Cristina, parte 1

La esclava. La amante

Cristina, Primera Parte


Título original: Cristina, Part One

Autor: stern@tin.it

Traducido por GGG, abril 2002

NOTA: El relato que sigue contiene representaciones de sadomasoquismo, tortura y actividades sexuales, mayoritariamente entre adultos que lo consienten, que pueden ser consideradas ilegales en tu país. Por favor no sigas leyendo si piensas que puedes sentirte ofendido por semejante material.

Este texto se entrega libremente a la población de Internet, y no puede ser usado de ninguna forma comercial sin consentimiento por escrito del autor

Se prohíbe modificar el texto de ninguna manera, pero se anima incluso a hacerlo accesible sobre una base no comercial y absolutamente dentro de la ley, a cualquiera que esté interesado en él.

OTRA NOTA: Esta es la primera parte de una novela todavía sin terminar. No te preocupes si termina un poco abruptamente (la última línea del último capítulo, el capítulo siete, debe ser "sin una palabra, fui arrastrada al edificio más alto."). Dejaré el final disponible en cuanto esté listo - y podría llevar algún tiempo. Mientras tanto, animo a cualquier lectora que encuentre la historia interesante a escribirme a Ster@tin.it: me encantaría conocer tu opinión. Además, si te gustó ésta, puede interesarte buscar (quizá a través de Deanes) otra historia antigua llamada "Deposición" (N. del T.: también traducida por mí con el título "La Declaración").

Finalmente no me echéis en cara ninguna metedura de pata respecto al inglés. El texto que sigue fue traducido del italiano al inglés por una esclava muy voluntariosa aunque inexperta, que será apropiadamente castigada por cualquier error que me notifiquéis.

¡Disfrutad del cuento!

Introducción

La esclava

Me llamo Cristina, y soy esclava. Me gusta cómo suena esta palabra, me gusta el hecho de que todo el mundo sepa que lo soy. Llegar a ser una buena esclava es un largo y difícil proceso, pero, ahora que mis Amos me han reducido a ser una mascota obediente y sumisa, estoy completamente orgullosa de mí misma. Me acaban de dar un anillo, y en menos de una hora estarán en casa con sus huéspedes.

Me he preparado de la forma que me ordenó Sara, mi divina Ama. Me he puesto la ropa de camarera, que consiste en un vestido negro ajustado, con mangas cortas abombadas. La línea del cuello queda muy baja por delante, y se lleva de forma que exhibe la parte superior de mis grandes pechos, por debajo de las propias puntas de mis pezones. La falda plisada es suficientemente corta para dejar al descubierto la mitad de mis nalgas, y por delante todo mi monte púbico queda completamente descubierto; por supuesto la llevo sin bragas, puesto que la ropa íntima solo me está permitida durante mis periodos. El atuendo también incluye un minúsculo mandil, no mayor que un pañuelo, y una cofia blanca de criada. Las piernas enfundadas en medias negras que se sujetan solas, y llevo zapatos negros con tacones de 7 pulgadas (17,5 cm), enganchados a los tobillos con correas estrechas adornadas con hebillas doradas. Naturalmente, como siempre, también llevo mi collar bien prieto de cuero negro, de dos pulgadas (5 cm) de ancho, adornado con un anillo metálico brillante por delante. Algo de colorete, y maquillaje de ojos resistente al agua. En primer lugar me pongo ante el espejo para hacer una apreciación rápida: tengo que admitir que estoy bastante guapa, especialmente entre la falda y las medias, donde mi pequeño coño cuidadosamente depilado resulta bien exhibido por mis ropas. Me gusta su color rosado, casi rojo debido al tratamiento que recibí la tarde de ayer. Así resulta del mismo color que el otro agujero, que está bien abierto, como mi Amo prefiere que esté; solo tengo que inclinarme hacia delante, incluso ligeramente, para que bostece como una boca lascivamente abierta, que será rellenada para su contento dentro de muy poco.

