Cristina, parte 3

La carcelera

Cristina, Capítulo Tres


Título original: Cristina, Chapter Three (The Gaoler)

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, abril 2002

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento! Stern@tin.it

Capítulo Tres

La carcelera

A medida que los días pasaban, mi propia reacción ante los espectáculos nocturnos iba sufriendo un lento cambio: si bien al principio había encontrado que la crueldad sin piedad exhibida durante estas representaciones era de lo más excitante, cuanto más cerca estaba de que fuera mi propio turno de ser la estrella de tal espectáculo, más empezaba a sentirme aterrorizada. Ocurrió dos o tres veces, durante esa semana, que sufrí castigo por parte de las supervisoras a la hora de la cena, pero a pesar de la agonía de las flagelaciones y los gritos que emitía cuando me colocaban alguna pinza en alguna de mis partes más sensibles, había pasado las horas de la noche en el mismo estado de resignación en que estaba durante el día, reducida a un deshecho sin mente por los sufrimientos sin fin y la inamovible autoridad de las dóminas.

Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la comprensión del hecho de que muy pronto, la chica torturada no sería otra que yo misma, se grabó profundamente en mi mente. Es cierto que me había acostumbrado a vivir con un chisme empalado profundamente en mi culo la mayor parte del tiempo, cierto que para entonces ya encontraba bastante natural tirarme al suelo y lamer las suelas de las botas que se me ofrecían, y cierto también que el solo pensamiento de pasar los días en una situación tan paradójica, me ponía caliente instantáneamente como una cerda en celo, pero no estaba todavía preparada para sufrir ese tipo de manipulación. Lo sabía demasiado bien: cada vez que las supervisoras miraban de otra forma y podía evitar desviar mi atención por un momento de las exigentes tareas domésticas o de la agonía del castigo, me encontraba a mi misma con las piernas temblando, el estómago contraído de terror. Si no hubiera sido consciente de que una petición de ese estilo solamente habría resultado en una sentencia peor, habría suplicado a mis torturadoras, de rodillas y llorando, que me hicieran cualquier cosa, incluso matarme, pero me libraran de la tortura asesina de la cena. Estaba dispuesta a abandonarme a las más abyectas humillaciones, humillaciones que todavía no había entendido que pertenecían solo a la fantasía, y a los sacrificios más inhumanos. A pesar de todo, día tras día, hora tras hora, el insoportable momento se acercaba más, sin necesidad de comprobarlo. Cuando la noche designada por los hados llegó al fin, tan febril era mi terror a la tortura que me estaba reservada que no pude evitar cometer un gran número de pequeños errores y meteduras de pata durante el día, de forma que una y otra vez recibía el beso del látigo - un instrumento al que, en el castillo de Lady Fiona, nunca había que pedírselo dos veces para que cantara su himno. Incluso llegué a soñar despierta, en algún momento, que si podía arreglármelas para ir al escenario de la tortura con un cuerpo completamente desfigurado por el látigo, podría evitármela posiblemente. Desde luego, ese pensamiento era una completa tontería, al menos en dos sentidos: primero, las supervisoras eran perfectamente capaces de flagelarme durante todo el día sin infligirme daños serios, y en cualquier caso, no podía haber duda de que el Ama habría encontrado muy interesante la aplicación de la tortura a una esclava ya marcada por el látigo, así que nada podía salvarme.

Cuando, al fin, se hizo la hora de la cena, un completo terror había nublado por completo mi mente. Fui directamente desde un estado de excitación sexual sin restricciones hasta otro de parálisis casi total: había sido testigo de la terrible condición en que las esclavas torturadas volvían a sus labores la mañana siguiente, y cuando me di cuenta de que incluso una masoquista completa como Bettina a duras penas era capaz, literalmente, de sostenerse en pie, tuve que entender que, fuera cual fuera la tortura preparada para mí, sería la peor de toda mi vida. Mientras intentaba darme fuerzas a pesar de esa situación desesperada, Monika se presentó y sin más preámbulos me ató las muñecas tras la espalda, enganchó una correa a mi collar, y me arrastró con total falta de consideración hacia el comedor, donde todos los otros habitantes de la mansión estaban preparados para su comida nocturna.

