Cristina, parte 6

La puta

Cristina, Capítulo Cinco


Título original: Cristina, Chapter Six (The Whore)

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, septiembre 2020

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor, que se puede obtener en Stern@tin.it.

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition".

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento! Stern@tin.it

Capítulo seis

La puta

Accedí pero sólo porque en ese momento la obediencia instantánea a las órdenes de cualquier tipo se había convertido en parte de mi propia naturaleza. Mientras me ponía esas ropas, que para mí eran bastante superfluas, incluso sintiéndolas extrañas al tacto, me hubiera gustado contarle un millón de cosas, pero no pude emitir ni una sola palabra. Solo puedo recordar que sentí dos grandes lágrimas ardientes rodando por mis mejillas, mientras el Ama, impasible, simplemente me despedía, comentando "Puedes dejarte el tapón anal. No voy a necesitarlo" antes de salir de la habitación sin más preámbulos.

Me puse los zapatos, que me parecieron extrañamente incómodos teniendo en cuenta que sus tacones eran demasiado bajos, y salí al jardín. La gran puerta de entrada, que no había atravesado en un año entero, estaba abierta. Siempre lo había estado, y mientras respiraba el aire fresco del exterior me di cuenta sobresaltada de que ninguna de nosotras las esclavas había siquiera pensado, con toda probabilidad, en el hecho de que salir de la mansión era algo tan sencillo. Por supuesto, atravesar el jardín con todos sus sistemas de alarma sistemas y la puerta accionada eléctricamente era otra cosa completamente diferente, pero todo nuestro universo se había reducido a la casa y ninguna de nosotras se había cuestionado ese estado de cosas.

Salí en la limusina con la cabeza hecha un lío, totalmente perdida en el mundo real, y cuando me encontré ante el piso de Katja estaba en trance. Toqué mecánicamente el timbre, y fue solo cuando se abrió la puerta cuando me di cuenta de que estaba de vuelta en casa: Katja me abrazó con entusiasmo, me besó, me ayudó a quitarme el impermeable, luego noté el olor a comida, el calor... Todo aquel alboroto me parecía un gran error, como si me sorprendiera no tener que arrodillarme

delante de ella o incluso simplemente que me dieran un beso, pero me relajé bastante pronto. Nuestra noche de amor fue larga, increíblemente hermosa: Katja estaba encantada cuando descubrió el nivel de dilatación que mis dos agujeros podían

resistir, y descubrió que mi sensibilidad a cualquier estimulación sexual del tipo "habitual" parecía ser bastante excepcional, lo que me llevaba a alcanzar clímax particularmente intensos.

A la mañana siguiente, nos contamos nuestras respectivas historias. Su trabajo en el Lejano Oriente le había hecho ganar mucho dinero, lo que le permitiría trasladarse pronto a una casa más grande, y aunque admitió que se había acostado con varias chicas japonesas, la creí plenamente cuando me dijo que nunca había dejado de pensar en mí. Pero mi propia historia, en cambio, la perturbó profundamente. De vez en cuando, al escuchar las torturas que tuve que soportar Katja palidecía y, obviamente, no se quedaba convencida. En otras ocasiones, algunas partes concretas la excitaban mucho y me pedía que la

masturbara mientras seguía hablando. Luego le dije con entusiasmo que había descubierto ahora mi verdadera y profunda naturaleza de esclavo masoquista, y que de ahora en adelante podría hacer absolutamente cualquier cosa conmigo, y que yo

necesitaba sufrir y humillarme por ella. Le confesé que, a veces, el régimen al que fui sometido en la mansión de Lady Fiona me había hecho olvidar mi relación con ella, y desahogué de una sola vez todas las dudas que estaba teniendo: le expliqué mi malestar por ser tratada por ella como su igual, y cuánto más feliz habría sido si me hubiera demostrado su amor haciendo que me sometiera a ella como creyera conveniente en lugar de hacerlo cubriéndome de besos y caricias. Intenté transmitirle mi

asombro y disgusto al ver que mi Ama tuviera que usar un inodoro de cerámica, cuando simplemente podía ordenarme que me tragara todos sus excrementos, y todos los demás principios extraños que me habían inculcado durante mi año de esclavitud.

Al principio Katja estaba bastante perpleja. Luego la excitación y sadismo empezaron a sacar lo mejor de ella, y estaba encantada con el poder absoluto que ahora ejercía sobre mí. Sus castigos estaban lejos de ser tan intensivos o sofisticados como los de la mansión de Lady Fiona, pero eran igualmente satisfactorios para nosotras dos. Hasta entonces mi sed de masoquismo no era demasiado para ella.