Todo está listo para la cena; la casa está inmaculada y puedo permitirme un descanso de algunos minutos, tumbada en los cojines en mi rincón de la habitación, que mis Amos llaman "la perrera". Estoy excitada ante la idea de qué me harán esta noche, aunque lo único que sé es que Klaus y Sara quieren usarme junto con otros dos Amos. Me encuentro a mí misma, por un instante, fantaseando sobre quienes podrán ser, qué les puede gustar... Mi coño está chorreando, y me lanzo al baño para lavarme mientras intento pensar en algo y luchar contra la urgencia de masturbarme. De vuelta del baño, escribo mi ataque de excitación en el Libro de Informes: es ya la tercera de ese estilo en un día, y sé que mis Amos se enfadarán bastante por la pérdida de prestigio que tendrán que soportar ante sus amigos por mi causa. Casi me habría gustado eliminar lo que acabo de escribir, pero la tinta es indeleble, y en todo caso, estoy sometida a instrucciones muy claras de anotar cada una de mis infracciones. De regreso a la cocina, pese a mis esfuerzos por dirigir mis pensamientos a otros asuntos, no puedo evitar ir al comienzo de mi aventura.

Capítulo Uno

La Amante

No hay forma de que pueda olvidar la fecha: fue el día de mi decimoctavo cumpleaños. Había pasado casi todos los días, durante los últimos dos años, luchando con mi familia, que nunca perdía la oportunidad de recordarme que "mientras vivas en nuestra casa..." Pero por fin era libre. Adulta y libre. Por fin estaba en situación de hacer lo que quisiera sin interferencias por su parte, y eso fue exactamente lo que hice. La noche anterior me había encerrado en mi habitación y había llenado dos grandes maletas con mis cosas: algo de ropa, cartas, recuerdos... Lo indispensable. No guardaba nada de afecto por aquella casa ni ninguno de sus habitantes. Por aquel entonces acabábamos de mudarnos a Verona, así que no tenía amigos ni ninguna otra consideración que pudiera evitar mi decisión de dejar todo y empezar una nueva vida. Me largué por la mañana temprano, y tras una parada en un cajero automático para sacar algún dinero, me encaminé directa a la estación. Estuve algún tiempo con un amigo en Milán: mucha gente acudía a su casa, la mayoría norte europeos del rollo underground. Una de ellas era una fotógrafa holandesa, una mujer llamada Katja, que a los 25 años era una lesbiana firmemente comprometida, con una cara preciosa y un vigor sexual de magnitud casi ninfomaníaca. Nunca antes había hecho el amor con una mujer, pero le llevó menos de una tarde convertirme. No estaba enamorada de ella, pero consiguió excitarme desde el primer minuto, y luego hizo que me corriera de formas que nunca hubiera sospechado. Cada vez que me tocaba o me hacía algo me derretía, y cuando volvió a Holanda solo necesité un instante para ordenar mi mente y aceptar su invitación a seguirla.