Fuimos hasta el otro extremo de la habitación, y todavía recuerdo claramente las sensaciones por las que había pasado mientras era conducida a la tortura. La frialdad del aire, que hacía que mis pezones se pusieran aún más tiesos, la mirada dura de Enrica cuando pasé a su lado, la falta de interés que las otras esclavas parecía tener hacia mis peligros, mientras servían a las dóminas de todas las formas posibles, y desde luego... Lady Fiona. Como siempre estaba increíblemente hermosa. Sentada en su silla como una Emperatriz en su trono. Su largo pelo cubría solo parcialmente la generosa medida de su delicioso escote, descubierto por el cuello bajo de un vestido de noche de seda obviamente muy caro. La había visto volver sus ojos hacia mí cuando había entrado en la habitación y desde entonces nunca había apartado su mirada inquisitiva, estudiándome, calibrando cada una de las características de mi cuerpo con el ojo experto de un tratante de ganado. Recordé la extraña sensación que había sentido en aquel momento, y casi sentí vergüenza, porque en aquel preciso momento estaba libre del enorme tapón anal que hasta entonces no me había abandonado nunca. Mi atención se dirigió, por un instante, hacia las sensaciones que venían de mi trasero: había identificado claramente la sensación poco corriente del aire frío rozando las paredes internas de mi distendido esfínter, y la ardiente sensación que todavía permanecía de los golpes de vara que había recibido unas horas antes en mis nalgas. Volviendo mis ojos a la mesa, había sido abrumada por la sonrisa de Lady Fiona, una sonrisa irónica que reunía toda la crueldad de la que era capaz, y por esa misma razón, me fascinó completamente.

Luego, cuando alcancé el otro extremo de la sala, no tuve otra opción que observar el instrumento que habían preparado para mi tormento. Me quedé atónita al comprobar que la ejecutora que estaba esperando a su lado era Midori, la supervisora asiática. Aunque para entonces estaba completamente convencida de mi condición de juguete para uso de cualquiera, había desarrollado una especie de lazo, por no decir de afecto, hacia Enrica, que había venido de sus lecciones diarias y de sus maneras bruscas al despertarme, para encarnar mi propio progreso en el universo perverso de la sumisión. Debo confesar que hubiera preferido ser torturada por ella, pero después de atar mi correa a un gancho de la pared se apresuró a caminar hacia la mesa, donde en seguida se sentó con la lengua lamedora de una esclava entre las piernas, y me dejó al cuidado de Midori. Pasó bastante tiempo antes de que descubriera que esta última había pasado varios días completos construyendo el sofisticado dispositivo necesario para la actuación de esa noche, que había diseñado y planeado ella misma. La costumbre bien establecida en la mansión era celebrar la "primera noche" de una esclava nueva con las más sofisticadas, espectaculares y dolorosas torturas, y Midori no tenía la intención de dejar a sus compañeras torturadoras una oportunidad semejante de exhibir sus habilidades.

La sádica supervisora, sin ninguna duda, no encajaba en el molde típico de la hembra asiática subdesarrollada, poco proporcionada. Su cuerpo era el de una hembra occidental bellamente proporcionada, con piernas largas y rectas, grandes pechos y un trasero bien formado, que hacían la mirada inflexible de sus ojos rasgados y almendrados aún más magnífica y hacían de ella una visión de ensueño, una visión que, en otras circunstancias, podría haber sido definida como "angélica". Había elegido un corsé corto de cuero negro que dejaba libres sus pechos, un taparrabos del mismo cuero negro, medias del material más transparente con ligas de autosujeción, y desde luego, las siempre presentes botas de cuero negro con tacones absurdamente altos. Incluso aunque fueran un poco más moderados en tamaño que los que las esclavas estábamos obligadas a llevar, sus espectaculares tacones altos hacían de ella un perfecto sueño de fetichista.

En lo que a mí concernía, sin embargo, fui sacada repentinamente de mi contemplación de sus características por una explicación en directo de la forma de actuar del instrumento, que lanzó en un alemán perfectamente fluido dirigido a Lady Fiona. Mis limitadas habilidades lingüísticas no me fueron de gran ayuda para entender el funcionamiento del dispositivo. Parecía como si el componente principal del aparato se hubiera sacado de uno de los columpios infantiles que se hacen con un poste que oscila alrededor de un eje central, con dos pequeños asientos para niños en los extremos y que alternativamente lanzan a uno de ellos al aire.

