Cristina, parte 4

La cautiva

Cristina, Capítulo Cuatro


Título original: Cristina, Chapter Four (The Captive)

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, abril 2002

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento! Stern@tin.it

Capítulo Cuatro

La Cautiva

A decir verdad estuve muy dolorida durante todo el día y a veces incluso maldecía aquella mansión perversa. No quiero aburrir al lector con un relato demasiado detallado pero durante ese día, de hecho durante unos cuantos días más de los que pasé al servicio de Lady Fiona, fui obligada a (como decía ella) "mejorar mi autocontrol anal".

Lo que esto quería decir realmente era que tenía que soportar la penetración anal de consoladores cada vez mayores, cuyo propósito era mantener dilatado y suavizado mi joven esfínter. Como había ocurrido la primera noche de mi llegada a la mansión, era atada regularmente a una butaca de ginecólogo y violada sin piedad, hasta que mi carne cedía y, a pesar de mis gritos desesperados, mi intestino era obligado a recibir por completo al enormemente grotesco intruso. Los tapones que se utilizaban con ese propósito estaban hechos de algún material flexible, de color negro, y con la forma de enormes supositorios: cilindros gruesos y lisos con un extremo afilado, finalizado en una punta amenazadoramente curvada.

La mayoría de las veces era Lady Fiona, y no otra, la que procedía a la inserción del tapón. Incluso aunque su mansión podía ser mejor definida como una única enorme cámara de tortura, siendo todas sus huéspedes chicas indefensas a las que podía abrumar con sus más perversas ocurrencias en cualquier momento del día, la sádica dómina obtenía un placer particular con esta tortura especial. La veía, atada a mi butaca, con el corazón palpitando salvajemente mientras observaba los consoladores que sopesaba con sonrisa diabólica, y más de una vez empezaba a gritar antes de que Lady Fiona se acercara a mí.

La propia penetración era más parecida a una especie de combate de lucha libre, aunque el ganador se conocía de antemano. Lady Fiona encaraba mi esfínter como un enemigo mortal que debía ser abatido a toda costa: sus manos, a veces embutidas en guantes de látex, empujaban y apretaban con rudeza, agarrando el músculo debilitado para estirarlo y forzarlo a abrirse aún más. Cuando vuelvo a pensar en ello no creo que Lady Fiona estuviera interesada en mis gritos, mis convulsiones y mis lágrimas. Por la expresión inflexible de su cara parecía que su única preocupación era colocar correctamente el tapón, siendo la sumisión de mi mente y mi cuerpo una consecuencia, siguiendo el camino del único músculo de mi cuerpo que todavía mostraba involuntariamente resistencia a sus caprichos.

En tales ocasiones mi mente y la de mi torturadora estaban de hecho unidas contra un adversario común. Ambas querían que el esfínter anal cediera lo antes posible, se abriera lo suficiente para acomodar el tapón y que mi sufrimiento terminara. Intentaba practicar una especie de yoga, enfocando toda mi conciencia en mi agujero, procurando adquirir el control de hasta la última fibra muscular: solo quería relajar mi cuerpo, deshacerme de las contracciones que no hacían nada más que añadir dolor, intentaba colaborar con el enemigo. Lady Fiona empujaba y apretaba con toda su fuerza, giraba el tapón como si estuviera intentando atornillarlo en mi trasero, sudaba casi tanto como yo y su rostro incluso perdía a veces su habitual semblante orgulloso y superior.

Estas sesiones podían durar casi una hora completa, durante la cual la concentración de la tortura en una única parte de mi cuerpo la hacía aún más dolorosa. Al cabo del tiempo, de mucho tiempo, generalmente cuando soltaba un chillido aún más estridente, la falsa polla conseguía pasar el anillo anal, y deslizarse prontamente por mi colon. En ese preciso momento sentía toda la parte baja de mi cuerpo palpitar dolorosamente, mientras los empujones despiadados lo llenaban de una inenarrable sensación de quemazón: sentía la rebelión de mi cuerpo mientras intentaba expulsar al intruso como si fuera un enorme zurullo, pero sin conseguirlo. A pesar de sus contracciones involuntarias, increíblemente dolorosas, mi músculo anal estaba tan tenso que no había manera de que pudiera hacer más fuerza de la que había conseguido tan pobres resultados, y, siempre lentamente, mi cuerpo tenía que asumir la cruel realidad, mientras intentaba ajustarse a la monstruosa invasión.