El vuelo a Rotterdam fue una experiencia increíble: tan pronto como pasamos el control de metales del aeropuerto, Katja me llevó al baño de señoras, nos encerramos en una cabina y me colocó uno de esos increíbles juguetes sexuales que parecía llevar por docenas en su enorme bolso. Este era un objeto hecho de plástico suave rosado, moldeado con la forma de un corazón. De su centro sobresalía un cilindro de unas 7 pulgadas (17,5 cm) de largo y más de una pulgada (2,5 cm) de grosor, también moldeados en plástico rosado, y tachonado de pequeños bultos de plástico suave como el del corazón. Katja empleó un instante en hacer que mis jugos fluyeran, para poder insertarme todo el dispositivo entre las piernas: me tenía de espaldas contra la pared, y, mientras arremolinaba su lengua en las profundidades de mi garganta, rebuscaba a ciegas con el corazón de plástico, hasta que quedó satisfecha de que estuviera en contacto pleno con la piel de mi coño. Los extraños bultos me estaban masajeando como diminutos dedos. Uno de ellos presionaba exactamente contra mi clítoris; mientras los otros se insinuaban en el pliegue entre mis labios mayores y los internos, y tenía la sensación abrumadora de ser lamida por todas partes por miles de lenguas ásperas. Sin embargo Katja me lo retiró antes de que llegara al clímax. Me volvió a poner las bragas y se las apañó para sacar un cable eléctrico que no había visto antes y que sobresalía de la cara externa del artilugio, lo pasó por debajo de mi ropa, lo sacó por mis mallas y lo hizo correr por la manga izquierda, sacándolo por la muñeca. De su extremo pendía una pequeña caja blanca, y mi amante me dijo que no la tocara. Nos colocamos la ropa y salimos juntas hacia la sala de espera, de la mano, como dos buenas amigas. De esta forma Katja podía ocultar la caja blanca en su mano derecha, y yo me sentía un poco rara, con aquel chisme dentro de mi coño y aquel cable que notaba como si fuera una correa. Solo cuando el avión encendió los motores me di cuenta del pequeño juego de mi amiga. Katja me miró directamente a los ojos y cambiando la posición de un conmutador de la caja, hizo que el dispositivo que tenía dentro de mí empezara a vibrar. Todo lo que pude hacer fue no gritar a pleno pulmón bajo la súbita sensación, y ella siguió sonriendo con su sonrisa perversa que ya casi había aprendido a conocer. Me abandoné a sus caprichos, y durante todo el viaje el vibrador estuvo parado solo durante breves instantes, mientras sudaba copiosamente y emitía sonidos que no podían dejar la menor duda de su origen a los pasajeros de los asientos cercanos. Un caballero de mediana edad se levantó de su asiento para hacerle una pregunta a mi amiga. La hizo en holandés pero no tuve dificultad para entender la respuesta: Katja le enseñó la caja de mandos al hombre, y giró el conmutador de regulación hasta su posición máxima. Sonrojada, intenté volverme hacia la ventanilla, pero no había nada que pudiera hacer para evitar retorcerme y dar vueltas de la forma más incriminatoria, hasta que el hombre se fue, satisfecha su curiosidad. No obstante no podía enfadarme con mi amiga, puesto que una vez más había conseguido hacer que me corriera, poniendo al descubierto en esta ocasión mi exhibicionismo.

Una vez en Rotterdam, abandoné el avión con mis jugos vaginales cubriendo completamente la parte interna de mis muslos, después de haber dejado mi asiento chorreando. Antes de salir del aeropuerto conseguí el permiso de Katja para quitarme el vibrador y limpiarme, aunque al principio pretendía hacerme pasar la aduana en ese estado. Estaba exhausta, pero también curiosa en extremo sobre las otras sorpresas que la chica tendría pensadas para mí.

Me brindó la respuesta tan pronto entramos a su piso de Rotterdam. Las paredes estaban decoradas con fotografías eróticas de gran tamaño, obviamente su propio trabajo. Los motivos eran chicas con atuendos fetichistas, o atadas en situaciones variadas y complicadas. Una de estas chicas, que aparecía en varias fotos llevaba anillos atravesando sus pezones y los labios menores de su coño. "¿Te gustan?" preguntó Katja. Asentí atravesada por una extraña sensación. "Quizás algún día poses también para mí, ¿no?". La respuesta se me escapó antes de que pudiera controlarme: "¡Oh sí, gracias!". Mi amiga se echó a reír. Ya había percibido mi masoquismo y sumisión latentes, pero no esperaba una respuesta tan entusiasta ante la perspectiva de ser atada y exhibida. Esa noche dormí profundamente pero no muy tranquila, puesto que mis sueños estaban llenos de cuerdas y cadenas y de la visible cara de satisfacción que Katja mostraba cada vez que me abandonaba a sus juegos.

Durante los días siguientes, entré gradualmente, si bien con creciente interés, en el universo perverso de Katja. Fui atada en docenas de posiciones que eran tan incómodas como excitantes, para ser fotografiada por mi amiga y prestar mi cuerpo a sus juegos. Fui depilada, tanto mi coño como los alrededores de mi ano, y me sentí realmente desnuda y expuesta; fui penetrada por proa y por popa por la enorme colección de consoladores y tapones que mantenía Katja, que obviamente obtenía un placer particular con mis lloriqueos de placer, pese a las generosas cantidades de crema lubrificante que había usado, dejaba escapar alaridos de dolor; fui mostrada a todas las tiendas fetichistas de la ciudad, donde mi profesora sexual fundió mis ahorros haciéndome comprar ropa obscena de plástico, ropa de cuero ceñida a la piel y una colección completa de zapatos con tacones increíblemente altos.

