su muslo y la cubrió con la suya. En un segundo, sorprendida, mi chica enarcó las cejas y mi mirada se fijó al instante en la escena que se nos ofrecía en el salón de los vecinos. Un chico se aproximaba por detrás a la vecina. Iba desnudo de cin tura hacia arriba, y era evidente que acababa de bajar las escaleras. La chica colgó el teléfono al tiempo que él reparaba en nosotros y se quedaba clavado en medio del comedor. Era moderadamente más alto que mi vecina, debía estar a la mitad de la veintena y aparecía como alguien que suele hacer ejercicio pero sin desequilibrios musculares. Un pequeño rombo de pelo aparecía en su pecho. El rostro era redondeado, y su mal afeitado revelaba un tapizado irregular en su mandíbula. La vecina se giró hacia él, se colgó literalmente de sus hombros y le besó. El chico pareció dudar un instante pero los labios de ella se acercaron a su oreja y el susurró surtió el efecto deseado. Las manos de él se deslizaron por detrás de la chica hasta sus muslos y lentamente ascendieron hasta descubrirle las nalgas. Un vistazo fugaz a mi chica me indicó que mantenía una concentración circunspecta. Cuando volví a dirigir mi atención a la escena que teníamos delante, observé cómo mi vecina se había despojado de la camisa y permanecía de rodillas dedicada a darle placer al chico, que se había desabrochado el pantalón. La espalda de la chica, estilizada y de hombros anchos, terminaba en una cintura estrecha y en un culo breve y compacto, abierto levemente en su parte inferior. Las nalgas aparecían brillantes, nacaradas, efecto quizá magnificado por la luz artificial y por las marcas que deja el bronceado, y dedicaba una mano a acariciárselas mientras su boca se llenaba del pene del chico.
Con un movimiento ágil, se incorporó y con dos resueltos pasos se acercó a la mesa del comedor, hecho que nos permitió ver el largo y delgado miembro del chaval, que se descolocó por un instante al verse enfrentado a nosotros. Cuando se dió la vuelta, la vecina se había sentado en el borde de la mesa, y descansaba sus pies en dos de las sillas de diseño en las que la família comía día a día. Sus dedos pasaron alternativamente un par de veces de su lengua a su sexo mientras los labios parecían retar al chico, que denotaba por su actitud que estaba recibiendo instrucciones. Se plantó delante de ella y empezó a sacudirse el miembro mientras el discurso de ella parecía por su expresión facial que casi llegaba al insulto. Los dedos de mi vecina pronto se concentraron en su propia masturbación. El sexo aparecía abierto, con los labios interiores desarrollados y de un color mucho más intenso que los exteriores. Rodeando a éstos, dos afluentes de pelo escaso convergían en un triángulo frontal recortado y coqueto. El vientre era plano, y sus pechos eran redondos pero sin volumen, con los pezones pequeños y pardos. Su rostro adquirió toques de tensión a medida que se acercaba al orgasmo, cuadró los labios enseñando los dientes apretados y frunció las cejas al tiempo que parecía retar con los ojos a su acompañante, que mantenía su nivel de sacudidas casi de espaldas a nosotros. La mano de mi chica se posó inmóvil en mi pecho y ví cómo empezaba a divertirse y torcía la sonrisa. Detecté un brillo especial y nada inocente en sus ojos.
La proximidad del orgasmo pareció hacerse inevitable en él, y dió un paso adelante, que fue frenado inmediatamente por mi vecina, que le mantuvo a distancia poniéndole la mano en el cuello y manteniendo el brazo recto y en tensión. El chico enarcó el cuerpo hacia adelante y cuando parecía que iba a correrse, fue ella la que emitió un grito, sordo para nosotros, y se abandonó a un clímax relativamente corto pero eléctrico. Resoplando, sin dar más tregua, abrió sus brillantes y oscuros labios a la contemplación del chico, y a una orden suya el paciente compañero pudo soltar finalmente en descargas breves su semen, que se esparció generosamente por el abdomen y el pecho de mi vecina.
El tiempo que empleó ella en hacerse con una toalla y limpiarse lo utilizó él para vestirse y desaparecer sin ningún beso de por medio. Mientras la vecina permanecía desnuda en el salón, ocupada en recomponer los muebles, comenté con mi chica qué le había parecido la escena. Inclinó el rostro, se mordió brevemente un dedo, y girando intencionadamente sus ojos hacia mí me dijo que por ella eso no había terminado, que quedaba algo pendiente. Percibió mi mal disimulada expresión de desconcierto y, en respuesta, una mano me recorrió la mejilla. Repuso que estuviera tranquilo, dió un sorbo largo a su café, y inquirió si me sabía mal si dejaba el peso del tema en sus manos. La comisura de mis labios se contrajeron para indicarle que la reina era ella. La vecina se había puesto un albornoz color pera, y había recuperado su taza de contenido desconocido, mientras nos observaba recostada en la cristalera con rostro interesado.