El poste principal había sido sustituido por un trozo de tubo metálico grueso, en cada uno de cuyos extremos se había encajado una "cosa" grande: una de estas "cosas" era un simple contrapeso, que permitiría al poste permanecer equilibrado sobre su eje central. El otro extremo, sin embargo, soportaba un aparato que me afectaba grandemente.

Consistía en un dispositivo metálico un tanto complejo de aspecto extraño, que sobresalía por encima y por debajo de la barra de acero. Midori demostró primero como esta parte estaba articulada con la barra, y podía oscilar ligeramente sobre su propio eje mientras la barra principal subía y bajaba, de manera que permaneciera siempre perfectamente vertical, incluso cuando el "columpio" formaba un ángulo muy marcado con el plano horizontal. Una especie de dardo de color oscuro, aparentemente de madera, sobresalía por la parte superior del dispositivo y fue el objeto de la siguiente demostración de Midori: mediante algún diseño mecánico que no alcancé a entender, cada vez que el columpio oscilaba y ese extremo bajaba poniendo su parte de abajo en contacto con el suelo, el pivote oscuro se deslizaba hacia arriba con un "click". El tramo que avanzaba no era impresionante, tal vez solo unas pocas décimas de pulgada (unos cuantos milímetros), pero Midori bombeó el columpio con golpes rápidos y sucesivos, que produjeron, con un acompañamiento musical de siniestros sonidos, una enorme pica de alrededor de un pie (30 cm). Su forma era extraña, como un misil aerodinámico. De sección circular, y un grosor máximo de unas 3,5 pulgadas (unos 9 cm) en la base, pero, en su extremo, que inicialmente me había parecido como un minúsculo dardo había ahora una segunda pica, más pequeña, como una reproducción a escala reducida de la principal, de no más de dos pulgadas (5 cm) y posiblemente una (2,5 cm) de grueso. Yo había caído en un estado de total resignación, y a decir verdad, nunca se me ocurrió preguntarme por el posible uso de este dispositivo extra. Pensando hacia atrás no habría tenido dificultad en suponer la verdad, pero un extraño capricho de mi mente hizo que me sintiera despreocupada y la desvió del más mínimo interés por recordar lo que fuera a ocurrirme. Cuando era pequeña había leído sobre las "iluminaciones" que se encuentran en el budismo, y aunque suene extraño, estoy convencida que ese día me encontraba, casi literalmente, en una situación similar... Se la llama "satori", o algo así, la sensación de estar más allá de todo eso.

En todo caso mi mirada estaba clavada en Midori mientras seguía con su presentación, y mostraba como la pica, mientras se expandía hacia arriba, permitía a la barra del columpio llegar aún más cerca del suelo, hasta casi tocarlo. Para terminar, la supervisora llamó la atención de su pervertida audiencia sobre dos cuerdas que colgaban del techo y terminaban en lo que parecían como lazos de horca. Estas cuerdas pasaban a través de poleas y sus otros extremos llevaban grandes masas de metal, cada una de las cuales podían pesar al menos cuarenta libras (unos veinte kilos).

La presentación terminó con una sonrisa realmente diabólica de Midori, que se encaminó hacia mí habiendo vuelto a la pica a su posición inicial. Mi serenidad interna se fundió de golpe. La mujer me ató los brazos tras la espalda, unidos el uno al otro en toda su longitud, luego me hizo arrodillar y utilizó una cuerda para atarme estrechamente los tobillos a los muslos, obligándome de esta forma a mantener las piernas dobladas. Y, al fin, empezó la tortura.

Cogiéndome en vilo como si no pesara nada, Midori me agarró y sin ningún cuidado me soltó sobre el columpio. Todo mi peso se soportaba sobre la pequeña área entre mis piernas, e intenté encontrar algún soporte afirmándome sobre las rodillas. Oí un rumor metálico y lo que era probablemente un poste de metal se insertó entre mi espalda y los brazos, que lo rodearon, deslizándose el metal frío como el hielo entre mis omóplatos y por mi espina dorsal para terminar enganchado al aparato principal. Unas cuantas vueltas de cuerda me ataron a este último dispositivo, cuyo propósito era evitar que me cayera de lado. Ahora la torturadora podía privarme de cualquier otro soporte, y usó una barra separadora, que colocó por encima de la barra del columpio, tanto para separarme como inmovilizarme las rodillas. Era en esa posición en la que se me aplicaba la dolorosa tortura consistente en montar un tablón delgado. Me había sometido a ella solo una vez desde mi llegada a la mansión, y me había dejado dolorida durante muchas horas.

