Cristina, parte 5

La Pervertida

Cristina, Capítulo Cinco


Título original: Cristina, Chapter Five (The Pervert)

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, mayo 2002

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor, que se puede obtener en Stern@tin.it.

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento! Stern@tin.it

Capítulo Cinco

La Pervertida

La gélida mirada de la dueña de la finca me había golpeado como un relámpago y algo había empezado a separarse dentro de mí. Sentía claramente la congelación interna, la rigidez de estatua que ahora invadía mi cuerpo, mientras mis músculos abdominales seguían con espasmos, totalmente fuera de control, como en un ataque de llanto histérico. El deseo ansioso de escapar, de rogar desesperadamente el milagro de una desaparición súbita, luchaba en mi cabeza con el deleite frenético que sentía por haber tenido éxito en ir más allá de la última frontera interna, sumergiéndome de cabeza en la tortura. Y sobre todo, mientras todo esto ocurría en mi cabeza, y a pesar de la sensación de estar a la vez rígida y preparada para saltar en pedazos, como si el puro terror me hubiera vuelto de vidrio, seguía percibiendo con total claridad el inconfundible aroma de mis jugos vaginales, que ahora fluían de mi coño agrandado y me bañaban los muslos en inaudita abundancia.

Midori no perdió tiempo en atarme sobre una mesa, descansando sobre la espalda. Las cuerdas mantenían mis piernas muy separadas, mientras los brazos estaban atados a lo largo de mi torso. Pasaron algunos minutos antes de que sintiera también la presencia de Monika, anunciada por el ruidoso traqueteo de sus tacones altos sobre el suelo pulido. Traía a Naima, la esclava negra, por la correa. Naima a su vez iba tirando de un pequeño carro que colocó a los pies de la mesa sobre la que estaba tumbada: desde mi posición supina no había forma de que pudiera ver lo que había sobre la bandeja superior del carro, pero no había duda de que muy pronto lo sabría, y cuando crucé mi mirada con la de Midori, dura como el acero, la perspectiva del inmediato castigo, y su realmente desacostumbrada intensidad, me robó casi literalmente el aliento.

Monika llamó a la asiática para que se reuniera con ella, y las dos recogieron unas cuantas velas cortas y anchas. "¿Podía ser que solo quisieran verter cera fundida sobre mí?" pensé; desde muy al principio de mis severas sesiones de aprendizaje, los castigos infligidos con cera fundida se habían convertido en un auténtico placer, porque había aprendido a disfrutar del aguijón de las gotas hirvientes, de la misma manera que podría haber disfrutado de los besos de un amante. Sin embargo, no en vano habían sido reclutadas las torturadoras por sus habilidades, y lo que ellas tenían en mente era mucho más sofisticado y cruel que lo que había supuesto. De hecho las velas acabaron colocadas bajo una parrilla metálica, como las que se usan en los restaurantes chinos e indios para mantener calientes los platos, y sobre ella colocaron dos pequeñas botellas de un líquido claro que llevaban etiquetas de farmacia.