Luego llegó un sábado, en el que Katja había accedido a azotarme hasta dejarme inconsciente, como sin descanso le había rogado durante los días precedentes. Le estaba lamiendo los pies con devoción cuando decidió confesarme las dificultades que estaba experimentando.

"Mira, Cristina, tengo la impresión de que todo esto no está bien", comenzó con tristeza. "Eres tan dulce conmigo, pero no hay manera de pueda competir con Lady Fiona o cualquier otra dómina profesional. No soy más que una fotógrafa, sádica si quieres decirlo así, pero no estoy en situación de satisfacer tus necesidades". Su monólogo se prolongó durante algún

tiempo, concluyendo cuando tuve que admitir, más o menos en contra de mi voluntad, que las torturas que anhelaba eran de un nivel mucho más alto que cualquiera de las que la hermosa Katja pudiera proporcionarme, con sus cuatro látigos y su puñado de

consoladores, y sobre todo con el amor que sentía por mí, que efectivamente le impedía usarme como una verdadera esclava.

Le sugerí que me hiciera trabajar en un burdel o en un club sado durante el día, para satisfacer mis necesidades y que fuera menos exigente por las noches, pero Katja ya se había decidido: con los ojos llenos de lágrimas, me dio una gran suma de dinero para que me mudara a mi propio piso, y me suplicó que saliera de su vida. Lloramos juntas por un rato, tratamos de consolarnos haciendo el amor, pero incluso mientras estábamos aferradas la una a la otra en medio del éxtasis tuve que admitir que tenía razón. Esa misma noche dormí en un hotel.

A la mañana siguiente fui a una de las tiendas para adultos mejor abastecidas de las que Katja me había enseñado, y compré las principales revistas de sado y de contactos, que llevé a mi habitación para buscar alguien que pueda estar interesado en mis posibilidades masoquistas. Había muy pocos contactos interesantes: escribí algunas cartas a los más prometedores, a pesar de mi dominio bastante deficiente del holandés y el alemán. En lo que me concentré fue en los contactos de dóminas profesionales. Llamé por teléfono a todas las dóminas que habían puesto un anuncio en las revistas y en todas las mazmorras sado, ofreciéndome como esclava personal. Descubrí que ninguna de aquellas mujeres me necesitaba pero después de pagar la visita a las principales mazmorras de la ciudad y haber explicado mi situación a las señoras que las dirigían, pasé fácil y bastante gustosamente las "pruebas de admisión" y me contrataron como colaboradora en dos de esas mazmorras, a las que iba un día de cada dos, librando los domingos.

Me convertí en un objeto a azotar por un salario, y esa extraña posición me dio algunas satisfacciones agradables durante algún tiempo. Gané mucho dinero, pero sobre todo fui utilizada como nada más que un objeto por absolutos extraños que entraban, me hacían daño, exigían que les diera placer, y luego salían sin dirigirme la palabra. Claro que no me gustó mucho

ser dominada por hombres, y el sufrimiento al que fui sometida nunca fue tan refinado como al que estaba acostumbrado, pero gracias a mi creciente fama como esclava absoluta, fui el blanco de los sádicos más exigentes, esos que otras sumisas profesionales ni siquiera considerarían. Además, a mí me encantaba el aspecto degradante de la posición en la que me encontraba ahora. Una fotografía mía aparecía con cierta frecuencia en las revistas especializadas. Me mostraban llevando solo zapatos de punta, tan altos que estaba a punto de caer hacia adelante, y un collar, unido a una correa sujeta por una

mujer, mostrando sólo su mano. Tenía las piernas abiertas, con pesas de un kilo colgando de abrazaderas fijadas a mis labios internos; pesos similares me estiraban también hacia abajo los pezones. Un espejo alto con adornos barrocos situado detrás de mí permitía una vista fácil de mi pequeño trasero, que una salvaje azotaina había marcado con franjas con un patrón rojo intenso. Las características más llamativas, sin embargo, eran mi expresión facial -los ojos mirando directamente al lector y  los labios ligeramente fruncidos- y la leyenda de la fotografía: "Esclava Cristina. Una auténtica masoquista de 23 años, deseosa de satisfacer tus deseos más pervertidos. Especializada en tratamientos extraduros: agujas, pesas, latigazos prolongados, dilatación incluso con ambas manos, servicio de aseo con todo incluido. Aguante extremo, ama el dolor, el juguete más entretenido para sádicos de todas las tendencias".

Bajo la fotografía estaba el anuncio de una de las mazmorras para las que trabajaba, a las que mi colaboración había puesto en condiciones de pedir tarifas mucho más altas de lo habitual y, por lo tanto, de pagar tarifas publicitarias en casi

cualquier periódico. En cierto modo, fue muy satisfactorio, una noche, ser parada por el viejo propietario de los almacenes que había bajo mi piso, cuando estaba en la caja registradora con los productos para la cena: "Pero, ¿tú eres la chica del periódico? - preguntó, con los ojos clavados en los míos.

