Cristina, parte 7
Salvación y final (un poco abrupto pero no ha habido más).
Cristina, Parte Siete
Título original: Cristina, Part Seven
Autor: stern@tin.it
Traducido por GGG, septiembre 2020
NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.
Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor, que se puede obtener en Stern@tin.it.
Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.
OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").
Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.
¡Disfrutad del cuento! Stern@tin.it
Capitulo siete
Salvación
Durante el viaje y durante los interminables períodos de tránsito en varios aeropuertos, intenté con todas mis fuerzas no fantasear sobre el hombre de la voz misteriosa, pero sólo logré pensar en él con exclusión de cualquier otra cosa. ¿Era un ex criminal de guerra? ¿Un tratante de esclavas blancas que alimentaba los mercados hambrientos del Oriente Medio inundado de dinero? ¿O Fiona me había gastado una de sus bromas crueles, enviándome a un convento? Estaba completamente estresada: cuando llegué a la ciudad y el taxi me llevó junto a la aguja alta y negra de alguna catedral gótica, recuerdo que todo lo que pude pensar fue "Cómo se sentiría estar empalada en esto". Mi masoquismo estaba al borde de la locura, y estaba ebria de mi propia sumisión.
Sin embargo, estas fantasías desaparecieron tan pronto como estuve en la dirección indicada. En lugar de un castillo imponente, una cárcel o un campo de concentración, como había imaginado, allí sólo había un edificio comercial, y más bien
reciente y bien mantenido. El nombre que me habían dado lo iba a encontrar en la placa de bronce de un bufete de abogados, a donde fui introducida por una secretaria elegante y gélida, que me hizo pasar a una sala de espera similar a la de un dentista, al menos en cuanto a los niveles de hospitalidad y calidez personal. Me quedé allí casi dos horas, mortalmente aburrida, pero también absolutamente aterrorizada ante la posibilidad de mostrar signos de deficiente sumisión, y por lo tanto perder la última oportunidad que se me daba. Me obligué, en cambio, a memorizar cada detalle de las feas fotos que colgaban de la pared frente a mi sillón, hasta que la secretaria por fin me llamó y me mostró una puerta de madera con paneles oscuros.
El ocupante de la oficina me saludó en excelente italiano, con solo un poco más de aspereza a causa de un ligero acento alemán.
"Señorita Cristina, por favor tome asiento".
Era un hombre de mediana edad, con cabello gris y ojos grises, detrás de unas gafas con montura de acero, y un traje bien cortado de los mejores sastres.
Me senté en la silla indicada.
"Soy el Sr. Schneider, abogado y representante legal de su nuevo empleador. ¿Podría firmar esos documentos?".
"¿Qué son?"
"Firme, eso es todo", siseó con voz helada mientras me acercaba instantáneamente un bolígrafo y señalaba los papeles que había empujado hacia mí. "Es su contrato de esclavitud", se dignó explicar cuando terminé mi tarea, "mediante el cual mi cliente evitará toda posible complicación legal derivada de su relación. Estos otros papeles son la carta cese de alquiler para su arrendador, abandonando su piso y todos los contratos de servicios públicos relacionados, el documento que me autoriza a vender todas sus pertenencias y los papeles para cambiar de residencia".
Firmé todo, debidamente impresionada por aquella eficiencia burocrática. ¿Cómo demonios se las habían ingeniado para obtener todos los datos?
"Ahora deme las llaves de su piso, sus papeles y el bolso."
Puse todo sobre el escritorio.
"¿Hay algo en su maleta de lo que no pueda prescindir?"
"Sí ... Veamos ... Ka ... Las fotografías de una amiga, y... No, nada más. Las cogeré ahora".
"No. No se moleste. Lo quemaremos todo junto con su ropa. Desnúdese completamente".
La idea de perder definitivamente aquel vínculo con mi ex amante me resultó completamente desagradable, pero solo yo tenía la culpa. ¿Por qué las había traído conmigo? Unos minutos más tarde, con la facilidad de la práctica adquirida en años de sumisión, estaba completamente desnuda frente a aquel extraño total, me quité incluso los pendientes, sólo dejé el tapón rectal que era una necesidad para mí. El abogado pulsó un botón cercano a una puerta, que se deslizó hacia un lado, revelando un ascensor privado.
"Entre. Un coche la está esperando en el aparcamiento. Se montará en la parte de atrás. Adiós".
Cumplí sin aliento, con la sensación de ser un eslabón suelto enviado a un lado y a otro en una cadena de fábrica. No volví a ver la cara de Schneider, y tampoco vi al conductor, ya que la ancha parte trasera del coche estaba separada de la delantera por una barrera deslizante. Las puertas de cierre centralizado se bloquearon tan pronto como el automóvil se puso
en marcha, y durante bastante tiempo lo único que pude hacer fue mirar el paisaje a través de las ventanillas de vidrio polarizado, que aseguraban que nadie podía mirar dentro del coche. Pasamos por lo que tomé por el centro de la ciudad, luego recorrimos una carretera que pasaba sobre el puerto, luego una zona residencial, una autopista, una aldea, un pequeño bosque, una llanura desnuda... Y, para terminar una fábrica. Desde la verja que estaba en la carretera, una franja bastante larga de camino de tierra conducía a un muro alto. Una puerta eléctrica se deslizó a un lado para dejarnos entrar, y el coche se encontró en un pequeño patio. Una chica bastante guapa con largo cabello rojo recogido en una cola de caballo salió para abrir la puerta del auto. No había duda de su función: llevaba un collar de cuero, grillete en tobillos y muñecas, que permitirían atarla con facilidad, los habituales zapatos de aguja extra altos que se habían convertido en parte de la normalidad para mí, y gruesos anillos de metal a través de las areolas del pecho y los labios exteriores de la vagina. Me indicó que la siguiera a uno de los edificios más pequeños que rodeaban el patio, y cuando entré escuché que el coche arrancaba y se alejaba a toda prisa.
Allí fue donde conocí al doctor. Era un hombre bastante mayor, de piel arrugada y casi sin pelo. Tenía un expediente médico y un bolígrafo en las manos, y mientras la esclava pelirroja guardaba silencio de rodillas en un rincón de la habitación, procedió a interrogarme sin más preámbulos. Quería saber sobre mi salud y mi historial médico. Luego, sin siquiera preguntarme el nombre, tomó hábilmente todas mis medidas. Con "todas" quiero decir que, entre otras cosas, me hizo acostar sobre una silla ginecológica y, sin la menor consideración por mi comodidad, utilizó varios instrumentos para determinar la profundidad y la circunferencia máxima de mis dos agujeros, la capacidad de estiramiento de los labios del coño, del clítoris, de los pezones, la masa total de mis tetas, e incluso la de mi lengua. Luego me tomó muestras de sangre, heces, orina... Esto duró una eternidad, durante la cual no pude reunir el valor para decir una sola palabra. El doctor también guardó silencio, pero probablemente por razones muy diferentes. Aparte de sus breves instrucciones en alemán, me habló solo para despedirse de mí:
"Hemos terminado con el examen. A partir de ahora ya no tiene nombre. Siempre que sea necesario, será el número cuarenta y dos”.
La esclava luego me llevó a otra habitación, un pequeño almacén donde fui equipada con un collar y ataduras idénticas a las de ella. Me ató las muñecas detrás de la espalda, me puso una correa al cuello, y todavía sin decir ni una palabra, me arrastró hasta el edificio más alto.
Fin