Durante los siguientes minutos no ocurrió nada: Monika volvió a salir precipitadamente de la sala, Midori fue junto a Lady Fiona y le cuchicheó algo al oído, y yo allí tumbada, sola con el creciente alboroto que estaba invadiendo mi mente y mi cuerpo. Los gritos y sollozos desesperados de Undine, mientras seguía sufriendo bajo los tiernos cuidados de Enrica a unos pies de mí, resultaban una especie de nana. Mis pensamientos volvieron a Tanya, y me maldije por haber malgastado tanto elevado heroísmo y nobleza de espíritu en tan despreciable traidora; sin embargo, de forma extraña, me encontré pensando en ella como una "criatura inútil" teniendo en cuenta que no tenía el carisma inalcanzable y sobrehumano del Ama, ni la capacidad para hacer su parte como esclava. Eso era todo mi mundo, de ahora en adelante: Amas y esclavas, y nada más. Toda la población masculina, todos los trabajos y actividades, la vida familiar, todo se había ido al carajo, sin ni siquiera un rastro de remordimiento por mi parte. Ahora eran Amas y esclavas y yo pertenecía a las últimas. Esclava para siempre. Esclava, lesbiana, lamedora de suelas de zapato, adicta al pis, con un culo destrozado, en perpetua excitación, con la constante necesidad de ser torturada, incluso hasta el punto de provocar mi tormento... Fui arrancada de mi ensoñación masoquista por un ruido metálico en el carrito. Midori había tomado una jeringa de una bandeja, una de esas jeringas enormes, de vidrio grueso y pesado, y le estaba colocando una aguja. Había empezado a caminar hacia mí cuando algo la detuvo: no podía leer el pensamiento en sus ojos orgullosos y enigmáticos, pero su cuerpo se puso rígido, se volvió sobre sus altos tacones, y salió de mi campo de visión, solo para volver unos minutos más tarde. Un renovado ataque de pánico se apoderó de mí. Cuando la volví a ver, Midori estaba desenroscando la aguja para poner otra en su lugar: una mucho más gruesa, de metal oscuro, que aún desde la distancia parecía ser mucho más grande y más cruel que cualquiera de las usadas normalmente en la práctica médica.

Yendo hacia las botellas de cristal, la bella torturadora tocó con cuidado una de ellas y, sintiendo el calor, retiró bruscamente los dedos. Luego metió la aguja dentro y llenó la jeringuilla, después expulsó unas pocas gotas de la aguja: al caer se desparramaron en mi vientre. El líquido (que, averigüé más tarde, no era nada peor que una simple y no tóxica solución salina) no estaba hirviendo pero ciertamente tampoco estaba fría y el mero planteamiento de la pregunta sobre donde acabaría esta sustancia escaldante me hacía estremecerme, aunque no podía decir si era de temor o de gusto anticipado.

La primera inyección me la aplicó Midori en el pecho izquierdo, con estudiada lentitud, mientras clavaba la aguja, sangrando repetidamente la jeringa para incrementar mi sufrimiento. Con todo no grité hasta que empezó a empujar hacia abajo, inundando el interior de mi carne en agonía líquida. Desde luego mis tetas ya estaban doloridas por la manipulación que habían soportado durante todo el día, pero en ese momento el dolor que estaba experimentando pertenecía a una categoría nunca oída, quizás no mucho más intensa, pero sin duda bastante distinta de aquellas a las que casi me había acostumbrado. Lo que la inyección había añadido a mi carne era agonía pura, sin adulterar, un riachuelo de tormento que iba a quedarse allí entre mis propias células, mis glándulas mamarias y dios sabe qué, aún después de que la mujer hubiera retirado la aguja, retorciéndola y forzándola a lo largo de su recorrido para asegurare que sufriera todavía más. Luego siguió otra inyección, todavía en el mismo pecho, y otra más, y otra y otra y otra, pero siempre con la misma lenta y deliberada crueldad. Midori trabajaba de forma metódica, sin atacar dos veces mi carne desde el mismo ángulo, a veces metiendo la aguja una fracción de pulgada bajo la piel, otras llevándola hasta el mismo corazón de mi mama, de manera que estaba segura de que la iba a llevar hasta mi propio corazón. El líquido me estaba invadiendo, mientras cada nueva inyección añadía algunas nuevas torturas a las que ya me estaban haciendo entumecerme y gritar, y cuya intensidad no disminuía en modo alguno.

La tortura siguió durante mucho rato, sin que la torturadora mostrara ningún síntoma de querer cambiarse a otra parte de mi sudoroso y palpitante cuerpo. Cuando reuní el suficiente coraje para abrir los ojos y mirar las condiciones en que mi pobre pecho se encontraba, mi primer pensamiento fue que las lágrimas me estaban distorsionando la vista: mi teta había crecido hasta convertirse en un enorme globo, punteado con innumerables diminutas marcas rosas, algo que no tenía nada que ver con lo que tanto mi pecho como yo estábamos acostumbrados. En ese momento Midori se había empeñado en ocuparse de mi pezón, y recuerdo claramente que necesité algo de tiempo para asumir completamente el dolor de aquella terrible perforación. Toda mi atención se centraba en la reacción de mi propia carne mientras la veía hincharse lentamente, mientras el propio pezón se endurecía como nunca lo había hecho. Un vistazo al carrito, justo antes de que me inundara de nuevo en un océano de dolor coloreado de rojo, me mostró la primera botella, vacía, junto con una reserva de botellas llenas que habían sido traídas de algún sitio desconocido.