El momento que siguió es de aquellos que en la mente de cualquiera sería antológico, pero que en mi caso es simplemente memorable como otros gracias a disfrutar de la compañía de alguien tan extraordinario como mi chica. Su mente obviamente no se había conformado con contemplar la escena que nos había sido ofrecida, y sus ojos ahora reflejaban decisión. Se acercó innecesariamente a mi oído, mordió suavemente el lóbulo con sus labios, y me susurró que dejara aquello en sus manos. Te quiero, remató, antes de levantarse, rodear la mesa, y plantarse desafiante delante de la vecina, que alzó levemente el rostro en un deje de orgullo. Mi chica levantó decidida el brazo y le mostró simplemente la palma de la mano. La vecina pareció comprender porque, aun sin moverse, pareció fijar su atención lejos de nosotros y se sumergió en pensamientos propios. Mi chica se giró hacia mí.
Con voz absolutamente neutra, me preguntó dónde estaban las bragas que mi vecina había dejado caer en mi jardín semanas atrás. Le informé de dónde las había dejado, y la ví desaparecer en el interior de la casa, desde donde se empezaron a oir diversos ruídos ahogados por la distancia. Menos de dos minutos después, mi chica salía de casa con un pequeño macuto a cuestas, dejándome un beso y un grueso vaso de cristal lleno de whisky y pedazos de hielo, sentado aún en el porche. Intenté sin éxito realizar el
tour
mental que había recorrido mi chica para hacer lo que en aquellos momentos ya no tenía marcha atrás. Encendí un cigarrillo y esperé.
La vecina, absorta en sus pensamientos, pero con una media sonrisa colgada en el rostro, se paseaba en ese momento por el salón, que sólo abandonó para entrar en la cocina. A través de la puerta acristalada de la cocina pude ver cómo rellenaba su taza de agua caliente y le añadía una bolsita de algún tipo de infusión. Mientras se afanaba con la cuchara, giró asustada la cabeza hacia un punto determinado. Entró en el salón camino de la puerta y se paró un instante para certificar que seguíamos ahí. Yo sí, pero mi chica no. Dejó su taza en la mesa y se dirigió resuelta hacia la entrada de su casa. Quince segundos después, entraba mi chica siguiendo los pasos a mi vecina, que se sentó directamente en una de las sillas mientras mi pareja permanecía de pié y me teledirigía una breve sonrisa.
Aunque mi vecina me quedaba en un perfil exacto, pude ver que se debatía entre la incomodidad y la tensión. Mi chica era la que llevaba la voz cantante y la otra parecía acompañar la locución con breves monosílabos de signo variado mientras se mesaba los rizos nerviosamente. Finalmente, el macuto reveló uno de sus secretos. De él, mi chica extrajo las bragas amarillas y las sostuvo con un sólo dedo a veinte centímetros de su rostro, que pareció hipnotizado por unos instantes mientras seguían hablándole. Inesperadamente, mi vecina se incorporó, se situó justo detrás del ventanal y se subió el albornoz hasta la cintura, ofreciéndome una panorámica frontal de su sexo. Mientras seguía hablando, mi chica se situó detrás de ella en cuclillas y le ayudó a ponerse las bragas amarillas. La vecina soltó el albornoz y cruzó los dedos de las manos detrás de la nuca, al tiempo que mantenía los pies separados unos cuarenta centímetros. Mi chica, que no dejaba de dar instrucciones, se incorporó y me dirigió una sonrisa de complicidad que me secó la boca. Algo se proponía. Mientras fijaba mi atención en el otro rostro y bebía un pequeño sorbo de whisky, mi compañera se dedicó a desnudarse con rapidez y eficacia, dejándose un tanga negro y sin adornos puesto. El rostro de mi vecina podía contener preocupación pero, en un movimiento que no pudo o no quiso evitar, hidrató sus labios con la lengua. A un movimiento de labios de mi chica, la vecina se giró, quitándose las bragas, mostrándome su culo inmaculado, y contempló durante largos segundos el panorama que se le ofrecía a la vista: Mi chica estaba casi desnuda delante de ella, invisible para mí, pero la cabeza de la vecina pronto se desvió a mano derecha. Encima de la mesa, colocados con esmero, aparecían dos objetos: un pequeño plug y un consolador de mayor tamaño de color uva, que habíamos comprado hacía meses y que iba acompañado de un arnés.