Aprendí con el tiempo la mejor manera de recompensar a mi pícara amiga. Además de mantenerme a su constante disposición para hacer que se corriera con mi lengua, mis dedos y sus propios juguetes sexuales, había comprendido cual era la mejor manera de excitarla. A Katja le gustaba verme en posición sumisa, así que atendía a sus necesidades lamiéndole los pies o el ano, pidiéndole expresamente que me atara, y adulándola como a una dama de la nobleza de antaño.

El gran cambio ocurrió cuando llevábamos unos tres meses en su piso, cuando conseguí reunir el coraje necesario para pedirle que me hiciera sufrir. Habíamos terminado de cenar. Había ido al dormitorio donde guardábamos nuestros juguetitos, y había vuelto en pelotas, a cuatro patas, llevando un collar de cuero y sujetando en las mandíbulas un gato de nueve colas que Katja había usado para alguna de sus fotos. Había soltado el látigo a sus pies: "¿Vas a flagelarme, Katja?" había susurrado, y pude ver como su cara radiaba con expresión del más puro goce.

Me ató a un gancho del techo, colgando de las muñecas, en una postura tal que estaba obligada a apoyarme en las puntas de los dedos, expuesta y completamente indefensa. Antes de empezar con el juego, Katja se había vestido de dómina, con botas negras brillantes de punta afilada que llegaban hasta medio muslo, un corpiño de cuero y guantes negros largos. Estaba increíblemente bella, y más excitante que nunca: aunque estaba temblando de miedo, mi sexo estaba chorreando, y no pude evitar pedirle que me diera un beso. Mi amiga se había acercado, sus labios rozaron los míos, luego se había echado hacia atrás lentamente, obligándome a avanzar para seguirla. Llegué hasta el punto en el que me encontré con el cuello echado hacia delante, con la lengua fuera, todo mi cuerpo estirado intentando desesperadamente alcanzar la boca de Katja, mientras ella obviamente encontraba mi indefensión tremendamente divertida.

La flagelación fue terrible, un tormento increíblemente doloroso, insoportable y que parecía no tener fin. Katja no perdonó ni una pulgada de mi cuerpo, y la única vez que me permitió unos momentos de respiro fue cuando salió brevemente a buscar una mordaza para amortiguar mis gritos. Las tiras del látigo golpearon mis pezones, mi vagina... incluso el agujero de mi culo, haciéndome oscilar como una muñeca enloquecida bailando en mis sencillas ataduras. El dolor fue mucho peor de lo que podría haber previsto nunca, pero a pesar de todo esa noche alcancé un clímax superior al usual. Mi excitación no tenía naturalmente nada de físico: era la idea de mi cuerpo indefenso, de las marcas en mi piel, la idea de la TORTURA lo que hacía que mi coño rezumara. Obtenía placer de ver como mis pezones crecían cada vez más tiesos y duros, expuestos a la furia del látigo, obtenía placer del sentimiento de ser dominada, y sobre todo saboreaba el incomparable placer que estaba proporcionando a mi torturadora. Había ido más allá de la convención y la hipocresía, había vencido el miedo y la propia imagen que tenía de mi misma. Durante todo el tiempo que el gato de nueve colas flageló sin piedad mi carne no fui más la Cristina de dieciocho años que había salido de la escuela, o la Cristina a la que le gustaban las películas de terror o la música de Mozart. Solo era un cuerpo, un animal sin nombre ni consciencia, sin pasado ni futuro, un animal que solo vivía para llevar a sus extremos la sensación de estar vivo. Sí, mientras era torturada, mi sensación más fuerte y dominante no era la del dolor, sino la de estar viva. Miraba mi cuerpo mientras gritaba y me agitaba, bañada en sudor y palpitando de dolor, y el espectáculo me llevaba al paraíso.

Cuando me bajó quedé derrumbada en el suelo, hecha una ruina con sollozos profundos que venían de lo más hondo de mi vientre; sollozos no de dolor sino de gozo. Iba a tener muchas más oportunidades de probar el dolor durante los días siguientes, pero incluso en esa ocasión mis sensaciones difirieron marcadamente de lo que había esperado. Cada vez que intentaba sentarme y las rabiosas marcas de la piel de mi culo me hacían pegar un bote de congoja, el dolor no era para mí una molestia, sino más bien un agradable recordatorio del placer que había proporcionado a Katja y a mí misma, al someterme a un tratamiento tan obsceno como la flagelación. Durante los días que siguieron nos ocupamos en otros juegos aún más fantásticos y complicados: cera fundida, pinzas, azotes... Fui masturbada con un guante untado con pimienta molida, e incluso fui tan lejos como para pedir a mi Ama que me torturara con un enema, después de que hubiera visto que lo hacían en una de las revistas especializadas que había comprado en cantidad, solo para encontrarme peleando para descifrar un idioma que no entendía.