Esa vez grité durante un buen rato, tanto por el dolor físico como por la idea de que estaba siendo echada a perder para siempre por la mujer. Aquella cantidad de líquido espantosa, inyectada a la fuerza entre cada célula y sus vecinas, en los espacios más diminutos, había hecho que mis mamas se hincharan desproporcionadamente, convirtiéndose en un apéndice grotesco. ¿Se iban a quedar así para siempre? ¿Me iba a convertir en un monstruo sexual, que se avergonzaría incluso de salir a la calle?

Aunque intentaba conseguir que mis pensamientos fueran coherentes, a pesar de las constantes interrupciones provocadas por las inyecciones, se produjo una variante en mi tortura: Midori agarró mi pecho con las dos manos y empezó a estrujarlo, retorcerlo y moldearlo como si fuera de arcilla. Mi carne se había hecho más sensible que nunca, de modo que cada apretón me repercutía en el cerebro, y al cabo de un rato me desmayé. Me desperté de inmediato, gracias a algún producto fétido que Monika me puso bajo la nariz; Midori todavía estaba trabajando en mi teta, y podía sentir con una claridad que helaba la sangre, la penetración dentro de mi carne del líquido que había inyectado, y que le permitía moldearme como una muñeca de arcilla. Siguieron otras inyecciones, como una docena, luego otra vez el manoseo, luego más inyecciones, hasta que la torturadora estuvo completamente segura de que había llevado cada rincón de mi pobre teta hasta su máxima tensión. Luego se trasladó a mi pecho derecho.

En algún momento pensé realmente que me estaba volviendo loca. Le supliqué que me matara, en italiano, en alemán, en inglés. Le supliqué que me dejara ir, ofreciendo todo tipo de servicios sexuales degradantes a cambio. Midori siguió imperturbable y continuó haciéndome sufrir, con la fría determinación de una máquina, incluso después de que Undine hubiera sido arrastrada fuera de la sala por las otras dóminas y mandada a la cama. La próxima vez que pude oír los tacones altos de otra mujer, hacía un rato que el amanecer había empezado a asomar por la ventana, y mi torturadora estaba ocupada en poner el toque final a la tortura del labio externo derecho de mi coño, después de que hubiera provocado idéntica hinchazón a los pobres labios internos, además de al labio exterior izquierdo. Había pasado todo el tiempo quejándome sin descanso: la garganta y los ojos me ardían ahora casi tan intensamente como las tetas y el coño, y cada vez que empezaba a desmayarme o daba la impresión de que no estaba sufriendo bastante, Midori había tenido la precaución de despertarme usando las sales o amasando la carne hinchada y lustrosa de mis tetas como globos.

La recién llegada era Lady Fiona, que en silencio ordenó a Midori que parara, y se acercó para dirigirse a mí con su voz profunda y sensual: "¿Tanto duele?"

"Sí, Ama" acerté a contestar débilmente, mientras aceptaba con reverencia, como siempre, su gracia y belleza.

"Bien. Como ya sabes disfruto sabiendo que sufres."

Sorprendentemente, esta sencilla frase me hizo sentirme orgullosa de ser su esclava.

"Debes estar muy sedienta," siguió mi Ama, acariciando suavemente mi mejilla.

"Sí, Ama".

"Todavía no he meado esta mañana. ¿Te gustaría que meara en tu boca, pequeña?" Sus ojos eran estrellas brillantes en las que, desde el primer momento, a pesar de la agonía que atenazaba mi mente, me había perdido por completo.