Mientras todavía yacía con un dolor agónico a consecuencia de la brutal violación, Lady Fiona se sentaba serenamente en una silla de cara a mi cuerpo estremecido, y aprovechaba su posición para saborear completamente cada gruñido, cada suspiro ahogado. Luego, asumiendo de nuevo su habitual porte de diosa, arrogante y perfecta, tomaba un cinturón de una mesa baja y lo ajustaba alrededor de mi cintura, sin dejar de mirarme de cerca.

El cinturón era muy estrecho, con un propósito práctico. Una tira de cuero muy fina bajaba desde su parte posterior, como un taparrabos, y pasaba por una abertura de la base del tapón. Luego la tira se dividía en dos, cada una de las cuales era colocada cuidadosamente en la parte externa de los labios mayores de mi coño, y volvía hasta la parte delantera del cinturón donde se mantenía en su sitio mediante una hebilla. De esta forma se aseguraba que el tapón permanecería en el sitio adecuado: no había forma de que pudiera expulsarlo o absorberlo y así mi Ama quedaba contenta de que mi músculo anal permanecería en tensión permanente.

Durante unas cuantas horas después de haber sido rellenada de esta forma, me resultaba casi imposible moverme lo más mínimo. Intentar caminar o simplemente ponerme de pie llevando los terribles zapatos de tacón alto que me obligaban a tensar mis nalgas, estaba fuera de lugar. Pero incluso girar el torso o inclinarme me producía un dolor insoportable, haciéndome caer pesadamente al suelo. La única manera en que podía moverme a mi alrededor era a cuatro patas, casi arrastrándome. Simplemente salir de la habitación en que había sufrido mi lección de ensanchamiento me llevaba al menos media hora de movimientos cuidadosamente planificados, que pronto me reducían a un estado de animal tembloroso, empapado en sudor. Lady Fiona estaba excitada por la visión de mi situación, y a menudo me hacía lamerle el coño mientras me encontraba en este lamentable estado, apagando la sed que sentía a causa de mis prolongados aullidos, con su perfumado licor vaginal.

Sin embargo la vida en la mansión no dejaba sitio para la autocompasión. Unas horas más tarde volvía a mis labores habituales de criada doméstica y de esclava de las supervisoras, exactamente igual que las otras habitantes de la casa. Pasaban dos días completos antes de que pudiera moverme sin pagar por ello con un cansancio abrumador, y con bastante frecuencia incurría en castigos adicionales a cuenta de mi involuntaria falta de entusiasmo. Cada latigazo, cada tormento improvisado que me aplicaran las supervisoras me obligaba a contraer el esfínter a mi pesar, provocando ardientes punzadas en mi inflamado agujero. Y así, con irritante lentitud, mi cuerpo se acostumbraba al tapón, aprendiendo a permanecer abierto y relajado en todo momento. Un paso cada vez, conseguiría primero ponerme en pie, luego caminar, con pasos cada vez más largos y firmes, y finalmente moverme casi con naturalidad. Sin embargo, tan pronto como recuperaba el paso y podía comportarme con normalidad, Lady Fiona o sus asistentes notaban mi condición mejorada y me acoplaban un tapón mayor.

Este era un tormento de la peor clase y más de una vez temí volverme loca cuando espiaba las gotitas de sangre que se deslizaban por el tapón, pero debo admitir, incluso para mí misma, que me gustaba ser tratada así. Pero de esto obviamente no podía obtener placer sexual, sino más bien una satisfacción de raíces profundamente psicológicas. Alguna vez antes de abandonarme al cuidado de Lady Fiona, Katja me había dado a leer la "Historia de O", y había encontrado allí descrita una tortura similar, aunque mucho menos intensa para ser exactos: de modo que, a medida que pasaba el tiempo en la mansión, había empezado a verme a mí misma en una situación como la de la bella O, que se sometía a la tortura por amor, y el extraño romanticismo de esta situación imperaba totalmente sobre mí.