Pero estaba lejos de ser el final de la historia. Midori se puso entre mis piernas y, manejando mis partes tiernas sin el menor cuidado, comprobó que los labios de mi coño estuvieran separados exactamente por la barra del columpio y por el pequeño pivote que sobresalía de ella. En ese punto, el pivote podía invadir mi orificio íntimo sin el menor problema. Mientras gruñía por el dolor que esta operación me producía, entendí, al fin, lo que me estaba destinado: ¡el poste que había visto sobresalir, grande y amenazador, iba a clavarse en mi coño, descuartizándome! Sentí que la sangre abandonaba mi cara, y mi expresión debió ser claramente de terror, porque pude oír a Lady Fiona reír de corazón en la mesa donde estaba disfrutando de su comida. Un pensamiento repentino, desde un pequeño rincón de mi mente, aplacó momentáneamente mis temores: "No puede ser, es demasiado grande. No arruinarían mi coño para siempre, deben tener otra cosa en mente". Pero justo después pensé en el enorme tamaño del tapón que se usaba a diario para expandir mi culo; en el tamaño al que puede distenderse la vagina durante un parto; y en las risas sádicas con que Lady Fiona y sus ejecutoras saludaban cada aullido de insoportable agonía de una esclava torturada.

A pesar de mis firmes ataduras, me estremecí cuando el contacto de las manos de Midori sobre mis pechos me sacó de estos pensamientos. Aplastando sin miramientos mi carne tiraba de una de mis mamas para pasarla por uno de los lazos que había visto antes. Tensó el lazo de forma dolorosa alrededor de la base de mi pecho, y su compañero sufrió el mismo tratamiento: mientras la mujer me estaba preparando, mi mirada inquisidora siguió la cuerda, hasta llegar a las pesadas pesas de los otros extremos. En ese momento descansaban sobre dos sillas que las separaban del suelo. Con un tirón final de las cuerdas, que me hizo pegar un respingo de sorpresa, Midori comprobó que su trabajo aguantaría. Luego se retiró, dando la señal para que empezara la representación.

La primera pesa en ser lanzada fue la que colgaba de mi pecho derecho. Nunca antes había sentido semejante tirón, y cuando Midori la dejó caer sentí como si me estuvieran arrancado la teta, o, mejor, estaba segura de que me la habían arrancado. El dolor era verdaderamente tan grande que no tenía nada que ver con el látigo o los otros castigos a los que estaba acostumbrada, e incluso con la palpitante y sostenida, a la vez que más sensual, agonía que me provocaba el tapón anal. El dolor de la otra mama pronto se añadió al que ya había experimentado, y me asusté al descubrir que no podía recibirlo con los gritos adecuados porque ya había chillado hasta el límite de mis pulmones cuando la primera teta había sido espachurrada...

Pude ver, a través de las lágrimas que fluían de mis ojos, que Midori se dirigía lenta y sensualmente hacia el otro extremo del columpio, y ponía descuidadamente la mano sobre el contrapeso. La barra que tenía entre las piernas me elevó suavemente unas pulgadas. Las pesas de mis pechos descansaron en el suelo y el dolor que sentía disminuyó ligeramente, mientras el calor de la circulación sanguínea restaurada llenaba mis pechos. Quizás era este el mejor momento de la tortura: aunque estuve en esa posición elevada unas fracciones de segundo como mucho, en ese poco tiempo me excité como nunca lo había estado antes. Al fin, por primera vez en mi vida, estaba siendo TORTURADA, como en mis sueños más perversos. Ya no se trataba de un juego, ni un castigo: era verdadera y auténtica tortura, su único propósito era hacerme sufrir para disfrute de la gente que me dominaba, a la que pertenecía por completo. El mismo dolor, como había comprobado desde el principio, era distinto: esta vez era un dolor intenso, inmisericorde, provocado por una maquinaria sin alma que no podía sentir piedad ni relajo, un dispositivo que había sido pensado con el único objeto de reducirme a ser un animal, con la mente aniquilada por el dolor, exactamente igual que mi primera flagelación en la casa de Katja.

