Cristina, parte 2

La Señora

Cristina, Capítulo Dos


Título original: Cristina, Chapter Two (The Lady)

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, abril 2002

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de DejaNews) otra historia antigua llamada "Deposition" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento!

La Señora

Era una mujer alta de largo pelo negro y una expresión de completa superioridad, remarcada por su elegante pero llamativo maquillaje, sus muy evidentes labios rojos. Llevaba un vestido largo, bordado con primor y estaba sentada tras un gran escritorio de madera oscura, al otro lado de la silla en la que había sido tirada por la chica que me había recogido con el coche. "Creo que tu ama ya te lo ha contado todo," se dirigió a mí en perfecto inglés, "pero en cualquier caso voy a recordarte los términos del acuerdo." "Te convertirás en mi esclava durante un año, y pagaré la suma convenida al final del duodécimo mes. Durante ese tiempo serás mi cautiva y tendré derecho a hacer todo lo que quiera contigo. La menor equivocación o desobediencia será castigada con la tortura, y, desde luego, te haré sufrir también como entretenimiento. He visto que eres una pequeña guarra masoquista, y estoy segura de que tendrás muchas oportunidades de disfrutar conmigo y mis amistades. Normalmente te haría firmar un contrato, pero dado que no eres nada más que una inmigrante ilegal, no hará falta. Ningún tribunal va a encontrar que una muchacha campesina italiana tenga la razón".

Estaba de acuerdo. Lo primero que me ordenó fue que me levantara y le mostrara mis partes íntimas, abriéndome todo lo que pudiera con las dos manos. "Ayer por la noche lo que más me gustó fue tu agujero más pequeño," dijo la aristocrática dómina refiriéndose al agujero de mi culo, "y tengo proyectos especiales para él." Los "proyectos especiales" consistían en un severo régimen disciplinario que ayudaba a dilatar mi esfínter anal hasta unos límites increíbles y que empezaba esa misma noche. Lady Fiona me hizo ponerme a cuatro patas y me condujo a una cámara de tortura auténtica, perfectamente equipada, que, según aprendí más adelante, era solo una de las tres cámaras de tortura que había en la mansión. Fui atada con las piernas abiertas a un sillón ginecológico, y la señora se divirtió en desfondar mi culo, para empezar con la mano, luego con buena parte de su brazo, y finalmente con una serie de espéculos y tapones rectales de tamaño creciente. Aunque ya Katja había demostrado también su pasión por esos juegos nunca había tenido que soportar penetraciones tan enormes, y mis agudos chillidos llevaron a mi sádica ama a producir una copiosa cantidad de jugos en su coño. Solo se detuvo cuando la carne de mi esfínter anal estaba tan extendida y tensa como una cuerda de violín, dilatada por un consolador de tamaño realmente enorme. "Por esta noche es suficiente," sonrió viciosamente, mientras el artilugio se asentaba en mi agujero a pesar de los espasmos musculares que agitaban mi anillo anal e intentaban expulsar al intruso. El dolor era terrible, y no podía dejar de esperar el momento en que aquella estaca que me empalaba sería retirada de mi vientre ardiente. Pero la dómina seleccionó una serie de cuerdas de un armario cercano y las utilizó para asegurar el consolador en su sitio, con nudos especialmente diseñados que impedían que lo expulsara y también que me lo metiera dentro, una idea demencial que el tremendo dolor de mi anillo anal me había llevado también a considerar. Luego Lady Fiona salió sin decir nada, dejándome sola con tan atroz instrumento de tortura.