Más aún, mi tratamiento de dilatación me hacía un tanto especial a los ojos de mis compañeras de esclavitud. Además de mí, las únicas que Lady Fiona usaba de esa forma eran Karen y Ann, y las tres intercambiábamos miradas de complicidad cuando nos encontrábamos por casualidad en un pasillo o cuando coincidíamos trabajando en la misma habitación. Una vez pasé por la pequeña sala donde se realizaban las sesiones de dilatación mientras Karen era sodomizada, y sus estridentes alaridos me atravesaron la espina dorsal, mientras me imaginaba a mí misma en su lugar.

Además de ser diabólicamente doloroso, llevar un tapón en el culo día y noche tenía otras consecuencias. La primera, con la que solo podía aprender a vivir, era la sensación constante de necesidad de evacuar mis intestinos. Esto solo se me permitía una vez al día, por la mañana, y la intensa sensación de estar en constante necesidad de hacerlo de nuevo me hacía sentir aún más degradada y vulnerable bajo la mirada de las dóminas. Aún peor, tras más de un mes de este tratamiento, mi esfínter anal había aprendido la lección y no intentaba contraerse nunca más, como Lady Fiona había previsto.

La primera vez que percibí esto fue a la hora de la cena. Esa noche Bettina y Jacqueline protagonizaban la representación habitual, siendo torturadas a la vez como resultado de la salida a cenar a la ciudad de Lady Fiona la noche anterior. La sesión consistía en una sucesión de perversas peleas entre las dos esclavas, en las que la ganadora se pondría la capucha de ejecutora (así lo decían) para aplicar torturas adicionales a la perdedora. Recuerdo que las dos chicas estaban muy ocupadas jugando, contra su voluntad, a un juego cruel de resistencia al dolor: cada una agarraba los pezones de la otra con sus dedos y el objetivo era hacer que la adversaria se pusiera de rodillas apretando, pellizcando y retorciendo su sensitiva carne.

Las dos chicas se aplicaban a ello muy en serio para entretenimiento de las dóminas, mostrando la misma resignación imparcial de los gladiadores romanos, y el resultado permaneció indeciso durante varios minutos. Jacqueline había empezado clavando profundamente sus uñas en las aureolas de su rival y parecía que la estaba doblando, aunque Bettina maltrataba con total brutalidad los propios pezones erectos de la francesa, casi suspendida de los globos de su enemiga. Las dos mujeres, con los ojos cubiertos de lágrimas, chillaban de dolor mientras se lanzaban groseros insultos, y yo estaba fascinada por su lucha. Tan fascinada de hecho que, cuando iba a rellenar la copa de Monika, dejé caer involuntariamente algo de vino sobre el mantel.

La supervisora no podía dejar pasar esta oportunidad de castigarme. Con permiso de Lady Fiona me hizo arrodillar, con la cara apoyada en el suelo, y me quitó el tapón rectal, que resonó contra el pavimento, mientras mi torturado agujero ventoseaba ruidosamente, con un sonido como el de una botella descorchada. Ordenándome que mantuviera las nalgas bien abiertas con las dos manos, Monika cogió un látigo y me administró cinco o seis vigorosos latigazos directamente en el agujero, mientras gemía y me retorcía bajo el atroz dolor.

Mi sufrimiento pareció ser del gusto de Lady Fiona y cuando hubo terminado, me ordenó ir hacia ella, probablemente para utilizarme de alguna manera desconocida. Me puse en pie pesadamente y empecé a caminar hacia el trono donde el Ama se sentaba... y sentí que algo caliente se deslizaba entre mis piernas. Preocupada de que pudiera ser sangre miré hacia abajo para ver que podía ser, y vi, con gran disgusto y embarazo, un enorme chorizo de mierda bajando por mis medias. Mi cara se retorció de dolor y me ruboricé de vergüenza, fuera de mí de terror mientras pensaba en la reacción de Lady Fiona, intenté cerrar mi agujero pero no era posible. Cada paso que daba era replicado por un cálido, apestoso zurullo chocando aplastado contra el suelo, como si fuera un camión sanitario con una válvula rota.

Temiendo por mi juicio, me tiré a los pies del Ama, suplicando su perdón, pero ella se limitó a reírse, o aún mejor, se burlaba y reía como loca de una situación tan surrealista. Esto me hizo entender mi situación, mientras yacía agitada de temor ante sus botas brillantes: mi culo estaba ahora totalmente arruinado, no podría volver a funcionar. A partir de ese momento fuera donde fuera tendría que llevar algo metido en mi agujero simplemente para evitar ir salpicando mierda por todas partes.