Estos pensamientos tuvieron, desde luego, corta vida. Midori no perdió tiempo antes de mandarme abajo de nuevo, y las cuerdas se tensaron otra vez alrededor de mis tetas, volviendo a agarrarlas y a estrujarlas hacia arriba. El alarido de dolor que solté cubrió el sonido del primer click del consolador, que todavía estaba suficientemente envainado para resultar inofensivo, de modo que podía deslizarse en mi interior sin problemas. Aún así el impacto del extremo del columpio con el suelo, con todo lo suave que fue, lanzó hacia arriba la barra que montaba, dando una ligera sacudida a mis genitales. Intenté hacer acopio de coraje y miré mi pecho: mis tetas estaban abombadas como si fueran globos, habían adquirido un matiz rojo brillante y se alejaban preocupantemente de mi pecho, tan tensa estaba la cuerda. Midori dijo algo y me encontré subiendo de nuevo.

Esta vez la torturadora había puesto más decisión en su manejo del contrapeso y al alcanzar la parte más alta de mi viaje me tambaleé bastante dolorosamente sobre la barra, mientras se detenía sin miramientos. Estaba bañada en sudor, y de repente la sesión me pareció algo menos fascinante. Mientras el tiempo corría y las idas y venidas se continuaban el tratamiento pronto se convirtió en lo que estaba previsto desde el principio: tortura y nada más.

La agonía se hizo más aguda, desde luego, cuando el consolador empezó realmente a rellenar mi pequeño coño. Hubo un momento en que percibí, pese al mar de dolor en el que estaba sumergida, que había habido un cambio drástico entre mis piernas. El peso de mi cuerpo ya no descansaba sobre la barra metálica, sino sobre la pica de madera: todo mi peso era soportado por las paredes de mi vagina que intentaban ajustarse al grosor monstruoso de la pica, pero lo hacían con atroz lentitud. Un "¡Click!" y mi sexo ardía, rajándose como un albaricoque abierto por manos ansiosas. Un alarido (uno de los muchos, muchos alaridos...) y me sentía deslizar por la pica, siempre tan lentamente, hasta que podía sentir de nuevo el frío tacto de la barra metálica contra mi anillo anal. La ferocidad de la estimulación iba mucho más allá de todo lo que había experimentado en los días previos, incluso aunque me hubieran sido administrados con rudeza, de modo que cualquier sensación que podía percibir en mi coño estaba amplificada: incluso aunque el incremento de tamaño fuera mínimo lo sentía como si me estuviera deslizando por el consolador varios pies cada vez, un helado del tamaño de una chica dejado al sol para que se fundiera y se deslizara lentamente por su palo de madera. Luego, al cabo de un rato, descubrí con horror que el intervalo entre cada dos toques no era ya suficiente para dejar que mi tierna carne se abriera todo lo necesario, de modo que empezaba a ser empujada hacia arriba aunque no hubiera alcanzado todavía la barra metálica. Esto quería decir que todo el peso de mi cuerpo lo soportaba ahora esa polla artificial monstruosa, y la presión añadida a las paredes de mi coño me desfondaban mucho más dolorosamente que antes, mientras mi estómago y mis vísceras eran estrujados sin piedad.

La sofisticada tortura diseñada por Midori demostraba ahora ser aún más refinada de lo que me había temido. Justo después de haberme bajado una vez más vino hacia mí y me levantó del columpio. Para entonces me parecía haber estado empalada durante horas con las tetas cada vez más hinchadas y extendidas, y el coño arruinado para siempre, y solo aspiraba a ser liberada y enviada de vuelta a mi celda. Pero no era tiempo de acabar con mi tortura, sino más bien de afilar sus dientes. Con total falta de sentimientos Midori me levantó del todo dejando que el consolador saliera por completo de mi coño. Todavía tenía las cuerdas y las pesas tirando de mis globos y estrangulándolos, pero no podía creer que me fuera a librar al menos de una de las torturas.