La vecina se arrodilló y ví cómo sujetaba tímidamente las tiras del tanga de mi pareja para acabar de desnudarla. Lo hizo. Se situó a cuatro patas y empezó a lamer con extraña fruición el coño de mi chica, que le sujetó los cabellos con una mano impidiendo de esta manera que yo no viera la lengua de mi vecina en acción. Los muslos de la chica enmarcaban de manera ascendente una vagina carnosa, de labios generosos y pardos, mientras que las estrechas nalgas, en esa postura, ya no protegían un ano ínfimo y también ligeramente más oscuro que el resto del culo. Los ojos de mi chica se desviaban a veces hasta localizarme. Yo permanecía en la oscuridad, absorto, acompañado del sonido agudo del hielo chocando contra las paredes del vaso y pestañeando lo mínimo indispensable.
Sin soltar el pelo de mi vecina, un estirón fué suficiente para que quedara tumbada boca arriba, con su sexo expuesto. Sin darle tiempo a respirar, mi chica se sentó a horcajadas sobre su rostro y acopló su coño a la cara de la otra, que reemprendió en proceso de succión inmediatamente. Un pequeño brillo asomaba ocasionalmente por encima de la nariz de la vecina, El piercing del clítoris de mi chica estaba en un movimiento contínuo. Mi pareja se inclinó hacia adelante lo suficiente para abrir el coño de la chica y mostrármelo en toda su brillantez. Le aplicó unos golpecitos con dos dedos encima del clítoris y tuvo que hacer fuerza con sus muslos para dominar la sacudida que sufrió mi vecina. Repitió el juego durante dos largos minutos hasta que la escena se desmontó de repente. En quince segundos mi chica hizo el prodigio de ajustarse el arnés mientras mi vecina recuperaba su posición vertical y sin abrir la boca, se situaba encarada hacia mí, apoyaba los dos brazos abiertos en el cristal y esperaba la intervención de mi pareja, que sujetó con su mano, parsimoniosa pero con firmeza, un hombro de la chica, y pareció apuntar el consolador de color uva hacia su objetivo. Las dos se quedaron mirándome un segundo antes de acoplarse. Mi chica parecía respirar profundamente y mi vecina succionaba aire a bocanadas mientras el aparato se introducía en su coño. Las embestidas acabaron haciéndose rítmicas y implacables en poco espacio de tiempo. Los ojos de mi vecina estaban cerrados con fuerza y su rostro reflejaba una crispación placentera y viciosa.
Sin cesar el bombeo, mi pareja echó un brazo hacia la mesa, asió el plug, y se lo llevó a la boca mientras sus ojos me miraban directamente a mí. Se quedó quieta un instante, que la vecina recibió con evidente fastidió. Una voz de mi chica bastó para que se quedara inmóvil. Se colocó el plug sujetándolo con dos dedos a medio camino de su ombligo y su coño, y adiviné de repente su intención. Cuando empujó hacia adelante, mi vecina abrió desmesuradamente los ojos al notar el segundo accesorio introduciéndose en su ano. Giró levemente la cabeza y empezó a complementar las embestidas de mi chica con movimientos pélvicos acompasados. El ritmo fué en aumento y, con la mano libre, mi chica soltó unos cachetes insonoros para mí en las nalgas de mi vecina, que no tardó en gritar, lo suficiente para traspasar mínimamente la barrera fónica que el doble cristal mantenía.
Medio minuto después mi chica se estaba deshaciendo del arnés mientras la vecina recuperaba su albornoz y cerraba la persiana sin atreverse a levantar la vista. Quedé completamente a oscuras, tanteando el vaso con los dedos y respirando profundamente las temperaturas suaves de la noche. Encendí otro cigarrillo y permanecí absorto y con la mente incrédula y maravillada a la vez. Me dí cuenta sólo que la persiana del piso de arriba de los vecinos se cerraba también al tiempo que se terminaba mi cigarrillo y que a mis espaldas oía el golpeo de la puerta y el dringar de las llaves sobre la madera. Mi chica apareció en el porche, me abrazó desde detrás, me dió media docena de besos y acercó sus labios a mi oído. Susurró: Se llama Cristina, buena chica. Te quiero. ¿Nos vamos a la cama?