Todavía más tarde, tras haber sido azotada de nuevo y llevando fijas en mis pechos pinzas de dientes afilados, caí en la otra implicación del estado en el que ahora estaba. Mi había venido abajo en mi camastro, en la celda, totalmente exhausta. Una supervisora me había encadenado, como cada noche, y yacía en la oscuridad preparada para desvanecerme en el sueño a pesar de mi piel abrasada y del mudo palpitar nunca acabado de mi expandido agujero. De golpe me di cuenta que "llevar siempre algo clavado en el culo" no era exactamente una situación corriente. Podía sonar un poco estúpido, pero el tiempo que había pasado en el depravado universo de la mansión de Lady Fiona había más que empañado mi recuerdo del mundo exterior.

Me quedé aturdida por esa revelación cuando finalmente comprendí que nunca podría volver a llevar un traje de baño, montar en bicicleta, o simplemente permitir a un extraño que me tocara. Me estremecí cuando asumí totalmente el hecho de que mi vida había cambiado para siempre, y durante varios minutos miré a la oscuridad con ojos aterrados. Quizás llorara un poco, no puedo decirlo. Lo que recuerdo claramente, sin embargo, es que mi mente se obsesionó de repente con las palabras "Esclava para siempre". Intenté pensar en otra cosa, pero siempre volvía: "Esclava para siempre". Intenté enfocar mis pensamientos en mi adorada Katja. "Esclava para siempre". Incluso recurrí a las imágenes largo tiempo olvidadas de mi familia: "Esclava para siempre".

En suma, en aquella celda oscura, todo mi universo se había reducido a dos cosas: el dolor que todavía sentía de los castigos que había recibido y "Esclava para siempre". No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que mis sentidos traicioneros sacaran lo mejor de mí. Sumergida en un inolvidable estado de excitación masoquista, envié mis manos a mi coño tan frecuentemente torturado, y me masturbé hasta alcanzar un clímax maravilloso. Era una esclava, para siempre.

Cuando ahora vuelvo a pensar en el año que pasé en esclavitud bajo Lady Fiona, mis recuerdos, con ser terribles, son mayoritariamente de tipo placentero y excitante. Aunque, en verdad, la vida en la casa estaba lejos de ser tan bella como esos recuerdos quieren hacer creer. Las esclavas vivíamos en situación de perpetuo terror, sabiendo constantemente que podríamos ser elegidas en cualquier momento para la tortura más cruel e impensable. Mientras cumplíamos las órdenes de las supervisoras pasábamos el día entero de una labor doméstica a otra, en un desordenado y penoso trabajo sin sentido. Los rincones más remotos, los utensilios menos utilizados, tenían que ser limpiados una y otra vez, a menos que se nos ordenara estar en pie sin movernos durante horas, con los miembros temblando de debilidad hasta que nos veníamos abajo totalmente exhaustas.

Comíamos de un cuenco, o directamente de las baldosas del suelo, engullendo una especie de revoltijo de gachas sin sabor o francamente asquerosas, en cantidades que nos mantenían una buena figura pero que siempre nos dejaban con un hambre que nos consumía. Hablar estaba totalmente prohibido así como tocar a alguna de nuestras compañeras esclavas o ayudarse unas a otras. Al contrario, las supervisoras insistían en que espiáramos e informáramos de los errores de las otras esclavas, solamente para tener excusas para castigarlas. Si una de nosotras decidía no colaborar y pasaba demasiado tiempo sin dar ningún chivatazo se la castigaba del modo más cruel, de tal manera que a veces me encontraba a mí misma obligada a hacer falsas acusaciones contra mis compañeras. La mayor parte de las veces mi dedo señalaba a Bettina, puesto que había demostrado ser una auténtica masoquista, pero tenía que tener cuidado de no seguir unas pautas demasiado obvias, así que también tenía que informar de las otras. A cambio ellas también tenían cuidado de hacer lo mismo conmigo.