"Oh, sí, Ama, te lo suplico. Mi cara es tu váter". Solo el esfuerzo de pronunciar estas palabras me producía una fatiga inhumana, pero me había recuperado totalmente ante la perspectiva de recibir semejante bebida, y, aún mejor, de que me diera su orina la señora a la que había llegado a pertenecer en cuerpo y alma, orina que consideraba de un tiempo a esta parte la más exquisita bebida de la tierra.

"Entonces puede que más tarde," me sonrió con sus dientes blancos y brillantes, después se dirigió a Midori en alemán, mucho más bruscamente, y salió. Fue solo entonces cuando me di cuenta que habíamos hablado en inglés, un idioma que todavía gozaba de mis preferencias a pesar de todas las órdenes.

La asiática siguió clavando su aguja en mi coño, hinchándolo, manoseándolo, torturándolo. Seguí con mis gritos desesperados, pero de un modo totalmente cambiado, que no tenía nada que ver con la resignación irreflexiva en la que había pasado esa noche de tortura. A partir de ese momento sufría para dar placer a Lady Fiona, y también para mostrarle, incluso aunque se hubiera ido, que estaba completamente convencida de que estaba destinada a ser esclava.

Pasó casi media hora antes de que mi sublime Ama volviera a estar cerca de mi mesa, que para entonces estaba empapada con mis lágrimas y sudor. En ese momento las últimas pulgadas de mi martirizado sexo estaban soportando las punzadas de ser inyectadas con la solución hirviente. Llevaba una bata de raso hasta el suelo con una gran hendidura en el lateral, que dejaba al aire su muslo mientras lo apoyaba levemente contra mi mejilla.

"Ahora quiero que contestes a mis preguntas, esclava", susurró con su voz lánguida y gutural.

"Sí, Ama".

"Probablemente ya no tengas fuerzas para mentir, pero debo recordarte que es el deber de cualquier esclava decir siempre la verdad a su Ama".

"Sí, Ama".

"Ayer por la noche, las cosas no ocurrieron precisamente como tú las contaste, ¿verdad?" Una de sus bien cuidadas manos había abierto un poco más la raja de su bata, mostrándome una esquina de sus bragas negras que olían a limpio.

"N-no, Ama".

"Entonces ¿qué ocurrió, esclava?" Lady Fiona abofeteó mis tetas con toda su fuerza, haciéndome aullar de agonía. Desde luego lo confesé todo, impresionada como estaba por su gran poder, por el dolor que sentía y por mi irreprimible deseo de saborear su pis. Cuanto más hablaba yo más jugaba ella con sus bragas, empujándolas hacia un lado lentamente para dejar al descubierto sus partes íntimas, que para mí eran un espectáculo tan bello como una noche en la ópera.

"Pero no mentiste solo para proteger a esa puta, ¿verdad?" remarcó Lady Fiona cuando hube terminado.

"No, Ama. Yo también quería... De un tiempo a esta parte me he hecho consciente de que soy una esclava verdaderamente masoquista, Ama. Ansío tanto ser torturada."

Lady Fiona deslizó su dedo medio entre los labios del coño, dándome a oler un soplo de su placer, y retirándolo brillante de rocío.

"Aaah... Mi buena y pequeña esclava," sonrió retorciendo mi pezón y dejándome sin aliento, "y ahora ¿te arrepientes de tu deseo?"

Me esforcé en recuperar el aliento, y necesité algunos segundos antes de poder responder "N... no, Ama". El chorro caliente de pis se estrelló en mi garganta, y lo tragué todo con la alegría abyecta de un váter aplicado.

"Te había juzgado adecuadamente," comentó Lady Fiona mientras terminaba de responder a la llamada de la naturaleza, agachándose hasta mi cara para que pudiera limpiarla a lametones, "eres exactamente lo que estaba buscando. Para empezar terminaré de torturarte yo misma".

Sin molestarse a escuchar el agradecimiento de corazón que me hubiera encantado ofrecerle, la lady no perdió tiempo en sentarse cómodamente cerca del extremo de mi sofá. Como es fácil suponer la aguja apuntaba ahora a mi clítoris que estaba casi enterrado en la masa de carne inflamada que le rodeaba. Cerca del final, mientras me sumergía en la perfecta consciencia de mis deseos masoquistas, me desmayé varias veces y tuve al menos dos orgasmos, que se situaron entre los mejores que haya tenido en toda mi vida.