"¿Perdón?"

"La puta del periódico, a la que azotan".

"Sí... Esa soy yo."

"Me pones malo. Cuando era joven visitaba chicas, pero solo para sexo sano y saludable. Nunca hubiera ni siquiera pensado que podría existir una puta tan repugnante. No puedo echarte de mi tienda, pero tengo que pedirte que no vuelvas. Tengo clientes respetables de los que cuidar".

"M... Muy bien. No volveré", susurré, roja de vergüenza. Estaba tan acostumbrada al universo sadomaso que había olvidado que, en el mundo "real", no era más que una puta pervertida. Corrí de regreso a casa con las mejillas ardiendo casi tanto como habían estado las nalgas cuando un inglés aparentemente infatigable había usado una paleta para azotarme durante un tiempo increíblemente prolongado. No comí, pero lloré intensamente y durante mucho tiempo: ser esclava era algo de lo que podía estar orgullosa, pero ser considerada una prostituta común era como un insulto, con el que no podía vivir. ¡Haber dedicado todos esos esfuerzos, toda esa concentración unidireccional, y acabar siendo tratada como una puta callejera! Mi única satisfacción era que mi sumisión me había ganado este ultraje: incluso en mi desesperación, ese pensamiento me consoló un poco, y me masturbé, antes de derrumbarme en sueño de agotamiento, soñando con la degradación que había traído sobre mí misma.

Las dueñas de las mazmorras para las que trabajaba siempre eran muy cuidadosas de llegar a un acuerdo con sus clientes, por el cual después de una sesión no podría estar dañada de forma permanente; esto no me impidió sufrir impresionantes torturas en sus manos, por lo que terminé experimentando de nuevo la mezcla de terror y placer que había encontrado con Lady Fiona. Llegué a pasar los días esperando esos momentos: me encontré a mí misma, en más de una ocasión, chupando obedientemente la polla de un cliente, de rodillas, y pensando sólo que, tal vez, tendría más suerte con el

siguiente, que podría ser el único en mostrar tanta crueldad como mi anterior Ama.

A decir verdad, no sé por qué no la llamé desde el principio. Quizás, en cierto modo, no quería molestarla, pero naturalmente acabé marcando el número que me había dado. Los autores de los anuncios a los que había respondido se habían mostrado como inequívocos locos, principiantes inexpertos u otras personas igual de poco inspiradoras; mi trabajo en las mazmorras me había convertido en una prostituta común en lugar de la esclava de alto nivel que aspiraba profundamente a ser; y así sucedió que, una noche, después de habiendo pasado el día en manos de hombrecitos ordinarios que ni siquiera

empuñaron un látigo en todo el día, la llamé con profunda resolución.

Fue Ann, quien mientras tanto había sido ascendida al soñado rango de supervisora, la que descolgó el teléfono. Con bastante naturalidad transfirió mi llamada a Lady Fiona, y simplemente oír por teléfono la voz de su sensual garganta

hizo que me derritiera. Sin embargo la llamada en sí fue más bien breve: Lady Fiona no necesitaba una nueva esclava, y todo lo que podía hacer por mí era hablar con alguien. Recibí la orden de esperar a que ella me llamara, tras lo cual el Ama colgó sin decir nada más.

Caí en un verdadero y real estado de desesperación: había soñado que el Ama me daría la bienvenida a su harén, y en cambio... Sollozando, incluso busqué el número de Katja, pero el número que sabía ya no era válido desde que se había mudado, y me quedé allí, en la cama, maldiciendo mi propia estupidez y con el destino en contra de mí, cuando solo quería ser torturada para el placer de los demás.

La llamada en la que descansaban todas mis esperanzas de una vida feliz se produjo después de todo, dos días después. Una voz de hombre me dirigió, con severidad y palabras recortadas, a una dirección en Hamburgo, en Alemania. Cuando pedí

explicaciones, el hombre se limitó a ordenarme que me presentara dentro de las veinticuatro horas siguientes, dándome un nombre como referencia. Luego colgó.

No hace falta decir que me apresuré a cumplir: llamé a las dos mazmorras en que trabajaba, diciéndoles que interrumpía nuestra colaboración y que no podía decir cuándo podría reanudarla. Metí algunas prendas en una maleta, junto con mi kit de aseo personal, y corrí al aeropuerto. Fuera lo que fuera lo que me esperaba, lo había seleccionado Lady Fiona: yo

iba a conseguir, por fin, lo que anhelaba.