No podíamos orinar ni hacer de vientre a voluntad, sino solo cuando nos lo ordenaban las supervisoras. A veces era completamente imposible esperar más, y todas nosotras más pronto o más tarde nos encontrábamos obligadas a ir al baño sin la necesaria autorización, incurriendo así en castigo seguro. Otra fuente de tortura eran los aparejos de esclavitud, como zapatos, tapones anales, collares y ropa especial que teníamos que ponernos a menudo: a veces era difícil incluso respirar llevando semejantes arneses, pero las supervisoras, que parecían tener ojos en la nuca, siempre estaban listas para facilitar estímulos con sus fustas de equitación. No hubiéramos tenido tiempo para darnos placer mutuamente, incluso aunque hubiese estado permitido: la única oportunidad hubiera sido durante la noche, en las ocasiones que no éramos enganchadas a nuestros catres, pero eso ocurría muy infrecuentemente.

La única ocasión en que podíamos descansar un poco era cuando teníamos nuestros periodos mensuales. La regla en la mansión era que una esclava se quedaba encerrada en su celda lo que le durara el mes, y esos pocos días tenían que ser suficientes para recuperar la figura, así como de ser capaz de soportar los castigos que vinieran. De hecho incluso durante ese permiso de enfermedad, las supervisoras entraban de vez en cuando bruscamente en la celda donde alguna de nosotras yacía en su catre, dormida o sin pensar en nada en absoluto y nos aplicaban varios latigazos y otros castigos, pero la mayor parte del tiempo teníamos asegurado suficiente reposo.

En esos días, sola en mi celda, me tumbaba pensando en Katja, mi lejana amante, por cuyo amor había accedido a vivir en este infierno. Había perdido casi completamente la cuenta de los días, y dado que nunca había salido de la mansión, ni siquiera podía suponer en que mes podíamos estar. Me refugiaba en la esperanza de poder caer pronto en sus brazos, luego a los pocos minutos empezaba a llorar, convencida ahora de que solo habían pasado unas pocas semanas desde mi llegada. Luego suspiraba por la felicidad de estar de vuelta en casa y a continuación me estremecía un temor súbito, al pensar que podía ser que Katja ya no me quisiera más, o que por alguna razón eligiera quedarse en Japón. Soñaba con las palabras que usaría para contarle mis aventuras en la mansión de Lady Fiona, para luego venirme abajo con el pensamiento de que podrían asquearle mis destrozados orificios y las marcas de un látigo que no había empuñado ella.

Afortunadamente para mí pasaba la mayor parte del tiempo ocupada en cumplir con mis deberes de esclava. Fregar, lamer, obedecer, soportar. Cuanto más tiempo pasaba, más me comportaba como un autómata, con voluntad cada vez más disminuida. Había sido adiestrada como una rata de laboratorio para sentir miedo cuando oía el chasquido de los tacones altos de las supervisoras, para contestar solo "Sí, Ama", y otras muchas pequeñas cosas que concurrían en convertirme lentamente en una verdadera esclava. La casa de Lady Fiona era mi escuela de esclavitud. Me enseñaban muchas cosas nuevas, con inflexible resolución. Por ejemplo, me enseñaron a comportarme como wáter.

Naturalmente no me estoy refiriendo a mi apariencia física, que de hecho había mejorado considerablemente porque me había hecho más suave, más femenina de aspecto. Me refiero a funcionar verdaderamente como letrina. Monika era, de las tres supervisoras, la más adicta a esa forma de humillación. Fuera donde fuera donde abordara a una esclava, la hacía arrodillarse y abrir la boca, después se colocaba a horcajadas sobre la cara de la víctima, separaba ligeramente los labios de su coño y lanzaba una corriente de pis perfectamente enfocada a la boca que le ofrecía la chica. Que se suponía que la esclava no dejaría escapar ni una gota de su bebida y que luego limpiaría a la dómina con la lengua, es suficientemente obvio como para que no haya que insistir en ello.

Yo ya había practicado juegos de agua con Katja, pero la primera vez que fui testigo de ese tipo de actuaciones me había sentido a disgusto. Lo concedo, me habían meado encima dos o tres veces mientras estaba tumbada en la bañera, pero nunca en la boca, y en todo caso me podía lavar al minuto siguiente. Una vez también había limpiado con la lengua el maravilloso coñito de Katja justo después de que hubiera ido al wáter, pero en aquella ocasión no había sido nada más que un gesto erótico de amor. Sin embargo en ese caso me molestaba profundamente lo esencialmente abyecto de la práctica: no se estaba dando ni recibiendo ningún placer, la única razón era la humillación total de ser usada como el más despreciable de los objetos domésticos.