Me desataron poco antes de la hora de la comida, y me mandaron sin ningún miramiento a la cocina, para que pudiera cumplir con mis deberes de cocinera. El suelo estaba limpio de cualquier rastro de sangre, Tanya no estaba en ningún sitio visible, y las otras esclavas se quedaron boquiabiertas cuando me uní a ellas.

Mi cuerpo estaba desfigurado de una forma tan terrible como sensual. Mis tetas eran ahora globos enormemente hinchados y brillantes con pezones increíblemente turgentes, colocados en areolas ensanchadas y levantadas. En contraste, lo que había entre mis piernas eran largas, pesadas y colgantes masas de carne que parecía como si estuvieran hechas de plomo. Cada paso, cada movimiento añadía algún nuevo tormento a la quemazón continua de mis partes más sensibles, de forma que durante ese día completé mis labores en un estado de deleite total, incluso cuando las supervisoras me azotaban, sin la más ligera excusa de un motivo, apuntando a mis partes sensibles e hinchadas y reduciéndome instantáneamente a criatura privada de razón, cuya única consciencia era la del tormento total. En algún momento de la tarde, Enrica me ordenó arrodillarme detrás de una silla descansando mis tetas en el asiento, y se sentó encima de ellas, espachurrándolas con todo su peso. Me volví a desmayar.

Cuando me rocé con la pequeña Bettina en un recibidor intercambiamos sonrisas de satisfacción, como si nos hubiéramos convertido en personas que han cumplido los propósitos de su vida. Al mirarme en el espejo mientras limpiaba una vitrina de cristal, me encontré tan inexplicable, fuerte y escandalosamente excitada en mi desfigurado estado, que intenté masturbarme brevemente allí mismo, esperando que no me pillaran: el dolor repentino que se disparó desde mis genitales me previno de intentar experimentar otra cosa que no fuera placer psicológico. Esa noche, arrodillada bajo la mesa de Lady Fiona, fui premiada con el honor de lamerla a placer y de darle todo el placer del que era capaz: esa fue mi pequeña recompensa por haberme liberado de toda esa estúpida carga de inhibiciones hipócritas que tenía hasta entonces, impidiéndome experimentar la verdadera felicidad.

Tuvieron que pasar unos cuantos días antes de que mi organismo pudiera procesar todo el líquido que me habían inyectado dentro, pero al final volví a tener una anatomía perfectamente normal, aunque ahora mis pechos eran un poco más grandes y mi coño también. Durante el tiempo que siguió no me pasó nada de importancia, excepto que en unas cuantas ocasiones reuní el coraje suficiente para implorar directamente a Lady Fiona que me sometiera a tortura extra, lo que me concedía con gran placer. En cada ocasión hubiera preferido morir que soportar lo que me esperaba, pero cuando había pasado me encontraba aún más feliz conmigo misma, y aún más enamorada de mis maravillosas torturadoras. Bettina siguió mi ejemplo, mientras las otras esclavas siguieron comportándose de la manera adecuada para eludir cualquier castigo evitable. Este era especialmente el caso de Tanya, que volvió a sus labores unas cuantas semanas después del incidente, bastante desprovista de marcas de los castigos que había soportado.

Entonces, un día, me encontré de repente en la oficina de Lady Fiona, la misma habitación a la que me habían hecho pasar para nuestro primer encuentro. La ropa que llevaba en el momento de mi llegada estaba sobre la mesa, cuidadosamente doblada, justo delante del Ama, cómodamente sentada.

"Hoy es el último día de tu año de esclavitud," explicó sin preámbulos. "Has sido una buena esclava, y quiero que sepas que puedes llamarme cuando quieras o me necesites. Aquí está mi número". Puso una tarjeta de visita sobre la pila de ropa. "Vístete deprisa, el coche te está esperando".