La torturadora exploró mi coño metiendo varios dedos o quizás toda su mano, sin encontrar resistencia. Luego, muy lenta y cuidadosamente, me dejó sobre el consolador. No podía creer en tanta crueldad: supliqué clemencia con gritos desesperados, que parecía no oír. La pica que me empalaba exhibía ahora una considerable longitud y esto permitía a Midori sacar ventaja de su peculiaridad, su formato de "doble punta". La asiática mostró su habilidad consumada, consiguió colocar el extremo fino del consolador justo en la parte más profunda de mi vagina, la entrada de la matriz. Sentí la punta de madera empujar contra ella, y no había nada que pudiera hacer cuando fui recorrida por la inexplicable agonía de ser violada en mi esfínter más íntimo.

Durante unos momentos no sentí literalmente nada, e incluso la palpitante agonía que soportaba por mis tetas aplastadas en cada uno de mis latidos pareció desvanecerse. Luego me encontré conmigo misma en la posición más alta del columpio, aunque no recordaba haber sido empujada hacia arriba, pero ahora tenía ese monstruoso chisme hurgando en mi parte más sagrada e íntima. El siguiente descenso fue aún peor: mis tetas más estrujadas que nunca, mientras mi cuerpo era obligado a ir más abajo, pero lo que más me aterrorizaba era en inminente progreso del consolador. Ninguna palabra puede expresar la infernal agonía que sentí cuando la punta de madera avanzó más profundamente dentro de mí: aún ahora, años después, después de haber sido sometida a innumerables tormentos, las sensaciones que tuve entonces siguen siendo inexpresables. Los Amos y Amas que me han usado desde entonces, de vez en cuando, recurren a aplicarme la distensión uterina, haciendo que me desmaye de dolor algunas veces. Sin embargo, esa primera vez, la parte más íntima de mi carne no había sido entrenada para soportar esa penetración, y además en ningún momento la inconsciencia intervino para evitarme el saborear por completo, a mi pesar, cada uno de los sutiles matices de la tortura.

Incluso mi mente, nublada como estaba por el increíble dolor, me jugó una mala pasada. En una ráfaga comprendí perfectamente que el consolador estaba todavía bastante lejos de su total extensión y que la violación a que me estaba sometiendo sería aún peor, y durante un buen rato. Recordé con claridad que las comidas nocturnas de Lady Fiona rara vez duraban menos de tres horas, y que las torturas nunca terminaban antes de que ella hubiera terminado, algunas veces incluso después del postre. Intenté echar una mirada a la mesa donde Fiona y las supervisoras estaban sentadas, para ver que plato estaba siendo servido, pero mis ojos cubiertos de lágrimas no podían ver nada. Mi sangre marcaba un ritmo sobrenatural contra mis oídos y solo podía escuchar sonidos distorsionados, palabras mutiladas en un idioma que no era el mío: podía reconocer risas y gruñidos de placer, pero nada más.

No sé cuánto tiempo duró la tortura después de esto, pero para mí fue una eternidad. Mis propias percepciones eran confusas: recuerdo haber mirado mis pechos y haberlos visto de un púrpura profundo, hinchados como enormes balones de carne, con venas de fea apariencia, en relieve, que seguían palpitando. El más ligero movimiento hacía aún peor mi sufrimiento, y pronto me convertí en una cosa sin nombre, cuyo único universo consistía en los dos dolores agónicos entre los que estaba suspendida, el superior de las tetas estrujadas, el inferior del desfondado de los genitales. Esta tortura debió ser excepcional, incluso para las costumbres de la mansión: años más tarde, cuando me volví a encontrar con la esclava Jacqueline, ahora establecida en Francia como Ama profesional, me confesó que había dedicado una sala entera de su mazmorra de París a la tortura del columpio, y que le enviaban algunas de las mejores entre las esclavas masoquistas para que las sometiera a ella, incluso desde el extranjero, porque estaba ampliamente reconocida como la tortura más dolorosa que podía encontrarse en el rico y diversificado mercado del sado profesional.