La primera vez que tuve que someterme a ello fue con Enrica. Mientras me arrodillaba ante ella intenté centrar mi mente en el placer masoquista de ser dominada, pero a pesar de esto temía volverme loca. Realmente me sofoqué al primer chorro de orina, y empecé a toser, aterradamente consciente de que esto no quedaría impune. Cuando recuperé el aliento Enrica fue lo bastante amable como para evitar soltar un chorro ininterrumpido (que la mayoría de las otras esclavas eran perfectamente capaces de engullir), sino que meaba a pequeños golpes que eran más fáciles de tragar. Beberlo hasta el final era una auténtica tortura: parecía haber un suministro inagotable del material, y su repulsivo olor y sabor casi me pusieron enferma. Allí estaba la habitual vocecita en un rincón de mi mente que seguía repitiendo "Sigue bebiendo pis, ¡esclava! ¡Disfruta con tu degradación!", pero incluso aunque había una agitación claramente malvada en mi coño, mi estómago se esforzaba en otro sentido.

De repente sentí que me estaba poniendo mala. Cerré firmemente la boca e intenté controlar las náuseas de mi estómago. El chorro amarillo se estrellaba en mi cara y cuando abrí los ojos, rebosantes ya de lágrimas provocadas por el miedo, me encontré la mirada furiosa de Enrica. Sin emitir una sola palabra la mujer enganchó un dedo en el anillo de mi collar y me arrastró de habitación en habitación hasta que encontró a Midori. Intercambiando algunas palabras en alemán las dos mujeres me ataron a una silla con los brazos cruzados tras el respaldo. Era completamente consciente de ser culpable y de merecer un amplio castigo por mis defectos, así que esta vez, aún más que las otras, las dejé que me maltrataran de todas las formas sin mostrar la menor resistencia.

Eligieron dos largos látigos de caballo, se colocaron en mis costados y flagelaron mis pechos durante un largo rato, hasta que estuvieron totalmente cubiertos de cardenales y me encontré en el mar del dolor sin tiempo y mente nublada, en el que caía cuando me castigaban con verdadero rigor.

Después de aquel incidente las supervisoras tomaron interés especial en entrenarme en tragar sus desechos. Un día me vi obligada a engullir un enorme jarro de pis al que habían contribuido las tres supervisoras, tragando bocanada tras bocanada. El tormento se me aplicó en mi celda, bajo la mirada severa de Monika: vertía un vaso, contenía la respiración para dejar mis fosas nasales libres del olor nauseabundo de la bebida, y me lo tragaba. Mi estómago se revolvió tres veces y tuve que correr al wáter turco miserablemente enferma, pero la lección no se terminó hasta que el jarro estuvo perfectamente vacío.

En las siguientes semanas me enseñaron a controlar mi asco y tragarlo con la misma prontitud de mis compañeras esclavas. Fui tan lejos, cuando empecé a acostumbrarme a la humillación, que desarrollé un paladar para el pis de las dóminas, y al final del año conseguí esperar la orden de beberlo con expectante excitación.

Dudo que nadie que lea esto y no haya experimentado nunca el placer de la sumisión absoluta pueda entender esto por completo, pero a medida que pasaba el tiempo estaba cada vez más contenta con mi rastrera condición como objeto de juego. Desde luego las torturas no se hicieron más soportables ni las humillaciones menos degradantes pero el miedo que les tenía desapareció gradualmente, de forma que me encontré, como Bettina buscando realmente excusas para ser castigada.

El valor para hacer eso me venía principalmente de un incidente que más o menos nos afectó a todas las esclavas. Como he dicho nos estaba prohibido hablar entre nosotras e intercambiar ideas, así que nos comunicábamos solo con los ojos o también con mímica facial intercambiada a hurtadillas. Desde luego como consecuencia de esto sabíamos realmente muy poco unas de otras y había más o menos asumido que todas las otras tenían una situación psicológica similar a la mía, y que habían ido a parar a la mansión de Lady Fiona por motivos parecidos a los míos. Descubrí que no era este el caso solo hacia el final de mi estancia en la mansión.