Fue una esclava compañera la que vino a liberarme de la silla después de no sé cuánto tiempo. Para entonces habían desaparecido los espasmos de mi anillo anal, pero todavía palpitaba de dolor. La chica primero liberó mis tobillos, luego soltó la cuerda que sujetaba mi cintura y luego me desató las muñecas. Cuando la única cuerda que quedaba era la que sujetaba el consolador en mi culo, intentó que me levantara. No podía creerlo: ¿cómo se esperaba que me moviera con semejante cosa clavada en el culo? Intenté explicarme en inglés pero la esclava asintió de una manera elocuente: ¡Tenía que dejar el chisme donde estaba! Me llevó una media hora llegar a la celda donde iba a pasar la noche: estaba situada en una especie de sala subterránea y simplemente bajar por la escalera que conducía allí era una experiencia terrible, increíblemente dolorosa. Cuando alcancé mi catre estaba casi completamente bañada en sudor, me estremecía de dolor y estaba casi segura de tener roto el esfínter anal. La esclava me ató las manos a la cabecera de la cama mientras mis tobillos eran asegurados con correas de cuero que los mantenían muy separados. Tuve suerte que me permitieran yacer boca abajo sobre mi vientre: el peso de mi cuerpo soportado por mis tetas espachurradas era una fruslería comparado con la agonía que habría sufrido si me hubieran obligado a soportarme a mí misma sobre la estaca que me sodomizaba. La esclava salió de la celda sin decir nada, pasando la barra que bloqueaba la puerta de madera y apagando la luz. Sola en la oscuridad, traspasada como un pollo a punto de ser asado y atada en pelotas sobre un catre, empecé al fin a comprender la situación en que había ido a parar. Estaba prisionera, prisionera en un castillo de horrores como los castillos de los cuentos de hadas, como el castillo de la Historia de O, en manos de una mujer que podía permitirse el lujo de las cámaras de tortura y un serrallo completo de chicas que podía hacer sufrir a su antojo. Mientras yacía sobre mi vientre, con el culo ardiendo y los miembros estirados en todas direcciones por las cuerdas que ahora empezaban a irritarme la piel, reflexioné sobre la sonrisa deslumbrante y diabólica de Fiona, que la hacía parecer casi como una versión pornográfica de la reina cruel de Blancanieves; volviendo a la cámara ginecológica, sus ojos habían brillado de placer mientras revolvía su mano dentro de mi recto, intentando beber hasta la última gota del sufrimiento que estaba recorriendo mis partes más íntimas. La intensidad del dolor casi me había dejado estupefacta en su momento, y no me había dado cuenta, pero ahora recordaba la excitación de aquella mujer, mientras contemplaba mi tortura, como algo que colgara tangiblemente en el aire. ¿Y qué había de mí misma? Me había dejado maltratar como una muñeca de trapo, rindiéndome a las ataduras y a la tortura de todo mi cuerpo con una sumisión que era aún más acusada de la que acostumbraba a demostrar a Katja. Quizás la diferencia entre lo que acababa de ocurrir ahora y mi relación con Katja estaba en el hecho de que ahora no era un juego. Lady Fiona era una sádica tan organizada, tan dedicada como para permitirse el lujo de dejarme descansar después de la tortura. Katja me habría dejado en la cama muchas horas, viniendo de vez en cuando a cubrirme de besos y caricias. Con mi nueva Ama pasaba lo contrario: ni siquiera se había dignado a venir a verme a la celda, y solo se había preocupado de la necesidad de asegurar que mi anillo anal estaría sufriendo mientras yo dormía.

Estas reflexiones acabaron excitándome y haciendo que me humedeciera, lo que contribuyó a hacer más fácil de llevar la intrusión del enorme consolador. Naturalmente no pude dormir durante esa noche: tal vez perdí la consciencia durante unos minutos de vez en cuando, pero la mayor parte de la noche la pasé soportando la tensión creciente de las cuerdas que me ataban, fantaseando sobre lo que me irían a hacer al día siguiente, y maravillándome de cómo el dolor de mi culo violado se estaba haciendo cada vez menos intenso, y ahora incluso resultaba placentero. Intenté masturbarme agitando las caderas pero no lo conseguí. Cuando la luz volvió a la celda estaba hecha un trapo y más excitada que una puta en celo.

La primera persona que vi esa mañana, así como la mayor parte de las mañanas que siguieron, fue Enrica. Enrica me había sido asignada como profesora de alemán, que era el idioma oficial en la mansión de Lady Fiona. Era italiana como yo, y de unos 25 años. Era más bien menuda, con un cuerpo bien formado que revelaba sus raíces mediterráneas; tenía el pelo negro y grandes ojos color avellana, y su oscura complexión supuso una sorpresa tras tantas bellezas pálidas locales. Llevaba calzado negro, con increíbles tacones de aguja que más tarde descubrí que eran obligatorios para todas las huéspedes de la mansión, y un collar ajustado con un anillo. Además estaba completamente desnuda: su vagina completamente depilada y llevaba grandes anillos metálicos atravesando los labios internos de su coño. Los labios estaban estirados por el peso de los anillos que chocaban sonoramente uno contra el otro a cada paso. Anillos similares, más grandes que los que ya había visto que se usaban para las perforaciones decorativas, atravesaban la base de sus grandes y oscuros pezones, forzándolos a permanecer erectos en un estado permanente de cruel excitación.