El otro cambio importante en mi vida ocurrió unos meses más tarde, en la noche de mi decimonoveno cumpleaños. Para entonces ya estaba casi completamente convencida de que era masoquista: mi relación con Katja era ahora exclusivamente sadomasoquista, y era torturada casi a diario. Suponía que algo había en marcha, porque los últimos días mi Ama se había limitado a simples juegos sexuales en el uso de mi cuerpo, pero me había cuidado mucho de no hacer preguntas. Luego, una noche, Katja me ordenó de repente que me vistiera para salir: ya había elegido la ropa y la había colocado sobre la cama. Consistía en un corpiño de cuero, medias de seda con costura por detrás, y zapatos negros de tacón fino muy altos. La única otra prenda que llevaba era un impermeable largo y oscuro, que cubría por completo mi desnudez. Pensé que se trataba de un juego al que ya habíamos jugado unas cuantas veces: Katja me llevaría en el coche en ese estado de desnudez, luego me ordenaría exhibirme a los otros conductores mientras dábamos una vuelta, o me haría mear en los parques públicos cuando no hubiera nadie alrededor, asegurándose de que me agachara y subiera el impermeable lo bastante para dejar al descubierto mis partes íntimas.

Esa vez, sin embargo, tuve que ponerme también un collar y una correa, y usamos un taxi en lugar de nuestro coche. Le dio la dirección de un club de sado: el primero en el que estuve nunca. Un hombre vestido de mayordomo abrió la puerta y nos invitó a dejar los abrigos en el guardarropa. Katja me ordenó bruscamente que obedeciera y yo estaba más preocupada que excitada cuando hice mi entrada en la sala principal del club. Ya me había dado cuenta que en Holanda podía pasear desnuda sin que nadie me violara, pero la situación era muy embarazosa. Katja me llevó de la correa a una pequeña mesa y me hizo arrodillar a su lado. Había como una docena de personas en la sala y todos nos observaron detenidamente mientras entrábamos. Todas las mesas estaban dispuestas alrededor de un pequeño escenario de teatro, que en aquel momento estaba ocupado por un equipo de TV que mostraba una película sado. Unos minutos más tarde la película terminó y se encendieron las luces. Una chica vestida de cuero retiró el equipo de TV y Katja me susurró el oído "Cumpleaños Feliz".

A continuación mi Ama se levantó de repente y tiró de la correa arrastrándome al escenario. Inmediatamente me di cuenta de lo que estaba pasando: ¡mi regalo de cumpleaños consistía en ser torturada delante de todos aquellos extraños! Mi embarazo desapareció en seguida, aunque la sesión de castigo fue bastante dura. Primero Katja me ató a un banco bajo, con las piernas completamente abiertas, exponiendo mis dos agujeros a las miradas de la audiencia. Luego empezó a follarme con consoladores cada vez mayores, para prepararme para follarme con el puño por los dos orificios, lo que me hizo gritar de verdad, especialmente cuando empujó las dos manos a la vez. Después de hacerme que le limpiara las manos con la lengua me abandonó al cuidado de las dóminas del lugar, que se divirtieron rudamente con mi cuerpo mientras la audiencia reía y aplaudía mi agonía. Me aplicaron pinzas bien cargadas de peso a mis partes más sensibles, me dilataron una y otra vez, y dese luego me flagelaron: me azotaron larga y duramente con una variedad de instrumentos haciéndome sufrir y correrme ante los ojos divertidos de mi amiga. De hecho intentaba encontrar la mirada de Katja entre mis irreprimibles lágrimas y su expresión de excitación me hacía olvidar cualquier sentimiento de terror. Las manos torturadoras alquiladas eran solo una extensión de las de Katja y caí en un abismo de dolor y placer perfectamente similar a los que había disfrutado entre las paredes a prueba de sonidos de nuestro piso.