Era la hora de la cena, y me habían asignado labores del servicio de cocina junto con Tanya: teníamos que entrar y salir de la cocina a toda prisa llevando a la mesa los platos que acabábamos de cocinar y retirar enseguida la vajilla sucia, en el preciso instante en que las dóminas hubieran terminado. Las reglas de la cocina eran punto por punto tan rígidas como las que gobernaban la vida en toda la casa. Durante la preparación de la comida había siempre una supervisora para vigilarnos, para asegurar que ninguna esclava robaba comida de los platos preparados para las Amas, y para evitar cualquier contratiempo. Tan pronto como se habían usado los ingredientes y los utensilios eran puestos a salvo bajo llave, de modo que al final solo teníamos que cocinar y servir, con la propia cocina en estado perfecto e impoluto.

Para resumir, acababa de volver a la cocina. En el ajetreo de la atención a las mesas no me había dado cuenta de que Tanya había quedado detrás en la cocina y cuando entré me quedé helada de la impresión. Mi compañera esclava estaba tumbada sobre los escalones que llevaban a la pila, ¡y estaba ocupada en abrirse una de las muñecas con un cuchillo recién vuelto del comedor! La sangre ya corría y yo tiré los platos que llevaba mientras me precipitaba sobre ella y le arrebataba el arma. Midori fue alertada por el gran estruendo de la vajilla rota y al instante siguiente estaba en la puerta: enseguida, antes de preguntar nada, repartió a ambas sonoros golpes con su fusta, y me hizo apartarme de la otra esclava, que se quedó en su rincón, sollozando, su impresionante palidez en agudo contraste con la sangre que todavía manaba. "¿Qué ha ocurrido?" bramó la supervisora, pero pese a sus gritos airados ninguna de nosotras pudo emitir una sola palabra.

Al principio yo no podía creer que Tanya hubiera querido verdaderamente suicidarse, pero el violento empujón al que había recurrido para mantenerme alejada de ella no me dejó duda. En una revelación cegadora comprendí finalmente que vivir en la mansión no era necesariamente una elección aceptada libremente, y que podía ser, para alguna de mis compañeras de esclavitud, incluso más insoportable que para mí. Atónita por el impresionante descubrimiento, vi a través de los ojos vidriosos que entraba Monika y se abalanzaba sobre Tanya a la que atendía rápidamente, mientras Midori seguía gritando a pleno pulmón. No podía creerlo: allí estábamos con una suicida, ¡y la torturadora no encontraba nada mejor que hacer que desvariar sobre mi falta de cuidado por tirar los platos! "¿Qué coño ha pasado aquí?" gritó una vez más la asiática, y en ese momento comprendí que no era una pregunta retórica - realmente no había captado lo que Tanya había hecho.

Reflexioné brevemente sobre la discreción que tenía que observar al recordar la decisión de mi compañera, sobre la ciega crueldad de la supervisora, sobre miles de otras confusas consideraciones, y realmente no entendía lo que estaba haciendo, me oí a mí misma susurrar "Ha sido culpa mía"... Sí realmente tenía que soltarlo en ese preciso momento, estaba segura que Tanya estaba fuera de juego y la descarté por completo, con gélido cinismo. Quizás se debiera a algún mecanismo interno de conservación, pero el hecho es que mis pensamientos conscientes giraban en torno al indiscutible y bien merecido (¡y por ello aún más excitante!) castigo que ahora me estaba reservado. Era como si hubiera estado dividida entre dos individuos, apareciendo mi lado masoquista, dejando la razón aparte, haciéndome despertar con la impresionante revelación: "¡Ahora! ¡Ahora es el momento! ¡Aprovecha la oportunidad!"

En los minutos que siguieron confesé, temblando, haber asaltado a Tanya porque me había empujado y me había hecho tirar los platos. Mientras seguía hablando, atónita por las palabras que emitía, oí una débil voz que venía del rincón donde estaba tumbada la otra esclava. Lloraba mientras confirmaba todo lo que decía. Ahora el vino estaba servido, solo tenía que beberlo: me volví hacia ella en un arrebato súbito de ira, asombrada de que aún estuviera viva, pero su palidez mortal me detuvo. Lo único que recuerdo es encontrarme en presencia de Lady Fiona. Se limitó a señalar el rincón donde Undine gritaba de dolor bajo el tierno cuidado de Enrica. Me arrastraron a la tortura como una criminal común, como una bruja medieval, y mi castigo pronto estuvo en marcha.