Enrica no me quitó el tapón anal, al que de todas formas ya me había acostumbrado, pero me liberó los tobillos y las muñecas. La dejé pasivamente que me colocara un collar que luego encadenó a un anillo de la pared obligándome a permanecer en pie, y crucé los brazos tras la espalda cuando se me ordenó. La clase empezó entonces y sin ninguna explicación preliminar. Las primeras palabras que me enseñaron fueron las que designaban las partes de mi cuerpo, y obviamente empezó con "coño", "agujero del culo", "tetas" y demás. Enrica tocaba ligeramente la parte específica del cuerpo, enunciando su nombre; y yo la repetía tras ella. Cualquier error por mi parte era castigado de la forma más apropiada: los pezones pellizcados y retorcidos entre los dedos, las nalgas golpeadas dolorosamente con una vara delgada (y como los golpes me hacían tensar instintivamente el anillo anal, veía verdaderamente las estrellas) y así sucesivamente. Tras una hora más o menos de tales enseñanzas me explicó que las órdenes del Ama eran que se me daba un mes para poder atender cualquier instrucción que se me diera en alemán, y que si Enrica fallaba en conseguir esto sería privada de su grado de supervisora, que había conseguido tras dos años de dura servidumbre, y volvería a ser una mera esclava, lo que significaría que volvería a ser sometida a torturas diarias.

Pasé lo que quedaba del día dedicada a memorizar las complicadas reglas que gobernaban la vida en la mansión, y que incluían detalladas disposiciones sobre la forma que una debía comportarse al andar, al recibir un castigo, al tratar con las supervisoras, al comer, al atender las necesidades naturales, y en miles de otras ocasiones. Componía, en resumen, un verdadero régimen penitenciario, con la diferencia de que aquí una podía ser torturada y maltratada en cualquier momento. El punto que en principio parecía más insoportable era la prohibición de la masturbación o de cualquier otra forma de procurarse placer sexual sin permiso previo de las supervisoras.

Estas supervisoras incluían, además de Enrica, otras dos mujeres, una alemana de formas voluptuosas llamada Monika, y la asiática Midori, una japonesa exageradamente guapa, con una mirada particularmente dura. Las tres eran antiguas esclavas del serrallo de Lady Fiona, cuyos méritos particulares habían sido recompensados concediéndoles la libertad y siendo puestas a cargo del funcionamiento diario del harén de su Ama. Sus obligaciones consistían principalmente en entrenar a las esclavas, mediante castigos y humillaciones diarias, y en preparar todo para el entretenimiento del Ama. Porque el ama y única propietaria de la mansión, además de serlo de nuestras vidas, necesitaba tener a su disposición, cada noche, dos "favoritas" que eran seleccionadas por turnos entre las habitantes de las celdas.

A la primera de estas "favoritas" le correspondía la parte de juguete sexual, prestando todo su cuerpo a los caprichos eróticos de Lady Fiona. Nuestra Ama solo permitía que la lengua más ligera y las manos más ágiles se ocuparan de este oficio. A la otra chica "elegida" se le asignaba un papel menos agradable: el de víctima, puesto que iba a "animar" la noche con la exhibición de su sufrimiento y para ello era sometida a tormentos particularmente intensos y sofisticados. Estas torturas especiales eran preparadas por las tres supervisoras, que tenían que tener mucho cuidado de mantener a su Ama entretenida con variantes nuevas, bajo pena de ser sentenciadas, a cambio, a castigos ejemplares.

En esa época había ocho esclavas viviendo en la mansión, yo incluida. Esto significaba que entre dos sesiones de tortura nocturna solo teníamos una semana de respiro, durante la cual éramos castigadas cada día por motivos variados. En mi propio caso, por ejemplo, no fui usada como víctima durante toda una semana, durante la cual me vi sujeta, con todo, a tratamientos mucho peores de los que estaba acostumbrada. Fui flagelada colgando de las tetas, me hicieron llevar un arnés rematado con un enorme consolador anal cada hora que pasaba en mi celda, me mantuvieron atada rigurosamente tanto tiempo que casi perdía la consciencia, me aplicaron enemas que me hicieron sentir que mi vientre estaba a punto de reventar, y desde luego me hicieron responsable de los trabajos domésticos duros que me habían asignado. Yo que, de vuelta a casa, nunca hubiera pensado ni siquiera enjuagar un plato, estaba ahora encargada de fregar enormes zonas del suelo, usando los trapos más minúsculos, o de limpiar el polvo uno por uno a los libros de toda la biblioteca, mientras estaba constreñida dentro de un corsé que me dejaba sin aliento, con pinzas de dientes puntiagudos mordiendo mis pezones, y en precario equilibrio sobre zapatos de tacón alto que atrapaban dolorosamente los dedos de mis pies. Tan intenso era mi sufrimiento, mi tensión psicológica sin fin y el terror de ser castigada que solo podía pensar en una cosa - obedecer. Ni una sola vez pensaba en el mundo más allá de las altas vallas de la mansión, en mi adorada Katja o en nada que pudiera distraerme de la inmediata satisfacción de mis torturadoras.