Cuando el espectáculo de mi tortura hubo terminado y volví a la mesa, después de haberme refrescado, encontré a Katja en compañía de una atractiva mujer de unos treinta y cinco años, de largo pelo negro y una expresión resuelta. Me habría gustado correr hacia Katja y darle un beso para agradecerle el regalo que había recibido, pero decidí que sería mejor que me arrodillara silenciosamente a sus pies. Las dos mujeres estuvieron hablando unos minutos más en su idioma de lengua retorcida, luego la recién llegada se levantó, saludando a Katja con sonrisa de plena satisfacción y se fue después de dejarle una tarjeta de visita.

Nos quedamos en el club unas cuantas horas más, fuimos testigos de otro espectáculo de tortura protagonizado por una mujer no precisamente bella ni joven, pero que obviamente era capaz de soportar los tratamientos más duros.

De vuelta a casa hicimos el amor larga y pausadamente, y me dejé caer en brazos de Katja, totalmente exhausta. Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente llevaba un rato levantada, y por primera vez en meses había preparado el desayuno, haciendo una labor que había sido parte exclusiva de mis deberes como esclava.

"Hace pocos días me ofrecieron un trabajo," dijo mientras nos tomábamos el desayuno. "Se trata de una serie extensa de sesiones fotográficas en Japón. Está muy bien pagado y no puedo permitirme rechazarlo. Lo que significa que tendré que pasar una buena temporada en el extranjero, al menos cinco meses, y no podrás venir conmigo". Casi me desmayé al oír sus palabras, y sentí como si alguien me hubiera lanzado una gran bola de plomo directamente al estómago. "No querría dejarte," dijo viendo mi expresión, "pero no puedo hacer otra cosa. Es más, he sido tan egoísta, debería haberte ayudado a encontrar un trabajo y en lugar de eso ni siquiera empecé por enseñarte el holandés, así que no puedo obligarte a quedarte aquí y esperarme". Yo me había quedado sin habla y solo sentía desesperación. "Hasta ayer me temía que tendría que mandarte de vuelta a Italia, pero hoy encontré una salida. La señora con la que estuve hablando en el club se llama Fiona Martens; es la viuda de Anton Martens, el millonario, que le dejó una herencia enorme". Yo había empezado a llorar, y no entendía a donde iba ella: "Fiona es una mujer muy perversa, vive en una gran mansión donde disfruta de su propio harén real de esclavas. Le has gustado, y se ha ofrecido a comprarte... por mucho dinero".

Katja se inclinó hacia mí y me sacudió por los hombros, intentando hacerme comprender lo que había dicho: "¡Deja de llorar! ¿Me has oído? ¡Te he hecho una propuesta importante! ¿Aceptas su oferta?"

"Yo no... no sé, no te he oído... ¿Qué oferta?" Mi tremenda desesperación ante la sola idea de perder a mi amante ciertamente no me ayudaba a comprender una situación tan extraña. "La oferta de convertirte en esclava de Lady Fiona," dijo otra vez Katja, con cierto énfasis, "Si estás de acuerdo serás propiedad suya durante todo un año, pero cuando te vayas puedes volver a mí. Esa mujer en muy cruel, pero he visto que te gusta ser usada por otras distintas de mí, y es posible que no sea tan terrible después de todo". Al fin empezaba a entender: "¡Pero no podrás visitarme?" "No". "¿Me esperarás al menos?" "Ciertamente, Cristina, te esperaré". "Entonces está bien. Haría cualquier cosa para que me dejaran estar contigo".

Pasé el resto del día llorando en brazos de Katja y haciendo el amor con ella. Inmediatamente después de cenar mi amante hizo una llamada telefónica y me ordenó que me pusiera la misma ropa de la noche anterior. "¿Por qué quieres salir?" pregunté. "No quiero salir, Cristina," contestó con voz desconsolada. "Vienen a recogerte para Lady Fiona. Yo me iré mañana." La noticia me hizo caer en un estado casi catatónico. No puedo recordar nada de lo que pasó después hasta que me encontré en la calle, empujada por una chica rubia al interior de un gran Mercedes negro. Me pasé todo el viaje llorando, y cuando acabó me encontré en un gran patio, justo delante de la entrada de una enorme mansión palaciega. Me arrastraron dentro y me llevaron a un estudio espacioso donde conocí a Lady Fiona.