Como he dicho no hay palabras que puedan hacer justicia a mi sufrimiento, ni a la exquisita habilidad de Midori en diseñarlo. El aparato siguió creciendo a cada toque con absoluta eficiencia, y mi dilatación avanzó con decisión diabólica. Obviamente no tenía tiempo para tales pensamientos frívolos, pero ciertamente era un milagro que no sufriera heridas permanentes: el consolador pronto alcanzó los límites de la capacidad de dilatación de mi vagina, pero creo que de alguna forma conseguí ir más allá de esos límites, alcanzando la distensión total en el proceso. Podía sentir las paredes vaginales ceder lentamente, mi matriz cada vez más abierta, a su pesar, a cada avance del consolador, y mis órganos internos desplazar sus posiciones para acomodar lo mejor que podían al despiadado objeto.

Aún no sé si estaba chillando, pidiendo clemencia, o si solo emitía lloriqueos resignados. Ni siquiera sé el tiempo que duró mi tortura. Todo lo que sé es que, cuando el consolador había alcanzado su máxima extensión y grosor, Midori bloqueó el columpio en su posición inferior, de modo que mis tetas tenían que mantenerse en su extensión máxima y más dolorosa. Recuerdo que seguí en esa posición un tiempo incalculable, cubierta de sudor, con la boca babeando y los ojos llenos de lágrimas, mientras Lady Fiona y las torturadoras seguían con la comida. Estar quieta no hacía casi nada para aliviar mi dolor, y estaba hundida en un océano de agonía.

No recuerdo cómo acabó todo: mi siguiente recuerdo es de la mañana siguiente, cuando me despertaron para la clase de alemán. La pasé como si fuera un zombie, susurrando automáticamente los nombres de las partes de la anatomía que Enrica señalaba, luego me dejó sola en la celda y me preparé para las labores del día.

Me miré al espejo: mi cara estaba hecha un desastre, mis pechos tenían todavía una marca oscura alrededor de su base, y mi vagina todavía mostraba señales de estar un tanto ensanchada. Busqué indicios de heridas, de laceraciones de algún tipo, pero más allá del dolor fácilmente explicable que sentía cuando mis dedos rozaban simplemente los sitios donde había sido torturada, parecía estar en un sorprendente buen estado. Me lavé con el agua helada que salía del único grifo de la celda, me desahogué en el retrete turco de la esquina, me puse los zapatos de tacón alto reglamentarios que oprimían las puntas de mis dedos y me habían provocado, en cuestión de días, bastantes ampollas dolorosas, y me tumbé (sentarse estaba definitivamente descartado) a esperar que una supervisora viniera a buscarme.

Contrariamente a la costumbre bien establecida, la siguiente visita no fue otra que Lady Fiona. Bella y fría como el hielo, como siempre era. Me ordenó separar las piernas, y como me había temido, procedió a explorar mi coño dolorido. "¿Todavía te duele de verdad?" preguntó sin esperar otra respuesta que mis gemidos. El Ama introdujo dos dedos en mi vagina, y abriéndolos como si fueran unas tijeras, comprobó la disminuida firmeza de mis músculos vaginales, mientras me estremecía de dolor. "Me encantan tus dos agujeros desde la primera noche," susurró lascivamente. "Mis asistentes me dicen que de momento te las apañas para caminar bastante bien con el tapón anal," comentó mientras las puntas de sus dedos restregaban mi anillo anal suavemente fruncido, "así que ya es hora de hacer algo al respecto". Me estremecí. "Sin embargo antes de nada..." Lady Fiona se subió la falda, bajo la cual no llevaba ropa interior, y se arrodilló sobre mi catre, a horcajadas sobre mi cara.

La lamí con fervor apasionado. Solo su presencia en mi celda, la mirada inflexible que, de muchas maneras indefinibles, era la verdadera marca de la dómina, me había liberado del más leve rastro de temor. Mientras yacía allí, pasando la lengua con cuidado por cada rincón y cada grieta de su raja húmeda y muy olorosa, mi alma masoquista estaba perdida en un gozo pleno. Estaba orgullosa de excitarla, satisfecha de ser capaz de soportar el dolor por ella, y sobre todo estaba orgullosa hasta el extremo de haber sufrido la tortura. Me humedecí solo de la idea de hacer que Lady Fiona se corriera, y de alguna manera no podía esperar otra semana para ello, así que podía animarle la noche de nuevo sometiéndome a algún tormento inhumano.