Trabajaba durante todo el largo día, lamía suelas de botas, coños y agujeros del culo siempre que se me ordenaba, seguía mansamente a las mujeres cuando tiraban de mí por la correa hasta la cámara de tortura, soportaba con resignación cualquier castigo que se me aplicara, volvía al trabajo, me mandaban a mi celda, me dejaba caer en el catre, y a la mañana siguiente me despertaba Enrica para la clase de alemán, que a menudo concluiría con el silbido de la vara. Bastaron unos pocos días, bajo una rutina tan agotadora para destruir totalmente mi fuerza de voluntad, pero no habían disminuido el placer erótico que sentía en una situación tan extraña. Cada vez que ofrecía mis muñecas para que fueran atadas con una cuerda, mi coño se convertía en un trapo chorreante, mis pezones se ponían tiesos y duros como guijarros, y observaba lánguidamente a las supervisoras mientras preparaban todo para hacerme sufrir. Con todo lo atroz que podía ser mi tormento, pronto llegué a ver ese dolor como el precio exacto y justo que debía pagar por concedérseme el honor de dar placer a mis torturadoras. El sexo propiamente dicho estaba racionado y la excitación nunca terminada que resultaba de una situación extraña como la que reinaba entre las paredes de la mansión, era una gran ayuda para soportar los tormentos y el constante agotamiento. Me había convertido en una auténtica ninfómana, y encontraba mi mayor felicidad en que se me permitiera lamer los sublimes cuerpos de las supervisoras, y en que se me obligara a tragar hasta la última gota del licor de sus coños. Las tres supervisoras estaban bastante satisfechas con mi actitud, y lo mismo Lady Fiona, a quién en realidad apenas veía durante el día, y que casi nunca se detenía a echarme un vistazo.

Era solo a la hora de la cena que el Ama se dignaba a honrar el harén con su presencia. En esas ocasiones las esclavas nos congregábamos en el comedor y éramos testigos, junto con Lady Fiona y las dos supervisoras que se sentaban a su mesa, del suplicio de la víctima seleccionada, que era torturada por la tercera supervisora. La amante designada se limitaba a permanecer bajo la mesa y a lamerla con devoción, mientras una de nosotras hacía el papel de doncella de servicio, y las otras tenían que permanecer a disposición de las supervisoras, que a menudo seguían el ejemplo del Ama en solicitar servicios eróticos junto con la cena, y también podían necesitar ayuda para castigar a la víctima.

Los castigos nocturnos eran acontecimientos terribles y memorables, notables tanto por la sofisticación de los instrumentos puestos en juego como por la crueldad exhibida por las torturadoras, a las que no había la más mínima esperanza de que conmover con súplicas o llantos. En la primera sesión de tortura de la que fui testigo, la víctima era Undine, una alemana de unos treinta años, con la cabeza pelirroja cortada al rape. Llevaba anillos perforando los labios de la vagina y los pezones, y se había dirigido a la esquina de la sala, donde le iba a ser aplicada la tortura, con una expresión de orgullo que me hizo pensar que había prometido no mostrar su agonía a sus torturadoras. La supervisora responsable de la tortura era Monika, que aprisionó su cuello y muñecas en un yugo rectangular de madera oscura de un pulgada de grosor. Le engancharon dos cuerdas a las piernas, alrededor de las rodillas, manteniéndolas separadas pero no muy tensas, luego la dómina escogió dos trozos de bramante fino que pasó a través de los anillos vaginales de Undine, abriendo ampliamente su coño antes de tirar de los cordones hacia delante. Undine no emitió ningún sonido mientras las cuerdas eran enganchadas a los laterales de su yugo, lo que tensaba los labios externos de su coño de la manera más dolorosa.

Luego Monika tomó un hilo metálico que ató muy prieto entre dos anillos que habían sido fijados a las paredes, a una altura de unos tres pies (unos 90 cm) por delante y por detrás del cuerpo expuesto de la esclava. La dómina le quitó los zapatos a Undine a la que se ordenó permanecer de puntillas: en esa postura el alambre pasaba justo entre sus piernas, pocas pulgadas por debajo de su vagina extendida. Era obvio que se trataba de una posición francamente incómoda, y la esclava tenía que esforzarse considerablemente para no tocar el alambre, especialmente con el peso del yugo descansando sobre sus hombros. La torturadora eligió luego un juego de cuatro grandes pinzas de metal, del tipo de las que se usan para enganchar los cables de arranque de un coche a una batería externa, y que estaban a su vez unidas a un único cable eléctrico. Como había previsto las dos primeras pinzas cerraron sus crueles dientes de metal sobre los pezones de Undine, y tuvo que morderse los labios para evitar gritar de dolor: eran objetos pesados y los muelles con que estaban equipadas podían ejercer una fuerza de agarre sustancial. La reacción de la esclava no pasó desapercibida a Monika, que se divirtió un rato tirando de las pinzas con las dos manos, soltándolas luego por sorpresa, forzando una y otra vez los torturados pezones de Undine. Pude ver dos grandes lagrimones deslizarse por el rostro de la mujer, pero una vez más, no profirió ni el menor sonido.

La fijación de la tercera pinza fue aún más dolorosa que las anteriores: porque Monika, con sonrisa perversa, cerró sus fauces justo sobre el clítoris expuesto de la esclava, consiguiendo finalmente un alarido penetrante autosostenido, mientras la dómina se tomaba todo el tiempo para situar la pinza, asegurándose de que mordiera el botón rosado de Undine desde la parte superior, manteniéndola erguida con solo el fuerte agarre de su muelle. Cuando completó su tarea Undine se agitaba con fuertes sollozos, su piernas temblaban y su torso vacilante hacía que las pinzas tintinearan en un baile excitante y doloroso. Todavía quedaba una cuarta pinza, y Monika la sostuvo en una mano con una sonrisa que no daba la menor esperanza de clemencia. La rubia hizo rodar una gran caja metálica pintada de naranja hasta cerca de la víctima: no sé nada de electricidad, pero los cuadrantes e interruptores de la parte superior de la caja no dejaban duda. ¡Era un generador!

La cuarta pinza fue enganchada al generador por Monika, que completó los preparativos conectando otra pinza, cableada al generador, con el alambre metálico que todavía pasaba entre las piernas de la esclava. Undine palideció cuando vio el aparato. Su torturadora accionó un interruptor y se oyó un profundo zumbido en la sala. Monika se dirigió a su víctima, caminando con movimientos lentos y sensuales hasta que se colocó detrás de sus hombros, y, levantando los brazos con gesto majestuoso, agarró con las dos manos el yugo de madera que rodeaba su cuello. Undine intentó pedir clemencia, murmurando algunas palabras, pero la mujer de pelo rubio ni siquiera dudó, y empujó con firmeza el yugo hacia abajo, haciendo que la esclava perdiera el equilibrio y obligándola a ponerse sobre las plantas de sus pies. Su dilatada vulva entró en contacto con el cable de acero y cerró el circuito eléctrico, pasando la corriente a través del cuerpo de la pobre chica y saliendo por sus pezones y clítoris.

El alarido de Undine fue realmente atroz, y tan pronto como Monika se retiró, la esclava se puso de nuevo de puntillas poniendo fin a su sufrimiento momentáneamente. A partir de ese momento la mujer siguió atada al cruel dispositivo durante cuatro horas por lo menos, durante la cuales su cansancio hacía que los músculos de sus pantorrillas se vinieran abajo muchas veces. Cada uno de estos fallos era señalado por un chillido que rompía los tímpanos, que a medida que el tiempo pasaba era cada vez más largo, mientras el esfuerzo de recuperar la posición se hacía cada vez más difícil. Lady Fiona seguía mirando el cuerpo tembloroso con sonrisa satisfecha, obviamente excitada en extremo por el dolor que estaba soportando su esclava.

Cada una de las representaciones de las noches siguientes demostró ser terrible e insoportable para las desafortunadas víctimas. Midori torturó a Ann, una irlandesa muy joven, colgando de cada uno de los anillos que perforaban sus pechos y su vagina un gran cubo. Los cubos se llenaban lentamente con agua, mediante un sofisticado sistema de tubos, durante toda la noche. Pudimos ver las partes más sensibles de su carne estiradas hasta longitudes imposibles, mientras su cuerpo, tensado hasta el punto de los espasmos, seguía estremeciéndose bajo el intenso dolor.

Luego fue el turno de Enrica para torturar a la pálida Karen, una chica a la que se había prohibido ir al baño en los dos días previos. Para asegurarse de que la orden se cumpliría se la había obligado a llevar unas bragas de goma súper prietas, encajadas internamente con un gigantesco consolador inflable, que aplastaba el cierre de su uretra. Karen fue obligada a beberse más de un litro de agua caliente, luego se la forzó a sugerir la tortura que se le aplicaría a cambio del permiso para vaciar su vejiga, que para entonces le dolía tanto que no podía ni siquiera hablar claramente. El acuerdo final se consiguió con la flagelación de todo su cuerpo, aplicada con largos látigos de equitación por Enrica y Midori hasta que la esclava perdiera el conocimiento. A esto seguirían cincuenta trallazos en la vagina, administrados con una vara delgada manejada por Monika.

La última se ocupó de la noche siguiente, teniendo el placer de colocar a Tanya, una voluptuosa americana, unos grandes anillos vaginales, puesto que su coño había permanecido sin adornos hasta esa noche. Después de haber perforado su labios menores, Monika pasó dos agujas de inyección a través de su clítoris, haciendo que casi se desmayara de agonía. El quinto día Midori hizo uso de la única esclava negra, una mujer senegalesa atlética cuyo nombre no puedo recordar, en una representación centrada en la penetración. La vagina de la desafortunada mujer fue violada con manos, pies, consoladores y tapones de variados tamaños. Como traca final Midori introdujo un gran cepillo de fregar botellas en la vagina de la mujer negra, y lo revolvió sin ningún miramiento, agitando el cepillo de duras púas dentro del coño de la esclava. El último toque lo proporcionó una cantidad copiosa de cera fundida que fue vertida en la cavidad vaginal de la esclava, que se mantuvo bien abierta con un espéculo, cuidando que cayera directamente en la entrada de la matriz.

La siguiente víctima fue Jacqueline, de Francia, a quien Enrica ató de espaldas al suelo, con la cabeza encajada en una especie de pecera dorada, a la que se había añadido una apertura forrada en goma en un lado para el cuello de la esclava. Se nos había prohibido, esa misma mañana, mear o cagar en todo el día, y en esta ocasión teníamos que vaciarnos en la pecera, casi sepultando a Jacqueline en un mar de excrementos, la mayoría de los cuales se tuvo que tragar para no ahogarse.

La noche siguiente fue dedicada a torturar a Bettina, que era la otra única huésped de la mansión que parecía ser tan sincera masoquista como yo. Bettina era tan joven que yo estaba segura de que era todavía menor, y había reparado en ella unos días antes de esa noche, cuando nos asignaron a ambas las tareas de la cocina al mismo tiempo. Yo estaba limpiando una estantería y ella estaba lavando los platos. En algún momento de la tarde Enrica vino a la cocina y empezó a comprobar mi trabajo, intentando encontrar alguna mota de polvo o cualquier otra excusa para castigarme: yo me había parado, volviendo casualmente la cabeza hacia la otra esclava. Bettina había cogido un plato que acababa de fregar, me había guiñado un ojo, y lo había tirado deliberadamente al suelo, haciéndolo pedazos y provocando la furia de la supervisora. La joven esclava había sido arrastrada sin más a la sala de castigos, y cuando volvió, casi media hora después, su culo se había convertido, mediante el látigo de Enrica, en una masa rabiosamente roja de carne ardiendo.

La tortura que le correspondió a Bettina fue aún más cruel que todas de las que había sido testigo hasta ese momento en la mansión: Monika selló su bonito y pequeño coño con un gran número de alfileres, con los que perforó tanto sus labios internos como los externos, haciendo que perdiera algo de sangre. Pero Lady Fiona no estaba satisfecha de la actuación, y antes de volver a sus habitaciones con la amante designada para esa noche, hizo que las otras dos supervisoras flagelaran a Monika, cosa que llevaron a cabo sus colegas con mucho entusiasmo.